El Milagro del Perdón

Capítulo 22

Dios perdonará

He aquí, quien se ha arrepentido de sus pecados es perdonado; y yo, el Señor, no los recuerdo más. —Doctrinas y Convenios 58:42


Cuando finalmente desciende un conocimiento verda­dero de su culpa sobre aquel que ha pecado, y siente el peso de la misma, su fuerza sofocante y potencia compri­mente, sólo entonces puede el pecador empezar a darse cuenta de lo impotente que se halla para poder librarse, por su propia cuenta, de sus transgresiones. Sólo entonces puede empezar a entender cuán inútiles son sus esfuerzos particulares por lavar las manchas tan indeleblemente estampadas en su vida y carácter. En su angustia debe llegar a apoyarse fuertemente en el Señor y confiar en El, reconociendo que “para Dios todo es posible”.

Jesucristo es la única vía.

La purgación del pecado sería imposible si no fuera por el arrepentimiento total del individuo y la amorosa misericordia del Señor Jesucristo en su sacrificio expiatorio. Sólo por estos medios puede el hombre recuperarse, ser sanado, lavado y depurado, y todavía ser considerado digno de las glorias de la eternidad. En cuanto al importante papel que el Salvador desempeña en esto, Helamán recordó a sus hijos las palabras del rey Benjamín:

“No hay otra vía ni medio por el cual se puede salvar el hombre, sino por la sangre expiatoria de Jesucristo, que ha de venir; sí, recordad que él viene para redimir al mundo” (Helamán 5:9).

Y al evocar las palabras que Amulek habló a Zeezrom, Helamán recalcó la parte que corresponde al hombre para lograr el perdón, a saber, arrepentirse de sus pecados:

“Le dijo que el Señor de cierto vendría a redimir a su pueblo; pero que no vendría para redimirlos en sus pecados, sino para redimirlos de ellos.

“Y ha recibido poder del Padre para redimir a los hombres de sus pecados por motivo del arrepentimiento” (Helamán 5:10,11. Cursiva del autor).

La esperanza impele hacia el arrepentimiento.

Estos pasajes de las Escrituras infunden esperanza en el alma del pecador convencido. Por cierto, la esperanza es el gran aliciente que conduce hacia el arrepentimiento, porque sin ella nadie realizaría el difícil y extenso esfuerzo que se requiere, especialmente cuando se trata de uno de los pecados mayores.

Recalca lo anterior una experiencia que tuve hace algunos años. Pasó a yerme una mujer joven en una ciudad lejos de mi casa, y vino instada hasta cierto grado por su esposo. Admitió que había cometido adulterio. Se mostró un poco rígida e inflexible, y finalmente dijo: “Yo sé lo que he hecho. He leído las Escrituras, y sé cuáles son las consecuencias. Sé que estoy condenada y que jamás podré ser perdonada, por tanto, ¿qué razón hay para que ahora trate de arrepentirme?”

Mi respuesta fue: “Mi querida hermana, usted no conoce las Escrituras. No conoce el poder de Dios ni su bondad. Usted puede ser perdonada de este abominable pecado, pero requerirá mucho arrepentimiento sincero para lograrlo.”

Entonces le cité el llamado de su Señor:

“¿Se olvidará la mujer de lo que dio a luz, para dejar de compadecerse del hijo de su vientre? Aunque olvide ella, yo nunca me olvi­daré de ti” (Isaías 49:15).

Le recordé las palabras del Señor en nuestra propia dis­pensación de que quien se arrepienta y obedezca los man­damientos de Dios será perdonado (D. y C. 1:32). Mi visitante me miró confundida, pero parecía estar anhelando, como si quisiera poder creerlo. Continué, diciendo: “El perdón de todos los pecados, menos los imperdonables, por fin vendrá al transgresor que se arrepienta con la intensidad suficiente, el tiempo suficiente y con la sinceridad suficiente.”

Protestó nuevamente, aunque ya empezaba a transigir. Era tan grande su deseo de creerlo. Dijo que toda su vida ella había sabido que el adulterio era imperdonable. Nuevamente me referí a las Escrituras para leerle la tan repetida afirma­ción de Jesús:

“Por tanto os digo: Todo pecado y blasfemia será perdonado a los hombres; mas la blasfemia contra el Espíritu no les será perdonada.

“A cualquiera que dijere alguna palabra contra el Hijo del Hombre, le será perdonado; pero al que hable contra el Espíritu Santo, no le será perdonado, ni en este siglo ni en el venidero” (Mateo 12:3 1,32).

Se le había olvidado ese pasaje. Sus ojos se llenaron de luz. Reaccionó gozosamente y preguntó: “¿Es realmente cier­to? ¿Puedo en verdad ser perdonada?”

Comprendiendo que la esperanza es el primer requisito, continué leyéndole muchos pasajes de las Escrituras, a fin de desarrollar la esperanza que ahora había despertado dentro de ella.

¡Cuán grande es el gozo de sentir y saber que Dios perdo­nará a los pecadores! Jesús declaró en su Sermón del monte:

“Os perdonará también a vosotros vuestro Padre Celestial” (Mateo 6:14). Esto se logra, desde luego, de acuerdo con ciertas condiciones.

Como previamente lo he expresado, el Señor ha dicho a su profeta en las revelaciones modernas: “He aquí, quien se ha arrepentido de sus pecados es perdonado; y yo, el Señor, no los recuerdo más” (D. y C. 58:42). Nuestro Señor comunicó las mismas palabras por conducto del profeta Jeremías: “Porque perdonaré la maldad de ellos, y no me acordaré más de su pecado” (Jeremías 31:34). ¡Cuán generoso es el Señor!

