Enseñad Diligentemente

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En muchas cosas nos parecemos


Puesto que ningún principio de la educación ha recibido mayor atención de parte de los educadores que el de las diferencias individuales, es lógico que el maestro recién iniciado en su carrera se encuentre en una encrucijada. No es poco común que se sienta frustrado al ponerse a considerar los prohlemas relacionados con este principio. Mientras que por un lado no se puede dudar de la importancia de tener presente las diferencias individuales en el proceso de preparación para su asignación, por otro. tampoco resulta saludable el prestar demasiada atención a tales diferencias.

Mucho es lo que se ha hecho por medio de pruebas y evaluaciones para determinar el alcance de estas diferencias. Se han establecido normas generales, pero los maestros a menudo no reparan en el hecho de que si se pueden eslahlecer nonnas, quiere decir que las personas son parecidas en muchos aspectos.

Al hacer frente a problemas relacionados con el principio de las diferencias individuales, existe un factor compensador que en la mayoría de los casos se deja totalmente de lado. Nos referiremos a este factor como el principio de las semejanzas el cual puede resultar de gran valor para el maestro.

Las escuelas normales dictan cursos en sicología educativa y en administración de pruebas y evaluaciones. En tales cursos los futuros maestros se familiarizan con la vasta cantidad de investigación que se lIeva a cabo continuamente para determinar la forma de medir inteligencia y de implantar normas de desarrollo y conducta.

Las normas de aptitud académica y logros para los alumnos son puestas en función tras un cuidadoso proceso de elaboración. Los exámenes estandarizados sirven de mucha ayuda en lo referente a la evaluación de los alumnos en cuanto a normas de grado escolar según la edad y su ubicación en comparación con todos los demás alumnos.

En todo esto, muchas de las semejanzas más útiles son casi universalmente ignoradas y rara vez se analizan las pocas aplicaciones prácticas de estas semejanzas tan importantes.

Diferente y parecido

He conocido maestros que se han sentido revitalizados al comprender que aun cuando las personas son distintas entre sí en muchos aspectos, en otros son sumamente parecidas. Para muchos es casi una revelación el llegar a la conclusión de que como contrapunto a las diferencias que distinguen a los seres humanos, hay un sinnúmero de características que nos hacen muy parecidos.

Aun cuando es importante reconocer que cada uno de nosotros es distinto de los demás supone para un maestro algo de mucho valor el reconocer que siempre hay semejanzas. El siguiente pasaje de las Escrituras corrobora tal semejanza: «Hemos aprendido, por funesta experiencia, que la naturaleza y disposición de casi todos los hombres, en cuanto reciben un poco de autoridad, como ellos suponen, es comenzar inmediatamente a ejercer injusto dominio.» (D. y C. 121 :39. Cursiva agregada.)

Todo maestro tiene la capacidad de reconocer tales tendencias, algunas de las cuales son tan universales que casi ni vale la pena considerar las excepciones.

No hay nadie que sea exactamente igual a otra persona; podemos encontrar excepciones a toda similitud. Pese a ello, lograremos mucho más en nuestro esfuerzo de enseñar, tanto a nuestros hijos como a los alumnos en el salón de clase, si buscamos lo que les hace semejantes y lo que les atrae, en vez de concentrar nuestros esfuerzos únicamente en las cosas que les hacen diferentes. Este principio también se aplica a la administración, tal como lo demuestra el siguiente ejemplo.

Cuando servía como Presidente de la Misión de Nueva Inglaterra en el este de los Estados Unidos, nos entregamos a la tarea de organizar el programa de la Sociedad de Socorro de la misión. Contábamos con sesenta ramas y por ende con sesenta diferentes tipos de organización, las cuales oscilaban de simples grupos de estudio a reuniones de comadreo. Lo que nosotros en realidad queríamos era una Sociedad de Socorro.

La presidenta de la Sociedad de Socorro de la misión era una encantadora hermana conversa a la Iglesia. Tras recibir nuestras instrucciones, nos hizo saber su determinación de que a partir de ese momento en todas las unidades se pondría en práctica el programa oficial de la Sociedad de Socorro, incluyendo el horario de la reunión, su duración, los cursos de estudio y todo lo demás.

Sabíamos de antemano que algunas hermanas no estarían de acuerdo, particularmente las de las ramas pequeñas, quienes se habían ajustado a «su programa» por más de una generación y no iban a estar dispuestas a cambiar. Pero sabido es que si esperaban contar con todo el poder de! programa, había ciertos cambios que iban a tener que hacerse.

Primero la regla y después la excepción

Yo asistí a la conferencia de la Sociedad de Socorro de la misión en la que nuestra buena presidenta iba a hacer el anuncio. Después de escuchadas las consabidas explicaciones, la mayoría de las hermanas aceptaron lo dispuesto con un buen espíritu y se comprometieron a colaborar. Sin embargo, una hermana se puso de pie y dio a conocer su desacuerdo.

