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Preguntas y respuestas
La forma más sencilla de aprender algo es preguntar. El preguntar y el responder son componentes imprescindibles en cualquier método de enseñanza. En el hogar, por ejemplo, constituyen el sistema más común para enseñar a los hijos, quienes están siempre llenos de preguntas, para las cuales los padres deben también siempre tener respuestas.
En toda circunstancia relacionada con la capacitación, la enseñanza y la instrucción en general, encontramos preguntas. Esto fue precisamente lo que hizo Jesús cuando enseñó tanto a sus discípulos como a las multitudes, y hay algo sumamente interesante y significativo en la forma en que El se las ingenió para responder a las preguntas que le fueron formuladas. En realidad, fue mayor el número de preguntas que El hizo que el de las que contestó.
Es también interesante destacar que, al enseñar a Nefi, el Espíritu del Señor formuló muchas preguntas:
«He aquí, ¿qué es lo que tú deseas!» (1 Nefi 11:2.)
«¿Crees que tu padre vio el árbol del cual ha hablado?» (1 Nefi 11:4.)
«¿Qué es lo que tú deseas?» (1 Nefi 11:4.)
«¿Comprendes la condescendencia de Dios?» (1 Nefi 11:16.)
«¿Comprendes el significado del árbol que tu padre vio?» (1 Nefi 11:21.)
«¿Te acuerdas de los doce apóstoles del Cordero?» (1 Nefi 12:9.)
La manera de responder preguntando
Contrariamente a lo que se puede suponer, el Señor generalmente no respondió a las preguntas que le fueron formuladas, al menos no de la forma en que se suele hacerla, particularmente a las de aquellos que trataban de tentarlo. Por lo general, no respondía con una contestación directa o una explicación. En realidad, casi en la mayoría de los casos contestaba formulando preguntas a aquellos que le habían inquirido a él.
Tomemos como ejemplo la ocasión en que le fue preguntado si era lícito pagar impuestos a César. Se trataba de una pregunta llena de ponzoña. Si el Señor hubiera respondido: «No, no es lícito pagar impuestos a César», se le habría acusado de traición y hasta podrían sentenciarlo a muerte. Si Su respuesta hubiera sido: «Sí, es lícito pagar impuestos a César», habría, sin duda, despertado el enojo de los judíos, quienes estaban bajo el yugo del Imperio Romano y detestaban los cuantiosos impuestos que pesaban sobre ellos. Tanto una respuesta afirmativa como una negativa resultarían comprometedoras.
Veamos cómo resolvió el Salvador la situacion creada por los fariseos y por los herodianos:
«Dinos, pues, qué te parece: ¿Es lícito dar tributo a César, o no?
«Pero Jesús, conociendo la malicia de ellos, les dijo: ¿Por qué me tentáis, hipócritas?
«Mostradme la moneda del tributo. Y ellos le presentaron un denario.
«Entonces les dijo: ¿De quién es esta imagen, y la inscripción?»
Adviertan que es El quien formula ahora una pregunta, tomando así la iniciativa.
«Le dijeron: De César. Y les dijo: Dad, pues, a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios.
«Oyendo esto, se maravillaron, y dejándole, se fueron.» (Mateo 22:17-22.)
En otra oportunidad, le había dicho al pueblo que amaran a su prójimo como a ellos mismos, y entonces se le preguntó: «¿Y quién es mi prójimo?» (Mateo 10:29.)
Podría haber dado una respuesta directa, como: «Vuestro prójimo son todas las personas a quienes conocéis», o «El prójimo, dentro de este contexto, son todos los seres humanos».
Pero el Señor no respondió de esa manera, sino que comenzó a hacerles una narración, diciendo:
«Un hombre descendía de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de ladrones, los cuales le dispojaron; e hiriéndole, se fueron, dejándole medio muerto.
«Aconteció que descendió un sacerdote por aquel camino, y viéndole, pasó de largo.
«Asimismo un levita, llegando cerca de aquel lugar, y viéndole, pasó de largo.
«Pero un samaritano, que iba de camino, vino cerca de él, y viéndole, fue movido a misericordia;
«y acercándose, vendó sus heridas, echándoles aceite y vino; y poniéndole en su cabalgadura, lo llevó al mesón, y cuidó de él.
«Otro día al partir, sacó dos denarios, y los dio al mesonero, y le dijo: Cuídamele; y todo lo que gastes de más, yo te lo pagaré cuando regrese.» (Lucas 10:30-35.)