En la ocasión a que me estoy refiriendo, esta mujer, que era básicamente buena, se enderezó y me miró a los ojos. En su voz había una nueva fuerza y determinación cuando dijo: “¡Gracias, muchas gracias! Creo lo que usted ha dicho. Verdaderamente me arrepentiré y lavaré mis vestidos sucios en la sangre del Cordero y lograré ese perdón.”

No hace mucho, ella volvió a mi oficina, pero en esta oca­sión era una persona nueva—ojos relucientes, pasos resueltos, llena de esperanza—para declararme que desde ese día memo­rable, cuando su esperanza había percibido una estrella y se había asido de ella, jamás había vuelto a reincidir en el adul­terio, ni en ninguna situación que pudiera provocarlo.

Recientemente pasé por otra experiencia relacionada con este pasaje particular. Acababa de efectuar la santa ordenan­za en el templo mediante la cual una simpática pareja de jóvenes habían quedado sellados por la eternidad. El grupo numeroso de parientes y amigos íntimos estaban felicitando a los novios. Como me esperaban otros compromisos importan­tes, salí del cuarto y me dirigí por el pasillo, cuando de pronto alguien me tomó del brazo izquierdo. Al volver la cara vi a una mujer de unos cuarenta y cinco años, en cuyos ojos habla una mirada suplicante. De pronto me preguntó: “¿No se acuerda de mí?”

Se me quedó mirando intensamente para ver si podía reconocerla. Numerosas veces se me ha hecho esta pregunta y, aun cuando quisiera recordar a todos los que previamente he conocido, algunas veces me falla la memoria. En esta ocasión me sentí desorientado porque, aun cuando tenía ese presen­timiento de que la había visto en otra ocasión, tuve que admitir con algo de pena: “Lo siento.”

Llevé una sorpresa cuando susurró con profunda emoción: “Me alegro que no se acuerde de mí. Tenía miedo de que fuera a recordarme. Si usted puede olvidarse de mí y de mis transgresiones, tengo la esperanza de que mi Padre Celestial pueda olvidar, tal como dijo: ‘Perdonaré la maldad de ellos: y no me acordaré más de su pecado’.”

Entonces me recordó brevemente de una larga, triste y turbada noche en que yo había pasado largas horas con ella y con su marido, en una ocasión en que su matrimonio eterno se hallaba en peligro, y cómo había batallado con ellos y les había suplicado y amonestado y citado pasajes de las Escritu­ras, a fin de efectuare! arrepentimiento y salvar su matrimonio que se estaba desintegrando. Después de recordarme la oca­sión, continuó diciendo:

“Han pasado quince años desde esa noche crítica, y he hecho cuanto ha estado en mi poder para demostrar mi arre­pentimiento a mi Señor. Nuestro matrimonio se salvó y ahora está firme. ¡Es glorioso! Nuestra vida familiar es maravillosa, y nuestros hijos están creciendo en fe y en paz. ¡Muchas gracias! ¡Muchas, muchas gracias!”

Entonces susurró quietamente a! retirarse: “He esperado, anhelado, y pedido en mis oraciones poder sentir la certeza de que el Señor me había perdonado completamente y olvi­dado mis transgresiones; y ahora que usted no se acuerda de mí ni de mis pecados, mi esperanza ha aumentado. ¿Cree usted que mi Salvador también habrá olvidado mis errores?”

En mi oficina un día se hallaba sentada una pareja, muy seria que tenía una familia numerosa de niños pequeños. En los primeros años de su vida casada ambos habían cometido adulterio, y por muchos años habían estado sufriendo agonías inexpresables de remordimiento. Se habían perdonado el uno al otro, pero aún estaban padeciendo tormentos.

La pareja había venido para que se les contestaran algunas preguntas. No podían soportarlo más. El esposo rompió el silencio. “Le dije a mi esposa que por motivo de nuestro adul­terio en años pasados, jamás podíamos esperar la salvación en el reino celestial, mucho menos la exaltación en la vida eterna; pero que podíamos derivar grandes satisfacciones en­gendrando hijos e instruyéndolos a ser tan justos que podría­mos estar seguros de que todos ellos recibirían todas las ben­diciones del evangelio y de la Iglesia y finalmente lograrían su exaltación.”

Cuando les cité una extensa lista de pasajes de las Escri­turas mostrando que era posible lograr el perdón finalmente, una vez que se hubiera pagado el alto precio, pude ver que la esperanza surgía dentro de ellos y que les sobrevino una paz. Salieron de mi oficina llenos de ánimo en un éxtasis recién descubierto.

 Promesas al pecador arrepentido.

Ciertamente el Señor ama al pecador y especialmente al que está tratando de arrepentirse, aun cuando el pecado es aborrecible para El. (D. y C. 1:3 1.) Aquellos que han trans­gredido pueden encontrar muchos pasajes de las Escrituras que los consolarán e impulsarán a seguir adelante hasta un arrepentimiento total y continuo. Por ejemplo, en su revelación del 1 de noviembre de 1831, dirigida a todos los hombres, y a la cual acabamos de referirnos, el Señor declaró:

“No obstante, el que se arrepienta y cumpla los mandamientos del Señor será perdonado;

“y al que no se arrepienta, le será quitada aun la luz que haya recibido; porque mi Espíritu no contenderá siempre con el hombre, dice el Señor de los Ejércitos” (D. y C. 1:32,33).

Debe tenerse presente que estos mandamientos de los libros canónicos de la Iglesia se aplican “a todo hombre, y no hay quien escape”. Esto significa que el llamado al arrepenti­miento del pecado se dirige a todos los hombres y no sólo a los miembros de la Iglesia, ni tampoco únicamente a aquellos cuyos pecados se consideran mayores. Además, el llamado promete el perdón del pecado a todos los que lo acepten. ¡Qué farsa sería llamar al pueblo al arrepentimiento, si no hubiera perdón, y qué despilfarro de la vida de Cristo, si no proporcionara la oportunidad para lograr salvación y exal­tación!

