Capítulo 17
Tracemos un curso seguro
Cuando un hombre no sabe hacia cuál puerto se dirige, ninguno le parece adecuado.—Anónimo
Si queremos evitar los sitios peligrosos que conducen a la transgresión y la aflicción, y a la pérdida de nuestras oportunidades de lograr la exaltación, la manera prudente de proceder es trazar el curso de nuestra vida.
Desde luego, no podemos conocer cada circunstancia de la vida ni proyectar todo detalle anticipadamente; pero sí podemos trazar un curso general de modo que no habrá ninguna, o sumamente poca desviación del “estrecho y angosto camino”. Este género de planes requiere el establecimiento de ideales y metas dignas. La persona que fija estas metas, y luego trabaja constantemente hacia el logro de las mismas, es la que con mayor probabilidad podrá sobreponerse con éxito a los peligros y apartarse de las asechanzas que podrían transformar el curso de un sendero de felicidad en un camino de destrucción.
Los planes se forjan temprano en la vida.
Es menester empezar temprano a preparar estos planes. Se ha dicho que “aun el viaje más largo se inicia con sólo un primer paso”. Por tanto, al darse ese primer paso, debe ser sobre un curso debidamente trazado. De lo contrario, los malos hábitos nos sobrevienen mientras estamos desprevenidos, y el pecado nos tiene en sus garras antes que nos demos cuenta.
Aparte de fijar metas dignas, el trazar uno su curso le evita llevar una vida desorientada y a la deriva, una existencia como el de la planta rodadera. En tierras desérticas esta planta espinosa crece en los llanos y a los lados del camino. Cuando ya está madura y seca, la planta se desprende de sus raíces e, igual que una maraña redonda de tallos delgados pero firmes, va rodando como pelota. Si el viento sopla del occidente, la planta rueda hasta topar con los cercos del lado poniente. Con cada cambio de dirección del viento, la planta redonda rueda con él, siguiendo el trayecto de menor resistencia hasta que la detiene algún cerco o muro o los bordes de una zanja. Al soplar el viento por el camino, estas plantas van rodando a semejanza de grandes pelotas lanzadas por la mano de un gigante.
Muchas personas, y particularmente muchos de nuestros jóvenes, llevan esta existencia de “planta rodadera”. Tienden a seguir una dirección que sea dominante y potente, sin tomar en consideración si es buena o mala. Quieren saber lo que están haciendo “los otros”. ¿Qué clase de suéteres están usando? ¿qué clase de zapatos? ¿Son largos o cortos los vestidos, ajustados o acampanados? ¿Usan las jóvenes más destacadas el cabello corto, al estilo varonil o erizado, lucen la cola de caballo o los estilos italianos o franceses? ¿Se acicalan los jóvenes frente al espejo con su corte de pelo estilo cola de pato, o con copete, o rapados o melenudos o el cabello sobre la frente?
Tal vez éstas sólo sean cosas menores, pero hay áreas mayores y más peligrosas hacia las cuales son conducidos, en particular nuestros jóvenes, por su deseo de conservarse a la par de los demás. ¿Qué debe hacer uno para no ser tildado de “insípido”, o de “gallina”, o de “lelo”? ¿Debe la juventud iniciar un noviazgo cuando apenas ha entrado en la adolescencia? ¿practicar el besuqueo y las caricias impropias? ¿bailar toda la noche con un solo compañero o compañera?
La persona prudente forma planes.
Por otra parte, los jóvenes inteligentes se disciplinarán desde los primeros años de su juventud, trazando cursos de largo plazo a fin de incluir todo lo que es sano y nada que sea perjudicial. El constructor de puentes, antes de iniciar la tarea, traza diseños y planes, hace cálculos para determinar la presión y la resistencia, los costos y peligros; el arquitecto, aun antes de iniciar la excavación, prepara un proyecto del edificio desde los cimientos hasta el pináculo. En igual manera, la persona prudente planeará cuidadosamente y preparará un proyecto de su propia vida desde su primer despertamiento mental hasta el fin de la misma. “Así como un constructor querrá que su estructura resista las tempestades y las convulsiones de los elementos, en igual manera los jóvenes, así como los ancianos, querrán una vida que resista indemne las adversidades, calamidades y dificultades por toda la eternidad. Habiendo trazado tal curso, los hombres prudentes ajustarán sus vidas, actividades, ambiciones y aspiraciones a fin de que puedan contar con toda ventaja para el cumplimiento total de un destino recto.”
La vida proporciona la opción a todos. Puedes conformarte con la mediocridad, silo deseas. Puedes ser común, ordinario, insulso, deslustrado; o puedes encauzar tu vida para que sea limpia, vibrante, progresiva, útil, pintoresca, rica. Puedes empañar tu historia personal, mancillar tu alma, hollar con los pies la virtud, el honor y la bondad, y con ello privarte de una exaltación en el reino de Dios; o puedes ser justo, ganándote el respeto y la admiración de tus compañeros en todo aspecto de la vida y disfrutando del amor del Señor. Tu destino está en tus manos, y eres tú quien determinará tus decisiones trascendentales.
Por supuesto, tus opciones no resultarán ser las correctas, las que te llevarán indefectiblemente por la vía que conduce a la gran recompensa eterna, a menos que la decisión se lleve a efecto bajo el dominio apropiado. En este respecto, el predominio mayor es el autodominio. El siguiente comentario, cuyo autor me es desconocido, proviene de un escritor perspicaz:
“La batalla máxima de la vida se libra dentro de las silenciosas cámaras del alma. Un triunfo en el interior del corazón de un hombre vale cien conquistas en los- campos de batalla de la vida. Ser amo de ti mismo constituye la mejor garantía de que tú serás el amo de la situación. Conócete a ti mismo; la corona del carácter es el autodominio.”
El mundo y sus habitantes necesitan orientación y riendas. Imaginemos un automóvil que marcha sin un conductor, un tren sin un maquinista, un avión sin un piloto al mando. En esta época de proyectiles dirigidos, tal vez debemos dar mayor consideración a la orientación del alma. Lanzar proyectiles al aire sin dirección ni control podría matar personas, destruir propiedades y hacer cundir el terror; pero a la larga, su efecto sería relativamente pequeño al compararse con el de permitir que las almas lancen el vuelo sin dirección ni control.
De manera que desde una edad temprana nuestra juventud debe hundir sus estacas en el suelo para señalar su camino. Las estacas de referencia son de dos variedades: “Esto haré” y “Esto no haré”. Estas decisiones tienen que ver con actividades, normas, metas espirituales y programas personales en general. Deben incluir planes para el matrimonio y la familia. Desde sus primeros años, la juventud debía haber estado viviendo conforme a un plan. Son el joven sabio y la señorita prudente quienes se beneficiarán a causa de la experiencia de otros, y quienes temprano trazarán un curso para su educación, una misión, la búsqueda de un novio o novia puros y limpios que sea su compañero o compañera por toda la vida, su matrimonio en el templo y su servicio en la Iglesia. Cuando se traza tal curso y se fija la meta, es más fácil resistir las muchas tentaciones y decir “no” al primer cigarrillo; “no” a la primera copa; “no” al paseo en automóvil que llevará a uno a lugares obscuros, solitarios y peligrosos; “no” a los primeros actos indebidos que finalmente conducen a prácticas inmorales.
Trazando el curso hacia el matrimonio.
