El Milagro del Perdón

Capítulo 8

Cual el pensamiento del hombre…

[Impíos] soñadores mancillan la carne. —S. Judas 8

Los pensamientos son las semillas de los actos.


A semejanza de los pecados de omisión son los “pecados de la mente”. Aprendemos de uno de los proverbios:   “Porque cuál es su’ pensamiento en su corazón, tal es él” (Proverbios 23:7).

Los pensamientos dan forma a nuestras vidas.

El hombre es literalmente lo que piensa, ya que su carácter es la suma total de todos sus pensamientos. Sobre este tema Henry Van Dyke nos ha dado los siguientes versos:

El pensamiento es cosa real

Sostengo que es un ente el pensamiento,
dotado de alas, de un cuerpo y de aliento;
y que al mundo por nosotros es enviado
para llenarlo con su bueno o malo resultado.

Nuestro secreto pensamiento, así llamado,
va de nosotros al rincón más apartado,
dejando bendiciones o desgracia,
como huellas tras de sí, por donde pasa.

Nuestro futuro el pensamiento va labrando,
sin enterarnos de que tal está pasando,
empero el universo así se fue formando.

El pensamiento es otro nombre del destino;
escoge, pues, tu suerte y tu camino,
que del rencor nace el rencor, mas del amor,
amor divino.

No sólo se convierte una persona en lo que piensa, sino que frecuentemente toma esa apariencia. Si adora al dios de la guerra, el ceño tiende a dar rigidez a sus facciones. Si adora al dios de la lujuria, la disipación se manifestará en su rostro. Si adora al dios de paz y verdad, la serenidad adornará su semblante.

Un poeta reflexivo nos ha dado este pensamiento:

Me gusta fijarme en el rostro humano,
y en él las pasiones del alma observar;
es donde el espíritu con tácita mano
suele toda impresión y designio anotar.

Las malas pasiones allí se denuncian,
o revelan del alma nobleza real;
igual que campanas sonoras que anuncian
un infausto suceso o la alegría connubial.

Indefectiblemente segamos lo que sembramos. Si un agri­cultor desea cultivar trigo, debe plantar trigo; si desea fruta, debe plantar árboles frutales, y así sucesivamente con cual­quier otra cosecha. Igualmente obligatorio es este principio en el aspecto mental y espiritual, como lo ha expresado James Al1en en su bien conocido libro, As a Man Thinketh.

“Así como la planta brota de la semilla, y sin la cual no podría existir, en igual manera todo acto del hombre proviene de las semillas ocultas del pensamiento, sin las cuales no pudo haberse manifestado. Esto se aplica tanto a los actos llamados “espontáneos” e “impremedi­tados”, como a los que se cometen deliberadamente…

“…En el arsenal del pensamiento [el hombre] forja las armas con las cuales se destruye a sí mismo; también labra la herramienta con la cual edifica para sí mansiones celestiales de gozo y fuerza y paz… Entre uno y otro extremo yacen todos los distintos grados del carácter, y el hombre es su hacedor y su amo… El hombre es el amo del pen­samiento, el moldeador del carácter y el hacedor y formador de la condición, el ambiente y el destino.” (James Allen, As a Man Thinketh. Se recomienda todo el libro al lector reflexivo.)

El efecto acumulable de los pensamientos.

No puede recalcarse demasiado esta relación que el carác­ter guarda con el pensamiento. ¿Cómo será posible que una persona llegue a ser lo que no está pensando? Ni hay pensa­miento alguno, cuando en él se persiste, que sea demasiado pequeño para surtir su? efecto. La “divinidad que da forma a nuestros propósitos” ciertamente se halla en nosotros. Es uno mismo. Hablando de la formación del carácter, el presidente David O. McKay ha dicho:

“Vuestros instrumentos son vuestros ideales. El pensamiento que ocupa vuestra mente en este momento está contribuyendo, casi imper­ceptiblemente, pese a lo infinitesimal que sea, a la formación de vuestra alma y aun a la configuración de vuestro semblante… hasta los pensamientos pasajeros y ociosos dejan su huella. Los árboles que pueden resistir al huracán a veces son vencidos por parásitos destructores que difícilmente se pueden ver sin la ayuda de un microscopio. En igual manera, los enemigos más potentes del individuo no son siempre las perversidades manifiestas de la humanidad, sino las in­fluencias sutiles del pensamiento y de la asociación continua con malas compañías.”

