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La disciplina
DISCIPLINAR, v.i. Sujetar a disciplinar. En su uso primario. instruir, educar, capacitar; en su uso más contemporáneo, orientar hacia una conducta, generar subordinación; tener bajo control.
La palabra disciplina proviene del término discípulo, que quiere decir alumno o estudiante. También significa seguidor, más particularmente, seguidor de Jesucristo. Tanto el Nuevo Testamento como el Libro de Mormón hacen referencia a Sus «discípulos». Al referirnos a la disciplina empleada por un maestro, lo haremos dentro del siguiente contexto: «aquellos hechos que hacen que una persona se transforme en un discípulo o seguidor, en una forma indirecta del maestro, pero particularmente de Jesucristo.»
La prevención es la base de la disciplina
Durante los años que tuve la tarea de supervisar maestros, había una cosa que realmente me llamaba la atención, y era la falta de habilidad que tenían la mayoría de los mejores maestros -a quienes comúnmente se les calificaba de excelentes- para explicar cómo resolver problemas relacionados con la disciplina. De vez en cuando preguntaba: «Tenemos un maestro que está experimentando tremenda dificultad. Su clase prácticamente se está viniendo abajo. ¿Qué sugieren que debería hacer?» La pregunta generaba casi siempre respuestas inconclusas, aun de parte de los mejores maestros.
Al principio me asombraba. Sin embargo, pronto comprendí que los maestros no sabían cómo corregir tales problemas; su único conocimiento estaba en cómo prevenirlos. Se valían de procedimientos que evitaban que tales cosas sucedieran, y las situaciones se mantenían por lo general bajo control. Aun cuando estos maestros tenían sus días buenos y sus días malos, y a veces días terribles, los tomaban como incidentes y no como constantes en su enseñanza. La prevención es la base de la disciplina.
El establecer un buen comienzo es importantísimo; constituye ganar la mitad de la batalla. Si el maestro, desde el comienzo mismo. emplea la disciplina en forma constante, sin duda logrará el éxito con su clase.
El silencio
Los procedimientos comunes de disciplina son los más eficaces. Tomemos como ejemplo el silencio. Establezca la regla de que cuando alguien está hablando sin permiso en el salón de clase, usted dejará de hablar. Simplemente no continuará su tema, sino hasta que el infractor se dé cuenta y deje de conversar. Por lo general eso no demanda mucho tiempo. Ni siquiera necesita mirar a la persona; simplemente mire hacia el piso o haga una pausa evidente y aguarde por un momento. Generalmente lleva unos pocos segundos, aun cuando parezca una eternidad.
En el capítulo 16, en el que hablamos sobre aquellas cosas en las que nos parecemos, hicimos referencia al incidente registrado en el capítulo octavo de Juan en el que una mujer llevada ante Jesús había sido acusada de adulterio. Parece ser que el Señor ni siquiera la miró, sino que bajó la cabeza y comenzó a escribir en la tierra, como para que fuera la conciencia de los acusadores, y no Su mirada penetrante, lo que les condenara. No pronunció palabra. Finalmente, cuando continuaban preguntándole, les dijo: «El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella.» (Juan 8:7.)
Los novatos en la función de maestros parecen temer al silencio, por lo que deberían practicar. Una vez que prueben sus beneficios, eso será lo único que tendrán que hacer cuando se presente una situación similar.
Habrá ocasiones en que tendrá que detenerse en medio de una frase sin siquiera
Mejor aún, puede detenerse en medio de una pala …….
Esta técnica, el simple uso del silencio, puede emplearse en el salón de clase, en reuniones y hasta en consejos. También en el hogar se puede utilizar. Sería aconsejable que los padres la tuvieran presente como regla: cuando alguien se pone a hablar indebidamente, sobre todo cuando se interrumpe algo importante, sencillamente se apela al silencio.
Otro valor que hasta el momento no hemos mencionado es que tal vez lo que se esté diciendo realmente valga la pena escucharse. Puede que hasta sea lo más importante que el maestro oiga ese día. Si la jornada termina sin que haya aprendido algo, es porque no enseñó. Tanto en el salón de clase como en el hogar, el maestro aprende de sus alumnos, y los padres de sus hijos.
¿Qué hace si el método del silencio no da buenos resultados? Un maestro poco sabio seguramente empleará la medida de una corrección verbal directa parecida a ésta: «Juan, te agradecería que dejaras de hablar para que pudiéramos continuar con la lección.» ¡Grave error!