Para cuando nuestra juventud llega a tener la edad suficiente para comprender y proyectar el curso de su vida, el matrimonio, la decisión máxima de su vida, se halla sólo pocos años más adelante. Por tal razón este capítulo hace hincapié en el curso que conduce hacia el matrimonio y en lo que con éste se relaciona; y pudiera añadir en esta oportunidad que, aun cuando son mayores sus beneficios si dicho curso se inicia temprano, la preparación de planes es útil para cualquier etapa de la vida.
Para un miembro de la Iglesia, los planes y decisiones relacionados con el matrimonio deben concordar con la meta de la exaltación y con un programa para los niños por nacer, los cuales pueden traer gloria a los padres. Cuando llegan los niños a un hogar de verdaderos Santos de los Últimos Días, como fruto de un matrimonio sellado por el Santo Espíritu de la Promesa, un hogar donde hay paz y contentamiento, ideales y normas comunes, la vida promete un gran futuro. Los niños que tienen la buena fortuna de llegar a hogares donde el sacerdocio preside, donde el Espíritu del Señor está siempre presente, donde las oraciones familiares unen y donde rige el verdadero amor familiar, ciertamente son bienaventurados.
Si las parejas llevan una vida conyugal como es debido, instruyendo a sus hijos en el temor y amonestación del Señor tal como los padres mismos lo harán, no hay mucha probabilidad de que su hogar vaya a producir delincuentes, transgresores o criminales. La mayor parte de la gente concuerda en que los problemas que surgen en la vida se inician o se fomentan en el hogar. Las guerras cesarían, los tribunales criminales permanecerían cerrados, las cárceles y penitenciarías casi nunca se usarían, si se instruyera a todos los niños mediante los preceptos y ejemplos de padres dignos que se amaran mutuamente y se entregaran el uno al otro con fidelidad total.
Es obvio, pues, que los actos de mayor importancia son los que contribuyen a esta feliz condición. Es de trascendencia vital para todo joven que trace su curso cuidadosamente para estar seguro de que no ha de haber ninguna vileza ni error en su vida. Debe haber salvaguardias durante el galanteo, el noviazgo, el matrimonio y la vida familiar. No debe haber ningún error en cuanto a las personas que se estén pretendiendo, ni en cuanto a la protección de la manera de proceder. La vida casada debe ser afectuosa, bondadosa y abnegada.
La imprudencia de matrimonios entre personas de distintas fe.
Nuestra juventud con frecuencia hace esta pregunta vital: “¿Con quién debo casarme?” La respuesta acertada a esta pregunta proporciona la respuesta acertada a muchas otras. Si el matrimonio se contrae con el “quien” apropiado, es seguro que se efectuará en el “donde” correcto, y esto trae una oportunidad infinitamente mejor de lograr la felicidad aquí y en la eternidad. La causa principal, en la gran mayoría de casos, de la desdicha, hogares destrozados, vidas destruidas, pecado y aflicción entre los Santos de los Últimos Días consiste en no casarse con la persona apropiada en el lugar correcto mediante la autoridad pertinente. Esto se manifestó en una encuesta que se hizo hace muchos años.
En dicha encuesta se hizo un estudio de aproximadamente 1.500 matrimonios, un total de 3.000 personas, la mayor parte de ellas miembros de la Iglesia. De estos 1.500 matrimonios, casi mil parejas, o sea 2.000 personas, se casaron fuera del templo, y algunos fuera de la Iglesia. En el transcurso de los años ha habido mucha infelicidad en un gran número de estas familias que se casaron con personas de otra fe o fuera del templo, mucha desorganización en la vida de los padres, mucha frustración en la vida de gran cantidad de hijos que se están criando sin un concepto religioso de la verdad. También había habido muchos hogares destrozados, pues 204 de las parejas, un total de 408 personas, se divorciaron en un término de quince años.
Un corto número de estas personas, habiendo pasado por la tristeza y la desilusión, tal vez hayan aprendido su lección y se habrán vuelto a casar con un miembro de la Iglesia, y en el templo y con la persona apropiada; pero muchos de ellos no aprendieron, se volvieron a casar fuera de la Iglesia y continuaron en su aflicción. De las tres mil personas con que se empezó, casi dos mil de ellas andan extraviadas. Cataratas espirituales les han afectado la vista, y andan palpando a tientas entre neblinas y nubarrones, sin poder ver con claridad. Andan perdidos en los laberintos, y muchos de ellos tal vez nunca vuelvan a orientarse. La gran mayoría de ellos todavía no se han recuperado en los años subsiguientes, sino que continúan errando y palpando en la obscuridad espiritual e incomodidad conyugal. Lo anterior no tiene por objeto dar a entender que todos los miembros de la Iglesia son dignos ni que tod6s los no miembros son indignos, sino que las encuestas continúan indicando el error de contraer matrimonio con personas de otra fe. Las diferencias en cuanto a normas, ideales, ambientes y fes agravan los problemas del matrimonio.
Los matrimonios con personas de diferentes fes generalmente ocasionan la pérdida de la espiritualidad; y con mucha frecuencia resulta el divorcio, y mucha infelicidad aun cuando no haya divorcio. Aun en las personas de otras fes aparte de la nuestra, las encuestas han demostrado que en los matrimonios entre personas de distintas creencias es difícil ajustar las tensiones religiosas, y que frecuentemente uno o ambos cónyuges abandonan por completo las prácticas religiosas. A medida que los padres abandonan su religión, un número cada vez mayor de hijos se van criando sin ninguna clase de afiliación religiosa ni la fe que ésta podría engendrar.
El miembro de la Iglesia que está considerando casarse con alguien que no lo es frecuentemente piensa: “Oh, el aspecto religioso no importa; la pasaremos bien. Sabremos adaptarnos y ser condescendientes el uno con el otro. Mi cónyuge me permitirá obrar como yo desee, o haré mis ajustes. Ambos viviremos y adoraremos según nuestra propia manera.” Esta es una falsedad. Son tan raras las ocasiones en que esto se realiza, que es demasiado peligroso arriesgarse. Algunos dicen: “Pero creo que debo ser liberal en este respecto.” Esto no es liberalidad; y aun cuando lo fuera, eso de querer ser liberal con el programa eterno del Señor es como querer ser generoso con el dinero de otra persona.
Los investigadores parecen estar de acuerdo en que aun en los matrimonios que no se desintegran, la disconformidad concerniente a asuntos religiosos es una causa definitiva de la infelicidad. La Iglesia pierde muchos buenos hombres y mujeres que se apartan del camino recto y angosto por motivo de estos matrimonios desatinados. En la encuesta previamente mencionada, se descubrió que casi la mitad de los que se casaron fuera de la Iglesia dejaron de ser activos en ella. El número de estas personas casadas fuera de la Iglesia que ahora son inactivas es dos veces mayor que aun el de aquellas que se casaron fuera del templo, pero con miembros de la Iglesia; y esto es significativo. Solamente un veintinueve por ciento de los miembros de la Iglesia que se casaron con miembros, aun cuando fue en matrimonio civil, no eran activos, mientras que aproximadamente el cuarenta y seis por ciento de las personas casadas con no miembros estaban inactivas.
Casémonos en la iglesia.