James Allen expresa significativamente el efecto acumu­lado de nuestros pensamientos, y su poder sobre las circuns­tancias de la vida:

“Un hombre no llega al hospicio o a la cárcel por motivo de la tiranía del destino o las circunstancias, sino por el sendero de pensamientos serviles y deseos bajos. Ni tampoco un hombre de mente pura desciende repentinamente al crimen debido a la presión o a una mera fuerza externa; el pensamiento criminal se había abrigado secreta­mente en el corazón por mucho tiempo, y en la hora oportuna mani­festó su fuerza acumulada. Las circunstancias no hacen al hombre; lo revelan a é1 mismo. No pueden existir condiciones tales como caer en el vicio y sus sufrimientos consiguientes, aisladas de la inclinación al vicio; o el ascenso a la virtud y su felicidad pura, sin el cultivo continuo de aspiraciones virtuosas. Así que el hombre, como señor y amo de sus pensamientos, es el hacedor de sí mismo, el formador y autor del ambiente…

“Altere el hombre sus pensamientos radicalmente, y lo sorprenderá la rápida transformación que esto efectuará en las condiciones mate­riales de su vida. Los hombres se imaginan que el pensamiento puede conservarse encubierto, pero no se puede; rápidamente se cristaliza en un hábito, y el hábito se solidifica en circunstancia.” (Ibid.)

Esto de “solidificarse en circunstancia” es la clave a la mayor parte de las historias de éxito que leemos. El hombre venturoso piensa que puede lograrlo. Como lo ha expresado alguien en forma concisa y directa: “Bien sea que pienses que puedes, o que pienses que no puedes, tienes razón.” Allen amplifica este concepto:

“Aquel que abriga una hermosa visión, un noble ideal en su corazón, algún día lo realizará. Colón abrigó la visión de otro mundo, y lo descubrió; Copérnico cultivó la visión de una multiplicidad de mun­dos y un universo más extenso, y lo reveló; Buda tuvo la visión de un mundo espiritual de belleza inmaculada y de paz perfecta, y entró en él.” (Ibid.)

Los pensamientos gobiernan hechos y actitudes.

La expresión, “cuál es su pensamiento en su corazón, tal es él [el hombre]”, igualmente podría rezar: “Cuál es su pensa­miento en su corazón, tal obra él.” Si uno piensa el tiempo suficiente en una cosa, lo más probable es que la haga. La esposa de un ministro conocido mío, con quien tuve buena amistad, lo descubrió muerto un día en el desván, colgado de una de las vigas del techo. Sus pensamientos le habían quitado la vida. Hacía dos años o más que se había vuelto melan­cólico y desalentado. Claro está que no decidió suicidarse repentinamente, porque había sido una persona feliz y agra­dable cuando yo lo había conocido. Debe haber sido tras un largo descenso, cada vez más pendiente, bajo su dominio al principio y posiblemente incontrolable al aproximarse al fin del camino. Nadie en sus “cinco sentidos”, especialmente si tiene algún entendimiento del evangelio, se permitirá llegar hasta este “punto irreversible”.