Hay ocasiones en que una sensación de culpa invade a una persona con un peso tan abrumador, que cuando el arrepentido mira a sus espaldas y ve la vileza, la repugnancia de la transgresión, casi se da por vencido y se pregunta: “¿Po­drá el Señor perdonarme alguna vez? ¿Podré yo mismo per­donarme alguna vez? Sin embargo, cuando uno llega al fondo del desánimo y siente la desesperanza en que se encuentra, y cuando en su impotencia, pero con fe, suplica misericordia a Dios, llega una voz apacible y delicada, pero penetrante, que susurra a su alma: “Tus pecados te son perdonados.”

Aquellos que leen y entienden las Escrituras perciben con claridad la imagen de un Dios que ama y perdona. En vista de que es nuestro Padre, es natural que El desee elevarnos, no impulsarnos hacia abajo; ayudarnos a vivir, no a causar nuestra muerte espiritual. “Porque no quiero la muerte del que muere—dice El—convertíos, pues, y viviréis” (Ezequiel 18:32).

Del mismo Ezequiel vienen estas palabras de solaz y es­peranza:

“Y cuando yo dijere al impío: De cierto morirás; si él se convirtiere de su pecado, e hiciere según el derecho y la justicia,

“si el impío restituyere la prenda, devolviere lo que hubiere robado, y caminare en los estatutos de la vida, no haciendo iniquidad, vivirá ciertamente y no morirá.

“No se le recordará ninguno de sus pecados que habla cometido; hizo según el derecho y la justicia; vivirá ciertamente” (Ezequiel 33: 14-16).

El mismo profeta también escribió, en el nombre del Señor:

“Esparciré sobre vosotros agua limpia, y seréis limpiados de todas vuestras inmundicias; y de todos vuestros ídolos os limpiaré.

“Os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne” (Ezequiel 36:25,26).

A Juan el apóstol debemos esta alentadora y bella expre­sión: “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1 Juan 1:9).

En su ferviente oración al tiempo de la dedicación del Templo de Kirtland en 1836, el Profeta José Smith expresó su confianza de que los pecados pueden ser borrados: “Oh Jehová, ten misericordia de este pueblo; y por cuanto todos los hombres pecan, perdona las transgresiones de tu pueblo y bórralas para siempre jamás” (D. y C. 109:34). El Señor también expresó el concepto de que pueden ser borrados los pecados durante el procedimiento del perdón, cuando dijo: “Yo, yo soy el que borro tus rebeliones por amor de mí mismo, y no me acordaré de tus pecados” (Isaías 43:25).

“Grandes son las palabras de Isaías”—dijo el Salvador (3 Nefi 23:1), y las palabras de dicho profeta se elevan hasta lo más sublime en el bien conocido pasaje donde él declara la promesa de perdón a todos los que se arrepientan:

“Buscad a Jehová mientras puede ser hallado, llamadle en tanto que está cercano.

“Deje el impío su camino, y el hombre inicuo sus pensamientos, y vuélvase a Jehová, el cual tendrá de él misericordia, y al Dios nuestro, el cual será amplio en perdonar” (Isaías 55:6,7. Cursiva del autor).

¡Qué promesa tan gloriosa de perdón ofrece el Señor por conducto del gran Isaías! ¡Misericordia y perdón! ¡Qué más podría el hombre desear o esperar!

“Venid luego, dice Jehová, y estemos a cuenta: si vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; si fueren rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana” (Isaías 1:18).

En Doctrinas y Convenios se hallan repetidas garantías categóricas de perdón. Por ejemplo, en las riberas del río Misuri, sobre el cual el Profeta y diez élderes viajaban en canoas, el Señor habló al grupo estas palabras de consuelo:

“He aquí, de cierto os dice el Señor, oh élderes de mi iglesia que os habéis congregado en este lugar, cuyos pecados ahora os son perdonados, porque yo, el Señor, perdono los pecados y soy misericordioso con aquellos que los confiesan con corazones humildes” (D. y C. 61:2).

Además, hablando de sus escogidos que se guían por sus requisitos, el Señor dice:

“Porque oirán mi voz y me verán, y no estarán dormidos, y po­drán soportar el día de mi venida; porque serán purificados, tal como yo soy puro” (D. y C. 35:21).

También se promete “que por guardar los mandamientos pudiesen ser lavados y limpiados de todos sus pecados”. Instamos al lector a que lea toda la sección 76 de Doctrinas y Convenios, pero particularmente del versículo 51 en adelante. Aquellos que han vencido sus pecados y se han perfeccionado “son los que constituyen la Iglesia del Primogénito. Son aque­llos en cuyas manos el Padre ha entregado todas las cosas” (D. y C. 76:54,55).

El perdón del adulterio.

El apóstol Pablo enumeró al pueblo de Galacia los pecados que hacen miserable a la gente, y amonestó:

“Andad en el Espíritu, y no satisfagáis los deseos de la carne.

“Porque el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne; y éstos se oponen entre sí, para que no hagáis lo que quisiereis” (Gálatas 5:16,17).

Entonces nombró los numerosos pecados y añadió “que los que practican tales cosas no heredarán el reino de Dios” (Gálatas 5:21).