El consejo que los miembros de la Iglesia han recibido al respecto es indiscutible. El presidente Joseph F. Smith dijo:
“Decimos a nuestros jóvenes, contraed matrimonio y casaos como es debido. Casaos dentro de la fe, y sea realizada la ceremonia en el lugar que Dios ha señalado. Vivid de tal manera que seáis dignos de esta bendición… Mas no os caséis con los que no son de la Iglesia, porque estas uniones casi invariablemente conducen a la infelicidad…
“Yo mismo preferiría ir al sepulcro, que estar unido a una esposa fuera de los vínculos del nuevo y sempiterno convenio… Yo quisiera ver que los varones que son Santos de los Últimos Días se casaran con mujeres de entre los Santos de los Últimos Días; y que los metodistas se casaran con metodistas, católicos con católicas, presbiterianos con presbiterianas, etc. Consérvense dentro de los límites de su propia fe e Iglesia…” (Smith, Gospel Doctrine, págs. 275, 279.)
El apóstol Pablo dijo a los corintios: “No os unáis en yugo desigual” (2 Corintios 6:14). Tal vez él quería que comprendieran que las diferencias religiosas son distinciones fundamentales. Las diferencias religiosas abarcan zonas de conflicto más extensas. Entrechocan los sentimientos de lealtad en cuanto a la Iglesia y lealtad para con la familia. Con frecuencia se ven frustradas las vidas de los hijos. El no miembro podrá tener el mismo nivel de inteligencia, buena preparación y atracción, y podrá tener la personalidad más agradable; pero sin una fe común, surgirán dificultades más adelante en el matrimonio. Hay algunas excepciones, mas la regla general es rígida y sombría.
No hay predisposición ni prejuicio en esta doctrina. Es cuestión de ceñirse a determinado programa para lograr una meta particular. Una cariñosa y bonita esposa protestante se refiere a su buen marido protestante en estas palabras: “Pero mi esposo es amable, honorable, digno y un buen proveedor, y es mejor persona que muchos miembros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Estoy segura de que él recibirá las bendiciones y quedaremos unidos por la eternidad.” No hay excepción para los miembros infieles de la Iglesia que no cumplen con sus obligaciones; también perderán las bendiciones eternas, eso es seguro. Mas la persona que no es miembro de la Iglesia del Señor, que no ha recibido las ordenanzas celestiales, no puede recibir el reino celestial. El Salvador aclaró esto cuando dijo: “El que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios” (Juan 3:5).
Siempre ha quedado prohibido casarse fuera de la fe. Por ejemplo, el Señor inspiró a Abraham a que se casara con una parienta cercana más bien que con una mujer gentil. Con respecto a una esposa para su hijo, Abraham comisionó a su siervo para que emprendiera un largo e incómodo viaje con objeto de que encontrara a una joven de la misma fe que Isaac:
“Y te juramentaré por Jehová… que no tomarás para mi hijo mujer de las hijas de los cananeos, entre los cuales yo habito;
“sino que irás a mi tierra y a mi parentela, y tomarás mujer para mi hijo Isaac” (Génesis 24:3,4).
En igual manera el propio Isaac, entristecido por el matrimonio de su hijo Esaú con mujeres gentiles, le prohibió a Jacob que hiciera tal cosa y lo envió a Harán para que se casara dentro de la fe (véase Génesis 28:1,2). Siglos después, el Señor dio este mandamiento particular a los israelitas:
“Y no emparentarás con ellas [gentiles]; no darás tu hija a su hijo, ni tomarás a su hija para tu hijo.
“Porque desviará a tu hijo de en pos de mí, y servirán a dioses ajenos (Deuteronomio 7:3,4. Cursiva del autor).
También en el meridiano de los tiempos, como ya se ha citado parcialmente, se dieron las mismas instrucciones: “No os unáis en yugo desigual con los incrédulos” (2 Corintios 6:14).
En muchas ocasiones he recibido a mujeres con los ojos llenos de lágrimas. ¡Cómo les gustaría poder criar a sus hijos en el evangelio de Jesucristo! Sin embargo, no pueden hacerlo por motivo de la incompatibilidad religiosa que viene de tener un marido que no es miembro. ¡Cómo les gustaría a ellas mismas aceptar responsabilidades en la Iglesia! ¡Cómo les gustaría pagar sus diezmos! ¡Cómo estimarían poder ir al templo para recibir sus propias investiduras y hacer la obra por los muertos! ¡Cómo desean poder ser selladas por la eternidad y recibir la promesa de que sus hijos, su propia carne y sangre, les sean sellados por la eternidad! A veces son hombres los que se encuentran en este aprieto. Sin embargo, han cerrado las puertas con llave, y a menudo se han enmohecido las bisagras de esas puertas.
La importancia de un noviazgo conveniente.
Desde luego, el matrimonio apropiado empieza con un noviazgo adecuado. La persona generalmente contrae matrimonio con uno de entre aquellos con quienes se asocia, con quienes va a la escuela, con quienes va a la Iglesia, con quienes pasa sus ratos de sociabilidad. Por tanto, se hace fuerte hincapié en esta amonestación: No corras el riesgo de salir con no miembros ni con miembros que carecen de preparación y de fe. Una joven podrá decir: “No, ninguna intención tengo de casarme con esta persona. Salgo con él para divertirme.” Sin embargo, uno no debe correr el riesgo de enamorarse de alguien que quizá nunca acepte el evangelio. Es verdad que un pequeño porcentaje de dichas personas finalmente se bautizan después de casarse con miembros de la Iglesia. Algunas mujeres buenas y varios hombres buenos se han unido a la Iglesia después de estos matrimonios de miembros con no miembros, y han permanecido devotos y activos. Nos sentimos orgullosos de ellos y agradecidos porque los tenemos. Son nuestra bendita minoría. Otros, aun cuando no se han unido a la Iglesia, se han manifestado amables y considerados y deseosos de cooperar, y han permitido al cónyuge que es miembro que adore y preste servicio de acuerdo con las normas de la Iglesia. Sin embargo, la mayoría no se ha unido a la Iglesia y, como se indicó previamente, los desacuerdos, la frustración y el divorcio se han manifestado en un gran número de estos matrimonios.
En casos aislados una linda joven puede hallarse tan apartada geográficamente de otros miembros de la Iglesia, que de no casarse fuera de la Iglesia tendría que permanecer soltera. Algunos podrían sentirse justificados, en tales circunstancias, para hacer una excepción de la regla general y casarse con un no miembro; pero haya justificación o no la haya, es importante reconocer que aún permanecen los riesgos en tal matrimonio. Para reducir al mínimo los peligros, la joven debe procurar en todo respecto estar segura de que se va a casar con un hombre que es honorable y bueno, a fin de que, aun cuando por lo pronto no se pueda lograr que acepte el evangelio, exista una buena oportunidad de que más adelante sea convertido.
El matrimonio celestial es el camino que lleva a la felicidad.
En los párrafos anteriores me he permitido dar por sentado que casarse en la Iglesia quiere decir casarse en el templo, y así debe ser, desde luego, con todos los miembros que pueden llegar a un templo. La puerta que conduce a los verdes pastos de la dicha eterna es el matrimonio en el templo y una vida familiar recta y abundante. La vida conyugal puede ser un estado celestial continuo o un tormento perpetuo, o cualquier otro punto entre uno y otro de estos dos extremos. El matrimonio feliz depende en gran medida de la preparación hecha para consumarlo, cosa que es pertinente a nuestro tema de trazar un curso. No puede uno recoger la madura, rica y sabrosa fruta de un árbol que nunca se plantó, que no se cultivó ni podó, ni fue protegido de sus enemigos.
