El Milagro del Perdón

Capítulo 3

No hay justo, ni aun uno

La mayor de todas las faltas es no estar consciente de ninguna. —Carlyle


Cuando escuchamos sermones que condenan la trans­gresión e instan la necesidad del arrepentimiento, la mayor parte de nosotros somos peculiarmente diestros en apli­car el tema exclusivamente a otros. Alguien ha dicho que pasamos demasiado tiempo confesando los pecados de otras personas. Aparentemente es mucho más fácil ver esos pecados que los nuestros, y seguir desahogadamente el curso de la vida sin reconocer nuestra propia necesidad de enmendar nuestra manera de ser.

Todos son pecadores.

Sin embargo, toda persona peca en algún grado, por lo que nadie propiamente puede llamar a otros al arrepenti­miento sin incluirse él mismo. Leemos al respecto en los escritos de S. Juan:

“Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros’ mismos, y la verdad no está en nosotros.

“Si decimos que no hemos pecado, le hacemos a e1 mentiroso, y su palabra no está en nosotros” (1 Juan 1:8,10).

En igual manera el salmista expresó:

“Dice el necio en su corazón: No hay Dios. Se han corrompido, hacen obras abominables; no hay quien haga el bien.

“Jehová miró desde los cielos sobre los hijos de los hombres, para ver si había algún entendido que buscara a Dios.

“Todos se desviaron… no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno” (Salmos 14:1-3).

Otros pasajes de las Escrituras contienen una reiteración similar:

“Ciertamente no hay hombre justo en la tierra, que haga el bien y nunca peque” (Eclesiastés 7:20).

“¿Quién podrá decir: Yo he limpiado mi corazón, limpio estoy de mi pecado?” (Proverbios 20:9).

“Por tanto, como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron” (Romanos 5:12).

Al tiempo de la dedicación del Templo de Kirtland, el Profeta José Smith imploró en su oración: “Oh Jehová, ten misericordia de este pueblo; y por cuanto todos los hombres pecan, perdona las transgresiones de tu pueblo y bórralas para siempre jamás” (D. y C. 109:34).

Fue por motivo de la universalidad del pecado, la grave­dad del mismo y la proximidad del fin del mundo, que el Señor reveló a su Profeta de los postreros días, José Smith, esta instrucción: “No prediquéis sino el arrepentimiento a esta generación” (D. y C. 6:9).

Una de las anécdotas que frecuentemente se repiten acerca del finado presidente J. Golden Kimball se refiere a su ocurrente afirmación de que “las Autoridades no pueden excomulgarme de la Iglesia, porque me arrepiento con dema­siada frecuencia”. He aquí una gran lección, si se interpreta correctamente. No hay día en la vida del hombre en que el arrepentimiento no sea esencial para su bienestar y progreso eterno.

Sin embargo, cuando la mayor parte de nosotros pensamos en el arrepentimiento, tendemos a estrechar nuestra visión y lo consideramos bueno solamente para nuestro esposo, nuestra esposa, nuestros padres, nuestros hijos, nuestros vecinos, nues­tros amigos, el mundo; para todos y cualquiera menos para nosotros mismos. En forma similar existe una impresión pre­valente, quizás subconsciente, de que el Señor dispuso el arrepentimiento únicamente para aquellos que cometen homi­cidio o adulterio o hurto u otros crímenes atroces. Esto, por supuesto, no es verdad. Si somos humildes y sentimos deseos de obedecer el evangelio, llegaremos a considerar el arrepenti­miento como algo que se aplica a todo lo que hacemos en la vida, bien sea de naturaleza espiritual o temporal. El arre­pentimiento es para toda alma que aún no ha llegado a la perfección.

Los miembros de la iglesia necesitan el arrepentimiento.

Otro concepto erróneo que tienen algunos de los Santos de los Últimos Días es que el arrepentimiento es para aquel que no pertenece a la Iglesia de Jesucristo. Este concepto no sólo pasa por alto la doctrina del evangelio y el sentido común, sino también las revelaciones particulares dadas al Profeta José Smith, en las que el Señor en más de una ocasión reprendió a los miembros y los llamó al arrepentimiento por causa de sus malos hechos. En Kirtland, por ejemplo, censuró a los ofensores dentro de la Iglesia y les dijo en forma directa:

“He aquí, yo, el Señor, no estoy bien complacido con muchos de los que son de la iglesia en Kirtland;

“porque no abandonan sus pecados ni sus malas costumbres, ni el orgullo de sus corazones, su codicia y todas sus cosas abominables, para observar las palabras de sabiduría y vida eterna que yo les he dado.

