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El maestro es un «educando»
Cuando enseñamos principios morales y espirituales, es elemental que comprendamos que los jóvenes tienen un sentido de valores bien desarrollado, lo que les posibilita distinguir entre lo bueno y lo malo. Hay muchas cosas que saben simplemente porque las saben y es importante que los maestros, incluyendo a los padres, estudien a aquellos a quienes enseñan. Los jóvenes tienen pautas bien definidas en cuanto a lo que es justo y a lo que no lo es. Tan bien definidas las tienen que hay veces en que las exageran.
Es sumamente importante que comprendamos a quiénes estamos enseñando. Tengamos presente. que provienen de un estado preexistente y aun cuando hay mucho que no se puede recordar, son poseedores de un gran caudal de madurez espiritual.
La siguiente declaración hecha por el presidente J. Reuben Clark, hijo, es de suma importancia para todo maestro:
«Nuestros jóvenes espiritualmente no son niños, y están bien encaminados hacia la madurez espiritual normal del mundo. Una vez más declaro que raramente se encontrarán con un joven de los que ustedes enseñan en sus clases que no haya experimentado o que no haya comprobado la eficacia de la oración, o que no haya sido testigo del poder de la fe para sanar enfermos, o que no haya presenciado magníficas realizaciones espirituales, con respecto a las cuales la mayor parte del mundo es totalmente ignorante. No tenemos necesidad de susurrar religión a los oídos de nuestra espiritualmente experimentada juventud; podemos hablar con la más absoluta cIaridad, cara a cara, y establecer una buena comunicación. No se necesita disfrazar las verdades de la religión con un manto de cosas mundanas, sino que estas verdades pueden ser planteadas abiertamente, en su esencia más natural. Indudablemente descubrirán que estas verdades no atemoriian a los jóvenes más de lo que los atemorizan a ustedes mismos. No hay necesidad de tantear el terreno, ni de sobreproteger, ni de poner en práctica ninguna de esas otras estratagemas infantiles que a menudo se emplean para llegar a aquellos carentes de experiencia espiritual, a quienes están al borde de la muerte espiritual.» (“The Charted Course of the Church in Education,» págs. 8-9. Este artículo aparece en el apéndice de esta obra.)
La sapiencia de los niños
Bastante a menudo no le otorgamos a la madurez esipiritual de los niños el mérito que merece, particularmente cuando se trata de niños pequeños. Hay cosas que ellos conocen que no es necesario que se las enseñen; las saben de por sí.
Les daré un ejemplo. Durante la infancia y parte de la adolescencia de nuestros hijos, vivimos en una zona rural en donde podíamos tener siempre alrededor de la casa algunos animales y aves, y esto lo hacíamos por varias e importantes razones. Una de ellas es que eso nos imponía una multitud de responsabilidades que no podíamos postergar y que debíamos.atender al menos una vez al día. De allí que nuestros hijos aprendieron el valor del trabajo y el concepto de la responsabilidad.
En una oportunidad una gallina había escondido un nido en el establo, el que fue descubierto por nueslra hijita. Cuando los polIuelos comenzaron a salir del cascarón se les escuchaba piar. Nuestra hija deseaba tomarlos en sus manitas pero fue confrontada por una gallina sumamente decidida a proteger a sus crías. Cuando esa noche llegué a casa, la pequeña salió a mi encuentro toda entusiasmada por lo que había descubierto, rogándome que le dejara acariciar a los polIuelos por un momento. No resultó tarea fácil el hacer que la gallina colaborara, pero finalmente me las ingenié para tomar unos cuantos. Había algunos negros, otros blancos, otros manchados, otros rayados, y cuando los niños se nos acercaron para mirar llenos de asombro, dejé que mi hijita tomara uno de ellos en sus manos.
