El Milagro del Perdón

Capítulo 23

El milagro del perdón

Por tanto, amados hermanos míos, ¿han cesado los milagros porque Cristo ha subido a los cielos, y se ha sentado a la diestra de Dios para reclamar del Padre sus derechos de misericordia que tiene sobre los hijos de los hombres?

Y él [Cristo] ha dicho: Arrepen­tíos, todos vosotros, extremos de la tierra; venid a mí, y sed bautizados en mi nombre y tened fe en mí, para que podáis ser salvos. —Moroni 7:27,34


Con una súplica conmovedora, tras la sangrienta des­trucción de su pueblo, el solitario Moroni, último sobre­viviente de una gran civilización, dirigió la mirada, siguiendo la corriente del tiempo, hasta nuestro propio día en que ha­bría de aparecer el Libro de Mormón. Predijo que entre otros conceptos erróneos que entonces se aceptarían, existiría la noción de que “se han suprimido los milagros” (Mormón 8:26).

Milagros en esta época.

Nosotros que vivimos ahora nos damos cuenta del cum­plimiento de esta profecía. Afortunadamente, los miembros activos de la Iglesia están al tanto de los milagros modernos, por ejemplo, visitas angélicas, la restauración del evangelio, el Libro de Mormón. Cuando pensamos en milagros, la mayor parte de nosotros evocamos las sanidades efectuadas mediante el poder del sacerdocio. No obstante, existe otro milagro mayor aún, el milagro del perdón.

La importancia de la vista espiritual.

De hecho, el día de los milagros no ha pasado sino para aquellos que no quieren prestar atención al llamado del Señor y de sus siervos, los cuales de noche y de día amonestan y su­plican e imploran. Un glorioso milagro espera a cada alma que está dispuesta a cambiar. El arrepentimiento y el perdón tornan la noche más tenebrosa en un día refulgente. Cuando almas renacen, cuando se cambian vidas, entonces llega el gran milagro para embellecer e impartir calor y elevar. Cuan­do ha amenazado la muerte espiritual y en su lugar ahora hay revivificación, cuando la vida desaloja a la muerte, cuando esto sucede, es ti milagro de milagros. Y estos milagros tan grandes jamás cesarán mientras haya una persona que apli­que el poder redentor del Salvador, junto con sus propias buenas obras, para efectuar su renacimiento.

Hay dos clases de milagros, así como la vida se compone de dos partes, en cualquiera de sus esferas. Tenemos el cuerpo y el espíritu. De manera que hay dos géneros de sanidades.

Mientras el Señor iba por el camino, dos ciegos rogaron que se les diera luz: “Entonces Jesús, compadecido, les tocó los ojos, y en seguida recibieron la vista; y le siguieron” (Mateo 20:34). Fueron sus ojos físicos los que les fueron abiertos.

El pasaje dice que “le siguieron”. Esta última frase podría significar que recibirían su vista espiritual. En caso de que realmente lo siguieran, vivieran según sus mandamientos y le fueran completamente obedientes, sus almas recibirían vista para vida eterna.

De las dos, la vista espiritual es por mucho la más impor­tante. Solamente aquellos cuyos ojos físicos no ven pueden entender la privación que esto lleva en sí, y en verdad es seria. Sin embargo, ni aun esto puede compararse a la ceguedad de aquellos que tienen ojos y no quieren ver la gloria de esa. vida espiritual que es interminable.

La bendición de la paz.

La esencia del milagro del perdón es que trae paz al alma previamente ansiosa, inquieta, frustrada y tal vez atormen­tada. En un mundo de tumultos y contiendas, esta paz cierta­mente es un don de valor incalculable.