Después de terminar el relato, les preguntó: «¿Quién, pues, …fue el prójimo?» Y cuando ellos respondieron, les felicitó por haber respondido correctamente. ¿Quiénes, entonces, contestaron la pregunta? Por supuesto aquellos que la hicieron, tras un breve análisis y algo de enseñanza. Al responder la pregunta del Señor, contestaron su propia pregunta.
No monopolice las respuestas
Usted mismo puede emplear esa técnica. Cuandó un alumno formula una pregunta, no monopolice las respuestas ni trate de contestar todo. Muchas veces los maestros responden a preguntas fáciles sin vacilar, truncando así un intercambio que hubiera podido dar participación a toda la clase.
Ante tales preguntas, un maestro sabio responderá: «Tu pregunta es muy intersante. ¿Qué piensa el resto de la clase al respecto?»
O, «¿Puede alguno de ustedes ayudar un poco a desvelar la duda?»
Con una simple invitación el maestro puede lograr la participación de todo el grupo, la mente comienza a funcionar y automáticamente se crea la oportunidad de enseñar.
Muy pocas cosas resultan tan frustrantes para un maestro como el querer generar una discusión y recibir a cambio un silencio sepulcral. El proceso de intercambio, el generar respuestas a preguntas sencillas, es uno de los elementos más importantes y útiles en todo método didáctico. A menudo no da buenos resultados debido a que el maestro no sabe cómo formular preguntas o desconoce cómo responderlas (o cómo no responder).
He aquí algunos ejemplos de preguntas que se pueden hacer cuando se están enseñando valores morales o espirituales o tratando de inculcar principios subjetivos:
«¿Por qué piensan que…?»
«En tu opinión, ¿qué…?»
«¿En dónde crees que…?»
«¿Cuándo…?»
O, «¿Podrías explicar?»
Estas preguntas no siempre sirven para inculcar detalles específicos que deban recordarse en el futuro, pero por cierto despiertan el razonamiento.
¿Recuerda la última vez que estaba en una clase de la Escuela Dominical y el maestro hizo una pregunta y usted levantó la mano pero, al dudar, la bajó en seguida? Sucedió que no estaba totalmente seguro de saber la respuesta correcta, y, ante la posibilidad de contestar mal, prefirió no participar.
Al rescate del alumno
Es una lástima que en una clase de la Escuela Dominical o del quórum del sacerdocio nos preocupemos tanto de dar una respuesta incorrecta que nos haga sentir avergonzados ante los demás o incapaces de tomar una parte activa. Muchas veces sucede de ese modo porque algunos maestros no saben cómo presentar ciertas preguntas.
Suponga que usted es un maestro en la Escuela Dominical y a un joven le pregunta: «Carlos, ¿quién fue el cuarto presidente de la Iglesia?» Y como respuesta, Carlos inmediatamente da el nombre de cuatro presidentes de su país. Toda la clase se echa a reír. No necesitan siquiera decirle que la respuesta estaba equivocada, ni que contestó una tontería, ni siquiera tienen necesidad de decide en palabras que él mismo es un tonto. Todo eso queda implícito en la risa.
Si el maestro está alerta, podrá salir al rescate dei alumno. Ante todo, jamás debemos permitir que el alumno se sienta como un tonto o lamente el haber contestado. Esas son las experiencias que nos hacen pensar dos veces antes de participar la próxima vez, reduciendo así la habilidad que todos tenemos de aprender, así como la destreza y oportunidad que muchos tenemos de enseñar.
Acepte la responsabilidad
Volviendo al ejemplo anterior, ¿qué puede hacer el maestro? Para empezar, puede hacerse responsable él mismo del error, diciendo algo como: «Perdóname Carlos, en realidad no me expresé bien. Me estaba refiriendo al cuarto presidente de la Iglesia y no al de nuestro país.
En tal caso, el maestro acepta parte de la responsabilidad. Cuando un alumno contesta una pregunta equivocadamente o errónea en parte, el maestro puede decir con mucho tacto: «Tal vez no me haya expresado claramente.»
O, «En realidad no fue eso lo que quise decir.»
O, «Tal vez estés refiriéndote a aquel otro caso cuando….»
O, «Esa no es la respuesta que esperaba oír, pero acabas de mencionar un aspecto que la mayoría de nosotros ha pasado por alto.»