No sólo los actos, sino también las actitudes se basan en los pensamientos con que alimentamos nuestra mente. Una pareja de jóvenes altercó y riñó hasta que terminó su matri­monio y se decretó un divorcio final. Se habían visto involu­crados románticamente con otra pareja errada. Tanto el hombre como la mujer me escribieron, tratando de allanar el asunto y hacerme sentir conforme y reconciliarme con sus falsas conclusiones. Acusé recibo de sus cartas en estas palabras:

“El viejo ‘don pretexto’ finalmente ha convencido a dos personas básicamente buenas de que ‘lo malo es bueno, y lo bueno es malo’, y ahora se deshacen vínculos y se anulan contratos solemnes y se abrogan promesas sagradas, al convertirse la mente en incubadoras dentro de las cuales los pensamientos pequeños se desarrollaron en pensamientos perversos, y pequeños actos de impropiedad se convierten en actos casi imperdonables que afectan adversamente las vidas de cuatro adultos y muchos hijos. Estáis siguiendo los pasos del mundo que parece persistir en creer que lo bueno es malo y lo malo es bueno, que lo negro es blanco y que la obscuridad es luz.”

Nuestros pensamientos influyen en otros.

Nadie tiene el derecho de arbitrariamente dar forma a los pensamientos de otros, mas no con esto se quiere decir que los pensamientos de uno son enteramente asunto propio. Cada uno de nosotros inevitablemente afectamos a otros por medio del carácter que nuestros pensamientos y actos han producido. Cada uno de nosotros somos parte del género humano, e impartimos a los demás a la vez que recibimos de ellos. Un comentario perceptivo, cuyo autor me es desconocido, lo ex­presa de esta manera:

“En las manos de todo individuo se coloca un poder maravilloso para .obrar bien o mal, a saber, la influencia silenciosa, inconsciente e invisible de su vida. Esta es sencillamente la constante irradiación de lo que el hombre realmente es, no lo que finge ser… La vida es un estado de irradiación y absorción constantes; existir es irradiar; existir es ser el recipiente de la irradiación.

“El hombre no puede escapar ni por un momento de esta irradiación de su carácter, esta constante debilitación o fortalecimiento de otros. No puede esquivar la responsabilidad diciendo que se trata de una influencia inconsciente. Él puede seleccionar las cualidades que permitirá que de él irradien. Puede escoger la calma, la confianza, la generosidad, la verdad, la justicia, la lealtad, la nobleza; puede tomarlas vitalmente activas en su carácter y por medio de estas vir­tudes constantemente afectará al mundo.”

Responsabilidad en cuanto a nuestros pensamientos.

Hasta este punto hemos considerado principalmente el efecto que los pensamientos surten en nuestra vida aquí. ¿Y qué de la vida futura?

A los catorce años de edad más o menos leí toda la Biblia; fue para mí una tarea larga y ardua, pero la cumplí con un grado de satisfacción. Cuando leí que todos los hombres serían juzgados según sus obras, me pareció aceptable y pensé que debía tener cuidado de mis hechos y de mis obras. En­tonces leí lo que el Salvador dijo a los de Palestina.

“De toda palabra ociosa que hablen los hombres, de ella darán cuenta en el día del juicio.

“Porque por tus palabras serás justificado, y por tus palabras serás condenado” (Mateo 12:36,37).

Esto me pareció algo inverosímil, porque cuando yo “mal­decía” a las vacas que me golpeaban los ojos con sus colas cubiertas de abrojos o volcaban los baldes de leche con sus coces, miraba alrededor, y no había un alma solitaria en el corral que me escuchara; y aun cuando la vaca podía oír, tal vez no podía interpretar. Y cuando reñía con mis hermanos en el campo, estaba seguro de que no había otros oídos ni siquiera cerca. ¿Cómo, pues, iba uno a ser juzgado por sus palabras?

Esto, en sí, era suficientemente desagradable, pero siguió algo peor, porque posteriormente leí en el Libro de Mormón las palabras de un profeta, de que aun nuestros pensamientos nos condenarán.

“Nuestras palabras nos condenarán, sí, nos condenarán todas nues­tras obras… y nuestros pensamientos también nos condenarán. Y en esta terrible condición no nos atreveremos a mirar a nuestro Dios” (Alma 12:14).

Conviene que todos comprendamos que nuestros pecados de la mente, así como todos los demás pecados, quedan escri­tos en los cielos. La revelación moderna nos dice esto:

“Sin embargo, benditos sois, porque el testimonio que habéis dado se ha escrito en el cielo para que lo vean los ángeles; y ellos se regoci­jan a causa de vosotros, y vuestros pecados os son perdonados” (D. y C. 62:3).