Mientras menos llame a una persona por nombre en el salón de clase para corregirle verbalmente en frente del grupo, mejores resultados obtendrá. Si usted está bien al corriente de la situación, tal vez se dé cuenta de que Juan está pasando por grandes problemas de orden personal y únicamente está tratando de acaparar la atención. Para él será más que satisfactorio si usted le señala diciendo: «Juan, …», pues así alguien le habrá reconocido y tal vez ésa sea la única atención que reciba. Al emplear este tipo de «corrección», el alumno indisciplinado estará recibiendo gratificación y sus acciones volverán a repetirse. De manera que existe una mejor forma de lograr disciplina en la clase.
Si el silencio no surte efecto, el maestro puede hacer un comentario como: «Hay alguien en la clase que no me está ayudando demasiado.» Ni siquiera necesita mirar al infractor; los demás alumnos lo harán en su lugar. De ese modo son los compañeros quienes ejercen presión y no usted. Hay veces en que los jóvenes mismos identifican y hasta corrigen a quien está creando desorden. (Ya hablaremos más en cuanto a la influencia de los compañeros del grupo en un capítulo posterior).
Este método es, además, sumamente diplomático, pues puede ocurrir que el alumno más sobresaliente de la clase se sienta tan dichoso por algo que simplemente tenga que compartirlo con sus compañeros. Es posible que se trate de entusiasmo inocente más que de indisciplina. Si usted enfoca el problema de una forma indirecta, el Alumno tendrá la oportunidad de dar un paso atrás y corregirse sin necesidad de pasar por la vergüenza que supone el que se le llame la atención delante de todos sus compañeros.
Es más fácil prevenir que curar
El maestro bien ubicado jamás reaccionará desmedidamente. En principio se valdrá de corteses elementos de disciplina para luego, si es necesario, apelar a otros un tanto más estrictos y persuasivos. De hecho no es que sean más persuasivos. Los más persuasivos, los que dan mejores resultados, son los más calmos de los que ya hemos hablado.
El maestro sabio no tratará de matar una mosca con un martillo ni procurará ajustar un reloj de muñeca con un formón de hierro. Simplemente ganará control de la clase desde el principio para después mantenerlo. Es desde todo punto de vista más fácil mantener el control que procurarlo después de habérsele escapado las riendas.
Todo maestro, supongo, se enfrenta de vez en cuando a problemitas con algún alumno. Hay veces que tontamente apelará al uso de artillería pesada cuando en realidad lo único que necesita para ganar la batalla es un arma de bolsillo. Hay veces que se lanzará a la carga con toda su caballería cuando todo se hubiera arreglado con mandar un par de soldados a explorar el terreno.
La mayoría de las situaciones pueden controlarse con un simple gesto. Si el gesto no funciona, el maestro siempre puede aplicar algo un poco más estricto. Por otro lado, si comienza por disparar con su artillería, poco es lo que quedará por hacer, si sus alumnos no responden favorablemente.
Si ante el primer síntoma de indisciplina el maestro dispara con su cañón de veinte milímetros, entonces el enfrentamiento violento será irremediable y le resultará sumamente difícil saber qué hacer cuando las cosas realmente se salgan del cauce correcto. Los alumnos estarán ya acostumbrados al fuego intenso de los cañones y se volverán inmunes y terminarán por no darle la más mínima importancia.
Hace algunos años tuve una experiencia con uno de nuestros hijos que me enseñó a no reaccionar desmedidamente.
No lo sabía
Cuando nuestro hijo mayor era apenas un niño, se me acercó un día y en medio de una conversación empleó una mala palabra. Más que una mala palabra, era en verdad obscena. Siempre me alegro de no haberle dado una bofetada o de no haberle disciplinado en una forma que jamás hubiera olvidado.
Afortunadamente le dije: «Caramba, ¿dónde escuchaste esa palabra?» Me dijo que la había escuchado de uno de los muchachos del vecindario. «Es una palabra muy fea», le dije. Entonces levantó los ojos y con suma inocencia y lleno de sorpresa me dijo: «¿De veras que es fea? No lo sabía.» Y en verdad no lo sabía.