«Usted no entiende», dijo, «que en nuestra rama las cosas son diferentes. Tenemos nuestra propia forma de trabajar. Tiene que comprender que hay excepciones, y nosotras somos una de ellas.»

Lo enérgico del reclamo sorprendió a la presidenta, y en gesto de frustración se dio vuelta hacia donde yo estaba como implorando mi ayuda. Yo entendí que realmente no la necesitaba, ya que ella estaba haciendo las cosas como era debido, así que le indiqué con un movimiento de cabeza que estaba bien, que continuara. Tras meditar por unos segundos, respondió con una frase tan simple y tan profunda al mismo tiempo que después de la reunión le aseguré que la emplearía en toda oportunidad que tuviera. «Querida hermana», le dijo, «no quisiéramos tener que considerar primero la excepción, sino la regla, y una vez que la regla esté establecida, entonces veremos qué podemos hacer en cuanto a la excepción.»

Creo que este consejo es también bueno para todo maestro. Concéntrese primeramente en las cosas que la gente tiene en común y después en las diferencias.

Fíjese en qué se parecen, emplee ese conocimiento y después atienda a las diferencias si se hace necesario. Hay muchos maestros que están tan preocupados por las diferencias que terminan por fracasar.

Si el grupo al que usted enseña es numeroso, determine ante todo en qué se parecen sus componentes. Si tiene que dirigirse a una congregación que varía de niños pequeños a personas ancianas, tenga presente que en muchas maneras esas personas son parecidas. Más allá de las diferencias que impone la edad, y por encima de toda otra desigualdad que se nos ocurra, en muchas maneras son parecidas. Si se tiene ese concepto presente, uno puede enseñar a cualquier grupo, tal como lo hizo el Señor.

Por ejemplo, recuerde que en la mayoría de los casos la mejor forma de ilustrar un concepto es mediante el relato de una experiencia real o ficticia. Si se expresa en términos simples, cualquiera puede entender, a pesar de la edad que tenga. Esta es una de las razones por las que el Señor se valió de parábolas para enseñar. Al así hacerlo, enseñaba a todos a la vez, aunque no a todos la misma lección.

En una reunión hace algún tiempo, las Autoridades Generales estaban analizando el tema de producciones cinematográficas, en especial aquellas que tienden, por su mensaje, a fortalecer la unidad familiar. Alguien mencionó una película en la que aparecía el presidente Harold B. Lee. «¿Cuál de ellas?» preguntó uno de los presentes. «El presigente Lee aparece en muchas películas de la Iglesia.» Una de las Autoridades Generales la identificó diciendo simplemente:

«Es la de los albaricoques (damascos).»

Entonces, todo el mundo asintió con la cabeza. Ese simple comentario sirvió para identificar la película de entre todas las demás. ¿Por qué? Porque en ella, el presidente Lee se refirió a un incidente en el que su hija estaba envasando albaricoques. No queriendo ser interrumpida, casi había desatendido a sus hijos que estaban aguardando para hacer la oración antes de ir a dormir. «Pero mami, ¿qué es más importante?» preguntó uno de ellos, «¿la oración o los albaricoques ?»

En esa película el presidente Lee dio una poderosa amonestación en cuanto a la importancia de fortalecer la unión familiar, sin embargo, se le recuerda o identifica más fácilmente por «la película de los albaricoques». Es posible que se nos hayan pasado algunos detalles, pero todos captamos el mensaje, pues somos iguales en la razón por la que recordamos la película.

Al igual que nos amamos a nosotros mismos

El siguiente incidente que se encuentra en el Nuevo Testamento contiene detalles sumamente interesantes: «Entonces vino uno y le dijo: Maestro bueno, ¿qué bien haré para tener la vida eterna?» (Mateo 19:16.) Entre las cosas que el Señor dijo a modo de respuesta, nos encontramos con ésta: «Honra a tu padre y a tu madre; y, Amarás a tu poójimo como a ti mismo.» (Mateo 19: 19.)

Lo mismo le respondió a un intérprete de la ley quien, con la intención de confundirle, le preguntó:

«Maestro, ¿cuál es el gran mandamiento en la ley?

«Jesús le dijo: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente.

«Este es el primero y grande mandamiento. «Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo.» (Mateo 22:36-39.)

Bien podía el Señor haber respondido: «Amarás a tu prójimo como a tu esposo o como a tu esposa,» o «Amarás a tu prójimo como a tus padres o como a tu mejor amigo.» Sin embargo, El sabía que aun cuando hay muchas excepciones a la regla de quién ama a quién, casi no hay nadie que no se ame a sí mismo. En este aspecto somos todos iguales.

Es digno de encomio el maestro que tiene la capacidad de generar entusiasmo en su clase y de imponer un espíritu que invite a todos a participar por igual, lo cual permite que todos aprendan. Hay veces que atribuimos tal virtud al hecho de que «nació para enseñar» o que «es un maestro nato» o que «tiene calidad para enseñar», cuando, en realidad, es posible que simplemente se valga de principios básicos que todos pueden aplicar por igual, siempre que tengan el deseo de hacerla.