O, «Me alegro que hagas mención a eso.»
O simplemente, «Está bien, pero todavía hay algo más…»
Hágase una composición de lugar en una clase del Sacerdocio Aarónico o de la Escuela Dominical. El maestro formula la siguiente pregunta: «¿Cuál fue el presidente de la Iglesia que guió a los pioneros al Valle del Lago Salado?»
Esteban responde: «Creo que fue el profeta José Smith.»
El maestro da un paso atrás, echa una mirada a la clase, y dice con tono exasperado en su voz: «¿Es que no hay ni una sola persona en esta clase que pueda darnos una respuesta correcta? De ahí en adelante, Esteban no tendrá el más mínimo interés en levantar la mano y aventurarse a contestar pregunta alguna. Hasta es posible que vacile en responder aun cuando le pregunten a él concretamente, puesto que la reacción del maestro y la inflexión de su voz le daban a entenaer: «Mira, pedazo de tonto, jamás pensé que nadie pudiera dar una respuesta tan estúpida como la tuya.»
En casos así, el alumno no es el único que sale perjudicado. Los demás miembros de la clase también se formarán un sentido de reticenda e inhibición. Por lo general, un maestro puede mantener este tipo de actitud apenas un par de veces, después le resultará sumamente difícil hacer que el grupo participe en clase. Si por el contrario, al dar Esteban una respuesta equivocada, usted va a su rescate, disculpándose por no haber formulado la pregunta en una forma más clara, y le ayuda, tal vez dándole una idea, notará en el grupo un interés mucho mayor de participación.
Si el maestro efectúa preguntas de este modo y lo establece como una rutina, el grupo irá ganando confianza y cada uno de sus miembros estará dispuesto a participar, aun ante el peligro de contestar equivocadamente, pasando así a ser extrovertidos en vez de tímidos. Verá que el alumno ya no levantará la mano para en seguida bajarla por miedo a pasar vergüenza. Será la responsabilidad del maestro cultivar este método de preguntas. Lo único que se requiere es establecer el respeto mutuo.
Reestructure la pregunta
En el ejemplo que mencionamos en primera instancia, hay otro aspecto equivocado. Hablamos del error de la respuesta, pero también hay algo de equivocación en la pregunta. Lo que el maestro preguntó fue: «Carlos, ¿podrías decirnos quién fue el cuarto presidente de la Iglesia?» Si el maestro formula la pregunta de ese modo, apenas menciona el nombre Carlos, los demás alumnos se despreocupan, sabiendo que es Carlos quien tiene la responsabilidad de responder a la pregunta. De ese modo consideran que no tienen necesidad de poner la mente a trabajar a fin de estar en condiciones de contestar lo que le fue preguntado a su compañero.
Si el maestro es hábil y está alerta, invertirá el orden y preguntará «¿Quién podría decirme el nombre del cuarto presidente de la Iglesia?» Entonces hará una breve pausa, y echará una mirada alrededor de la clase. Automáticamente, todos los alumnos son puestos en estado de alerta, pues a cualquiera de ellos se le puede pedir que responda. Entonces inmediatamente ponen la mente en funcionamiento en procura de una respuesta correcta: «A ver… JoséSmith fue el primero, después fue Brigham Young, John Taylor el tercero y el cuarto Wilford Woodruff.» De ese modo todos en la clase se someten a un proceso autodidáctico a fin de proporcionar la respuesta correcta.
Tras permitírseles pensar por un minuto, el maestro puede decir, «Carlos», y de seguro que el joven responderá, pero lo interesante es que todos y cada uno de ellos tomó parte en el proceso de razonar y pensar. Tenga presente, entonces, que el formular la pregunta así: «¿Quién podría decirme el nombre del cuarto presidente de la Iglesia? (pausa) ¿Carlos?» es mucho mejor que hacerla de este modo: «Carlos, ¿quién fue el cuarto presidente de la Iglesia?»
Una pregunta mejor
Hay algunas cosas que el maestro puede tener presentes y a la lacionado con el arte de preguntar. Suponga que yo le preguntara:
«¿Podría usted decirme el año, el mes, el día y la hora en que fue asesinado el profeta José Smith en la cárcel de Cartago?» Dudo que pudiera responder a tal pregunta; para ser más exacto, dudo que haya alguien que pudiera contestarla. Este no es el tipo de preguntas que por lo general generaría una conversación, y mucho menos la participación por parte del alumno.
