El Milagro del Perdón

Capítulo 5

Sólo el pecado de homicidio es peor


 …estas cosas son abominables a los ojos del Señor; sí, más abomi­nables que todos los pecados, salvo derramar sangre inocente o negar al Espíritu Santo. —Alma 39:5

Hay pecados tan graves, que no sabemos si tienen per­dón a éstos nos referimos con más detalle en un ca­pítulo subsiguiente. También hay pecados que se aproximan a los imperdonables en cuestión de gravedad, pero que pare­cen entrar en la categoría de los que alcanzan perdón. Estos son los diabólicos crímenes de la impureza sexual. En su varie­dad de formas abarcan desde las aberraciones que compren­den el abuso del cuerpo, la incitación sexual y el repugnante acto de procurarse uno solo el deleite carnal, hasta las prác­ticas aborrecibles y contranaturales con otros. Bien sea que se defina o no se defina en las Escrituras o en la palabra declarada, cualquier acto o práctica sexual “contranatural” o desautorizado constituye un pecado.

Es de lamentarse que las autoridades de la Iglesia tengan que hablar de estos pecados de corrupción, pero se hallarían bajo condenación si dejaran de advertir y prevenir, proteger y fortalecer. Ciertamente es parte del deber de los asesores espirituales educar al pueblo en asuntos morales, aun cuando a menudo es repugnante y desagradable. Igual que en épocas anteriores, el pueblo de Dios nunca debe quedar con la excusa de que no sabía.

El pecado sexual contamina.

En todos los pecados sexuales hay transgresión, impureza y suciedad. Al aclarar una de sus parábolas el Salvador dijo:

“…del corazón de los hombres salen los malos pensamientos, los adulterios, las fornicaciones, los homicidios,

“los hurtos, las avaricias, las maldades, el engaño, la lascivia, la envidia, la maledicencia, la soberbia, la insensatez.

“Todas estas maldades de dentro salen, y contaminan al hombre” (Marcos 7:21-23).

No es el polvo de la tierra ni la grasa en las manos de una persona lo que la contamina; ni las uñas “bordadas de negro”, ni el sudor o transpiración acumulado del trabajo honrado, ni el mal olor del cuerpo que resulta del trabajo pesado. Uno bien puede bañarse cada hora, perfumarse con frecuencia, lavarse el cabello a menudo, asearse las uñas diariamente y ser diestro en expresarse con voz delicada, y aun con todo esto ser tan inmundo como los negros pozos del infierno. Lo que contamina es el pecado, y especialmente el pecado sexual.

Sigue en gravedad al de homicidio.

Numerosos pasajes de las Escrituras hacen hincapié en la enormidad de este pecado, y particularmente estas palabras de Alma a su hijo inmoral:

“¿No sabes tú, hijo mío, que estas cosas son abominables a los ojos del Señor, sí, más abominables que todos los pecados, salvo derramar sangre inocente o negar al Espíritu Santo?” (Alma 39:5).

El Señor aparentemente clasifica el adulterio como algo casi tan grave como el homicidio premeditado, pues dijo: “Y además, te mando no codiciar la mujer de tu prójimo; ni atentar contra la vida de tu prójimo” (D. y C. 19:25).

A un joven en busca de ayuda, que se había entregado a la práctica frecuente de la fornicación, pero que aún no estaba completamente arrepentido, esto fue lo que le escribí:

“Su pecado es la cosa más grave que pudo haber consumado en su juventud, salvo el homicidio… Su último acto de inmoralidad fue mucho más despreciable que el primero. Usted había entrado en el templo y concertado solemnes votos de castidad ante Dios y ángeles santos. Usted hizo convenio de que jamás participaría en semejantes relaciones impías. Ya lo había cometido usted una vez, y entonces volvió a repetirlo con esa solemne promesa en sus labios…”

