Enseñad Diligentemente

12

Somos hijos de Dios


Hay muchas iglesias que enseñan una doctrina en la que el hombre es básicamente maligno; se considera que éste es mundano, carnal y diabólico, concebido en el pecado y poseído por una tendencia natural hacia la maldad. Tal doctrina mantiene que la naturaleza corrupta y maligna del hombre debe ser conquistada, destacando la magra esperanza de que mediante una extensión de gracia el hombre pueda, en detenninada oportunidad, ser liberado de su condición maléfica, carnal y evilecida.

Esta es una doctrina falsa. Yo no podría aceptada como verdadera y seguir siendo un buen maestro. No sólo afirma que la doctrina es falsa, sina que es, además, muy destructiva. Si la aceptáramos, la responsabilidad de un maestro de disciplinar a su clase o de los padres de hacerla con sus hijos llegaría a ser, en verdad, una tarea casi sin esperanzas.

Bondad en lugar de maldad

Cuán glorioso es tener la palabra revelada de Dios y saber que podemos mantener con El una relación de hijos a Padre. Si en realidad pertenecemos a Su familia, hemos heredado la tendencia hacia la bondad y no hacia la maldad. En verdad somos hijos e hijas de Dios.

Del mismo modo que la palabra Dios puede ser sinónimo de bondad, o de todo lo bueno que pueda existir, la palabra diablo es sinónimo de todo lo maligno. El mensaje principal de toda revelación es el hecho de que Dios es nuestro Padre, por lo cual nosotros somos, en realidad, inherentemente buenos.

Para un maestro es fundamental comprender que la gente es básicamente buena con una tendencia constante a hacer lo bueno. Un pensamiento tan enaltecido inspira la fe y establece la real diferencia cuando nos confrontamos con nuestros propios hijos o ante una clase de jóvenes, para enseñarles.

Soy perfectamente consciente del hecho de que en el mundo existen personas cuyos motivos básicos parecerían ser totalmente negativos, contraproducentes y malignos. Sé que todo esto existe, pero también sé que existe en contra de su naturaleza. Si pretendemos ser buenos maestros, debemos recordar constantemente el hecho de que como tales estamos tratando con hijos de Dios, y que cada uno de ellos es Su descendiente y cuenta con el potencial de llegar a ser como El es. Es alentador para todo maestro el siempre tener presente la declaración: «Como el hombre es, Dios una vez fue, y como Dios es, el hombre puede llegar a ser.» Este ideal fue hermosamente expresado en forma de verso por Lorenzo Snow en su poema intitulado «Querido hermano», escrito en enero de 1892, parte del cual quisiera citar:

Abraham, Isaac, Jacob, profetas fueron,
Pero de niños a hombres y luego a dioses crecieron.
Un día fue Dios como el hombre hoy es;
Un día cual Dios puede el hombre ser
¡He ahí destino del hombre al nacer!

El hijo maduro que al padre asemeja No menosprecia la naturaleza. Alcanza su propio progreso al crecer, Que dicta que el hijo patriarca ha de ser.

Cual hijo de Dios, a ser dios aspirar No roba al Divino su divinidad; Pues quien se aferra a fe tan sublime Purifica su ser del pecado que oprime.

Soy consciente de los versículos de las Escrituras que hablan acerca de la condición caída del hombre. Sé también que algunos versículos describen lo depravado que el hombre es. Sin embargo, al considerar la revelación en su totalidad, esa idea es balanceada y rebasada en su importancia por el constante mensaje de que la palabra padre en las Escrituras significa, en realidad, padre.

La chispa divina

Hace años tomé la determinación de que si habría de ser un maestro, sería fundamental que desarrollara una creencia en la bondad del ser humano como filosofía de vida. El día que tomé esa decisión, las cosas comenzaron a cambiar rápidamente. De ahí en adelante siempre encontré esperanzas para todo, sin importar cuán difíciles, rebeldes o malvadas parecieran ser otras personas. Desde entonces supe que, a pesar de todo, en algún lugar recóndito de tal persona existía la chispa divina a la cual podíamos siempre apelar.

Ese amor y respeto básicos son esenciales para los maestros. Esto es fundamental para el padre que considera a sus hijos, para el maestro que considera a su clase. A pesar de que muchas veces es difícil mantener tal creencia, aún así es verdadera. Una cualidad fundamental de la buena disciplina la constituye la habilidad de amar a quienes se habrá de enseñar, y mantener el deseo de servirles.

Repito que soy un convencido de que la tendenéia de la familia humana es hacia la bondad y a hacer lo que es justo. Creo que el deseo del hombre es el de poseer las virtudes más nobles. Dadas las oportunidades, hombres, mujeres y niños cuentan con la disposición de hacer lo que deben. Más aún, el deseo de aprender es algo natural en el hombre.