Esta declaración de S. Pablo ha llenado de terror a muchas personas que han pecado de gravedad. En el asunto del peca­do sexual, muchos son los que en igual manera han sentido una honda preocupación a causa de la interpretación que dan a una afirmación del Profeta José Smith, la cual tal vez causa el mayor impacto en la gente de nuestra dispensación. En una reunión del sumo consejo, se estaba juzgando el caso de Harrison Sagers. Se le acusaba de seducción, y había dicho que José Smith enseñó que no había mal en tal acto. El Pro­feta sigue diciendo:

Me hallaba presente con varios de los Doce, y pronuncié un discurso amonestando que se apartaran de toda maldad y exhortándolos a que practicaran la virtud y la santidad delante del Señor; y les dije que la Iglesia no había recibido permiso alguno de mí para cometer fornicación, adulterio ni cualquier acto corrupto; sino que cada una de mis palabras y de mis hechos han manifestado lo contrario. Si un hombre comete adulterio, no puede recibir el reino celestial de Dios. Aun cuando se salve en cualquier reino, no puede ser el reino celestial. Me pareció que los muchos ejemplos que se han manifestado, tales como el de John C. Benett y otros, bastaban para indicar la falsedad de esa manera de comportarse. (Documentary History of The Church, tomo 6, pág. 81. Cursiva del autor.)

Podría parecer presunción por parte de nosotros el tratar de aclarar las palabras del Profeta o indicar cuáles eran sus conceptos totales; pero por motivo de que la declaración ante­rior ha dejado anonadados a tantos de los que han caído en el pecado sexual y han hecho cuanto está en su poder para arrepentirse, hay una súplica constante de que se haga una declaración. Permítaseme ofrecer algunas sugerencias para el lector meditativo.

Recibí una carta de una mujer que muchos años antes había cometido adulterio. Habiendo comprendido su situación, confesado sus pecados a su esposo y a la Iglesia, se habían pasado por alto los castigos y se le había permitido seguir ade­lante con su vida en la Iglesia. Habían pasado ya muchos años de fidelidad, actividad y dignidad. Sentía que había sido perdonada; una vez más había estado sintiéndose libre. Recientemente se le había pedido que enseñara las lecciones de teología en la Sociedad de Socorro, y en una de las pri­meras lecciones había dado con la declaración del Profeta José Smith que acabamos de citar. Esto la dejó abatida, y se preguntaba si acaso todo lo que había sufrido, y todos sus años de arrepentimiento, de nada le habían servido, y si aún estaba condenada. Preguntó: “¿No podré jamás arreglar esto? ¿Seré privada del reino celestial pese a lo que yo haga? ¿Per­deré a mi querido esposo? ¿Se me privará de mis hijos? ¿Qué puedo hacer? ¿Estoy perdida? ¿A qué puedo aspirar? ¿No hay esperanza?

Si se tomara literalmente la declaración ya citada, pare­cería difícil reconciliarla con otros pasajes de las Escrituras y con las prácticas y preceptos de la Iglesia. ¿Cabrá la posi­bilidad de que el Profeta simplemente no tomó el tiempo para hablar más detalladamente del asunto en esa oportunidad, o que al escribirlo no se dio cuenta de lo que podría dar a en­tender? ¿O se anotó incorrectamente cuando él hizo la declaración?

Este mismo José Smith que nos hizo tal afirmación tam­bién nos comunicó muchos pasajes de las Escrituras que dicen que hay perdón; y otros pasajes de las Santas Escrituras atesti­guan que el arrepentimiento puede producir el perdón, si ese arrepentimiento es suficientemente completo y total. He aquí algunas de las palabras de la pluma de José Smith y de otros profetas. Para ser breve, citaré resumidamente sólo las frases claves, algunas de las cuales ya he citado previamente.

“No obstante, el que se arrepienta y cumpla los mandamientos del Señor será perdonado” (D. y C. 1:32).

“Mas al que haya cometido adulterio, y se arrepiente de todo corazón, y lo desecha, y no lo hace más, lo has de perdonar” (D. y C. 42:25).

“He aquí, quien se ha arrepentido de sus pecados es perdonado; y yo, el Señor, no los recuerdo más” (D. y C. 58:42).

“Puedo haceros santos, y os son perdonados vuestros pecados” (D. y C. 60:7).

“Yo, el Señor, perdono los pecados y soy misericordioso con aque­llos que los confiesan con corazones humildes” (D. y C. 61:2).

“Yo, el Señor, perdono los pecados de aquellos que los confiesan ante mí y piden perdón, si no han pecado de muerte” (D. y C. 64:7).

“Cuando… se arrepientan de lo malo, serán perdonados” (D. y C. 64:17).

“Serán purificados, tal como yo soy puro” (D. y C. 35:21).

“Perdonaré la maldad de ellos, y no me acordaré más de su pecado” (Jeremías 31:34).

“Yo deshice como una nube tus rebeliones, y como niebla tus peca­dos” (Isaías 44:22).

“Y nunca más me acordaré de sus pecados y transgresiones” (Hebreos 10:17).

“Y si… se arrepiente con sinceridad de corazón, entonces lo has de perdonar, y yo lo perdonaré también” (Mosíah 26:29).

“Y el Señor le dijo: Os perdonaré vuestros pecados a ti y a tus her­manos” (Eter 2:15).

“¿No os… convertiréis para que yo os sane?” (3 Nefi 9:13).

“…y yo los sanaré; y vosotros seréis el medio de traerles la salvación” (3 Nefi 18:32).

Menos de un año después de la restauración de la Iglesia de Jesucristo, el Redentor habló concerniente al vil pecado de la infidelidad y la lujuria, y de las condiciones para recibir el perdón:

“Y el que mirare a una mujer para codiciaría negará la fe, y no tendrá el Espíritu; y si no se arrepiente, será expulsado.

“No cometerás adulterio; y el que cometiere adulterio y no se arre­pienta, será expulsado.

“Mas al que haya cometido adulterio, y se arrepiente de todo cora­zón, y lo desecha, y no lo hace más, lo has de perdonar” (D. y C. 42: 23-25).