La gravedad de este pecado recalca la dificultad de arre­pentirse. Hay ocasiones en que los ofensores llegan al punto del cual ya no se vuelve, y no pueden arrepentirse, porque el Espíritu del Señor no siempre contenderá con el hombre. Esaú vendió su primogenitura “por una sola comida”. Muchos jóvenes venden su primogenitura o la colocan en grave peli­gro por una hora en un sitio obscuro, por una sensación injustificable, por una experiencia emocionante en un auto­móvil o en el lecho de una ramera. Una experiencia lamen­table tal vez no destruirá por completo, porque se puede recurrir al arrepentimiento, pero un episodio con la fornica­ción puede echar por tierra las restricciones, devastar una vida y llenarla de cicatrices, y encaminar a un alma por la vía del remordimiento y la angustia todo el curso de su vida.

Peligros para la juventud.

Esta línea de comportamiento presenta una tremenda tentación, especialmente para la juventud de esta época de libertad de expresión y acción en los recintos universitarios y otros lugares que favorecen las relaciones sexuales prenup­ciales. ¿Cómo puede uno creer profundamente en Dios y sus Escrituras y ceder a la incontinencia? Es un error por completo. El presidente David O. McKay ha suplicado:

“Vuestra virtud vale más que vuestra vida. Os ruego, jóvenes, preservad vuestra castidad aun a costa de vuestras vidas. No os mezcléis con el pecado. . . no permitáis que seáis conducidos a la tenta­ción. Jóvenes varones en particular, portaos decentemente y con el debido respeto a la santidad de la mujer. No la contaminéis.”

En este respecto otro profeta de nuestros días, el presidente Heber J. Grant, ha hecho hincapié en la Palabra de Sabidu­ría, no meramente por su importancia intrínseca, sino por lo que a menudo resulta cuando no se cumple.

“Casi siempre aquellos que pierden su castidad participan primera­mente de las cosas que incitan las pasiones dentro de ellos o disminu­yen su resistencia y ofuscan su mente. El uso del tabaco y del licor tiene por objeto convertirlos en presa de aquellas cosas que, si se cometen, son peores que la muerte misma. No hay ningún verdadero Santo de los Últimos Días que no preferiría sepultar a un hijo o una hija, más bien que verlos perder su castidad, sabiendo que la castidad es de mayor valor que cualquier otra cosa del mundo.” (Heber J. Grant, Gospel Standards, recopilado por G. Homer Durham, pág. 55.)

El apóstol Pablo enseñó la continencia a los solteros:

“Quisiera más bien que todos los hombres fuesen como yo… Digo, pues, a los solteros y a las viudas, que bueno les fuera quedarse como yo” (1 Corintios 7:7,8). Relacionando estas palabras con otras que él expresó, se aclara que no está ha­blando del celibato, antes está instando la vida sexual normal y ordenada en el matrimonio y la continencia completa fuera del matrimonio. (No existe ninguna evidencia legítima de que Pablo nunca se haya casado, como lo afirman algunos investigadores y, de hecho, hay indicaciones de haber sido lo contrario.)

Las relaciones sexuales prenupciales con personas del sexo opuesto usualmente entran en la categoría de fornicación, que significa relaciones sexuales ilícitas entre personas que no están casadas. Adulterio es el término que usualmente se aplica a este acto cuando una persona casada lo comete con otro u otra que no es su cónyuge respectivo. La Biblia con frecuencia parece emplear los términos adulterio y fornicación indistintamente.

El pecado de fornicación es bien conocido, y las Escrituras, desde el principio hasta el fin, censuran este acto de contami­nación. Sin embargo, muchos escritores modernos, aun los que han logrado la prominencia, entre ellos algunos ministros de religión, han declarado que nada puede tener de malo el que dos personas consientan en tener relaciones sexuales prenupciales. Nuestra civilización ciertamente se desintegrará, sin embargo, cuando semejante práctica llegue a ser universal. Ninguna nación puede continuar existiendo por mucho tiem­po de acuerdo con una filosofía tan irresponsable. Hogares destrozados, ilegitimidades, enfermedades venéreas y trastor­nos emocionales relacionados con tales actos ciertamente no son de la incumbencia exclusiva de “dos adultos que consien­ten”. El Señor lo sabía, y dio mandamientos al respecto, y todo pretexto para obrar contrario a dichos mandamientos es un error pecaminoso.