Hay maestros que a menudo se preguntan la razón por la cual no pueden lograr la participación de su clase; es como si todos fueran mudos. Cuando el maestro hace una pregunta, los alumnos muestran rostros de confusión, como si no supieran de qué se está hablando. De pronto, el silencio se vuelve irritante y el maestro decide leer del manual o cambiar el tema. Sí, la falta de participación enerva a cualquier maestro.
Sin embargo, debe tenerse en cuenta que puede ser la clase de preguntas que el maestro formula lo que provoque la falta de participación. Después de todo, ¿a quién le importa en qué año ni en qué día y mucho menos a qué hora? Ninguno de esos datos contribuye a la salvación de absolutamente nadie.
Una pregunta mucho más razonable podría ser la siguiente: «Al hacer un repaso de la historia de la Iglesia, aprendemos que fue en la tarde del 27 de junio de 1844 que el profeta José Smith fue asesinado. Se tiene una idea bastante concreta de la hora en que tuvo lugar el hecho, gracias al reloj de John Taylor, el cual, tras haber sido alcanzado por una bala, detuvo su funcionamiento. Ahora, ¿por qué razón creen ustedes que José Smith estaba tan dispuesto a ir a Cartago cuando era consciente de lo que podría sucederle?»
Esa es una pregunta que la mayoría de las personas no tendría reparos en contestar, y, de allí, el maestro tampoco tendría demasiados problemas para generar un buen intercambio entre los miembros de la clase, puesto que en la mayoría de los casos cada uno de ellos tendría una idea más o menos concreta de la razón por la que el Profeta fue a Cartago.
Hay una manera aún mejor de formular esa pregunta, una manera más sencilla, y es decir: «¿Por qué creen que José Smith fue a Cartago aun cuando sabía que corría peligro?» De ese modo no se da lugar a respuestas incorrectas ya que los miembros de la clase estarán simplemente diciendo lo que ellos creen que fue la razón; en otras palabras, estarán dando a conocer su simple opinión. Es posible que tales opiniones no sean exactas ni técnicamente perfectas, pero la estarán dando a conocer como se les pidió que lo hicieran. Si el maestro formula la pregunta de tal modo, le resultará mucho más fácil generar el intercambio.
A menudo nos encontramos con el caso de maestros bien preparados que ponen a disposición de los alumnos una gran cantidad de información, pero que se sienten frustrados al no lograr que la clase participe, y eso, porque sus preguntas no sirven para generar la participación de los alumnos por temor a no contestar correctamente.
Es importante que el alumno comprenda que hay una sola pregunta tonta: la que nunca se hace. No está demás en ninguna clase dedicar unos minutos para dejar bien sentado que no hay nadie que lo sepa todo; es posible que haya muchas personas que no estén muy bien informadas en cuanto a un tema que sea ampliamente dominado por la mayoría de la gente. Jamás está fuera de lugar que los alumnos de una clase, o padres e hijos hagan preguntas.
No han sido pocas las veces que me he visto obligado a reprender a miembros de una clase cuando de alguna forma ridiculizaban una pregunta formulada por otro integrante del grupo, y he repetido enfáticamente el dicho de que la única pregunta tonta es aquella que jamás se hace. Es importante que todo alumno, en cualquier clase, sienta que tiene la más absoluta libertad de formular preguntas cuando lo desee.
En nuestra familia observamos rígidamente la norma de responder a las preguntas de nuestros hijos, y, al así hacerlo, generamos en ellos el deseo de que nos hagan muchas otras. Si no se tiene cuidado, es fácil apagar el deseo de aprender.
«Usted es mi amigo»
Hace varios años, me encontraba en la Misión Indígena del Sudoeste de los Estados Unidos, aguardando para reunirme con el presidente de la misión, el hermano Alfred E. Rohner, quien se encontraba en su oficina con un hermano indígena. Más tarde nos explicó que el hombre con quien estaba reunido, integrante de la tribu navaja, se había presentado en las oficinas pidiendo para hablar con el presidente. El presidente Rohner le invitó a entrar en su despacho, tras lo cual se sentaron frente a frente sin pronunciar palabra por un prolongado espacio de tiempo. El presidente Rohner, familiarizado con las peculiaridades de los navajas, sabía que ese silencio estaba totalmente justificado por las características de esa gente, que no era necesario hablar durante todo el tiempo que el hombre estuviera allí, por lo que permaneció en silencio pacientemente.