La civilización nefita no aprendió esto a tiempo. Cuando empezaba a convergir hacia una conclusión severa y trágica, el profeta Mormón pensó que podía vislumbrar la posibilidad de que el pueblo se arrepintiera y recibiera el perdón de sus grandes pecados; pero se equivocó. Toda su vida, desde su juventud, él había lamentado la dureza de su pueblo, y ahora miraba con tristeza y lágrimas las tinieblas que se aproxima­ban. Por último, se desvaneció su esperanza, y escribió:

“Pero he aquí, fue en vano mi gozo, porque su aflicción no venía del arrepentimiento, por motivo de la bondad de Dios; sino que era más bien el lamento de los condenados, porque el Señor no siempre iba a permitirles que se deleitasen en el pecado.

“Y aconteció que nuevamente me afligí, y vi que el día de gracia había pasado para ellos, tanto temporal como espiritualmente; porque vi que miles de ellos fueron talados, estando en rebelión manifiesta contra su Dios, y amontonados como estiércol sobre la superficie de la tierra” (Mormón 2:13,15).

Bien lo expresó Alma. Él había probado la amargura de una vida pecaminosa y de rebelión espiritual, así que él bien sabía lo que estaba diciendo: “La maldad nunca fue felici­dad” (Alma 41:10). Y en vista de que la felicidad trae la paz, la maldad trae lo contrario, es decir, la contienda y la tur­bación.

El presidente David O. McKay dijo: “La necesidad prin­cipal de este mundo en la actualidad es la paz. Las turbulen­tas tempestades del odio, de la enemistad, de la desconfianza y del pecado están amenazando destruir a la humanidad. Es hora de que los hombres, hombres verdaderos, dediquen sus vidas a Dios y clamen con el espíritu y poder del Cristo: ¡Calla, enmudece!”

La paz es el fruto de la rectitud. No se puede comprar con dinero, ni se puede dar en trueque ni regatear. Es menester ganarla. Los ricos a menudo gastan gran parte de su ganan­cia procurando la paz, sólo para descubrir que no está en venta. Sin embargo, el más pobre, así como el más rico, pue­den tenerla en abundancia si se paga el precio completo. Aquellos que se rigen por las leyes y llevan una vida semejante a la de Cristo pueden gozar de la paz y de otras bendiciones análogas, entre las cuales se destacan la exaltación y la vida eterna. También incluyen bendiciones para esta vida.

“Y el Señor os bendiga y guarde vuestros vestidos sin mancha, para que al fin se os permita sentaros en el reino de los cielos con Abraham, Isaac y Jacob, y los santos profetas que han existido desde el prin­cipio del mundo, para jamás salir, conservando vuestros vestidos sin mancha, así como los de ellos están libres de manchas.

“La paz de Dios quede con vosotros, y con vuestras casas y tierras, y sobre vuestros rebaños y ganados y cuanto poseáis, vuestras mujeres y vuestros hijos, según vuestra fe y vuestras buenas obras, desde ahora en adelante y para siempre” (Alma 7:25,27).

El poder transformador de dios.

El efecto del poder transformador de Dios se ve en muchas vidas personales. Cuando se escogió, se llamó y se designó a Saúl para ser el rey de Israel, después de haber sido ungido, bendecido y apartado, “le mudó Dios su corazón” y fue “mudado en otro hombre” (1 Samuel 10:9,6). Se habían efec­tuado milagros en Saúl.

A menudo se menciona al apóstol Pablo en este respecto. Aun cuando con motivos sinceros había emprendido su per­secución anterior en contra de la Iglesia de Dios, él reconoció el pecado y, mediante la gracia redentora de Cristo, encontró la paz por medio del perdón, y esto a pesar de ser una vida en la que él ahora era el perseguido. Su testimonio es impresio­nante:

“Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero.

“Pero por esto fui recibido a misericordia, para que Jesucristo mostrase en mí el primero toda su clemencia, para ejemplo de los que habrían de creer en él para vida eterna” (1 Timoteo 1:15-16).

Sin embargo, tal vez la vida que mejor se ha documentado en las Escrituras, en la cual se muestra la dramática regenera­ción y la paz que se logra mediante el milagro del perdón es la del profeta Alma (Véase Mosíah 27). Su vida anterior había sido una de rebelión manifiesta contra Dios, de esfuer­zos sistemáticos por destruir la Iglesia, a pesar de la instrucción en cuanto a la verdad que su padre indudablemente le había dado. Efectivamente su vida había sido una de grandes peca­dos, a los cuales él había añadido la maldad de la idolatría.