También esto:

“Porque, en verdad, la voz del Señor se dirige a todo hombre, y no hay quien escape; ni habrá ojo que no vea, ni oído que no oiga, ni corazón que no sea penetrado” (D. y C. 1:2).

Si los hechos secretos del hombre van a ser revelados, es probable que también lo sean sus pensamientos secretos, porque se van a pregonar las iniquidades de los rebeldes desde los techos de las casas.

El que abriga malos pensamientos a veces se siente seguro con la convicción de que estos pensamientos son desconocidos a otros, e, igual que los hechos secretos, no son discernibles. Juan el Revelador pareció aclarar el asunto cuando escribió:

“Y vi a los muertos, grandes y pequeños, de pie ante Dios; y los libros fueron abiertos, y otro libro fue abierto, el cual es el libro de la vida; y fueron juzgados los muertos por las cosas que estaban es­critas en los libros, según sus obras» (Apocalipsis 20:12).

Y en los últimos días un ángel “tocará su trompeta y revelará las obras secretas de los hombres y los pensamientos e intenciones de su corazón” (D. y C. 88:109).

Consiguientemente, los hechos y pensamientos de los hom­bres deben estar escritos en el cielo, y los ángeles encargados de estos registros no dejarán de tomar nota completa de nues­tros pensamientos y hechos. Pagamos nuestros diezmos, y el obispo lo anota en su libro y nos expide un recibo. Sin embar­go, aun cuando la partida no quedara asentada en el registro del barrio, recibiremos crédito completo por los diezmos que pagamos. No habrá omisiones en los registros celestiales, y estarán disponibles en el día del juicio. El presidente John Taylor recalcó esto:

“El hombre duerme el sueño de la muerte, pero el espíritu vive donde se guarda el registro de sus hechos.

“El hombre duerme por un tiempo en el sepulcro, y oportunamente resucita de los muertos y va a su juicio; y entonces se revelan los pensamientos secretos de todos los hombres ante aquel a quien tenemos que responder; no podemos ocultarlos; sería en vano que en esa ocasión el hombre dijera ‘yo no hice tal y cual cosa’; se daría el mandamiento de que se abriera y se leyera el registro que había dejado de sí mismo, para testificar al respecto de estas cosas, y todos podrían examinarlo.” (Journa1 of Discourses, tomo 11, págs. 78,79.

En ese día podremos estar seguros de que se nos hará un juicio justo. Los jueces estarán en posesión de los hechos que podrán escucharse de nuestros propios registros, y nuestras voces y los fotograbados de nuestros hechos y las grabaciones de nuestros pensamientos testificarán ya sea en contra de nosotros o a nuestro favor.

El presidente J. Reuben Clark reflexionó seriamente este concepto:

“Pero hay uno a quien no engañamos, y éste es Cristo nuestro Señor. Él lo sabe todo. A mí personalmente me ha parecido que nadie tiene necesidad de recopilar mucho acerca de mí, con excepción de lo que yo retenga en mi mente, que es parte de mi espíritu. Con frecuencia me pregunto mentalmente si habrá necesidad de muchos testigos aparte de mis propios hechos malos.”

Tal vez en alguna ocasión todos nosotros hemos sentido que se nos ha juzgado mal, y que no se comprendieron nues­tros esfuerzos sinceros y bien intencionados. ¡Qué consuelo es saber que en el día del juicio se nos tratará recta y justamente, y a la luz del cuadro completo y verdadero, y del discerni­miento del Juez!

No hay nada secreto para Dios.

No hay rincón tan obscuro, ningún desierto tan desolado, ni desfiladero tan remoto, ni automóvil tan oculto, ni hogar tan reservado o aislado, que no pueda penetrar y observar ese Ser que todo lo ve. Los fieles siempre han sabido esto. Los que dudan deben considerar seriamente la situación a la luz de los aparatos electrónicos que se han estado usando cada vez más en años recientes, y los cuales en muchas ocasiones son delicados y pequeños, pero tan potentes que casi destruyen por completo lo que para el hombre es personalmente íntimo.