«Seguramente que será un hermoso perro guardián cuando crezca, ¿no lo crees?» le dije. Arrugando su naricita y con un gesto de extrañada se me quedó mirando, resultando obvio que no creía lo que le había dicho, por lo que rápidamente me corregí y le dije: «Cuando crezca no va a ser un perro, ¿no es así?» Al responder con un movimiento negativo de cabeza, le dije: «Va a ser un precioso caballo, ¿no crees?» Me miró dando a entender que yo sabía muy poco de esas cosas. Ella sí sabía y estoy seguro que se preguntaba la razón por la que yo no comprendía que un polluelo jamás llegaría a ser ni un perro ni un caballo, ni siquiera un elefante ni un pavo, sino que crecería hasta llegar a ser un gallo o una gallina, puesto que seguiría el molde establecido por su especie.
¿Cómo es que una niña de cuatro años de edad podía comprender estas cosas? Se trata de algo que nunca le habíamos enseñado. La respuesta es que lo sabía del mismo modo que los niños saben muchas otras cosas. Hay lecciones de la vida que los niños saben y entienden sin que nadie se las enseñe.
Resulta fácil, pues, explicar que cuando logremos nuestro máximo desarrollo en las siguientes fases de la eternidad, llegaremos a ser dioses. También nosotros seguiremos el molde de nuestros predecesores celestiales. Dios nos ha creado y espera que al dirigirnos a El le llamemos «Padre».
Siempre me ha fascinado el hecho de que los niños pequeños saben lo que son los sueños. Resulta imposible mostrar un sueño y por demás difícil definir uno, pero en realidad no es necesario hacerlo ya que los niños parecen saber.
Hay un versículo de las Escrituras que resulta sumamente importante que todo maestro entienda: «y los hombres son suficientemente instruidos para discernir el bien del mal». (2 Nefi 2:5.)
Tanto padres como educadores deben saber que los jovencitos pueden discernir entre lo que es correcto y lo que no lo es. Es posible que tal conocimiento se vea distorsionado o pervertido o hasta desmoronado debido a experiencias desafortunadas de la vida, pero por medio de la intuición, como parte de la capacidad espiritual innata en todos los humanos, existe un conocimiento cierto de lo bueno y lo malo.
Este conocimiento me da grandes esperanzas, puesto que ayuda a saber que todo hijo de Dios, por más que se haya descarriado, por más degenerado que parezca ser, tiene en algún rincón de su ser esa chispa de divinidad, la que le dota de la sensibilidad necesaria para determinar lo que está bien y lo que está mal.
Es imperioso que todo maestro comprenda que muy poco es lo que se podrá enseñar, muy poco lo que se aprenderá, a menos que exista una relación personal entre él y cada uno de los alumnos. Emerson, en su estudio sobre las leyes espirituales declaró: «No se puede afirmar que se ha enseñado nada hasta que no se coloque al discípulo al mismo nivel en que se encuentra el educador. Lo que ocurre podría describirse como una transfusión: él es usted, y usted es él. Esa es la clave de la enseñanza aplicada, y jamás habrá nada que pueda destruir ese beneficio».
Es natural que el maestro se inquiete y pregunte: «¿Cómo puede existir una relación personal si tengo treinta alumnos en mi clase?» En tal caso, el maestro debe desarrollar treinta relaciones personales. Esa relación personal puede existir en la mente. Uno puede crearla, mantenerla y alimentarla sin llegar a perderla, lo cual muchas veces se logra mediante un esfuerzo consciente. Los alumnos pueden comprender cuando esa relación existe. Ello equivale a aprender de memoria treinta nombres, a averiguar treinta antecedentes, a dar participación en clase a treinta alumnos, a dar treinta palabras de estímulo, y cada una de esas cosas en forma personal.
El terror de febrero
Durante seis años, el élder A. Theodore Tuttle y yo supervisamos el programa de seminarios bajo la dirección de William E. Berrett, quien era el adminis’trador. Llevábamos a cabo convenciones en distintas áreas de la Iglesia, reuniéndonos con maestros de seminario y presidentes de estaca. Tras un par de años descubrimos algo sumamente interesante en cuanto al mes de febrero. Concertábamos, por ejemplo, una convención para Phoenix, Arizona, durante el mes de febrero, y por allí nos enterábamos de algún maestro en alguna ciudad de Idaho o de Utah que se encontraba en serios problemas y requería la presencia de uno de nosotros. Este fenómeno tenía lugar con lanta frecuencia en esa época del año que finalmente decidimos no programar convenciones para el pedodo que va desde mediados de enero hasta mediados de marzo. Esa era la época del año en que se registraba la mayor cantidad de problemas disciplinarios.