Sin embargo, tenemos demasiados jóvenes en la Iglesia que no dan a la ley de Dios su correspondiente prioridad sobre la intimidad carnal. Una encuesta reveló el hecho de que siete de cada nueve señoritas que habían perdido su virginidad sufrieron dicha pérdida en el interior de un automóvil des­pués de algún baile o tertulia. En otra encuesta, en la cual los maestros de seminario pidieron a sus alumnos que colo­caran ciertos mandamientos del Señor por orden, según su importancia, la Palabra de Sabiduría resultó en primer lugar y la castidad en el quinto. En una tercera encuesta se mani­festó que diez de cada doce alumnos se habían entregado a caricias impúdicas a tal extremo que consideraban perdida su castidad. Se espera que estas encuestas no hayan sido una imagen de toda nuestra juventud.

Muchos se valen del pretexto de que esta atracción de dos personas solteras es amor, y con esto procuran justificar sus relaciones íntimas. Esta es una de las más falsas de todas las mentiras de Satanás. Es lujuria, no amor, lo que conduce a hombres y mujeres a la fornicación y al adulterio. Ninguna persona perjudicará a aquel o aquella a quien verdaderamente ama, y el pecado sexual no puede tener otro resultado más que causar daño.

La importancia de la continencia en la vida de los que no están casados queda recalcada en la aprobación divina que se le otorgó en la visión de Juan el Revelador, en la cual vio al Cordero de Dios en pie sobre el monte de Sión, y con El ciento cuarenta y cuatro mil que tenían el nombre del Padre escrito en la frente. Refiriéndose a éstos, la voz del cielo dijo: “Estos son los que no se contaminaron con mujeres, pues son vírgenes… y en sus bocas no fue hallada mentira, pues son sin mancha delante del trono de Dios” (Apocalipsis 14:4,5).

Pasos que conducen a la fornicación.

Entre los pecados sexuales más comunes que cometen nuestros jóvenes están comprendidos el besuqueo y las caricias indecorosas. Estas relaciones impropla4no sólo conducen frecuentemente a la fornicación, al embarazo y al aborto—todos ellos pecados repugnantes—sino que son maldades perniciosas en sí y de sí mismas, y con frecuencia le es difícil a la juventud distinguir donde una acaba y la otra empieza. Despiertan la lujuria e incitan malos pensamientos y deseos sexuales. No son sino partes de la familia completa de pecados e indiscre­ciones análogas. S. Pablo escribió como si estuviera dirigién­dose a nuestra juventud moderna, la cual se engaña a sí misma al decir que sus besuqueos y caricias impías no son más que expresiones de amor: “Por lo cual también Dios los entregó a la inmundicia, en las concupiscencias de sus corazones, de modo que deshonraron entre sí sus propios cuerpos” (Roma­nos 1:24). ¿En qué otra forma podrían describirse más com­pletamente las maldades de las caricias impúdicas?

Con demasiada frecuencia los jóvenes echan al olvido este género de caricias, encogiéndose de hombros como si se tra­tara de una pequeña indiscreción, pero al mismo tiempo admiten que la fornicación es una transgresión impía. Mu­chísimos de ellos se llenan de espanto, o lo fingen, cuando se les dice que lo que han cometido, llamándolo acariciar y pal­par, fue en realidad fornicación. La línea divisoria es muy tenue e indistinta, y S. Pablo probablemente estaba refirién­dose a estos pecados que varían entre el besuqueo y la forni­cación, cuando dijo: “Porque vergonzoso es aun hablar de lo que ellos hacen en secreto” (Efesios 5:12). Y el Señor tal vez se estaba refiriendo a estas maldades al reiterar en nuestra propia época los Diez Mandamientos: “Ni cometerás adul­terio, ni matarás, ni harás ninguna cosa semejante” (D. y C. 59:6).