Estos aparatos aparentemente pueden utilizarse para revelar hechos y hasta para grabar pensamientos. El detector de mentiras es de lo más común. Se analizan los sueños; se ha destacado el uso de aparatos para interceptar mensajes tele­fónicos o telegráficos. Se está usando cierto género de pintura como conductor de electricidad. Un receptáculo pequeñísimo puede captar cualquier cosa que se diga en un cuarto. Se instalan transmisores como parte de los marcos de los cuadros, en picaportes, máquinas de escribir, relojes y otras cosas. Un micrófono de dirección que se puede esconder en la palma de la mano, con un receptor de bolsillo y un aparato “auricular”, tiene la potencia para captar un susurro a más de quince metros de distancia. Un jovencito de ocho años en una ciudad del Este puede escuchar una conversación a treinta metros de distancia en ‘las casas de otras personas. Un policía apuntó el aparato a una distancia de casi cincuenta metros y pudo entender gran parte de lo que se estaba diciendo. Un espe­cialista tenía instalado su instrumento dentro de una aceituna en una copa de licor cercana; otro, en el interior de un teléfono; otro, en la guantera del tablero de instrumentos de un automó­vil, en la manija de su portafolio y aun en la cavidad de un diente de un amigo íntimo.

A la luz de estas maravillas modernas, ¿puede alguien dudar de que Dios escucha las oraciones y percibe los pensa­mientos secretos? La cámara fotográfica de un impresor puede producir una negativa que mide un metro cuadrado. ¡Asom­brosa ampliación! Si los ojos y oídos humanos pueden pene­trar a tal grado en la vida personal de uno, ¡qué no hemos de esperar de hombres perfeccionados con visión perfecta!

Todos los días grabamos nuestra voz en máquinas graba­doras. Todos los días se toman fotografías y se graban voces, y se presentan en la televisión actos transmitidos en vivo. Las Escrituras indican la existencia de un registro de nuestras obras y palabras. ¡Ciertamente no forzamos mucho la ima­ginación en estos días modernos con creer que nuestros pensamientos igualmente quedarán grabados por algún medio que hoy es sólo del conocimiento de seres superiores!

En mi niñez, un imaginativo narrador de cuentos, al rela­tar su “fábula mayor”, se refirió a unos leñadores en el lejano Norte que se hallaban sentados alrededor de una fogata, es­tando la temperatura considerablemente bajo cero. Repen­tinamente sus voces dejaron de producir sonido. Hacía tanto frío que se congelaron los sonidos. Más tarde, cuando llegaron los tibios rayos del sol primaveral, los sonidos congelados del frío invierno empezaron a descongelarse, y se oyeron las conversaciones completas que sostuvieron esa noche fría en el campamento.

En la actualidad, cuando se recogen del aire los sonidos de todas partes del mundo, el cuento anterior no suena tan imaginario como nos pareció años atrás.

Discernimiento de los siervos de Dios.

Dios conoce “tus pensamientos y las intenciones de tu corazón” (D. y C. 6:16). Cuando el Salvador se hallaba en el pozo de Jacob, sin jamás haber visto a la mujer adúltera de Samaria, Elle dijo: “Cinco maridos has tenido, y el que ahora tienes no es tu marido” (Juan 4:18). El Señor sabía de su adulterio, así como de toda su vida. En igual manera, el Señor pudo penetrar los tenebrosos escondrijos de los cora­zones fríos y corruptos de los escribas y fariseos que llevaron ante El a la mujer tomada en adulterio. Esta fue su respuesta clásica: “El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella” (Juan 8:7). Sus pensamientos los condenaron, y se escurrieron como la nieve bajo los rayos de un sol canicular.