No resultó difícil llegar a la raíz del asunto, y el hallazgo es útil tanto para padres como para maestros. Las clases comienzan en el otoño, que en los Estados Unidos llega en septiembre. Al principio del año escolar, se percibe cierto clima de entusiasmo e interés entre los jóvenes. Las actividades deportivas y muchas otras se extienden hasta la temporada navideña. Las celebraciones de Navidad y Año Nuevo se ven colmadas de bullicio, pero cuando éstas quedan atrás, los deberes escolares caen en una copiosa rutina que se prolonga casi hasta la llegada de la primavera y el fin de cursos. Los días son cortos, las noches son largas y a menudo el tiempo es frío e inhóspito. Si se puede decir que hay una época en el año en que uno entra en una especie de letargo anímico, ésa es la ideal.
En nuestras convenciones anteriores a la iniciación del año escolar, comenzamos a prevenir a los maestros en cuanto a los problemas relacionados con el mes de febrero. Les aconsejamos programar su calendario de forma tal que pudieran contar con actividades atractivas y con los temas más interesantes para enseñar durante enero y febrero. Si se pone a un maestro (o un padre) de sobre aviso, podrá prepararse y motivar a los jóvenes a fin de compensar por todos los aspectos tediosos de esa época del año.
He llegado a la conclusión de que éste es un fenómeno que vale la pena tener presente, no sólo en el caso de los maestros, sino en todos los demás. Si usted advierte que en ese período del año se deprime con más facilidad que en otros, no se obsesione pensándo que se está volviendo loco.
En el caso de los misioneros, es también importante tener esto en cuenta. No fueron pocas las veces que en una entrevista un misionero me haya dicho: «No me va muy bien. Estoy deprimido y desanimado». A menos que hubiera una razón particular para que se sintiera así, mi respuesta era la siguiente: «Bueno, me alegro de que así sea. Por lo menos ahora sabemos que usted es una persona normal. Trate de disfrutar lo que siente porque no creo que le dure por mucho tiempo. Estoy seguro de que el primer día de sol traerá la solución para su problema.»
Por medio de las enseñanzas del Libro de Mormón sabemos que debe haber oposición en todas las cosas.
«Porque es preciso que haya una oposición en todas las cosas. Pues de otro modo, mi primer hijo nacido en el desierto, no se podría llevar a efecto la justicia ni la iniquidad, ni tampoco la santidad ni la miseria, ni el bien ni el mal.» (2 Nefi: 2:11.)
Nos será de gran ayuda el saber que hay cierto elemento saludable en sentirnos deprimidos de tanto en tanto. No hay nada de malo en programarnos un día de frustración y depresión de vez en cuando, tan sólo para que nos sirva de contraste.
«Echas de menos a tu caballo, ¿no es cierto?»
Poco después «de haber sido llamado como Ayudante al Consejo de los Doce, integré el Comité Misional de la Iglesia y trabajé en el Departamento Misional. En una ocasión recibí una llamada telefónica de un presidente de misión en Nueva York, quien nos informó que uno de sus misioneros se había escapado y había tomado un autobús con rumbo hacia el oeste, sin duda en dirección a su hogar en Idaho.
El presidente comentó que el misionero no se sentía atraído por la obra misional. No había nada que le viniera bien en sus deberes. Había comenzado la obra misional en el mes de septiembre y había más o menos disfrutado como misionero hasta principios de la primavera (la cual en los Estados Unidos comienza a fines de marzo), pero después ya no aguantó más, por lo que simplemente decidió terminar con todo y regresar a su casa. El presidente de la misión le había aconsejado que no lo hiciera. pero no hubo nada que pudiera hacerle cambiar su manera de pensar.
Tras un par de averiguaciones. llegamos a la conclusión de que el autobús haría una parada en Salt Lake City, así que interceptamos al misionero en la estación y le llevamos a la oficina para conversar con él. Hablamos de su vida y de sus actividades y no llevó mucho tiempo averiguar la verdadera causa del problema. Por fin le pregunté: «Echas de menos a tu caballo, ¿no es cierto?»