Tras haber transcurrido un lapso bastante largo, el hombre le preguntó al presidente Rohner cómo se escribía una determinada palabra. Ni siquiera recuerdo qué palabra era, pero sí sé que no se trataba de una palabra difícil. El presidente Rohner le dijo cómo se escribía, ante lo cual el hermano navaja le pidió que tuviera a bien escribírsela en un papel. El presidente así lo hizo y en seguida el hombre indicó que se retiraría. El presidente Rohner estaba interesado en averiguar la razón por la que su visitante deseaba saber cómo se escribía esa palabra, y la explicación que recibió fue sumamente interesante.
Ese hermano navajo era funcionario del consejo de su tribu. Formaba parte de una cuadrilla de obreros que trabajaba en los caminos y era aparentemente considerado como muy buen trabajador, puesto que la semana anterior le habían nombrado capataz de una cuadrilla. En su nueva responsabilidad, le era imperioso que al finalizar cada semana de trabajo llenara algunos formularios. Su educación era bastante elemental. Hablaba inglés y se las ingeniaba para escribir bastante bien, pero el tener que llenar formularios representaba para él una tarea que iba un poco más allá de sus posibilidades. No obstante, puso todo su empeño, pero se encontró que había una palabra que no sabía cómo se escribía. Ese había sido motivo lo suficientemente justificado como para viajar más de cien kilómetros hasta las oficinas de la misión, y preguntarle al presidente Rohner cómo escribirla.
Entonces el presidente le preguntó: «¿Por qué hizo todo este viaje? Estoy seguro que habrá muchísimas personas que hubieran podido mostrarle cómo escribir la palabra. Podría haber ido hasta un comercio o hasta una gasolinera o aun hasta una de las escuelas, y se hubiera ahorrado todo este viaje.»
El hombre navaja respondió empleando una lógica que puede llegar a conmover a todo maestro: «Vine hasta aquí porque usted es mi amigo.»
Tenga siempre presente este incidente cuando sus hijos le hacen preguntas, cuando se las hacen aquellos a quienes enseña o dirige en la Iglesia o aquellos con quienes está en contacto en su trabajo. Es muy fácil evadir preguntas o responderlas en una forma desinteresada. Como ya dije antes, en mi familia tenemos la norma de siempre contestar toda pregunta, aun cuando ello suponga dejar lo que estamos haciendo a fin de dar una explicación. Esto es lo que contribuye a mantener abiertos los canales de comunicación. Si nuestros hijos se sienten cómodos de venir a nosotros con preguntas, sabiendo de antemano que no se les subestimará de ninguna forma, automáticamente estamos eliminando muchos otros problemas serios. Si en una clase un alumno no se siente cohibido a hacer preguntas, el ir a clase constituirá para él una experiencia positiva que le invitará a participar. Tenga este aspecto siempre presente.
Las mejores respuestas para las peores preguntas
El presidente Henry D. Moyle me enseñó una valiosa lección relacionada con el tema de contestar preguntas. En una oportunidad nos encontrábamos en Alaska donde participaríamos en una convención de jóvenes, por motivo de la cual se nos había invitado a una entrevista en televisión. Había un miembro de la Iglesia que en ese entonces era una conocida figura de la televisión que había sido invitado a participar en la convención, pero que a último momento le fue imposible asistir.
Cuando llegamos al lugar de la entrevista, percibimos la desilusión del conductor del programa cuando, al mirar al presidente Moyle y a mí. dijo: «¿Sólo ustedes vinieron?»
El presidente de la misión indicó que nosotros éramos las personas a quienes se había invitado para la entrevista, a lo cual el caballero respondió: «Se nos dio a entender que contaríamos con le presencia de una distinguida figura estelar.»
Cuando el presidente de la misión explicó que dicha personalidad había tenido ciertos inconvenientes que le imposibilitaron cumplir con su intención inicial, el animador del programa se mostró obviamente irritado. Cuando llegó al colmo de la descortesía con el presidente Moyle, no pude contenerme y le dije: «Es imperioso que sepa, caballero, que este señor es miembro de la Primera Presidencia de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Ultimas Días, y que en cualquier parte del mundo los medios de comúnicación estarían sumamente interesados en concertar una entrevista con él.»