Nuestros jóvenes deben saber que sus compañeros en el pecado ni los amarán ni los respetarán si se les permite mano­sear sus cuerpos. Semejante práctica acaba con el respeto, no sólo por la otra persona sino por uno mismo, y destruye finalmente el respeto por la castidad, y menosprecia la tantas veces repetida amonestación profética de que uno o una debe dar su vida más bien que consentir en perder su castidad.

Son demasiados los que se han perdido completamente en el pecado al entrar por esta puerta del besuqueo y el mano­seo. El diablo sabe cómo destruir a nuestros varones y señori­tas jóvenes. No podrá tentar a una persona a que asesine o cometa adulterio inmediatamente, pero sabe que si puede lograr que un joven y una señorita permanezcan a solas el tiempo suficiente en un automóvil después de un baile, o que se retiren a un paraje solitario y obscuro, el joven más bueno y la señorita más buena finalmente cederán y caerán. El bien sabe que la resistencia de todos tiene un límite.

Los que han recibido el Espíritu Santo después del bautis­mo ciertamente saben que todo contacto físico de esta natura­leza es pernicioso y abominable. También están percatados de que el Dios de ayer, hoy y mañana continúa exigiendo la con­tinencia y requiriendo que las personas lleguen al altar del matrimonio como vírgenes, limpios y limpias y libres de toda experiencia sexual.

A semejanza de gemelos, las caricias indecorosas, especial­mente las caricias impúdicas, y la fornicación son iguales. También, igual que gemelos, la una precede a la otra, pero la mayor parte de las mismas características están presentes. Se despiertan las mismas pasiones y, con tan solo una pequeña diferencia, los contactos físicos son similares; y lo más probable es que resultarán las mismas frustraciones, tristezas, angustia y remordimiento.

Todos aquellos que han caído en el vergonzoso y suma­mente reprensible hábito de transgredir mediante la caricia impúdica deben, cuanto antes, cambiar sus vidas, sus costum­bres y sus maneras de pensar, arrepentirse intensamente con “silicio y con ceniza” y mediante la confesión lograr, hasta donde sea posible, una absolución del Señor y de las autori­dades de la Iglesia, a fin de que una medida de paz pueda acompañarlos en el transcurso de sus vidas. Aquellos a quie­nes se ha instruido como corresponde, y han valorado de­bidamente las maldades, y se han refrenado y protegido a sí mismos de estos actos impíos, Dios los bendiga y los ayude a continuar en su virginidad y pureza, para que nunca tengan que sentir el remordimiento y angustia que ha sobrevenido o sobrevendrá a sus hermanos y hermanas que han pecado.

La maldición del adulterio.

Por conducto de Moisés vino el solemne mandamiento: “No cometerás adulterio” (Éxodo 20:14). Este acto entre per­sonas casadas es una transgresión de las más atroces, tan grave así, que ha sido el tema de los sermones de profetas y autori­dades en todas las dispensaciones del evangelio. Se imponía la pena capital a quienes lo cometían en los días de Israel, así como por muchos de los pecados sexuales tan comunes en la sociedad actual. Tal vez de ninguna otra manera se podía controlar este pecado. Generaciones de vivir en la esclavitud no habían ayudado mucho a Israel a ascender hacia la exalta­ción; eran débiles y se hacía necesario disciplinarlos. En todos los países a los cuales llegaron se encontraron con las mismas prácticas malditas, la idolatría y el adulterio, entremezcladas e íntimamente relacionadas. “El adúltero y la adúltera indefectiblemente serán muertos” (Levítico 20:10).