Un poder similar de discernimiento y percepción viene a los hombres a medida que éstos se perfeccionan y se disuelven los impedimentos que obstruyen la visión espiritual. Por ejemplo, Ananías y Safira (véase Hechos, 5:1-10) conspiraron en secreto para mentir a Dios, mas Pedro fue inspirado de modo que pudo conocer sus pensamientos. Hay muchos ejemplos de este poder, tanto antiguos como modernos. Ha llegado a mi familia un relato acerca de mi abuelo, Heber C. Kimball, que repito tal como yo lo oí:

“Como encargado de la Casa de Investiduras, mientras se construía el Templo, Heber C. Kimball se reunió con un grupo que tenía pro­yectado entrar en el templo para hacer las ordenanzas. Sintió la impresión de que algunos no eran dignos de entrar en el templo, y sugirió, en primer lugar, que si algunos de los presentes no eran dignos, podían retirarse. Como nadie respondió, dijo que algunos de los pre­sentes no debían entrar en el templo por motivo de que no eran dig­nos, y deseaba que se apartaran para que el grupo pudiera continuar. Reinó el silencio de la muerte, y nadie se movió ni respondió. Habló por tercera vez, diciendo que dos de los presentes habían cometido adulterio, y que si no se retiraban, los llamaría por su nombre. Dos personas se retiraron, y la compañía procedió a entrar en el templo.”

Los hombres de Dios tienen derecho a este discernimiento.

Las palabras del salvador sobre los pecados de la mente.

La interpretación del Señor concerniente a los pecados de la mente es de interés vital para nosotros. Sus grandes sermones hacia el principio de su ministerio revelaron un Con­cepto nuevo. Él había sido el autor de la ley bajo la cual los hijos de Israel habían vivido. Ahora parecía abrigar la espe­ranza de que su pueblo pudiera empezar a vivir de acuerdo con las leyes mayores. Por lo menos, sintió la necesidad de exponerlas, e instó al pueblo a que las observara. Les recordó la ley menor y en seguida declaró la mayor:

“Oísteis que fue dicho a los antiguos: No matarás…

“Pero yo os digo que cualquiera que se enoje contra su hermano, será culpable de juicio” (Mateo 5:2 1,22).

El homicidio es un acto de agresión; pero la ira es un pecado de la mente. Puede ser el precursor del homicidio; pero si los pensamientos de un individuo no llegan a ser furiosos ni violentos, es improbable que éste le arrebate a otro la vida.

Además, Jesús habló de la práctica de “ojo por ojo, y diente por diente”, y presentó la ley mayor:

“A cualquiera que te hiera en la mejilla derecha, vuélvele también la otra” (Mateo 5:39).

Sería muy difícil hacer esto, y es la reacción de un hombre que va bien encaminado hacia la perfección; pero la rectitud de este precepto es palpable. Desquitarse y acometer es hu­mano, pero el aceptar las indignidades como lo hizo el Señor es divino. Posiblemente estaba mirando hacia la ocasión en que El mismo sería probado; cuando se dejaría besar por un traidor conocido y, sin embargo, no resistir; cuando se dejaría ser aprehendido por un ruin populacho y, sin embargo, no permitir que su leal apóstol Pedro lo defendiera, aunque éste aparentemente estaba dispuesto a morir luchando por El.

Encontramos conceptos similares en este contraste de las leyes mayores y menores:

“Oísteis que fue dicho: Amarás a tu prójimo, y aborrecerás a tu enemigo.

“Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen” (Mateo 5:43,44).

Tenemos también las leyes morales. El Señor evocó el desenfreno, el libertinaje y la bestialidad de los días antiguos, contra los cuales se formularon tan estrictas leyes. Tal vez en aquella época, si uno podía refrenarse efectivamente de come­ter adulterio físico, se le habría considerado bastante justo, pero ahora vino la ley mayor.

“Oísteis que fue dicho: No cometerás adulterio.

“Pero yo os digo que cualquiera que mira a una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en su corazón” (Mateo 5:27,28).