También la sección 132 de Doctrinas y Convenios indica que, aun cuando queda sujeta a los bofetones de Satanás, la persona puede finalmente ser perdonada del adulterio, aun después del matrimonio por tiempo y por la eternidad en el templo:

“Y además, de cierto te digo, si un hombre se casa con una mujer por mi palabra, que es mi ley, y por el nuevo y sempiterno convenio, y les es sellado por el Santo Espíritu de la promesa, por conducto del que es ungido, a quien he dado este poder y las llaves de este sacerdocio… y si observan mi convenio y no cometen homicidio, vertiendo sangre inocente, les será cumplido todo cuanto mi siervo haya se­ñalado sobre ellos, por tiempo y por toda la eternidad; y tendrá validez completa cuando ya no estén en el mundo; y pasarán por los ángeles y los dioses que están allí, a su exaltación y gloria en todas las cosas, según lo que ha sido sellado sobre su cabeza, y esta gloria será una plenitud y continuación de las simientes para siempre jamás (D. y C. 132:19).

Ya me he referido a las palabras del Salvador de que todo género de pecados, salvo la blasfemia contra el Espíritu Santo, pueden ser perdonados (Véase Mateo 12:31). Es de interés notar que al preparar su revisión inspirada de este pasaje, José Smith agregó las palabras significativas “que me reciben y se arrepienten”, las cuales aparecen en letra cursiva en el siguiente pasaje:

“Todo pecado y blasfemia será perdonado a los hombres que me reci­ben y se arrepienten; mas la blasfemia contra el Espíritu Santo no les será perdonada (Mateo 12:26, Versión Inspirada).

Volviendo ahora a la declaración original del Profeta, si hubiera intercalado en ella las tres palabras que me parecen implícitas, a saber, “y permanece impenitente”, dicha afir­mación concordará perfectamente con el programa cual se expresa en los numerosos pasajes de las Escrituras, muchos de los cuales se recibieron por conducto del Profeta mismo. Si se insertaran estas palabras, la declaración diría lo siguiente:

“Si un hombre comete adulterio (y permanece impenitente) no puede recibir el reino celestial de Dios. Aun cuando se salve en cualquier reino, no puede ser el reino celestial.”

Esta restricción en cuanto al adúltero impenitente va de conformidad con la que se impone a todos los que perseveran en el pecado. El presidente Joseph Fielding Smith, en un artículo publicado en el Improvement Era, hizo este comentario: “Ninguna persona impenitente que persevera en sus pecados entrará jamás en las glorias del reino celestial.” (Improvement Era, julio de 1955, pág. 542.) Esta afirmación va de acuerdo con todo lo que leemos en las Escri­turas sobre el tema, cosa que tal vez se resume en estas pala­bras de Alma: “Porque nadie puede salvarse si sus vestidos no han sido lavados hasta quedar blancos; sí, sus vestidos deben ser purificados hasta quedar limpios de toda mancha” (Alma 5:2 1).

Al ofrecer estas sugerencias, debe quedar entendido que ninguna intención tengo de menoscabar la gravedad de los pecados sexuales u otras transgresiones, sino meramente de ofrecer esperanza al transgresor, a fin de que los hombres y mujeres pecadores luchen con todas sus fuerzas para vencer sus errores, lavarse “en la sangre del Cordero” y ser depurados y purificados, y así poder volver a su Hacedor. Los que están involucrados no deben disminuir sus esfuerzos a causa de la posibilidad del perdón. Permítaseme repetir que es un asunto serio y solemne cuando las personas se permiten a sí mismas cometer pecados sexuales, de los cuales el adulterio es sola­mente uno de los más graves.

En vista de todos estos pasajes de las Escrituras que he citado, y muchos otros que pudieran agregarse, ¿no es razona­ble creer que la afirmación del Profeta de 1843, que tan pro­fundamente inquieta a tantas personas, realmente concuerda con todos los demás pasajes de las Escrituras?

Tal vez el comentario del apóstol Pablo a los Corintios indique una situación parecida.

“No erréis; ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los que se echan con varones,

“ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los maldicientes, ni los estafadores, heredarán el reino de Dios” (1 Corintios 6:9,10).

Aquí tenemos una declaración extremadamente restrictiva que parece coincidir en importancia con la de José Smith que ya hemos mencionado. ¡Y es verdad! Ciertamente, el reino no puede ser poblado con hombres como los que S. Pablo había encontrado en las ramas de la Iglesia donde trabajó. Difícilmente podría haber gloria y honor y poder y gozo, si el reino eterno estuviera integrado por fornicarios, adúlteros, idólatras, pervertidos sexuales, ladrones, avaros, borrachos, mentirosos, rebeldes, réprobos, estafadores y otros semejantes.

Sin embargo, las siguientes palabras del apóstol consuelan a la vez que aclaran:

“Y esto erais algunos; mas ya habéis sido lavados, ya habéis sido santificados, ya habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesús, y por el Espíritu de nuestro Dios” (1 Corintios 6:11).

Este es el gran secreto. Algunos de aquellos que heredan el reino pudieron haber cometido estos pecados graves, pero ya no se encuentran en tales categorías. Ya no están sucios, pues han sido lavados, santificados y justificados. Aquellos a quienes se dirigía S. Pablo se habían visto en esas despreciables categorías, pero habiendo recibido ahora el evangelio con su poder para purificar y transformar, se había efectuado un cambio en ellos. Se había aplicado la manera de purificar, y fueron lavados, y se habían hecho candidatos a la primera resurrección y a la exaltación en el reino de Dios.

La manera de purificar.

Cuando el cuerpo físico está sucio, la manera de limpiar­lo es darse un baño, cepillarse los dientes, lavarse el cabello, limpiarse las uñas y ponerse ropa limpia. Cuando se efectúa una renovación en una casa, se repara o se repone el techo, se lavan o se pintan las paredes, se barren y se restriegan los pisos, se limpian y se reparan los muebles, se lavan las cor­tinas y se lustran los metales. Cuando un hombre impuro nace otra vez, sus hábitos y sus costumbres cambian, se purifican sus pensamientos, se regenera y se ennoblece su actitud, se ponen en completo orden sus actividades, y todo lo que en él era sucio, degenerante o reprochable se lava y queda limpio.