Eso me dio la oportunidad de explicarle calmadamente no sólo lo que esa palabra quería decir, sino otras parecidas. Me escuchó atentamente todo lo que le dije. Desde entonces, jamás le escuché utilizar lenguaje profano. Ahora es él quien le enseña lo mismo a sus propios hijos.
Hay una cierta cortesía que todo maestro debe emplear al disciplinar. Tal vez esto pueda ser mejor ilustrado hablando de los padres. A menudo resulta difícil esperar hasta estar a solas para disciplinar. Tanto un maestro como un padre debe recordar que el reaccionar desmedidamente no hace más que empeorar las cosas.
En una oportunidad, un tal hermano Van Valkenberg vino a nuestra finca a herrar un caballo. Llevamos al animal hasta el frente de la casa. Por supuesto que todos los niños se agolparon para ver lo que sucedía y hasta algunos vecinos se sintieron atraídos por el hecho. Era un día caluroso, el caballo no estaba muy dispuesto a colaborar y el hermano Van Valkenberg transpiraba profusamente. Uno de nuestros hijos le preguntó si le gustaba herrar caballos a lo cual respondió que sí. «Pero es un trabajo de ‘infierno’ (en el idioma inglés este término tiene una doble connotación, siendo una de ellas bastante vulgar) ¿no es así?» preguntó mi hijo.
Fue una situación un tanto tirante. Yo, Autoridad General, rodeado por mi familia y algunos vecinos. Me las ingenié para toser y aclararme la garganta y en voz baja le hice saber al muchachito que más tarde tendríamos algo de que conversar, inmediatamente cambiamos el tema y pasamos a referirnos a otro aspecto de la tarea de herrar caballos.
Es siempre conveniente que los niños entiendan sin lugar a dudas la razón por la que son regañados y disciplinados. De vez en cuando ejercemos disciplina cuando ha habido una infracción a ciertas reglas sin que el niño sepa exactamente la gravedad de lo que ha hecho. El, a su vez, puede llegar a interpretar eso como un tipo de persecución. Creo que es muy saludable que exista una buena conversación a fin de que el niño comprenda la razón por la que está siendo sancionado. Los padres que se ajustan a esta regla a menudo se sorprenden cuando los hijos, sin vacilar, no sólo entienden sino que admiten merecer las consecuencias.
Uno de nuestros hijos posee una picardía natural asombrosa. Cuando pequeño, ese sentido tan particular del humor le acompañaba constantemente. En una ocasión al llegar a casa, supe que se había quebrantado cierta regla de disciplina familiar. Las evidencias eran por demás claras, por lo que inmediatamente apliqué la sanción. El jovencito alegó ser inocente, pero a mí no me cabía duda de que era culpable, pues el hecho llevaba la firma de su típica conducta.
Esa noche me enteré de que en verdad era inocente, por lo que fui hasta su habitación y me disculpé. Le dije cuánto lo sentía y le pedí que me perdonara. Entonces le enseñé otra lección. Le dije: «Hijo, espero que entiendas lo que te voy a decir. La vida nos enfrenta a menudo a situaciones como ésta que ponen sobre nosotros juicios que tal vez no merezcamos. Si uno no es lo suficientemente maduro como para aceptar algunas de estas circunstancias en la vida, le espera un arduo camino por recorrer. Así que, no debe preocuparte cuántas veces seas mal juzgado, sino el no herir ni ofender a nadie.»
Cuando enseñaba en el programa de seminarios, solía dar comienzo al primer día de clase cada año con la siguiente aclaración. «En esta clase no existen los ‘tenemos que’ «. Siempre que uno de los alumnos preguntaba: «Hermano Packer, ¿tenemos que hacer esto o equello?» tenía yo la oportunidad de responder: «En esta clase no existen los ‘tenemos que’. Ustedes no tienen que venir a clase. Si vienen, no tienen que hacerla en hora. Si llegan en hora, una vez que están aquí no tienen que estudiar ni siquiera escuchar». Entonces agregaba un muy enfático. «¡Pero si no lo hacen…!»
La debida reacción
Dispongo de una regla que yo mismo me he fijado y que siempre he tratado de seguir. La regla es ésta: Nunca corregir un problema serio reaccionando ante el incidente que me enfrenta a ese problema.