E! reportero se calmó un poco y entonces dijo: «Bueno, ya que estamos, hagamos la entrevista con ustedes.» Desde su pregunta inicial, dejó bien de manifiesto que observaba una actitud antagonista hacia la Iglesia.
La entrevista se prolongó por más de media hora, luego de la cual, y mientras caminábamos hacia el automóvil, le dije al presidente Moyle: «Le felicito. Estuvo realmente maravilloso. ¿Cómo » pudo salir del paso?»
El presidente Moyle me preguntó: «¿A qué se refiere?»
«A todas esas preguntas capciosas que el hombre le formuló», le dije. «Estuvo fantástico en la forma en que las respondió. Es increíble cómo, a pesar de haber sido él, tan agresivo, la entrevista haya sido todo un éxito.»
Nunca olvidaré su respuesta: «Yo nunca presto atención a las preguntas,» me dijo, «es decir, si la entrevista es mal intencionada. Si no se me formulan las preguntas que yo deseo que me hagan, yo respondo a las que se me deberían hacer.»
Esa pequeña declaración del presidente Moyle encierra una gran sabiduría, y en más de una oportunidad me ha servido para salir yo mismo del paso ante situaciones escabrosas como ésa.
En una ocasión, estando en Halifax, Nueva Escocia. se me invitó a participar en un, programa de radio en el que se entrevistaba a personas que, por su actividad, eran consideradas importantes. Los misioneros habían hecho todos los arreglos con la idea de que sería algo favorable para la imagen de la Iglesia. Desde el comienzo de la entrevista, resultó obvio que el animador del programa estaba interesado en hablar de mí personalmente. Formuló varias preguntas relacionadas con mi experiencia como educador, en cuanto al servicio prestado a las fuerzas armadas de mi país, y demás, resultando más que claro para mí que trataba de evitar hacer cualquier tipo de referencia a la Iglesia.
Acordándome lo que me había dicho tiempo atrás el presidente Moyle, presté poca atención a sus preguntas y encamiré mis respuestas en forma tal que terminé hablando del programa de la Iglesia en vez de sobre mi persona.
En otra oportunidad se me había invitado para una entrevista en una estación de radio en el estado de Maine. Los misioneros que la habían concertado se disculparon de antemano, poniéndome sobre aviso que el director del programa tenía una actitud aparentemente despectiva hacia la Iglesia y que casi de seguro buscaría la forma de ridiculizarme a mí y a la Iglesia con preguntas llenas de ponzoña.
Nuevamente recordé el incidente con el presidente Moyle. y cuando el que me entrevistaba formuló su primera pregunta en cuanto al sacerdocio y quién podía, en aquella época, poseerlo y quién no, rápidamente le salí al encuentro con otra pregunta: «¿Sabe usted algo en cuanto al sacerdocio?»
Me contestó que no y así me dio la oportunidad de controlar la entrevista. «Supongo que sabrá algo en cuanto a los misioneros, ¿no es así?» le pregunté. «No mucho,» fue su respuesta, y así comencé a hablarle en cuanto a los misioneros que estaban predicando el evangelio en esa ciudad y así tuve la oportunidad de instar a los escuchas a que les invitaran a sus hogares y escucharan el mensaje que esos jóvenes tenían para dar.
El tiempo de que disponía para la entrevista terminó antes de que siquiera tuviera la oportunidad de hacerme una sola pregunta en cuanto al tema que él quería tratar.
Cuando en una oportunidad viajaba con mi esposa por la Misión Sudafricana, el presidente de la rama en Salisbury, Rodesia, había hecho los arreglos para una entrevista de televisión con un individuo que tenía la fama de ser despiadado con aquellos a quienes entrevistaba en su programa. Una vez más recordé la lección del presidente Moyle: «Si no se me formulan las preguntas que yo deseo que me hagan, yo respondo a las que se me deberían hacer.»
En varias ocasiones, además de las que he mencionado, logré amparann.e contra circunstancias sumamente acometedoras al recordar el consejo que me fue dado por el entonces primer consejero es la Primera Presidencia de la Iglesia.
Todo aquel que es maestro y todos los alumnos, también padres e hijos, harían bien en recordar siempre este consejo. ¡Hay veces que la pregunta que no se hace, aun cuando debió hacerse, es tan importante como aquella que se hizo!
