Se necesita investigar mucho y a menudo tener una gran generosidad para reconocer todo lo bueno que hay en los alumnos. Aún así, tal investigación habrá de ser recompensada, y para ilustrar lo que estoy diciendo quisiera relatarles dos experiencias.

Cuando yo enseñaba en el programa de seminarios, frecuentemente oía el nombre de un jovencito que era el terror de los profesores. Por algún motivo, nunca le había visto.

«Usted jamás podrá considerarse un verdadero maestro hasta que le haya tenido en su clase», era la voz que se corría.

Un día durante el cuarto período de clases, la puerta se abrió repentinamente y entró un joven de aproximadamente 1 metro 75 de estatura, robusto, calzando grandes y pesados zapatos. Con grandes zancadas y mucho ruido se aproximó hasta donde yo me encontraba, al lado del pizarrón, entregándome una papeleta de admisión a mi clase. En lo que al principio consideré que se trataba tan sólo de una mímica de tartamuedeo me dijo: «Yo soy K-K-K-K-Kenneth».

En realidad no hubiera necesitado decirme su nombre, pues tras su segundo paso en el salón de clases yo ya sabía de quién se trataba. Su reputación precedía de tal forma que me hizo pensar: «¿Qué hice para merecer esto?»

Quisiera poder contar con lujo de detalles todo lo que sucedió en los meses posteriores. Eso en sí mismo sería sin duda la base para esscibir un libro aparte.

Kenneth provenía de un hogar de padres divorciados; padecía un serio impedimento de dicción. Se trataba de un muchacho a quien le gustaba llamar la atención, interrumpiendo y creando problemas de los más serios. Era en realidad un comediante nato, algo así como un payaso, siendo admirado y prácticamente aborrecido al mismo tiempo por sus compañeros.

Constantemente apelaba a mi convicción de que en algún lugar, en lo más profundo de este joven, había una verdadera disposición para aprender.

Uno o dos meses más tarde, durante una conversación que mantuvimos después de clases, comprendí repentinamente que no había tartamudeado. Había hablado conmigo sin ningún tipo de vacilaciones, y cuando se lo mencioné me dijo: «En realidad, yo no tartamudeaba. Con algunas personas puedo hablar sin hacerlo, pero cuando me paro en frente de la clase y trato de decir algo, es como si alguien me pusiera un collar de acero alrededor del cuello. Cuantos más esfuerzos hago para hablar bien, tanto más se aprieta el collar.»

Algunos meses más tarde, un viernes, me llamó por teléfono a casa. Esa noche iba a haber un baile después del partido de basquetbol y me llamaba para preguntarme cómo tendría que ir vestido. «¿Está bien si llevo un suéter?» Fue una pregunta trivial y no tuve ningún problema en contestarla. Lo que jamás habré de olvidar es cómo me sentí después de esa conversación cuando comprendí la confianza que él había despositado en mí, su maestro, al llamarme para hacerme una pregunta de esa naturaleza.

Recordemos siempre que una parte fundamental de la disciplina es el saber, comprender y aceptar el hecho de que todos los hombres son básicamente buenos; de que somos descendientes de padres divinos; de que todos los hombres somos lo suficientemente instruidos como para diferenciar lo bueno de lo malo; de que existe en realidad esperanza para todos.

Una lección aprendida

La segunda experiencia de ese tipo tuvo lugar durante mi primer año como maestro. Había en mi clase una adolescente que mucho me perturbaba con una actitud aparentemente insolente. No participaba en las lecciones y vivía molestando al resto de la clase. En una ocasión, le pedí que contestara una pregunta muy sencilla. Con insolencia me contestó: «No tengo ganas de contestar».

Insistí en que respondiera, pero con mayor insolencia aún ella rehusó. Entonces hice un comentario algo tonto, expresando el concepto de que los alumnos que no estaban dispuestos a contestar en clase, no deberían recibir grados por esa clase. Y para mí dije: «Ahora, te ajustas a las normas o te vas a arrepentir.»

Unas pocas semanas más tarde, durante una sesión de entrevistas entre padres y maestros, su madre la describió como una joven vergonzosa y retraída, inhibida para participar en grupos. El hecho de que fuera retraída e inhibida no me había perturbado, sino su insolencia.

Afortunadamente, antes de que yo describiera esta actitud a la madre, ella me dijo: «Todo es por su impedimento de dicción.»