En una, encuesta que se hizo entre los miembros de la Iglesia se manifestó que sólo había ocurrido un divorcio en cada dieciséis matrimonios que fueron sellados en el templo, mientras que entre los que no lo fueron había habido un divorcio en cada 5.7 matrimonios. Esto quiere decir que la persona que se sella en el templo tiene una oportunidad dos veces y medio mayor de lograr el éxito en el matrimonio, con su felicidad consiguiente, que aquella que únicamente se casa por lo civil. En otras palabras, tiene una posibilidad dos veces y medio mayor de convivir en felicidad y gozo con su compañero o compañera durante su existencia terrenal. No sólo la ordenanza misma, sino también la preparación para la ordenanza y la profunda estimación que por ella se siente, ayudan a lograr este fin.
Una razón básica para el matrimonio eterno es que la vida es eterna; y el matrimonio, para poder concordar con los propósitos eternos, debe concordar con la vida en cuanto a duración. El matrimonio efectuado por oficiales civiles, o por oficiales de la Iglesia fuera de los templos, está en vigor solamente por tiempo, es decir, “hasta que la muerte os separe” o “mientras los dos viváis”; y termina con la muerte. Sólo el matrimonio celestial perdura allende el sepulcro. El matrimonio eterno es efectuado por el profeta del Señor, o una de las contadas personas a quienes él ha delegado esta autoridad. Se realiza en templos santos que se han construido y dedicado para tal propósito. Solamente este género de matrimonio trasciende la tumba y perpetúa las relaciones de esposo y esposa, y de padres e hijos, por la eternidad.
Únicamente a aquellos que concierten y fielmente observen el convenio del matrimonio celestial se concederá la exaltación en el reino celestial. Cristo dice en palabras inequívocas:
“En la gloria celestial hay tres cielos o grados;
y para alcanzar el más alto, el hombre tiene que entrar en este orden del sacerdocio [es decir, el nuevo y sempiterno convenio del matrimonio];
“y si no lo hace, no puede obtenerlo.
“Podrá entrar en el otro, pero ése es el límite de su reino; no puede tener progenie” (D. y C. 131:1-4. Cursiva del autor).
¡No puede tener progenie! ¡No puede obtener la exaltación! Esto significa por los siglos de los siglos. Después que se le haya señalado a una persona su lugar en el reino, bien sea el telestial, el terrestre o el celestial, o su exaltación, jamás avanzará de su gloria designada a otra gloria. ¡Esto es eterno! Es por ello que debemos llegar a una determinación en una época temprana de la vida, y por qué es forzoso que tales determinaciones sean rectas.
Recordaremos la manera en que el Señor respondió a los hipócritas saduceos que, buscando como sorprenderle, le propusieron el difícil problema de la mujer cuyos siete maridos fallecieron antes que ella: “En la resurrección, pues, cuando resuciten, ¿dé cuál de ellos será ella mujer, ya que los siete la tuvieron por mujer?” (Marcos 12:23). La respuesta del Salvador fue clara, concisa e inequívoca:
“¿No erráis por esto, porque ignoráis las Escrituras, y el poder de Dios?
“Porque cuando resuciten de los muertos, ni se casarán ni se darán en casamiento, sino serán como los ángeles que están en los cielos” (Marcos 12:24,25).
¿Qué significa esta respuesta? El hermano James E. Talmage escribe:
“El significado del Señor fue claro. En la resurrección no habrá duda sobre cuál de los siete hermanos tendrá a la mujer como esposa en las eternidades, pues, salvo el primero, todos se habían casado con ella solamente por el período de la vida terrenal…” (Talmage, Jesús el Cristo, pág. 577.)
El Señor explica claramente e intenta convencer a sus hijos aquí en la tierra, de que no pueden darse el lujo de cometer un error con respecto a estas verdades eternas. El ofrece su promesa de una gloria preeminente a los que se rigen por sus leyes.
“Si un hombre se casa con una mujer por mi palabra, que es mi ley, y por el nuevo y sempiterno convenio, y les es sellado por el Santo Espíritu de la promesa, por conducto del que es ungido, a quien he dado este poder y las llaves de este sacerdocio… tendrá validez completa cuando ya no estén en el mundo; y pasarán por los ángeles y los dioses que están allí, a su exaltación y gloria en todas las cosas… y está gloria será una plenitud y continuación de las simientes para siempre jamás.
“Entonces serán dioses, porque no tienen fin… entonces estarán sobre todo, porque todas las cosas les son sujetas. Entonces serán dioses, porque tienen todo poder, y los ángeles les están sujetos” (D. y C. 132:19,20. Cursiva del autor).
Luego, como si quisiera eliminar toda posibilidad de duda en cuanto al asunto, el Señor continúa: “De cierto, de cierto te digo, a menos que te rijas por mi ley, no puedes alcanzar esta gloria” (D. y C. 132:21).
Al Profeta José Smith se dieron las mismas llaves que tuvo el apóstol Pedro. El Señor le dijo: “Lo que sellares en la tierra será sellado en los cielos; y lo que atares en la tierra, en mi nombre y por mi palabra, dice el Señor, será eternamente atado en los cielos” (D. y C. 132:46).
Claro está que para lograr la vida eterna no es cuestión de ser bueno solamente. Es uno de los dos elementos importantes, pero uno debe practicar la rectitud y recibir las ordenanzas. Aquellos que no conforman sus vidas con las leyes de Dios ni reciben las ordenanzas necesarias, bien sea en esta vida o (de ser imposible) en la vida venidera, se han privado a sí mismos al no hacerlo, y permanecerán separados y solos en las eternidades. No tendrán allí esposa o esposo, ni tendrán hijos. Si es que uno va a poder entrar en el reino y exaltación de Dios, donde El mora en toda su gloria, uno estará allí como esposo o como esposa, y de ninguna otra manera. Pese a sus virtudes, la persona soltera o la que se casa sólo por esta vida no puede lograr la exaltación. Todas las personas normales deben casarse y criar familias. Como lo dijo Brigham Young: “Ningún varón puede ser perfecto sin la mujer, así como ninguna mujer puede ser perfecta sin un varón que la guíe. Os declaro la verdad cual existe en el seno de la eternidad. Si desea salvarse, no puede ser salvo sin una mujer a su lado.”
Tal es la importancia del matrimonio celestial.
Para recalcar la belleza, el asombro y la gloria que lo acompañan, he aquí un cuadro que con palabras ha pintado el presidente Lorenzo Snow, tocante a la importancia y bendición del matrimonio celestial:
“Cuando son unidos en matrimonio dos Santos de los Últimos Días, les son declaradas promesas concernientes a su descendencia que se extienden de eternidad en eternidad. Se les promete que tendrán el poder y el derecho de gobernar y regir y administrar salvación, exaltación y gloria a su posteridad, por los siglos de los siglos. Y la posteridad que no tengan aquí, indudablemente habrá oportunidades para tenerla más adelante. ¿Qué más podría desear el hombre? Un hombre y una mujer, en la otra vida, con cuerpos celestiales, libres de males y enfermedades, inefablemente glorificados y embellecidos, de pie en medio de su posteridad, gobernándolos y dirigiéndolos, administrando vida, exaltación y gloria por los siglos de los siglos.” (Deseret New; 13 de marzo de 1897.)
Al leer esto, ¿podéis formaros un concepto de la inmensidad del programa? ¿Podéis empezar a comprenderlo? Recordad esto: La exaltación únicamente está al alcance de los miembros justos de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días; sólo de aquellos que aceptan el evangelio; sólo de aquellos que reciben sus investiduras y han sido sellados por la eternidad en los santos templos de Dios, y luego continúan viviendo rectamente toda su vida. Numerosos miembros de la Iglesia se verán frustrados. No lograrán estas bendiciones ninguno de aquellos que dejen de llevar una vida digna, aun cuando se hayan efectuado las ordenanzas del templo por ellos.