La analogía también se aplica a otros aspectos de la vida. Cuando la ropa sucia se ha llevado a una lavandería, y se ha lavado, almidonado y planchado, deja de estar sucia. Cuando la víctima de la viruela ha sido sanada y descontagiada, deja de estar contaminada. También en el aspecto moral hay inmunización. ¿No son más o menos semejantes las enfermedades sociales y las físicas? Resultan del contagio y la falta de resistencia, y a menos que se les aplique un tratamiento oportuno y adecuado, probablemente persistirán y aun qui­tarán la vida. Uno de estos males es físico y transitorio, mien­tras que el otro tiene consecuencias eternas. Cuando uno es lavado y depurado y purificado, deja de ser adúltero. Muchos profetas, en muchas ocasiones y lugares, mencionan la manera de lavar, depurar y purificar.

El efecto del limpiamiento es hermoso. Estas almas afli­gidas han encontrado la paz. Estas ropas sucias se han lim­piado hasta quedar sin mancha. Estas personas previamente contaminadas, habiéndose limpiado mediante su arrepenti­miento—su lavamiento, su depuración, su purificación—se vuelven dignas de prestar constante servicio en el templo y de poder estar ante el trono de Dios y asociarse con los de la casa real divina.

Difícil pero realizable.

Aquellos que, habiendo cometido un grave pecado sexual, suponen que este pecado es imperdonable en toda y cualquie­ra condición, tal vez estén confundiendo la dificultad con la imposibilidad. Ciertamente el camino del arrepentimiento de tal pecado no es fácil, cosa que constituye una buena razón para abstenerse en primer lugar. Además, como he recalcado en todo este libro, aunque el perdón se promete tan abundantemente, no hay promesa ni indicación de perdón para ningún alma que no se arrepienta completamente.

Para todo perdón hay una condición. La venda debe ser tan extensa como la herida. El ayuno, las oraciones, la humil­dad deben ser iguales o mayores que el pecado. Debe haber un corazón quebrantado y un espíritu contrito. Debe haber “silicio y cenizas”. Debe haber lágrimas y un cambio sincero de corazón. Debe haber convicción del pecado, abandono de la maldad, confesión del error a las autoridades del Señor debidamente constituidas. Debe haber restitución y un cam­bio confirmado y resuelto en cuanto a nuestros pasos, direc­ción y destino. Se deben controlar las condiciones y corregir o reemplazar nuestras amistades. Debe haber un lavamiento de las ropas para emblanquecerlas, y debe haber una nueva con­sagración y devoción al cumplimiento de todas las leyes de Dios. En una palabra, debe haber dominio de uno sobre sí mismo, sobre el pecado y sobre el mundo.

 Santificación por medio del vencimiento.

En el libro del Apocalipsis está escrito que el que venciere comerá “del árbol de la vida”, recibirá “la corona de la vida”, “no sufrirá daño de la segunda muerte”. Comerá “del maná escondido”, recibirá “una piedrecita blanca” y “un nombre nuevo”, así como “autoridad sobre las naciones”. Será ves­tido de “vestiduras blancas” y no será borrado “su nombre”. “Al que venciere, le daré que se siente conmigo en mi trono, así como yo he vencido, y me he sentado con mi Padre en su trono” (Apocalipsis 3:21. Cursiva del autor). ¡Cuán gloriosas y abundantes son las promesas para los que vencen!

“Estos que están vestidos de ropas blancas, ¿quiénes son?” —preguntó uno de los ancianos en la visión del apóstol Juan; y la respuesta fue: “Estos son los que han salido de la gran tribulación, y han lavado sus ropas, y las han emblanquecido en la sangre del Cordero. Por esto están delante del trono de Dios, y le sirven día y noche en su templo” (Apocalipsis 7: 13-15).

Tal pareciera que éstos no siempre habían sido perfectos. Habían andado con ropas sucias y con muchas debilidades, mas ahora habían vencido y habían lavado sus ropas sucias en la sangre del Cordero. Ahora se hallaban limpios y purifi­cados, como se indica en las bendiciones prometidas.

El profeta Alma habla de las misericordias del Señor por medio del poder purificador a causa del cual el arrepenti­miento ha depurado el pecado y el gozo conduce hacia el “descanso” o exaltación:

“Por tanto, fueron llamados según este santo orden [del sumo sacerdocio], y fueron santificados, y sus vestidos fueron blanqueados mediante la sangre del Cordero.

“Y después de haberlos santificado el Espíritu Santo, habiendo sido blanqueados sus vestidos, encontrándose puros y sin mancha ante Dios, no podían ver el pecado sino con repugnancia; y hubo muchos, muchísimos, que fueron purificados y entraron en el descanso del Señor su Dios” (Alma 13:11,12).

Este pasaje indica una actitud esencial para la santifi­cación que todos debemos estar buscando, y por lo mismo, se relaciona con el arrepentimiento que merece el perdón. Es que el transgresor anterior debe haber llegado al “punto irre­versible” en cuanto al pecado, en el cual se incorpora no mera­mente una renunciación, sino también un profundo aborre­cimiento del pecado, en el que el pecado se convierte para él en lo más desagradable, y el deseo o impulso de pecar sale de su vida.

¡Ciertamente esto es lo que significa, en parte por lo menos, ser limpio de corazón! Y cuando leemos en el Sermón del monte que “los de limpio corazón” verán a Dios, se manifiesta el significado de lo que el Señor dijo por conducto del Profeta José Smith en 1832, que las personas actualmente impuras pueden perfeccionarse y llegar a ser puras:

“Por tanto, santificaos para que vuestras mentes sean sinceras hacia Dios, y vendrán los días en que lo veréis, porque os descubrirá su faz; y será en su propio tiempo y su propia manera, y de acuerdo con su propia voluntad” (D. y C. 88:68).