Entonces vino la visita del ángel, la terrible reprensión que lo dejó mudo y paralizado por tres días y tres noches. Durante este período padeció la angustia del remordimiento, una agonía del alma que él describe como el suplicio de “un tormento eterno”. Su descripción es una de las obras clásicas de las Escrituras. Me he referido a ella previamente, pero nuevamente lo hago con mayor detalle por motivo de ser tan pertinente en este capítulo final.

“Pero me martirizaba un tormento eterno, porque mi alma estaba atribulada hasta el límite, y atormentada por todos mis pecados.

“Sí, me acordaba de todos mis pecados e iniquidades, los cuales me atormentaban con las penas del infierno; sí, veía que me había rebelado contra mi Dios y que no había guardado sus santos mandamientos.

“Sí, y que había asesinado a muchos de sus hijos, o más bien, que los había conducido a la destrucción; si, y por (último, mis iniquidades habían sido tan grandes que sólo el pensar en volver a la presencia de mi Dios atormentaba mi alma con indecible horror.

“¡Oh si pudiera ser desterrado—pensaba yo—y aniquilado en cuer­po y alma, a fin de no tener que estar en la presencia de mi Dios para ser juzgado por mis obras!

“Y por tres días y tres noches me vi atormentado, sí, con las penas de un alma condenada” (Alma 36:12-16).

En esta relación de Alma el lector perceptivo puede en cierta medida identificarse con él, sentir sus dolores, experi­mentar su inmensa sensación de horror al reconocer la pro­fundidad de su pecado. El lector entonces también puede compartir con Alma el gran alivio que éste iba a encontrar. ¿Cómo logró este alivio? De la misma manera en que lo hace todo transgresor, a saber, participando del milagro del perdón mediante el arrepentimiento sincero y entregándose por com­pleto en manos de las misericordias de Jesucristo.

“Y aconteció que mientras así me agobiaba este tormento, mientras me atribulaba el recuerdo de mis muchos pecados, he aquí, tam­bién me acordé de haber oído a mi padre profetizar al pueblo acerca de la venida de un Jesucristo, un Hijo de Dios, para expiar los pecados del mundo.

“Y al fijarse mi mente en este pensamiento, clamé dentro de mi corazón: ¡Oh Jesús, Hijo de Dios, ten misericordia de mí que estoy en la hiel de amargura, y atado con las eternas cadenas de la muerte!

“Y he aquí que cuando pensé en esto, ya no me pude acordar más de mis dolores; sí, dejó de atormentarme el recuerdo de mis pecados.

“Y ¡oh qué gozo, y qué luz tan maravillosa fue la que vi! Sí, mi alma se llenó de un gozo tan profundo como lo había sido mi dolor.

“Sí, hijo mío, te digo que no podía haber cosa más intensa y más amarga que mis dolores. Sí, hijo mío, y también te digo que por otra parte no puede haber cosa más exquisita y dulce que mi gozo” (Alma 36: 17-2 1).

La angustia ahora se había tornado en gozo, el dolor en calma, las tinieblas en luz. Sólo ahora podía Alma sentir la paz. Al hablar a su hijo Shiblón le puso de relieve la única fuente de esa paz.

“Y no fue sino hasta que imploré misericordia al Señor Jesucristo que recibí la remisión de mis pecados. Pero he aquí, clamé a él y hallé paz para mi alma” (Alma 38:8).

Paz por medio de la preparación para la venida de cristo.