El peligro de postergar el matrimonio celestial.
Con demasiada frecuencia las personas creen que la decisión en cuanto al matrimonio celestial se puede aplazar y dejarse para más adelante. Estos pensamientos son la herramienta de Satanás. Él se deleita en la postergación y la utiliza frecuentemente. Si no puede convencer a la persona a que haga caso omiso de estos asuntos importantes, de estas ordenanzas en cuanto al matrimonio celestial, empleará la estrategia de la postergación, confiado en que esto finalmente le realizará sus propósitos.
Sin embargo, el momento de actuar es ahora mismo. Cualquier error puede resultar costoso. No debemos permitir que las atracciones del momento nos ocasionen el desastre por las eternidades. Todo contrato que no se efectúa bajo el poder sellador del sacerdocio termina cuando uno muere.
Desde luego, las personas que jamás han escuchado el evangelio, que no han tenido la oportunidad de aceptarlo, recibirán este privilegio bien sea en esta vida o en la venidera. Si tal vez lo escuchan en el mundo de los espíritus, la obra necesaria podría hacerse en la tierra a favor de ellos, y así recibirían el matrimonio eterno. Sin embargo, para nosotros que hemos recibido los muchos testimonios, que hemos sido informados, ¡para nosotros mañana es demasiado tarde! Podremos llegar a ser ángeles, si somos lo suficientemente justos. Podremos llegar hasta los dominios menores del reino celestial, pero allí no seremos más que ángeles ministrantes “para servir a aquellos que son dignos de un peso de gloria, mucho mayor, y excedente, y eterno.” El Señor continúa diciendo:
“Porque estos ángeles no se sujetaron a mi ley; por tanto, no se les puede engrandecer, sino que permanecen separada y solitariamente, sin exaltación, en su estado de salvación, por toda la eternidad; y en adelante no son dioses, sino ángeles de Dios para siempre jamás” (D. y C. 132: 16,17.Cursiva del autor).
La misma revelación recalca la necesidad del matrimonio celestial ahora, en esta vida:
“A menos que te sujetes a mi ley, no puedes alcanzar esta gloria.
“Porque estrecha es la puerta y angosto el camino que conduce a la exaltación y continuación de las vidas, y pocos son los que lo hallan, porque no me recibís en el mundo ni tampoco me conocéis.
“Mas si me recibís en el mundo, entonces me conoceréis y recibiréis vuestra exaltación; para que donde yo estoy vosotros también estéis” (D. y C. 132:21-23. Cursiva del autor).
También dijo el Profeta José Smith:
“A menos que un hombre y su esposa entren en un convenio sempiterno, mientras se hallaren en este estado de probación, y sean unidos por las eternidades, mediante el poder y la autoridad del Santo Sacerdocio, cesarán de aumentar cuando mueran, es decir, no tendrán hijos después de la resurrección. Pero aquellos que se casen por el poder y la autoridad del sacerdocio en esta vida, y sigan adelante sin cometer el pecado contra el Espíritu Santo, continuarán aumentando y teniendo hijos en la gloria celestial.” (Smith, Enseñanzas del Profeta José Smith, pág. 366.)
En este estado de probación y en esta vida ciertamente se refieren al período de nuestra vida terrenal.
Por medio de las Escrituras se nos pinta un cuadro suficientemente claro del destino de los que vivían en la época de Noé, los cuales, así como muchos de la actualidad, despreciaron los testimonios de la palabra escrita y de los profetas vivientes. S. Lucas registra estas palabras del Salvador:
“Como fue en los días de Noé, así también será en los días del Hijo del Hombre.
“Comían, bebían, se casaban y se daban en casamiento, hasta el día en que entró Noé en el arca, y vino el diluvio y los destruyó a todos” (Lucas 17:26,27).
Se ahogaron en sus pecados. Sus matrimonios sólo eran por tiempo. Se deleitaban en lo mundano. Posiblemente eran como muchos de los del mundo actual que no ponen ninguna restricción a sus comidas, bebidas y libertinaje. Su menosprecio de las leyes de Dios y de las amonestaciones de los profetas continuó hasta el mismo día en que Noé y su familia entraron en el arca. Ya para entonces era tarde ¡Demasiado tarde! ¡Cuán terminante es el sentido de esta frase! Siguiendo el curso de su historia eterna, hallamos que el apóstol Pedro se refiere a ellos más de dos mil años después:
“Porque también Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios, siendo a la verdad muerto en la carne, pero vivificado en espíritu;
“en el cual también fue y predicó a los espíritus encarcelados,
“los que en otro tiempo desobedecieron, cuando una vez esperaba la paciencia de Dios en los días de Noé, mientras se preparaba el arca, en la cual pocas personas, es decir, ocho, fueron salvadas por agua” (1 Pedro 3:18-20).
Por fin en el mundo de los espíritus tuvieron la oportunidad de escuchar la voz de misioneros y profetas una vez más. ¡Pero tan tarde! ¡Qué trágicas palabras! Pasan a la historia casi otros dos milenios, y nuevamente tenemos noticias de ellos mediante la revelación moderna. De la visión manifestada a José Smith y a Sidney Rigdon en 1832, el Profeta escribe:
“Y además, vimos el mundo terrestre, y he aquí, éstos son los de lo terrestre…
“…son los espíritus de los hombres encerrados en prisión, a quienes el Hijo visitó y predicó el evangelio, para que pudieran ser juzgados según los hombres en la carne;
“quienes no recibieron el testimonio de Jesús en la carne, mas después lo recibieron” (D. y C. 76:71,73,74).
¡Demasiado tarde! ¡Para ellos, lo terrestre! ¡Pudo haber sido lo celestial, y pudo haber sido la exaltación! Sin embargo, postergaron el día de su preparación. La misma exclamación lamentable de “¡demasiado tarde!” se aplicará a muchos de los miembros de la Iglesia en la actualidad que no hicieron caso de la amonestación, antes procedieron—en algunas ocasiones descuidadamente, en otras con rebeldía—a ser parte de aquellos que en su etapa terrenal no pudieron o no quisieron prepararse para las bendiciones que estaban reservadas para ellos.
El programa del Señor no cambia. Sus leyes son inmutables; no serán modificadas. Ni vuestra opinión ni la mía alteran las leyes. Muchos de los del mundo, y aun algunos en la Iglesia, parecen creer que finalmente el Señor será misericordioso y les concederá la bendición que no han ganado. Sin embargo, el Señor no puede ser misericordioso a expensas de la justicia.
Hagamos decisiones connubiales firmes.
Los jóvenes que trazan su curso hacia el matrimonio en el templo ya han establecido una pauta para sus pensamientos que les dará la docilidad para hacer planes mutuos con la compañera o compañero elegido, una vez que lo hayan encontrado. Aun antes de ser solemnizado su matrimonio en el santo lugar, deberán estar proyectando su vida juntos, y han de continuar igual procedimiento como desposados, al sentarse para trazar su camino a través de una vida venturosa, feliz y espiritual hasta la exaltación en el reino de Dios. Ahora colocarán algunas “estacas”.