Nuevamente en 1833, el Profeta aseguró que los que se arrepienten totalmente verán al Señor; y esto significa perdón, pues únicamente los de limpio corazón verán a Dios.

“De cierto, así dice el Señor: Acontecerá que toda alma que deseche sus pecados y venga a mí, invoque mi nombre, obedezca mi voz y guarde mis mandamientos, verá mi faz y sabrá que yo soy” (D. y C. 93:1).

En vista de esta promesa tan magnánima, ¿por qué ha de titubear persona alguna en desechar la maldad de su vida y venir a su Señor?

Los bofetones de satanás.

Una frase que aparece varias veces en las revelaciones actuales ciertamente debería servir de impulso a un arre­pentimiento rápido y sin reserva. Esta expresión habla de los pecadores que son entregados a los “bofetones de Satanás”. Por ejemplo, el Señor consigna a los bofetones de Satanás a aquellos que, habiéndose organizado “por medio de un vínculo o convenio sempiterno que no se puede violar”, sub­siguientemente violaron dicho convenio. “Y quien lo violare perderá su oficio y posición en la iglesia, y será entregado a los bofetones de Satanás hasta el día de la redención” (D. y C. 78:12).

Dice además el Señor:

“Y el alma que pecare contra este convenio y endureciere en contra de él su corazón, será juzgada de acuerdo con las leyes de mi igle­sia y entregada a los bofetones de Satanás hasta el día de la reden­ción” (D. y C. 82:21).

A varios de los miembros de la Iglesia en los primeros días de nuestra dispensación que, por haber violado sus con­venios, habían caído bajo condenación, el Señor declaró:

“De manera que, si sois transgresores, no podéis escapar de mi ira durante vuestra vida.

“Si sois excomulgados por transgresión, no podréis escapar de los bofetones de Satanás sino hasta el día de la redención.

“Y ahora os doy el poder desde esta misma hora, que si hay entre vosotros alguien que pertenezca a la orden, y se descubre que es transgresor y no se arrepiente de la maldad, lo entregaréis a los bofetones de Satanás; y no tendrá poder para traer mal sobre vosotros” (D. y C. 104:8-10).

Igualmente, en la revelación que se refiere al nuevo y sempiterno convenio, el Señor hace hincapié en la gravedad de ciertas transgresiones, diciendo que aun cuando los ofen­sores podrán ser redimidos y finalmente exaltados, “serán… entregados a los bofetones de Satanás hasta el día de la reden­ción, dice Dios el Señor” (D. y C. 132:26).

Precisamente qué es lo que constituye “los bofetones de Satanás” nadie sabe sino aquellos que los sufren; pero he visto a muchas personas que han sido abofeteadas en la vida después de haber vuelto en sí y comprendido hasta cierto punto el horror de sus hechos. Si sus sufrimientos no fueron los “bofetones de Satanás”, éstos deben ser algo muy pare­cido. Ciertamente se ven en ellos grandes aflicciones, angustia del alma, vergüenza, remordimiento y padecimiento físico y mental. Tal vez esta condición se aproxime a los sufri­mientos de que el Señor habló cuando dijo:

“Mas si no se arrepienten, tendrán que padecer así como yo;

“padecimiento que hizo que yo, Dios, el mayor de todos, temblara a causa del dolor y sangrara por cada poro y padeciera, tanto en el cuerpo como en el espíritu” (D. y C. 19:17-18).

Siempre es mejor no pecar.

En todas nuestras expresiones de asombro y agradeci­miento por la actitud amorosa y perdonadora de nuestro Padre, no debemos equivocarnos con suponer que el perdón puede considerarse con liviandad, ni que el pecado puede repetirse con impunidad después de la protesta de arrepen­timiento. El Señor ciertamente perdonará, pero no tolerará la repetición del pecado:

“Y el Señor le dijo: Os perdonaré vuestros pecados a ti y a tus hermanos; pero no habéis de pecar más, porque debéis recordar que mi Espíritu no siempre contenderá con el hombre; por tanto, si pe­cáis hasta llegar al colmo,, seréis desechados de la presencia del Señor» (Eter 2:15).

Otro error en que caen algunos transgresores, por motivo de que el perdón de Dios está disponible, es la ilusión de que en alguna forma se han fortalecido por haber pecado y luego pasado por el período de arrepentimiento. Esto en ningún sentido es verdad. El hombre que resiste la tentación y vive sin pecar está en mucho mejor posición que el hombre que ha caído, no importa cuán arrepentido pueda éste sentirse. El transgresor reformado, es verdad, puede ser más comprensivo para con aquel que cae en el mismo pecado, y hasta ese grado posiblemente más útil en la regeneración de dicha persona. Sin embargo, su pecado y arrepentimiento ciertamente no lo han hecho más fuerte que la persona que continuamente es justa.

Dios perdonará; de esto estamos seguros. ¡Qué satisfacción es ser limpiados de la inmundicia, pero cuánto mejor es jamás haber cometido el pecado! Aun cuando uno pueda tener la certeza de que Dios y todos los demás lo han perdonado, ¿podrá el hombre alguna vez perdonarse a sí mismo en forma completa por su burdo pecado? ¡Qué magnífico es poder uno estar con su cabeza erguida y mirar recta y sinceramente para afirmar que, aun cuando haya cometido algunas impruden­cias y errores menores, él jamás ha violado las leyes mayores! Ezequiel imparte consuelo al alma que jamás ha tropezado cuando, al hablar por el Señor, pone de relieve que el hombre que “en mis ordenanzas caminare, y guardare mis decretos para hacer rectamente, éste es justo; éste vivirá, dice Jehová el Señor” (Ezequiel 18:9).