No es fácil estar en paz en el mundo turbado que hoy conocemos. La paz necesariamente es una adquisición per­sonal. Como se ha indicado en toda esta obra, sólo se puede lograr conservando continuamente una actitud de arrepen­timiento, buscando el perdón de los pecados, tanto grandes como pequeños, y con ello aproximarse a Dios cada vez más. Para los miembros de la Iglesia ésta es la esencia de su prepa­ración, de estar listos para recibir al Salvador cuando El venga. Cualquier otro curso los pondrá en la categoría de las cinco vírgenes insensatas de que se habla en la parábola del Maestro.

“Entonces el reino de los cielos será semejante a diez vírgenes que tomando sus lámparas, salieron a recibir al esposo.

“Cinco de ellas eran prudentes y cinco insensatas.

“Las insensatas, tomando sus lámparas, no tomaron consigo aceite;

“mas las prudentes tomaron aceite en sus vasijas, juntamente con sus lámparas.

“Y tardándose el esposo, cabecearon todas y se durmieron.

“Y a la medianoche se oyó un clamor: ¡Aquí viene el esposo; salid a recibirle!

“Entonces todas aquellas vírgenes se levantaron, y arreglaron sus lámparas. Y las insensatas dijeron a las prudentes: Dadnos de vuestro aceite; porque nuestras lámparas se apagan.

“Mas las prudentes respondieron diciendo: Para que no nos falte a nosotras y a vosotras, id más bien a los que venden, y comprad para vosotras mismas.

“Pero mientras ellas iban a comprar, viro el esposo; y las que esta­ban preparadas entraron con él a las bodas; y se cerró la puerta.

“Después vinieron también las otras vírgenes, diciendo: ¡Señor, Señor, ábrenos!

“Mas él, respondiendo, dijo: De cierto os digo, que no os conozco.

“Velad, pues, porque no sabéis el día ni la hora en que el Hijo del Hombre ha de venir” (Mateo 25:1-13).

El evangelio según S. Lucas expresa la misma idea de otra manera:

“Estén ceñidos vuestros lomos, y vuestras lámparas encendidas;

“y vosotros sed semejantes a hombres que aguardan a que su Señor regrese de las bodas, para que cuando llegue y llame, le abran en seguida.

“Bienaventurados aquellos siervos a los cuales su señor, cuando venga, halle velando; de cierto os digo que se ceñirá, y hará que se sienten a la mesa, y vendrá a servirles” (Lucas 12:35-37).

Habrá paz en el corazón de aquellos que estén prepara­dos. Participarán de la bendición que el Salvador prometió a sus apóstoles:

“La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo” (Juan 14:27).

 El milagro del perdón.

La misión de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días es llamar a la gente por doquier al arrepen­timiento. Aquellos que presten atención, bien sean miembros de la Iglesia o no, podrán participar del milagro del perdón. Dios limpiará de sus ojos las lágrimas de angustia, de remor­dimiento, de consternación, de temor y de culpabilidad. Los ojos enjugados reemplazarán a los húmedos, y habrá sonrisas de satisfacción en lugar de las miradas inquietas y ansiosas.

¡Qué alivio! ¡Qué consuelo! ¡Qué gozo! Los que se encuen­tran bajo la carga de transgresiones y aflicciones y pecados pueden ser perdonados, limpiados y purificados si se vuelven a su Señor, aprenden de Él y guardan sus mandamientos. Y todos nosotros que tenemos necesidad de arrepentimos de las imprudencias y debilidades diarias, igualmente podemos compartir este milagro.

¿Acaso no podemos comprender por qué el Señor ha esta­do suplicando al hombre estos miles de años que venga a Él? No cabe duda que el Señor se estaba refiriendo al perdón por medio del arrepentimiento, y al alivio de la tensión de la culpa que de ello puede venir, cuando incorporó en su gloriosa ora­ción a su Padre está sublime invitación y promesa:

“Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar.

“Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de coraz6n; y hallaréis descanso para vuestras almas;

“Porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga” (Mateo 11:28-30).

Es mi esperanza y oración que los hombres y mujeres en todo lugar acepten esta cariñosa invitación, y por este medio permitan que el Maestro obre en la vida individual de cada uno de ellos el gran milagro del perdón.

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