Una de las “estacas” que el marido fija es que va a asistir a la reunión de sacerdocio cada semana del año, todos los años de su vida. Los dos fijan las “estacas” de que asistirán a la Escuela Dominical y a la reunión sacramental cada domingo, llevando consigo a sus niños pequeños y mayores, y en esta manera arraigar firmemente la práctica como programa familiar, la cual estos niños casi ciertamente continuarán en las familias que ellos mismos criarán más adelante. Otra “estaca” es la determinación de pagar un diezmo honrado regular y permanentemente. Habiendo llegado con toda firmeza a tales determinaciones, no será necesario reexaminar el asunto de asistir a la Iglesia cada domingo en la mañana, ni será necesario que la pareja considere cada vez que se perciba el salario, si ha de pagar o no pagar sus diezmos. Igual cosa se hace con otras metas dignas.
La importancia de observar los votos conyugales.
En un matrimonio debidamente trazado entre los Santos de los Últimos Días, uno debe estar consciente de la necesidad de olvidar el “yo” y de amar al compañero o compañera más que a sí mismo. No se postergará la procreación, antes habrá un deseo de tener hijos como el Señor lo dispuso, y sin limitar la familia como el mundo lo hace. Se anhelará y se amará a los niños. Habrá fidelidad y confianza; nunca se extenderá la vista, ni los pensamientos jamás se extraviarán hacia el romance fuera del matrimonio. En un sentido muy literal, el marido y su mujer se conservarán únicamente el uno para el otro en mente, en cuerpo y en espíritu.
La infidelidad es uno de los grandes pecados de nuestra generación. El cine, las novelas, los artículos en las revistas— todos ellos parecen idealizar la infidelidad de las esposas y los esposos. No hay nada sagrado, ni siquiera los votos conyugales. Se representa a la mujer infiel como la heroína y se ennoblece a tal grado al héroe, que aparentemente nada de lo que éste hace es malo. Nos recuerda las palabras de Isaías que dicen: “¡Ay de los que a lo malo dicen bueno, y a lo bueno malo!” (Isaías 5:20).
Hay personas casadas que permiten que sus ojos se extravíen, que sus corazones anden vagando, que no lo estiman impropio coquetear un poco, compartir su corazón y sentir pasión, por otras personas aparte del esposo o la esposa. El Señor dice en términos bien claros: “Amarás a tu esposa con todo tu corazón, y te allegarás a ella y a ninguna otra” (D. y C. 42:22. Cursiva del autor).
Las palabras ninguna otra eliminan a cualquier otra persona o cosa. De manera que el cónyuge llega a ocupar el primer lugar en la vida del esposo o de la esposa, y ni la vida social, ni la vida laboral, ni la vida política, ni ningún otro interés, persona o cosa deben recibir mayor preferencia que el compañero o compañera correspondiente. A veces encontramos mujeres que se entregan y miman a los niños a expensas del esposo, en ocasiones aun al grado de aislarlos de él. Esto constituye una violación directa del mandamiento: ninguna otra.
Me he referido previamente al pecado de tener amores fuera de los votos conyugales que uno ha contraído, pero vuelvo a recalcarlo en esta oportunidad dentro del contexto de que debe trazarse una vida en la cual jamás surgirá el primer pensamiento en esa dirección. El matrimonio presupone una fidelidad y una lealtad completas. Cada cónyuge acepta al compañero o compañera con el entendimiento de que él o ella se entrega totalmente a su marido o mujer; todo su corazón, fuerza, lealtad, honor y afecto con toda dignidad.
Aquellos que declaran que su amor está muerto deben volver al hogar con toda su lealtad, fidelidad, honor y pureza, y el amor que se ha vuelto ascuas se encenderá nuevamente con llamas refulgentes. Si el amor se desvanece o muere, es a menudo la infidelidad de pensamiento o de hecho lo que le administra el veneno mortal. Suplico a todas las personas, jóvenes así como adultos, que han concertado votos y convenios conyugales, que santifiquen ese matrimonio, que conserven su lozanía, y que expresen su cariño significativa y sinceramente, y con frecuencia. De este modo uno evitará las asechanzas que destruyen el matrimonio.
Desbaratar un hogar es pecado, y cualquier pensamiento, acto o asociación que tienda a destruir el hogar, bien sea el propio o el de otra persona, es una transgresión grave. Cierta mujer joven que era soltera, y, por tanto, con entera libertad para buscar debidamente a un compañero, optó, sin embargo, por fijar su atención en un hombre casado, y éste le correspondió. La joven se hallaba en transgresión. Su argumento era que el matrimonio de su nuevo amigo ya “andaba por el suelo”, que su esposa “no lo comprendía”, que él se sentía sumamente desdichado en su casa que ya no amaba a su esposa.
Sin embargo, pese a la situación del hombre casado, esta joven cometió un error muy serio al consolarlo y dar oído a la infiel crítica de su esposa. El hombre se había hundido en el pecado; se había mostrado desleal e infiel. Mientras un hombre esté casado con una mujer, su deber lo obliga a protegerla y defenderla y, a la inversa, la misma responsabilidad recae sobre su esposa.
En uno de los numerosos casos que han llegado a mi conocimiento, el marido y su mujer estaban riñendo y habían llegado a tal grado de incompatibilidad, que uno y otro se habían amenazado con divorciarse, y aun habían consultado a sus abogados para tal objeto. Amargados el uno contra el otro, ambos se habían procurado otros compañeros. En esto pecaron. Pese a lo rencoroso que hayan sido sus diferencias, ninguno de los dos tenía derecho alguno de empezar a cortejar ni andar en busca de compañeros. Cualquier relación o asociación de tal naturaleza, por parte de personas casadas, que sea ajena al matrimonio, es iniquidad. Aun cuando ya hayan presentado demanda de divorcio ante el tribunal, a fin de conservarse morales y honorables, los dos deben esperar hasta que se dé el fallo definitivo de divorcio antes que cualquiera de ellos se encuentre libre para iniciar nuevos amores.
Una mujer cuyo matrimonio había fracasado se casó a las pocas horas de haber recibido el fallo final de divorcio. Era evidente que había sido infiel a sus votos conyugales, porque había andado en busca de amores mientras todavía era una mujer sin divorciar. Si uno no puede volver a casarse antes del fallo definitivo de divorcio, debe ser obvio que uno todavía está casado. ¿Cómo, pues, se puede justificar el hecho de andar cortejando mientras el esposo o esposa de quien uno no se ha divorciado vive todavía?
Aun cuando estas aventuras empiezan casi inocentemente, los tentáculos, a semejanza de un pulpo, gradualmente van envolviendo a su víctima. Cuando empiezan las invitaciones, o paseos, o comidas, u otras asociaciones, el abismo de la tragedia abre la boca de par en par. Cuando se permite el contacto físico, de la naturaleza que sea, ya se ha convertido en seria iniquidad. Las tragedias resultantes surten su efecto en los cónyuges, los hijos y en otros seres queridos. Por boca de Jacob el Señor habló a los varones nefitas en cuanto a este asunto:
“Porque yo, el Señor, he visto el dolor y he oído el lamento de las hijas de mi pueblo… a causa de las iniquidades y abominaciones de sus maridos.
“Habéis quebrantado los corazones de vuestras tiernas esposas y perdido la confianza de vuestros hijos por los malos ejemplos que les habéis dado; y los sollozos de sus corazones ascienden a Dios contra vosotros… han perecido muchos corazones, traspasados de profundas heridas” (Jacob 2:31,35).
También las mujeres están bajo condenación por sus irregularidades fuera de su matrimonio. A menudo incitan el deseo sensual en los hombres con su ropa inmodesta, su conducta y amaneramientos indiscretos, sus miradas coquetas, su maquillaje extremoso y su lisonja.