“De cierto os digo, que yo, el Señor, los castigaré y haré lo que yo tenga a bien, si no se arrepienten y observan todo lo que les he dicho” (D. y C. 98:19-21).

Unos meses después el Señor mencionó determinados pecados que habían cometido los miembros en Misuri:

“He aquí, que había riñas y contiendas, envidias, disputas y deseos sensuales y codiciosos entre ellos; y como resultado de estas cosas profanaron sus herencias” (D. y C. 101:6).

Aun los que pertenecían a la escuela de los profetas necesi­taban reprensión y arrepentimiento:

“No obstante… surgieron contiendas en la escuela de los profetas, cosa que para mí fue muy agravante, dice vuestro Señor; por consiguiente, les mandé salir para que fueran castigados” (D. y C. 95:10).

Y por revelación se amonestó a Emma, esposa del Profeta, a que se arrepintiera:

“Además, de cierto digo, perdónele mi sierva sus ofensas a mi siervo José; entonces se le perdonarán a ella sus ofensas…” (D. y C. 132:56).

Ni aun los profetas son perfectos.

Hasta el Profeta José Smith, pese a su grandeza, no fue perfecto, y el Señor tuvo que amonestarlo a que se arrepin­tiera: “Y ahora, mi siervo José, te mando que te arrepientas y camines más rectamente ante mí, y no cedas más a las per­suasiones de los hombres” (D. y C. 5:21).

El joven Profeta tenía necesidad del arrepentimiento, así como todos los hombres. Fue sincero en sus confesiones tocante a su debilidad. En sus años de adolescencia, cuando se había sentido abandonado en medio de la intensa persecución con­siguiente a su visión gloriosa, se vio sujeto a todo género de tentaciones. Dice que:

“…frecuentemente cometía muchas imprudencias y manifestaba las debilidades de la juventud y las flaquezas de la naturaleza humana, lo cual, me da pena decirlo, me condujo a diversas tentaciones, ofensivas a la vista de Dios” (José Smith 2:28).

Aun cuando José era humano y, por consiguiente, falible, se conservó libre de pecados graves, cosa que luego nos dice:

“Esta confesión no es motivo para que se me juzgue culpable de cometer pecados graves o malos, porque jamás hubo en mi naturaleza tal disposición. Pero sí fui culpable de levedad, y en ocasiones me asociaba con compañeros joviales, etc., cosa que no correspondía con la conducta que había de guardar uno que había sido llamado de Dios como yo” (José Smith 2:28).

Los enemigos de la causa de Dios han intentado deducir muchas cosas de esta declaración, pero las personas buenas la aceptan como una confesión sencilla y honrada que concuerda con el carácter de un gran hombre, aun cuando todavía im­perfecto.

De importancia, a nuestra consideración es el hecho de que el Profeta reconoció sus errores, así como su arrepenti­miento y sus oraciones en busca del perdón: “Como conse­cuencia de estas cosas—escribió—solía sentirme censurado a causa de mis debilidades e imperfecciones”. Entonces, en esa noche especial, como probablemente lo había hecho en nume­rosas ocasiones anteriores, se arrodilló junto a su cama. Según él lo relata: “Me puse a orar, pidiéndole a Dios Todopoderoso perdón de todos mis pecados e imprudencias; y también una manifestación para saber de mi condición y posición ante El” (José Smith 2:29).

Toda persona está expuesta a cometer el error si no anda prevenida continuamente, porque sólo por medio de la vigi­lancia constante se gana la victoria sobre Satanás. En Doc­trinas y Convenios el Señor aclara que ningún hombre se halla libre de las tentaciones, y que ni aun aquel que es pro­feta puede jugar con cosas sagradas. Nos amonesta con estas palabras:

“Porque aun cuando un hombre reciba muchas revelaciones, y tenga poder para hacer muchas obras poderosas, sin embargo, si se jacta de su propia fuerza y desprecia los consejos de Dios, y sigue los dictados de su propia voluntad y deseos carnales, tendrá que caer e incurrir en la venganza de un Dios justo” (D. y C. 3:4).

La reprensión sigue diciendo:

He aquí, tú eres José, y se te escogió para hacer la obra del Señor, pero caerás a causa de la transgresión, si no estás prevenido (D. y C. 3:9).