Hay pródigos como el homicida que ya no comete más crímenes porque se halla en su celda sentenciado a muerte, o el jugador que abandona la ruleta porque se le acabó el dinero. ¿Serán perdonados? Sí, si el arrepentimiento es ade­cuado. ¿Exaltados? Esa es la pregunta crítica, y tal vez úni­camente el Señor puede contestarla. De todos modos, la situación no está sin esperanza. El pródigo aún puede llevar una vida buena con muchas bendiciones; y el Señor en su miseri­cordia efectivamente puede obrar milagros de perdón.

Un hombre puede haber servido una condena en la prisión por un delito, y a causa de su buen comportamiento ser per­donado; pero ¿podrá votar, desempeñar un cargo público, llegar a ser presidente del país? Un miembro de la Iglesia puede haber incurrido en determinados delitos graves, y finalmente ser perdonado; pero ¿será llamado para ser obispo o presidente de estaca? La consideración de preguntas de esta naturaleza desvanece la ilusión de que en alguna forma es mejor haber recorrido el áspero sendero del pecado y el arre­pentimiento que haber sido continuamente fiel.

La misericordia no roba a la justicia.

Hay muchas personas que parecen confiar únicamente en la misericordia del Señor, más bien que en llevar a cabo su propio arrepentimiento. Una mujer dijo con alguna imper­tinencia: “El Señor conoce mis intenciones y sabe que me complacería renunciar a mis malas costumbres. El compren­derá y me perdonará.” Sin embargo, las Escrituras no apoyan este concepto. El Señor podrá templar la justicia con la misericordia, pero jamás la suplantará. La misericordia jamás podrá reemplazar a la justicia. Dios es misericordioso, pero también es justo. La expiación del Salvador representa la misericordia que se extiende. Por motivo de esta expiación, todos los hombres pueden ser salvos; y la mayoría de ellos pueden ser exaltados.

Muchos han interpretado muy erróneamente el lugar de la misericordia en el programa del perdón. No es su propósito otorgar grandes bendiciones si no hay esfuerzo. De no ser por la expiación de Cristo, por el vertimiento de su sangre, por haber tomado sobre sí nuestros pecados, el hombre jamás podría ser perdonado y purificado. La justicia y la misericor­dia trabajan unidamente. Habiéndosenos ofrecido la misericordia en el plan general de redención, el Señor ahora debe permitir que la justicia rija, porque no puede salvarnos en nuestros pecados, como lo explicó Amulek (Alma 11:37).

Tal vez la exposición más importante de las Escrituras sobre el papel que respectivamente desempeñan la misericor­dia y la justicia, así como la posición de Dios en todo ello, es la que hizo Alma a su hijo Coriantón. Es importante que todos nosotros entendamos este concepto.

“Mas se ha dado una ley, se ha fijado un castigo y se ha concedido un arrepentimiento, el cual la misericordia exige; de otro modo, la justicia demanda al ser viviente y ejecuta la ley, y la ley impone el castigo; pues de no ser así, las obras de la justicia serían destruidas, y Dios dejaría de ser Dios.

“Mas Dios no cesa de ser Dios, y la misericordia reclama al que se arrepiente; y la misericordia viene a causa de la expiación; y la expiación lleva a efecto la resurrección de los muertos; y la resurrección de los muertos hace que los hombres vuelvan a la presencia de Dios; y así son restaurados a su presencia para ser juzgados según sus obras, de acuerdo con la ley y la justicia.

“Pues he aquí, la justicia ejerce todos sus derechos, y también la misericordia reclama cuanto le pertenece; y así, nadie se salva sino el que verdaderamente se arrepiente.

“¿Acaso crees que la misericordia puede robar a la justicia? Te digo que no, ni un ápice. Si fuera así, Dios dejaría de ser Dios (Alma 42:22-25).

“No debe haber licencia para el pecado—dijo el Profeta José Smith—pero la misericordia debe acompañar la repren­sión.” También: “Dios no tolera el pecado, mas cuando los hombres pecan, debe haber tolerancia para con ellos.” (Documentary History of The Church, tomo 5 pág. 24.)

El perdón es la invitación divina.

Espero, por lo que se ha dicho en este capítulo, que se haya aclarado que el perdón está al alcance de todos aquellos que no han cometido pecados imperdonables. Afortunada­mente para algunos, cuando es adecuado el arrepentimiento, Dios perdonará aun al que ha sido excomulgado, cosa que desafortunadamente, igual que la cirugía, a veces se hace necesaria.

“Pero si no se arrepiente, no será contado entre los de mi pueblo, a fin de que é1 no los destruya, pues he aquí, conozco a mis ovejas, y están contadas.

“No obstante, no lo echaréis de vuestras sinagogas ni de vuestros lugares donde adoráis, porque debéis seguir ministrando por éstos; pues no sabéis, si volverán, y se arrepentirán, y vendrán a mí con íntegro propósito de corazón, y yo los sanaré; y vosotros seréis el medio de traerles la salvación” (3 Nefi 18:31,32).

Difícilmente podemos emplear demasiada vehemencia para recordar a las personas que no pueden pecar y ser per­donadas, y entonces pecar una y otra vez y esperar que se repita el perdón. El Señor previó la debilidad del hombre que lo haría volver a sus transgresiones, y dio esta revelación para amonestarnos:

“Y ahora, yo, el Señor, en verdad os digo que no os haré cargo de ningún pecado; id y no pequéis más; pero los pecados anteriores volverán al alma que peque, dice el Señor vuestro Dios” (D. y C. 82:7).

El perdón de los pecados es uno de los principios más gloriosos que Dios jamás concedió al hombre. Así como el arrepentimiento es un principio divino, también lo es el per­dón. Si no fuera por este principio, no tendría ningún objeto proclamar el arrepentimiento. Por otra parte, a causa de este principio se extiende la divina invitación a todos: ¡Venid, arrepentíos de vuestros pecados y sed perdonados!

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