Aparentemente la pena de muerte todavía figuraba en los libros de la ley en los días de Cristo, porque los escribas y fariseos llevaron ante el Señor a la mujer tomada en adulterio, con la intención de tenderle un lazo. Dijeron que Moisés había mandado que tales personas fuesen apedreadas, y le preguntaron qué tenía El que decir al respecto. Con su acos­tumbrada comprensión sublime hizo retroceder a los tenta­dores y mandó a la mujer que se arrepintiera de su pecado. (Véase Juan 8:1-11.)

El hermano James E. Talmage escribió:

“Los denunciadores de la mujer, “acusados por su conciencia”, se fueron escurriendo avergonzados y abochornados… Sabían que no eran dignos de presentarse ni como acusadores ni como jueces… ‘Enderezándose Jesús, y no viendo a nadie sino a la mujer, le dijo: Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te condenó? Ella dijo: Ninguno, Señor. Entonces Jesús le dijo: Ni yo te condeno; vete, y no peques más.’” (James E. Talmage, Jesús el Cristo, Salt Lake City, 1964 págs. 429, 430.)

Notemos que el Señor no le perdonó a la mujer su grave pecado. Le mandó en voz quieta pero firme: “Vete y no peques más.” Ni aun Cristo puede perdonar al que se halla en el pecado. La mujer no había tenido ni el tiempo ni la oportuni­dad para arrepentirse totalmente. Cuando quedaran com­pletas su preparación y arrepentimiento podría esperar recibir el perdón; pero no antes.

De acuerdo con una notable estadística citada en una revista, más de la mitad de los hombres casados de esta na­ción (Estados Unidos) y más de la cuarta parte de sus mujeres casadas son infieles a sus votos conyugales. Son culpables del notorio pecado de adulterio, fomentado por la aprobación y la imagen de “diversión” con que se presenta en el cine y en la televisión. El artículo hizo mención de quince millones de personas divorciadas que viven en los Estados Unidos, y dijo que cada año hay 400.000 divorcios adicionales, lo cual ocasiona un aumento de 800.000 en el número de personas divorciadas. De estos millones de personas divorciadas, mu­chos andan a caza de oportunidades. Millones de personas casadas, muchas de ellas desdichadas, son las víctimas. En vista de que a menudo el divorcio es difícil, inconveniente o tarda mucho en obtenerse, los más impacientes cometen adulterio; de manera que más hogares son destrozados, se producen más familias desdichadas y el número de hombres y mujeres divorciados aumenta constantemente.

Algunos llaman la atención a los 400.000 divorcios nuevos cada año, y ven en esto evidencia dramática de las necesidades sexuales de las parejas en cuestión. Hacen ver que muchos llevan esta vida doble porque descubren que es intolerable sostener una segunda familia, de modo que los romances ilícitos siguen adelante y los matrimonios son los desdichados. Pese a los pretextos y justificaciones, sin embargo, no hay circunstancia alguna que justifique el adulterio. No importa lo que el mundo haga, La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días debe continuar fortaleciendo a sus miem­bros contra el pecado y sostener firmemente la fidelidad total y la vida sólida del hogar y la familia.

 Advertencia a las esposas que trabajan.

Cabe aquí una palabra de advertencia concerniente a las esposas que salen a trabajar. Día tras día dejan a sus esposos y a menudo trabajan al lado de otros hombres donde se ven expuestas a las coqueterías, a las manifestaciones de interés y afecto, a las confidencias, y todo esto en un ambiente libre de preocupaciones familiares, dando con ello lugar a un desahogo en el cual pueden desarrollarse las atracciones románticas. Este estado de cosas puede constituir un grave peligro para el hogar.