Debe tenerse presente que la transgresión de que se cul­paba al joven Profeta no era homicidio, ni pecados sexuales, ni imprecaciones, ni ninguno de los actos usualmente llamados pecados. No había hecho más que ceder a la potente persuasión de su amigo y bienhechor, Martín Harris, de confiar en manos de dicha persona la traducción al inglés de los escritos sagrados del Libro de Mormón, que se perdieron como resul­tado de este error.

“Mas recuerda que Dios es misericordioso; arrepiéntete, pues, de lo que has hecho contrario al mandamiento que te di y todavía eres escogido y llamado de nuevo a la obra.

“A menos que hagas esto, serás desamparado, y llegarás a ser como los demás hombres, y no tendrás más don” (D. y C. 3:10,11).

La reprensión que José Smith recibió del Señor evoca la que fue administrada a otro profeta, el gran Moisés. Por motivo de un pecado momentáneo, cometido bajo presión (véase Números 20:9-12), se privó a Moisés de la gran opor­tunidad y bendición de introducir a los hijos de Israel en la tierra prometida, después de sus cuarenta años de andar errantes por el desierto.

Si ni aun a los profetas escogidos del Señor se exime de la necesidad de arrepentirse, ¿qué se puede decir del resto de nosotros? Claro está que el arrepentimiento es para todos; tanto para los Santos de los Últimos Días como para los demás.

Pecados entre los miembros.

Tengo el placer de entrar a menudo en las casas de los que dirigen las misiones, barrios y estacas de Sión. Aprecio sobre manera el hecho de que la mayor parte de nuestros miembros están procurando vivir de acuerdo con los mandamientos del Señor. Sin embargo, también encuentro a padres que han per­dido el afecto natural para con sus hijos. Encuentro a hijos que desconocen a sus padres y eluden su responsabilidad hacia ellos cuando ya los padres son ancianos. Encuentro a esposos que abandonan a sus esposas y a sus hijos, y se valen de casi todo pretexto para justificar el hecho. Encuentro a esposas que son exigentes, indignas, pendencieras, desafectas y mun­danas, y que por tal razón provocan a sus maridos a reaccionar en forma similar. Encuentro a esposos y esposas, bajo un mismo techo, que son egoístas, porfiados e indispuestos a per­donar, y quienes con sus desavenencias han endurecido su corazón y envenenado su mente, así como la mente de sus hijos.

Encuentro a los que cuentan chismes y dan falso testimonio contra sus vecinos. Encuentro a hermanos que se obligan unos a otros a comparecer ante los tribunales en relación con asuntos triviales que ellos mismos pudieron haber allanado sin intervención jurídica. Encuentro a hermanos y hermanas carnales que riñen por herencias y se demandan ante los tribunales del país, exponiendo ante el público los secretos fami­liares más íntimos y personales, no respetando nada, manifes­tando poca consideración los unos con los otros, interesados únicamente en las ventajas económicas que pueden lograr mediante tales actos egoístas.

En una ciudad del Este vi a una familia completamente dividida—la mitad de los hermanos y las hermanas de un lado y la otra mitad del lado opuesto—en una riña sumamente vergonzosa. En los funerales, la mitad de ellos se sentaron de un lado del pasillo y la otra mitad del otro. Se negaron a hablarse los unos a los otros. La propiedad en cuestión no valía más que unos cuantos miles de dólares y, sin embargo, estos hermanos y hermanas carnales se convirtieron en enemi­gos declarados por causa de ella.

He visto a personas en los barrios y ramas que impugnan las intenciones de las autoridades, así como las de uno y otro, y los hacen “pecar en palabra” por cosas que se han dicho, o se pensó o se imaginó que se dijeron. He visto ramas que han quedado completamente divididas por personas que dicen cosas ásperas unos de otros, que han llevado a sus reuniones el espíritu de Lucifer más bien que el Espíritu de Cristo.

Hay quienes no aceptan ninguna responsabilidad, ni dan un momento de su tiempo para prestar servicio en la Iglesia, pero que constantemente están criticando a los que lo hacen. Hay algunos que son culpables y mundanos, y solamente sirven con los labios. Hay quienes hipócritamente se compro­meten a hacer algo y luego no cumplen; hay quienes son intolerantes y predispuestos, y los hay quienes maltratan a sus familias.

Dé éstas y de otras excentricidades, pecados y transgre­siones que no se han mencionado, todos tienen necesidad de arrepentirse. En los siguientes capítulos se dirá más acerca de los pecados que nos amenazan como individuos, como iglesia y como sociedad. Después de esto consideraremos los medios de arrepentimiento y el milagro del perdón que Dios obra en aquellos que verdaderamente se arrepienten.

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