Los ojos se le llenaron de lágrimas y me dijo: «Usted se reirá de mí; le parecerá que es una niñería.»
«No, hijo, no me reiré, pues no creo que sea una niñería», le dije. «Créeme que te entiendo. ¿Me equivoco al suponer que este caballo que frecuentemente has mencionado en nuestra conversación era el centro mismo de tu vida? ¡No es acaso cierto que después de la escuela corrías a casa a cambiarte de ropa y de inmediato te ibas al corral a entrenar a tu caballo? Fueron momentos muy especiales para ti, ¿no es así? Y ¿no es también cierto que había algo particular en esos primeros días de la primavera que hacían mucho más fascinante aún el regresar a casa de la escuela para entrenar a tu hemoso animal antes de la caída del sol? ¿No es cierto que cuando mermaba el trabajo misional, había días que te llenaban de nostalgia? Por último no aguantaste más y para ti no quedaba otra solución que regresar.»
Entonces se dio cuenta de que yo le entendía. Tras una larga conversación fuimos a almorzar. y luego lo llevé hasta el aeropuerto a fin de que pudiera tomar el avión de regreso al campo misional. Ese entendimiento que había ganado de si mismo le habría de permitir. sin duda alguna, terminar su misión.
Conózcase a usted mismo
Si desea conocer a sus alumnos, aprenda lo más que pueda sobre usted mismo, A medida que vaya comprendiendo sus propias reacciones, sentimientos y sensibilidades, mucho será lo que aprenderá con respecto a sus alumnos, Alguien lo explicó de una forma mucho más clara y más poética: «Entra en tu pecho y pídele a tu corazón que te diga lo que sabe». Si nos aventuramos a averiguar tales cosas, llegaremos a entender muchísimo en cuanto a nuestros alumnos. Cuanto más sepamos de nosotros mismos, más y mejor podremos entenderlos a ellos.
Fue precisamente a este asunto al que se refirió el presidente Brigham Young en uno de sus discursos más memorables:
«La lección más grande que podréis aprender es la de conoceros a vosotros mismos. Cuando llegamos a conocernos, conocemos a nuestro prójimo. Cuando sabemos sin dudas cómo tratar con nosotros mismos, sabremos cómo tratar con nuestros semejantes. Esto es lo que vinimos a aprender aquí, y es algo que no se puede aprender inmediatamente, ni tampoco nos lo puede enseñar toda la filosofía de las épocas. Uno tiene que venir a este lugar para recibir una experiencia práctica y para aprender acerca de sí mismo. Entonces, comenzaréis a conocer más perfectamente las cosas de Dios, pues nadie puede conocerse a sí mismo sin tener un entendimiento más o menos amplio de las cosas de Dios. Tampoco puede nadie aprender ni entender las cosas de Dios sin conocerse a sí mismo; tiene que conocerse a si mismo, pues de otro modo jamás conocerá a Dios.» (Discourses of Brigham Young, selección de John A. Widtsoe, Deseret Book Company, 1946, pág. 269.)
Conozca a sus alumnos
Maestro, uno de estos días dé a su clase la asignación de llenar formularios o de leer o redactar un texto sobre determinada materia, y entonces párese frente a la clase y estudie intensamente a cada joven por algunos minutos. El buen maestro estudiará la lección. El maestro que es sobresaliente también estudiará a sus alumnos, y lo hará seria e intensamente.
De esta experiencia pueden surgir dos cosas: Primero, si usted observa a sus alumnos y se pregunta la razón por la que piensan, actúan y sienten de la manera que lo hacen, podrá aprender muchas, muchísimas cosas y como resultado de ello, estará mucho mejor preparado para ayudarles. En segundo lugar, al estudiar detenidamente sus rasgos y expresiones, tal vez se despierte en su corazón una cálida sensación de compasión cristiana, la cual invade muy rara vez aun hasta al más devoto de los maestros. El sentimiento es como una inspiración; es un sentimiento de amor, y ese amor le impulsará a hacer un buen trabajo en la obra del Señor: apacentando Sus corderos.
