Desde luego, se reconoce que algunas viudas, y ocasional­mente esposas con familias en el hogar, deben trabajar para sostener a sus familias. Sin embargo, esto no debe hacerse si se puede evitar. Las madres de hijos sin casar deben perma­necer en casa y, cuando el caso lo requiera, reducir las normas de vida y lujos al nivel en que el sueldo del esposo sea sufi­ciente. Los numerosos lujos resultan demasiado caros cuando un matrimonio y el bienestar de los hijos pesan en la balanza. Este punto se recalca en un sermón del hermano Boyd K. Packer:

“Yo volvería al hogar en el cual hay una madre. . . Os pregunto… ¿de qué sirve un amplio ventanal y los muebles lujosos y el costoso decorado en un hogar, si no hay allí una madre? La madre, como tal, no como quien gana el pan, constituye una personalidad esencial en esta contienda contra la inmoralidad y la impiedad. También volvería a la familia en la cual los niños fueran responsables y el padre estuviera a la cabeza de la familia.

“¿Me juzgaríais de cándido si yo propusiese que esta lucha finalmente se ganará por medios tan sencillos como los niños que vuelven a casa después de la escuela al pan y la conserva hechos en casa, y la mamá allí presente? ¿O por tales medios como papá y mamá llevando a sus jovencitos a la reunión sacramental? O ese tierno abrazo al acostarlos, y papá y mamá diciéndoles: ‘Te necesitamos en esta fa­milia. Eres parte de nosotros, no importa con qué dificultades tro­pieces, ésta es tu casa.’”

Evítese aun el pensamiento.

El acto final de adulterio no es el único pecado. Cuando un hombre o mujer, quienquiera que sea, empieza a compartir su cariño o interés romántico con cualquier otra persona que no sea su cónyuge, es un paso casi seguro al adulterio. No debe haber ningún interés romántico, atenciones, citas o coque­terías de ninguna clase con nadie, en tanto que cualquiera de los participantes esté todavía legalmente casado, pese a la situación en que se encuentre tal matrimonio. Por cierto, aun el pensamiento del adulterio es un pecado, como lo subrayó Jesucristo:

“Oísteis que fue dicho: No cometerás adulterio.

“Pero yo os digo que cualquiera que mira a una mujer para codiciaría, ya adulteró con ella en su corazón” (Mateo 5:27,28).

Y también cuando El amplió este concepto a los nefitas:

“He aquí, os doy el mandamiento de no permitir que ninguna de estas cosas entre en vuestro corazón, porque mejor es que os privéis de estas cosas… que ser arrojados en el infierno” (3 Nefi 12:29,30).

La adúltera.

Uno de los relatos más inspiradores del Antiguo Testa­mento es el que se refiere a José, nuestro antecesor, el joven que dio un gran ejemplo a jóvenes y ancianos. Erguido y firme resistió a su impía tentadora. Ejerciendo las seducciones de una mujer inicua y voluptuosa, luciendo todas sus ventajas de alta categoría, belleza y poder político, hizo cuanto pudo para atraerse al simpático joven director. Cuando todo lo demás fracasó, recurrió a la fuerza, la intimidación y el chan­taje. Sin embargo, José se sostuvo firme; se negó a ceder a sus ruegos. Sus ropas, o falta de ropas de esta mujer, sus perfumes, sus incitaciones sexuales, sus solicitudes—todo esto bombar­deó a un joven puro que estaba dispuesto a padecer cualquier castigo a fin de preservar su castidad. Cuando se malograron todas sus seducciones femeninas y él intentó huir, ella se prendió de sus ropas y las rasgó de su cuerpo. Con mentiras en­gañosas dio a conocer lo ocurrido, culpándolo a él. José fue arrojado a la prisión para padecer injustamente por el crimen mismo que había resistido hasta el fin. (Véase Génesis 39.)

Mucho después, el autor de los Proverbios, sabiendo que este género de mujer existe en todas las generaciones de tiem­po, advierte al hombre para que se cuide de ella.

“No codicies su hermosura en tu corazón, ni ella te prenda con sus ojos;

“porque a causa de la mujer ramera el hombre es reducido a un bocado de pan; y la mujer caza la preciosa alma del varón.

“¿Tomará el hombre fuego en su seno sin que sus vestidos ardan?

“¿Andará el hombre sobre brasas sin que sus pies se quemen? Así es el que se llega a la mujer de su prójimo; no quedará impune ninguno que la tocare” (Proverbios 6:25-29).