Para una joven pareja enamorada que está iniciando su vida casada, todas estas amonestaciones podrán parecer superfluas, pero desafortunadamente no lo son. Son demasiados los que caen en este pecado. Aquellos, que trazan su curso prudentemente incluirán en sus planes una firme resolución de nunca dar el primer paso que los aleje de sus votos conyugales.
Dispongamos de tiempo para obedecer el evangelio como familia.
Cuando prepara sus plañes debidamente en los años tempranos de su vida, uno no va a permitir que el trabajo, ni la vida social, ni las distracciones se sobrepongan y asuman el mando, y causen que las cosas fundamentales ocupen un lugar secundario. Por tanto, debe proporcionarse el tiempo. Deberá haber tiempo para prestar servicio en las organizaciones y quórumes de la Iglesia; tiempo para la obra misional; tiempo para ser presidente de un quórum, director de una de las organizaciones auxiliares, obispo, presidenta de la Sociedad de Socorro, maestro, maestra; y tiempo para apoyar el programa de la Iglesia en todo respecto.
La devoción y la oración deberán ser parte íntegra de la vida que se ha trazado conforme a un curso verdaderamente espiritual. Siempre habrá tiempo para la oración. Siempre habrá esos momentos de bendita soledad, de acercamiento al Padre Celestial, de libertad de las cosas y cuidados mundanos.
Cuando nos arrodillamos para tener la oración familiar, nuestros hijos, de rodillas a nuestro lado, están aprendiendo hábitos que perdurarán con ellos toda su vida. Si no nos damos tiempo para hacer oración, lo que de hecho estamos diciendo a nuestros hijos es: “Pues, al cabo no es muy importante; no nos preocuparemos al respecto. Si podemos hacerlo cuando sea conveniente, tendremos nuestra oración; pero si suena la campana de la escuela o viene el autobús o nos llama nuestro empleo, bueno, la oración no es tan importante y la haremos cuando sea oportuno.” A menos que se proyecte, la oración jamás parece ser oportuna. Por otra parte, ¡cuán gozoso es poder establecer estas costumbres y hábitos en el hogar, de modo que cuando los padres visitan a sus hijos en las casas de éstos, después que se han casado, se arrodillan naturalmente con ellos en la manera acostumbrada y establecida de la oración!
Estamos procurando, en la Iglesia, trasladar una parte mayor del adiestramiento y responsabilidad, en lo que concierne a los niños y jóvenes, de vuelta a los padres y el hogar como nuestro concepto fundamental, y permitir que la Primaria, la Escuela Dominical y las organizaciones de jóvenes, los seminarios y otras agencias añadan sus bendiciones. Es la responsabilidad de los padres enseñar a sus hijos en el hogar y criarlos rectamente y conservarlos en un ambiente apropiado. Debe doctrinarse y fortalecerse a la juventud en el hogar de tal manera que los problemas de los niños y de los jóvenes se vean reducidos a lo mínimo. La noche de hogar para la familia se ha dispuesto y establecido precisamente para este propósito. Así como con las oraciones, no debemos dejar de hallar el tiempo y la oportunidad para esta actividad tan retribuyente.
Planes para que la madre se quede en casa.
De inestimable importancia en la crianza de un niño es la presencia de la madre en el hogar. En años recientes, las madres han abandonado el hogar en tan grandes números para ir a trabajar, que las Autoridades de la Iglesia sienten mucha preocupación y les están haciendo este llamado: “Volved a casa, madres, volved a casa.” Comprendemos que ocasionalmente hay madres que deben salir a trabajar. Hay algunas madres cuyos hijos son todos ya crecidos y, por consiguiente, están libres para salir a trabajar. Sin embargo, es peligroso que las madres dejen a sus niños, cuando no haya una necesidad absoluta. Por regla general, los niños simplemente no pueden criarse debidamente disciplinados bajo el cuidado de una niñera, pese a lo bueno que éstas sean, como bajo una madre que los ama a tal grado que moriría por ellos.
Recuerdo una experiencia impresionante que recalcó para mí el valor de la presencia de la madre en su casa. Me encontraba en una ciudad del noroeste, donde iba a tener una reunión con los misioneros esa noche. Había llegado temprano ese día en el único vuelo disponible. El presidente de estaca tenía muchas ocupaciones y le dije: “Siga con su trabajo. Facilíteme una mesa y su máquina de escribir y no me faltará cosa que hacer toda esta tarde.”
Así que, me puse a trabajar. Pasaron dos o tres horas tan rápidamente, que apenas me di cuenta del tiempo que había transcurrido, y deben de haber sido como las tres de la tarde cuando oí que se abrió la puerta del frente. Mientras el padre estaba en su trabajo, la madre se hallaba en un cuarto superior planchando y cosiendo. Se entreabrió la puerta y la voz de un niño llamó: “¡Mami!”
Escuché y oí la voz cordial y amorosa que contestaba desde arriba:
—Estoy acá arriba, querido. ¿Necesitas algo?
—Nada, mami—dijo el niñito, y cerrando de golpe la puerta salió a jugar.
A los pocos minutos se volvió a abrir la puerta, y otro niño entró, y una voz poco más grave llamó: “¡Mami!”
Nuevamente oí la voz contestar desde arriba:
—Estoy acá, mi amor. ¿Necesitas algo?
—No—fue la respuesta; y se volvió a cerrar la puerta y otro niño salió a jugar.
Pasó un rato y se oyó otra voz, la de una niña de quince años. Entró de golpe en la casa y quedó un poco sorprendida al encontrar allí a un desconocido. También ella llamó de la misma manera: “¡Mami!”; y la respuesta nuevamente fue:
“Estoy acá arriba, hijita; estoy planchando.” Esto pareció dejar completamente satisfecha a la joven, y se sentó al piano’ y empezó a ensayar.
Poco más tarde se oyó una cuarta voz, la de una joven de diecisiete años. Se repitió el mismo llamado, y la misma voz maternal respondió desde arriba y la invitó a subir si deseaba. Sin embargo, no hizo más que sentarse frente a la mesa de la sala, abrió sus libros y se puso a estudiar.
¡La madre estaba en casa! ¡Eso era lo que importaba! Allí había seguridad; allí había todo lo que el niño parecía necesitar. Supongamos, sin embargo, que al llegar a casa, y al llamado de “¡Mamá!” sólo hubiera reinado el silencio en esa casa, o supongamos que otra voz hubiera contestado: “Tu mamá no está en casa. Volverá a las cinco de la tarde.” Si esto se repitiera día tras día, los jóvenes dejarían de llamar a la madre. Se volverían independientes y aprenderían a no depender de la madre, y perderían esa sensación de seguridad que viene de que la madre esté en casa para responder a sus saludos y para ayudarles a resolver sus problemas juveniles.
Debemos pasar más tiempo con los hijos y menos tiempo en los clubes, deportes, banquetes y reuniones sociales. Padres y madres, debemos “volver a casa”. Debemos sacrificar algunos de nuestros otros intereses y organizar mejor nuestros programas de la Iglesia, a fin de que tanto los padres como los jóvenes no tengan que ausentarse de la casa por tan largos períodos de tiempo. Debemos lograr que más personas trabajen en la Iglesia para que la carga no pese tanto sobre unos pocos. En seguida, debemos organizarnos y lograr lo más que podamos en un tiempo mínimo, con objeto de que haya más convivencia familiar apropiada.
Tracemos el curso para los niños.