Sorprendido, le pregunté de qué se trataba, a lo que me respondió: «¿Pero no se dio usted cuenta?» iYo no me había dado cuenta! «Ella es capaz de hacer cualquier cosa para no participar en grupos», me dijo la madre. «Su impedimento de dicción es terriblemente vergonzoso para ella.»

Después de la reunión que tuve con la madre me sentí a la altura de un felpudo. En realidad yo tendría que haber comprendido que sin duda debía haber un motivo que justificara su conducta. El resto del año lo dediqué a hacer valer mi arrepentimiento. Tuve varias conversaciones con la jovencita y le ayudé a expresarse. «Juntos vamos a lograr que puedas vencer este problema», le dije.

Antes de fin de año ella ya contestaba en clase y a menudo participaba, con la ayuda y cooperación de sus compañeros. En muchas ocasiones en que tuvo que ponerse de pie y expresarse delante de la clase, lo hizo con total éxito. Todavía me siento avergonzado por la forma en que encaré su situación al principio, pero mucho fue lo que aprendí de la experiencia y me alegro de que haya sucedido. Creo que al fin de cuentas ella salió ganando y yo terminé siendo un mejor maestro .

Algo totalmente fundamental para la disciplina de cualquier niño, clase u organización, algo fundamental para el éxito de cualquier maestro, es el conocimiento de que cada uno a quien él enseña es un hijo de Dios. Un concepto básico para la enseñanza del evangelio lo constituye la convicción de que los hombres son, en realidad, fundamentalmente buenos.

Un incidente que tuvo lugar en la época de los pioneros mormones ilustra el éxito en la búsqueda de la bondad en la juventud de la Iglesia

Fuera de lugar

En las épocas de los pioneros mormones, era bastante común el disponer de un vigía especial, que, bajo la dirección del obispo, se encargaba de mantener el orden y la buena conducta entre los jóvenes.

Un domingo por la tarde, después de la reunión sacramental, el guarda del barrio de la pequeña población de Corinne en el norte de Utah se acercó a un calecín cargado de adolescentes que demostraban una actitud en cierto modo sospechosa. Como su responsabilidad era la de vigilar a los jóvenes, trató, de una manera sutil, de averiguar lo que estaba sucediendo.

Se las ingenió para esconderse detrás de un árbol que estaba lo suficientemente cerca del calecín en el preciso momento en que salía la luna. Tenía que tener mucho

cuidado  de  no ser visto por los jóvenes, pero  fácilmente  podía  escuchar  la conversación que tenía lugar entre los muchachos.

Más adelante, al informarle al obispo acerca del incidente, le dijo lo que había pasado. Los jóvenes habían estado contando algunos cuentos, se habían reído mucho y habían tenido las típicas conversaciones de los adolescentes. Dijo que habían cantado varias canciones después de lo cual el obispo le interrumpió para preguntarle: «¿Bueno, pero, hubo en la situación algo fuera de lugar?» A lo que el guarda del barrio contestó: «¡Sí! iYo, parado detrás de ese bendito árbol!»

El concepto de los indios navajos

En nuestra forma de hablar cotidiana, muy a menudo podemos referimos a un niño, diciendo que se trata de alguien malo. En la cultura de los indios navajos, en los Estados Unidos, no existe el concepto de niños o niñas que sean malos. Existen cosas que son malas y también malas acciones, pero los indios navajos no dicen»al referirse a un niño, que es malo. En cambio dicen: «Lo que has hecho es algo malo.» El concepto de estos indios es que «es una lástima que un buen niño como tú haya hecho algo malo».

Entre los navajo, la relación que existe entre los adultos y los niños se diferencia muy poco de la relación existente entre los adultos en sí. Los mayores honran las decisiones que toman los niños y existen pocas dificultades para controlarles, lo cual desarrolla la confianza de los menores. A los niños se les responsabiliza por los rebaños de ovejas y cabras, y siendo muy jovencitos todavía, desarrollan una relación sumamente responsable para con sus padres.

Confiaré en todos

Hace algunos años dediqué algo de tiempo para estudiarme a mí mismo. y encontré motívos para no estar muy conforme con los resultados. Uno de los más importantes era el hecho de que sospechaba de todos quienes me rodeaban. Cuando conocía a alguien, pensaba: «¿Qué se traerá este entre manos? ¿Cuáles serán sus intenciones?» Esto se debió al hecho de que alguien en quien yo confiaba había abusado de esa confianza. Como consecuencia de ello, había crecido dentro de mí el cinismo y la amargura. Pero tomé la firme determinación de cambiar y de comenzar a confiar en todas las personas, Desde entonces traté siempre de ajustarme a esa norma de conducta y considero que si alguien no es digno de confianza, es su responsabilidad el demostrarlo y no la mía la de averiguarlo.