También el sabio Salomón amonestó:

“Cuando he aquí, una mujer le sale al encuentro, con atavío de ramera y astuta de corazón…

“Se asió de él, y le besó. Con semblante descarado le dijo:

“He adornado mi cama con colchas recamadas con cordoncillo de Egipto; he perfumado mi cámara con mirra, áloes y canela.

“Ven, embriaguémonos de amores hasta la mañana; alegrémonos en amores.

“Porque el marido no está en casa; se ha ido a un largo viaje.

“Lo rindió con la suavidad de sus muchas palabras, le obligó con la zalamería de sus labios.

“Al punto se marchó tras ella, cómo va el buey al degolladero…

“Como el ave que se apresura a la red, y no sabe que es contra su vida…

“Los más fuertes han sido muertos por ella.

“Camino al Seol es su casa, que conduce a las cámaras de la muerte” (Proverbios 7:10, 13, 16-19, 21-23 26,27).

Hasta qué grado se toleraba esta norma doble en aquellos días, no sabemos; pero ciertamente en la actualidad no hay dos normas a los ojos de Dios, y frecuentemente los hombres son los mayores ofensores. El Señor juzgará tan severamente a todo hombre que contemporiza con la decencia y comete los atroces crímenes, como a la mujer; y téngase presente que aun cuando a menudo la pena parece caer más pesadamente sobre la mujer, ningún hombre eludirá el castigo total del padecimiento y del tormento, del remordimiento y de las privaciones.

La excomunión es el castigo.

Para el beneficio de los Santos de los Últimos Días, el Señor nos ha dado una declaración directa y bien definida en cuanto al adulterio.

“…Si un hombre recibe a una mujer en el nuevo y sempiterno convenio, y si ella se junta con otro hombre, y no se lo he señalado por el ungimiento santo, ella ha cometido adulterio y será destruida.

“Si no ha entrado en el nuevo y sempiterno convenio y se allega a otro hombre, ha cometido adu1terio.

“Y si su marido se allega a otra mujer, y él se hallaba bajo pacto, él ha violado su voto y cometido adulterio” (D. y C. 132:41-43).

El castigo en esta vida se define con igual claridad:

“No cometerás adulterio; y el que cometiere adulterio y no se arre­pienta, será expulsado” (D. y C. 42:24).

Ser “expulsado” significa ser excomulgado. La excomu­nión se cierne sobre la cabeza del adúltero y pende de una hebra muy fina, igual que la espada de Damocles. El pecado es perdonable, con la condición de que el arrepentimiento sea suficientemente amplio. “Más si lo hiciere otra vez, no será perdonado, sino que será expulsado” (D. y C. 42:26).

El amor en el matrimonio.

Ningún hombre o mujer ‘traerá sobre sí este estigma del adulterio, si se ciñen estrictamente a la siguiente ley:

“Amarás a tu esposa [esposo] con todo tu corazón, y te allegarás a ella [él] y a ninguna otra [ningún otro]” (D. y C. 42:22. Cursiva del autor).

Son muchos los aspectos del amor en el matrimonio, y la satisfacción sexual es importante. Así como dos personas casa­das no son para otros, sí lo son el uno para el otro. El apóstol Pablo entendía las causas del adulterio y las maneras de evitarlas:

“…Cada uno tenga su propia mujer, y cada una tenga su propio marido.

“El marido cumpla con la mujer el deber conyugal, y asimismo la mujer con el marido.

“La mujer no tiene potestad sobre su propio cuerpo, sino el marido; ni tampoco tiene el marido potestad sobre su propio cuerpo, sino la mujer.

“No os neguéis el uno al otro, a no ser por algún tiempo de mutuo consentimiento, para ocuparos sosegadamente en la oración; y volved a juntaros en uno, para que no os tiente Satanás a causa de vuestra incontinencia” (1 Corintios 7:2-5).