Tal vez sea posible explicar este principio:

Si bien los miembros de la clase son similares por lo menos en dos aspectos (que todos están en el mismo lugar y que todos son seres humanos), no hay ni dos de ellos que sean iguales. ¿Cómo se las ingeniará el maestro para enseñarles?

En primer lugar, debe llegarse a establecer un común denominador entre todos ellos, o sea, las cosas en las que sí son iguales. Ya hemos mencionado que a todos les agradan los relatos.

Cuando aplicamos esa semejanza a los miembros de la clase, para nada les privamos de su individualidad; no les quitamos las características que les diferencian entre sí, sino que apelamos a las cosas que tienen en común a fin de poder aplicar los mismos principios a todos y, al mismo tiempo, obtener, en lo posible, los mismos resultados.

Cuando uno cuenta una anécdota humorística o un incidente o un chiste o un simple comentario jocoso, todos los que escuchan responden riendo. Aplique este principio a su clase.

Tampoco ante este enfoque los miembros de la clase han dejado de ser diferentes entre sí, sin embargo, en ese momento todos están unidos. El humor genera reacciones similares en todos los miembros del grupo. El maestro que tiene la habilidad de discernir las semejanzas entre los estudiantes tiene en sus manos una influencia unificadora que puede resultar poderosísima en el esfuerzo de mantener una atmósfera amena dentro de la cual todos los alumnos pueden aprender por igual. Esto se aplica tanto al hogar como al salón de clase.

Existen otros ejemplos que también se pueden demostrar. Las ayudas visuales, por ejemplo, entran en esa misma categoría. Generalmente la visualización de algo determinado vale más que toda una disertación para describirlo. También somos iguales en el sentido de que si vemos una lámina, una gráfica, una ilustración en la pizarrá o una dramatización, prestaremos más atención que si se nos trata de enseñar verbalmente. Somos iguales en muchas maneras. Todos reaccionamos favorablemente ante la sinceridad, la integridad y el amor. Una vez que el maestro capta la importancia de tales valores, es sabio que los use.

En la Iglesia empezamos nuestras reuniones con un himno, con lo cual se logra que todos hagan lo mismo al comienzo de la reunión. De ese modo las diferencias que existen en el estado de ánimo, en la actitud y en un sinnúmero de cosas más, se hacen a un lado por un momento al todos tomar parte de la misma actividad, al mismo tiempo. Estamos mancomunados como congregación o como clase, listos para que se nos enseñe como a una unidad, y de ese modo nos parecemos más.

Cuando tenemos presente que en muchos sentidos nos parecemos, la tarea de enseñar a personas en forma individual, en familia, en grupo, como parte de una clase o como una congregación, no se hace tan diffcil.

Un relato más del Nuevo Testamento sirve para ilustrar este punto.

El que de vosotros esté sin pecado

En el incidente de la mujer que había sido acusada de adulterio, nos encontramos con una muestra bien clara de que el Señor sabía cuán parecidos eran aquellos a quienes enseñaba. La mujer fue llevada ante El, se disponía de testigos y la leyera bien clara en establecer que el castigo para tal pecado era la muerte, pena que se ejecutaba mediante el apedreo.

Jesús había estado enseñando en cuanto a la misericordia y sus adversarios deseaban tenderle una trampa, pues estimaban que ante tal caso el Señor o tendría que negar Sus enseñanzas en cuanto a la misericordia o se vería obligado a hacer caso omiso a la ley, lo cual era sumamente peligroso. Sin embargo, El les conoda y sabía que había por lo menos una cosa en la que se paredan.

Cuando preguntaron si debían apedrearla, Jesús apeló a un elemento en el que sabía que todos eran iguales y no a las diferencias que existían entre ellos: «El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella.» (Juan 8:7.)

¡No había nadie que estuviera libre de pecado entre ellos! Así que, según lo que se lee en las Escrituras, desde el más joven al más anciano, todos se marcharon. (Vea Juan 8:9.)

Aun cuando existen marcadas diferencias en los métodos que debemos emplear para enseñar a niños pequeños en comparación con los que usamos para enseñar a los mayores, Y aun cuando las necesidades de un grupo de adolescentes son diferentes de las de un grupo de ancianos, he llegado a la conclusión de que para todo grupo se pueden aplicar los mismos principios didácticos. Un niño de cinco años reaccionará favorablemente ante el respeto y la cortesía con la misma rapidez que lo hará una persona adulta.

Si el maestro sabe cómo observar a la gente, sin duda que advertirá las muchas cosas en las que todos nos parecemos. Si hace un análisis profundo de sus sentimientos, comprenderá que no son distintos de los de quienes le rodean y se sentirá mucho más preparado para enseñarles.