Los padres jóvenes deben trazar un curso para su hogar y su vida familiar que proporcione a los niños orientación firme pero amorosa, y no dejar que éstos manden en el hogar. Deben señalárseles responsabilidades, así como deberes, a fin de inculcar en ellos la sensación adecuada de la responsabilidad. Como se indicó previamente, sus actividades y hábitos deben ir de conformidad con sus edades, y los padres deben guiarlos correspondientemente. Al llegar a su adolescencia, debe orientárseles en su vida social hacia las actividades en grupo, tales como días de campo, fiestas sociales, asistir a la Iglesia, a charlas juveniles, participando en todo esto como grupo solamente, no en parejas. Nuestros jovencitos y jovencitas deben entender esto mucho antes que empiecen a asistir a las organizaciones de la Iglesia dispuestas para la juventud. Se les debe hacer entender que cuando lleguen a ser mayores habrá otras actividades e intereses en sus vidas que serán igualmente importantes, pero que hasta entonces sus actividades deben conducirse en grupo. Los padres prudentes comprenderán esto, y trazarán el curso de actividades en grupo para sus hijos hasta que éstos alcancen una edad más madura.
Cuando la juventud empieza a llegar a la madurez, posiblemente entre los dieciséis y diecisiete años, los padres pueden moderar un poco las reglas y permitir que sus hijos y sus hijas empiecen a salir con sus amigos o amigas, pero no de continuo en esta etapa. En esta edad es cuando conviene que María llegue a conocer a varios jóvenes a fin de descubrir las buenas cualidades de cada uno, y que Carlitos pueda conocer a varias señoritas para observar las buenas virtudes de cada una. Es en esta edad cuando empiezan a formarse un cuadro mental de la “señorita de mis sueños” o “el joven de mis sueños”, y empiezan a buscar al que podrá ser un esposo ideal o una esposa perfecta.
Este tipo de orientación juvenil sólo se puede lograr propiamente con la ayuda de un curso bien trazado. Con frecuencia es demasiado tarde para resolver los problemas cuando ya han erguido su repugnante cabeza debido a la falta de planes y un adiestramiento inadecuado.
En un hogar debidamente trazado de Santos de los Últimos Días, la juventud, especialmente los varones jóvenes, deberán proyectar una misión. Mediante una instrucción adecuada, el joven es conducido a entender el curso de su vida. Llegará a ser diácono, maestro, presbítero y élder. Asistirá a las reuniones de sacerdocio y al seminario, a la Escuela Dominical y a las organizaciones para la juventud y prestará servicio como maestro orientador. Cumplirá una misión honorable y logrará una educación. Se casará en el santo templo con una bella joven, miembro de la Iglesia, la cual también tendrá estos mismos ideales y cuya vida se habrá guiado por un curso similar que se le trazó en el hogar, así como en la Iglesia, a fin de prepararla para llegar a ser una esposa y madre amorosa. Estos jóvenes se hallan debidamente fortalecidos para resistir errores tales como un noviazgo serio cuando se es demasiado joven. Crecerán sin el estigma de las caricias impúdicas o la inmoralidad, y se verán libres de las cosas graves y perjudiciales que arruinan la vida. Los padres deben trazar y dirigir el curso de la vida de sus hijos durante sus primeros años. Entonces no habrá ninguna de las intimidades que conducen al pecado y a la ruina.
Los padres deben conservarse cerca de los hijos.
Cada madre debe proyectar conservarse lo suficientemente cerca de su hija de manera que pueda comunicarse con ella antes que surjan, y en caso de que hayan surgido ya las dificultades. Yo pregunto a estas jóvenes que han tropezado con dificultades: “¿Están al tanto de esto su padre y su madre?” Invariablemente la respuesta es: “Oh no; yo no podría hablar con mi madre acerca de esto. Podría hablar con mi obispo y con mi presidente de estaca y con usted, pero nunca con mi madre o con mi padre.”
Vino a mi oficina una jovencita de Idaho, ya casi a punto de dar a luz. No había padre para el niño, ni nombre para este pequeño desafortunado. “No podría decírselo a mi madre—me informó. —Me quedaré aquí en Salt Lake y daré a luz mi niño y lo regalaré; pero jamás se lo diré a mi madre.”
Es lamentable el número de veces que esta situación se repite.
Todos comprendemos que la comunicación corre en dos sentidos, y que los jóvenes con frecuencia erigen sus propias barreras. Por otra parte, ¿están los padres trazando su curso acertadamente en este particular? Madres, ¿os halláis tan ocupadas con la vida social, con el club, con el trabajo fuera del hogar o con las tareas y quehaceres domésticos que no tenéis tiempo para sentaros a hablar con vuestras niñas y decirles las cosas que deben saber cuándo lleguen a los nueve, diez u once años de edad, y aun mayores? ¿Podéis ser francas y amorosas con ellas, para que a su vez ellas puedan ser francas y confiar en vosotras?
Y vosotros, padres, ¿os halláis tan ocupados en ganaros la vida, en vuestros deportes y distracciones, que no tenéis tiempo para hablar con vuestros jóvenes y conservarlos cerca de vosotros y lograr su confianza? ¿O sois tan bruscos, que ellos no se atreven a venir para hablar acerca de estas cosas con vosotros?
Los padres son responsables por la enseñanza de sus hijos
El Señor tiene a los padres por responsables de la enseñanza de sus hijos en rectitud.
“Y además, si hay padres que tienen hijos en Sión o en cualquiera de sus estacas organizadas, y no les enseñan a comprender la doctrina del arrepentimiento, de la fe en Cristo el Hijo de Dios viviente, del bautismo y del don del Espíritu Santo por la imposición de manos, al llegar a la edad de ocho años, el pecado será sobre la cabeza de los padres.
“Y también enseñarán a sus hijos a orar y a andar rectamente delante del Señor” (D. y C. 68:25,28).
No podemos eludir la responsabilidad. Sólo proyectando y trazando adecuadamente nuestra vida familiar, podremos orientar a nuestros hijos y conservarlos libres de las asechanzas que conducen al pecado y a la destrucción, y colocarlos sobre el camino de la felicidad y la exaltación. No hay cosa más potente en este respecto que el ejemplo de sus propios padres y la influencia de su vida familiar. Las vidas de nuestros hijos serán muy semejantes a las que ven en su propio hogar mientras van creciendo hacia su estado maduro de hombre y de mujer. Por consiguiente, debemos trazar nuestro curso por la vía que queremos que nuestros hijos recorran.
Proyéctese la felicidad.
La felicidad es una cosa evasiva, semejante a la fábula del tesoro escondido. Si salimos deliberadamente a encontrar la felicidad, tal vez nos resulte difícil dar con ella. Por otra parte, si seguimos las instrucciones al pie de la letra, trazando nuestro curso como es debido, no habrá necesidad de que salgamos a perseguirla. Ella misma nos alcanzará y permanecerá con nosotros.
“¿Qué precio tiene la felicidad?” Uno bien podría sorprenderse de la sencillez de la respuesta. La puerta que conduce al sitio donde se halla atesorada la felicidad está abierta para los que viven de acuerdo con el evangelio de Jesucristo en su pureza y sencillez. La persona que transita por la vida sin un plan es como el marinero sin estrellas, como el viajero sin brújula. La seguridad de una felicidad suprema, la certeza de una vida venturosa aquí, así como de la exaltación y la vida eterna en el mundo venidero, llegan a aquellos que proyectan llevar su vida de completa conformidad con el evangelio de Jesucristo, y luego siguen invariablemente el curso que han fijado.

