Aun cuando las relaciones sexuales pueden ser una parte importante y satisfactoria de la vida conyugal, debemos recor­dar que el objeto de la vida no es solamente para tal fin. Ni aun el matrimonio aprueba ciertas prácticas extremosas en la relación sexual. A los santos de Éfeso el apóstol Pablo aconsejó el decoro en el matrimonio: “Así también los maridos deben amar a sus mujeres como a sus mismos cuerpos. El que ama a su mujer, a sí mismo se ama” (Efesios 5:28). Y tal vez en esta censura del Señor se incluyen los pecados sexuales secretos en el matrimonio, cuando dijo: “Y las que no son puras, y han dicho que son puras, serán destruidas, dice Dios el Señor” (D. y C. 132:52).

Refiriéndose a una vida sexual y normal y disciplinada en el matrimonio, el presidente J. Reuben Clark dijo en su dis­curso dirigido a la Conferencia de la AMM en 1954:

“Vosotros, recién casados, habéis entrado en la Casa del Señor; habéis sido sellados por el Santo Espíritu de la Promesa. Tú, el novio, tienes el sacerdocio. Por medio de ese sellamiento, tu novia recibe las bendiciones del sacerdocio, no el sacerdocio mismo. En virtud del hecho de que tienes el sacerdocio, llegas a ser cabeza de la familia. ¿Qué clase de cabeza de familia vas a ser? Si se me permite una expresión algo común, la novia no ha llegado a ser tu propiedad por haberse casado contigo; ella es un complemento para ti en la familia. Para tal propósito fue creada ella, a fin de que los dos podáis proceder a una vida que dará cumplimiento al mandamiento que se os dio cuando fuisteis unidos en matrimonio: “Multiplicaos y llenad la tierra”, uno de los grandes mandamientos dados a Adán en el principio…

“Si vosotros los novios observáis ese principio particular, ayudará a traer a vuestro hogar más felicidad, contentamiento y paz, que cual­quier otra cosa que pudiera venirme al pensamiento. ¿Cómo vais a actuar como cabeza de la familia? Como cabeza de la familia debéis obrar con paciencia, con tolerancia, con perdón, con bondad, con cortesía, con consideración, con respeto y con todas las demás virtudes cristianas. Debéis estar a la cabeza de la familia con devoción y lealtad. Si sois de este género de cabeza de familia, no podrá haber otra cosa sino la felicidad aun al paso que traigan responsabilidades adicionales.”

En este comentario el presidente Clark estaba recalcando la posición del marido. Va casi sin decir que la esposa tiene responsabilidades igualmente importantes de ser una ayuda idónea amorosa y considerada para con su marido.

Escoged la rectitud y la paz.

Conviene recordar que aun cuando el adulterio y otros pecados sexuales son atroces, horribles y graves, el Señor ama­blemente ha dispuesto él perdón, con la condición de un arre­pentimiento en proporción al pecado. Sin embargo, en lo que concierne a estos pecados, aun los de menor gravedad, la prevención es mucho mejor que la curación. Habiendo sido advertidos, conservémonos bien lejos del primer paso, ese pensamiento romántico ajeno a nuestra relación conyugal, esa copa que entorpece el criterio y da rienda suelta a las restric­ciones, la “conversación” entre el joven y la señorita en el automóvil después del baile, y así sucesivamente.

La prevención de los pecados sexuales, así como de otros, finalmente nos colocará en la bienaventurada condición que Alma describe:

“Y el Señor os bendiga y guarde vuestros vestidos sin mancha, para que al fin se os permita sentaros en el reino de los cielos con Abraham, Isaac y Jacob, y los santos profetas que han existido desde el principio del mundo, para jamás salir, conservando vuestros vestidos sin mancha, así como los de ellos están libres de manchas” (Alma 7:25).

Siendo ésta la meta de largo plazo, y con la seguridad de una mente tranquila en esta vida, todos los mejores impulsos están del lado de la rectitud.

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