Cuando serví como presidente de misión, uno de los misioneros me llamó un día para solicitar permiso para interpretar la marcha nupcial en una boda en una de nuestras capillas. Había dos cosas en cuanto a ese pedido que estaban fuera de lugar. Una, que no estamos muy de acuerdo con bodas de las más comunes para la sociedad llevadas a cabo en nuestras capillas, con pompas tales como velas y marchas nupciales. En segundo lugar, un misionero es un misionero y debe en todo momento estar entregado a su ministerio. Así que no le concedí autorización a su pedido.
No transcurrió mucho tiempo sin que la apesadumbrada madre de uno de los novios llamara a mi oficina explicando que la boda se llevaría a cabo en apenas un par de días y que ya tenían todo programado para que el misionero se hiciera cargo de la música, agregando que no sabía lo que haría sin su participación.
Fue entonces que comprendí que no me había ceñido a mi regla, por lo que autoricé al misionero para que interpretara la música en la boda y todo salió muy bien.
Pocas semanas más tarde e independientemente del incidente, di instrucciones específicas en cuanto al asunto. Todas las bodas que se planearan a partir de ese momento podrían ajustarse a las pautas aprobadas. También los misioneros recibieron instrucciones en el sentido de que debían centrar toda su atención en la misión que estaban cumpliendo.
Cuando uno desea controlar la conducta de otras personas y corregir ciertos aspectos de carácter, es imperioso que disponga de buenas razones para hacer algo al respecto en contraste con no hacer absolutamente nada. Siempre tiene que existir una muy buena razón para hacer algo inmediatamente en vez de hacer algo más adelante, cuando los ánimos y la situación estén más calmas.
El principio de la negligencia filosóficamente calculada supone un procedimiento saludable en el establecimiento de la disciplina.
Recuerdo el caso de un misionero que padecía varias deformidades físicas. Era víctima de un tremendo complejo y era muy retraído, particularmente cuando estaba en presencia de jovencitas. Le hice examinar por varios médicos. Después le escribí a un amigo mío y le dije que necesitaba una cantidad bastante grande de dinero. En seguida me envió un cheque con la única condición de que jamás se supiera quién había donado el dinero. Con la ayuda de varios expertos médicos, se corrigieron las deformidades y el misionero vio su apariencia transformada. Inmediatamente cambió su personalidad.
Entonces comencé a recibir informes de que este joven estaba quebrantando ciertas reglas de la misión. No les presté demasiada atención. Pocas semanas más tarde el problema hizo crisis cuando mis asistentes me informaron de que en una conferencia de estaca el misionero en cuestión había dejado a su compañero y se había ido a sentar en la parte superior del salón junto a una jovencita. También dijeron que no se trataba del primer incidente de este tipo, ya que otras veces había dejado a su compañero para irse a conversar con esa misma joven.
El informe no me alteró y poco después mis asistentes vinieron a mi oficina con algo parecido a un reproche. «No es justo», me manifestaron. «Parecería que este misionero se puede salir con las suyas en cualquier cosa y usted no hace nada al respecto. Generalmente usted tomaría medidas inmediatas si le informaran de un misionero que deja a su compañero para sociabilizar con una joven. Pero en este caso no hace nada. ¿Por qué?»
Tuvimos un intercambio y análisis bastante prolongado antes de que entendieran que realmente estaba haciendo mucho en cuanto al asunto. Estaba simplemente aplicando negligencia filosóficamente calculada. Les dije que cuando llegara el momento preciso, o el misionero se daría cuenta por sí mismo de su irregularidad y volvería a ajustarse a las reglas de la misión o sería confrontado con la realidad y se le pediría que cumpliera con esas reglas, pero ese «pedido» se haría con suma delicadeza.
Al poco tiempo, cuando se dio cuenta de que su transformación era permanente y de que tendría tiempo de sobra para todas esas cosas de las que se había aislado durante esos años anteriores, el élder volvió a ser un misionero. Durante ese lapso en que transgredió algunas de las reglas, tuvimos que ejercer cierta fe para confiar en que no sería desmedido al punto tal de meterse en problemas tan serios que hubieran demandado la aplicación de una pena severa. Así que, mi fe en él fue justificada.
Repito y hago hincapié en el hecho de que muchas cosas pequeñas surten mucho mejor efecto que una grande cuando se trata de disciplinar. El disciplinar supone un esfuerzo constante –muchas escaramuzas pero pocas batallas. Si tanto el padre como el maestro se ajustan constantemente a las cosas pequeñas, las más grandes se verán resueltas por sí solas.
