El pensamiento que incitaba la mirada que provocaba la lujuria era malo en su origen. Querer, desear, apetecer—eso es codiciar. De modo que al nacer el pensamiento que provoca la reacción en cadena, ya se ha cometido un pecado. Si se siem­bra el pensamiento y luego se desarrolla en lujuria, casi es seguro que finalmente producirá la cosecha completa del acto del vil pecado, el adulterio. Cabe notar que el significado que aquí se le da a la palabra codiciar tiene connotaciones además de la que se refiere al acto carnal.

Generalmente se considera el asesinato como homicidio premeditado, y ciertamente ningún acto de esta naturaleza jamás se llevó a efecto sin que el pensamiento haya antecedido el hecho. Nadie ha robado un banco sino hasta después de que le ha “dado un tiento”, ha proyectado el asalto y considerado la fuga. Asimismo, el adulterio no es el resultado de un sólo pensamiento. Primero viene una deterioración mental. Por la mente del ofensor ha estado cursando una retahíla de pensa­mientos pecaminosos antes de cometerse el pecado físico.

Efectivamente, cual es el pensamiento del hombre en su corazón, así obra. Si piensa en ello el tiempo suficiente, pro­bablemente lo hará, bien sea el hurto, el pecado moral o el suicidio. De manera que la ocasión para protegerse contra la calamidad es cuando el pensamiento apenas empieza a tomar forma. Destrúyase la semilla, y la planta jamás crecerá.

Sólo el hombre, de todas las criaturas sobre la tierra, puede alterar su manera de pensar y convertirse en el arquitecto de su destino.

Evítese la causa motriz inicial.

Hace algunos años llegó a mi conocimiento un ejemplo gráfico de esto. En una comunidad situada en el Norte, yo visitaba ocasionalmente a un hombre que sobre la pared arriba del escritorio en su imprenta lucía un enorme cuadro de una mujer desnuda. Se rio de la idea de que le estaba per­judicando su moralidad. Sin embargo, un día, varios años después vino a mí con el alma manchada: había cometido adulterio. Su casa se le había desplomado. Indudablemente los pensamientos provocados por las cosas que estaban con­tinuamente delante de sus ojos deben haber surtido un efecto perjudicial en él. Pudo haber habido otros elementos, pero seguramente éste desempeñó su parte.

Bien nos convendría a todos evitar la incitación de los pensamientos malos. Si se les resiste persistentemente “caerán en la cuenta” y se apartarán. Cuando me dedicaba al comercio en Arizona, el vendedor de calendarios venía cada año, y siempre le comprábamos algunos para regalarlos a nuestros clientes como propaganda. El primer año el agente extendió sobre el escritorio grandes grabados en colores de mujeres escasamente vestidas, seductores pero vergonzosos. Los hici­mos a un lado y seleccionamos escenas, paisajes y cuadros que pudieran elevar. En todos los años subsiguientes, dicho agente jamás volvió a presentarme otro cuadro indecoroso de su muestrario.

Elaboremos pensamientos virtuosos.

Encontré el siguiente concepto, cuyo autor ignoro:

“Un artista famoso dijo que jamás se permitiría contemplar un dibujo o pintura inferior, ni hacer cosa alguna baja o desmoralizadora, no fuere que la familiaridad con aquello le mancillara su propio ideal y luego se comunicara a su pincel.”

Bueno sería que cada uno de nosotros observara el mismo principio, no sea que la mancha sobre su ideal se comunique a su alma eterna. Por consiguiente, dejemos que nuestros pensamientos reposen en cosas sagradas.

Deja que la virtud engalane tus pensamientos incesantemente; entonces tu confianza se fortalecerá en la presencia de Dios y la doctrina del sacerdocio destilará sobre tu alma como rocío del cielo” (D. y C. 121:45. Cursiva del autor).

El presidente McKay solía citar lo siguiente:

“Se siembra un pensamiento, se cosecha un acto;
“Se siembra un acto, se cosecha un hábito;
“Se siembra un hábito, se cosecha un carácter,
“Se siembra un carácter, se cosecha un destino eterno.”

Tal es el poder, y el resultado, de nuestros pensamientos.

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