Categoría A – Número 1

Tanto los alumnos como nuestros propios hijos se elevarán hasta llegar a la altura de lo que nosotros esperamos de ellos. Cuando yo era maestro, siempre dedicaba el primer día de clases para presentar un mensaje muy particular. Lo mismo hice con cada nuevo grupo de misioneros que llegaba a la misión, del mismo modo que siempre traté de hacer comprender ese concepto a todos los que me rodeaban. Se trata de un mensaje de confianza. El discurso decía más o menos lo siguiente:

Doy por descontado el hecho de que ustedes son personas maduras. Considero que tienen también la edad suficiente como para aprender y que cuentan con el sentido común como para desear hacerlo. En este momento tal vez no sepa quiénes son ustedes, dónde han estado o lo que han hecho. La mayoría de eso, dependiendo de ustedes mismos, en realidad no habrá de importar. Desde el principio los considero y los acepto tal como son y estampo sobre ustedes la «Categoría A, número 1». Ustedes podrán demostrar que son menos que eso, pero ése es un esfuerzo que tendrán que hacer en forma individual. A mí me costará mucho creerlo, y si hubiera algo en su carácter de lo que ustedes mismos no gustaran, éste es el momento preciso para cambiarlo. Si en el pasado de cada uno hubiera algo que los rebajara espiritualmente, éste es el momento preciso para elevarse por encima de ello.

He podido comprobar que salvo en algunos pocos casos, la reacción ha sido que los alumnos siempre quieren elevarse por encima de sí mismos. Esto cuenta con un efecto sumamente estabilizador. Ayuda enormemente con el problema de la disciplina y crea un medio ambiente donde la enseñanza puede efectuarse sin problemas.

Al comenzar yo una nueva relación con cualquiera, ya sea que se trate de alumnos, misioneros o con cualquier otra persona, incluyendo a mis supervisados, lo hago sobre el fundamento de la confianza. Desde que aplico tal práctica, me siento mucho más feliz. Claro que ha habido momentos en los que me he sentido decepcionado en las pocas veces que se abusó de la confianza que yo deposité. Pero en realidad no me importa. ¿Quién soy yo para que no abusen de mí? ¿Por qué habría de considerarme yo por encima de esa posibilidad? Si ese es el precio que debo pagar para extender mi confianza a todas las personas, feliz me siento de tener que pagarlo.

También llegué a sentir mucho menos temor del que sentía antes de que esa posibilidad pudiera ocurrir. Claro que hay veces en que resulta doloroso el ser engañado o cuando alguien abusa de la confianza que en esa persona se deposita. Pero ese tipo de dolor no es insufrible ya que es tan sólo dolor, y no una agonía insoportable. La única agonía difícil de sobrellevar es la que siento cuando descubro que sin intención abusé de la confianza que alguien había depositado en mí. Eso es una tortura que trataré de evitar a toda costa.

Un ejercicio de confianza

En una oportunidad cuando me encontraba enseñando en el programa de seminarios, marqué una tarjeta de calificaciones con una «B», que en la escala del 1 al 10, siendo 10 la calificación más alta, estaría ubicada en eI número 8. Aun así, se trataba de la calificación más alta de toda la tarjeta de ese alumno. Las otras eran bastante bajas. Cuando entregué la tarjeta, el jovencito la estudió cuidadosamente por espacio de algunos minutos y después vino hasta donde yo me encontraba y, con cierta vacilación, me dijo: «Hermano Packer, creo que usted cometió un error. Me entregó una calificación que corresponde a otra persona.»

Miré al joven con cierta compasión y le dije: «No, no creo haberme equivocado.» El me mostró su tarjeta y yo le dije: «Sí, ésa es la calificación que te asigné.» Me miró con un gesto de confusión, y agregué: «Si hay un error, es una equivocación de tiempo. Tal vez te haya dado esa nota un poco antes de que hayas ganado, pero no creo que se trate de un error.»

Cuando llegó el momento del siguiente período de evaluación, le di una calificación más alta, calculando sus pruebas escritas y midiendo su participación en clase al igual que las de todos sus compañeros. Con el paso del tiempo, me di cuenta de que sus otras calificaciones en la tarjeta también comenzaron a subir.

En mi experiencia puedo asegurar que cuando enfocamos en forma positiva a quienes enseñamos, ya sea que se trate de niños, alumnos o personas a quienes supervisemos, ellos habrán de responder en la misma medida. Muchos que al principio tal vez no sean dignos de tal confianza pronto pasarán a ganarla. Esto les brinda la oportunidad de tener algo que lograr, y lo merecen, porque son hijos de Dios.