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No lo deje librado al azar
No es solamente dentro de la Iglesia que todo miembro ha sido, es o será un maestro; si usted es padre o abuelo, ya de por sí es un maestro. Los principios de una buena enseñanza son de vital importancia para usted; tal vez sea más importante su responsabilidad de enseñar como padre que cualquier otra asignación didáctica que pueda tener. Todo padre es un maestro, pues como el Señor mismo lo declaró:
“Y además, si hay padres que tienen hijos en Sión o en cualquiera de sus estacas organizadas, y no les enseñan a comprender la doctrina del arrepentimiento, de la fe en Cristo, el Hijo del Dios viviente, del bautismo y del don del Espíritu Santo por la imposición de manos, al llegar a la edad de ocho años, el pecado será sobre la cabeza de los padres…
“Y también enseñarán a sus hijos a orar ya andar rectamente delante del Señor”. (D. y C. 68:25,28. Cursiva agregada.)
Tal responsabilidad es puesta de manifiesto una vez más en la siguiente declaración:
“La gloria de Dios es la inteligencia, o en otras palabras, luz y verdad.
“La luz y la verdad desechan a aquel inicuo.
“Todos los espíritus de los hombres fueron inocentes en el principio; y habiéndolo redimido Dios de la caída, el hombre llegó a quedar de nuevo en su estado de infancia, inocente delante de Dios.
“Y aquel inicuo viene y despoja a los hijos de los hombres de la luz y la verdad por medio de la desobediencia, ya causa de las tradiciones de sus padres.
“Pero yo os he mandado criar a vuestros hijos en la luz y la verdad”. (D. y C. 93:36-40.)
Sobre los padres descansa la responsabilidad de enseñar a sus hijos. A fin de cumplir con ese mandamiento y desde el comienzo mismo de su vida paterna, los padres deben asumir la función de maestros.
Se ha dicho que la responsabilidad de los miembros de la Iglesia puede dividirse en tres categorías fundamentales: obrar en pos de la salvación de los miembros de la Iglesia que aún viven, llevar a cabo la obra necesaria en favor de nuestros antepasados muertos y predicar el evangelio a todo el mundo. Cada una de estas responsabilidades requiere aprendizaje, y todo lo que se vaya a aprender debe ser enseñado. Pues bien, usted y yo nos encontramos entre quienes tienen la responsabilidad de enseñarlo.
El tener la necesidad de enseñar, el querer enseñar y el ser llamado para enseñar a veces no son suficientes, a lo que se suma el hecho de que el enseñar supone a menudo una empresa frustrante y descorazonadora y no pocas veces totalmente inútil.
La amargura ante el fracaso
Permítame ilustrar con este ejemplo. En una oportunidad, cuando llevaba pocos años de casado, me encontraba en mi dormitorio cuando de pronto escuché un fuerte y extraño ruido proveniente de la cocina. Corrí para ver qué era lo que sucedía y me encontré con la puerta del refrigerador abierta, un charco de leche en el piso y un reguero que conducía a la puerta que daba al fondo de la casa. Cuando llegué a la puerta, descubrí que el ruido era nada menos que un quejido, y allí fui testigo de un incidente sumamente interesante.
Sentado en los peldaños de la escalera que conectaba con el patio se encontraba nuestro hijo de cinco años de edad, tratando de dar de comer a su pequeño gato. En el recipiente había suficiente leche para alimentar a varios animales. Con una mano sostenía firmemente al animal por el cuello mientras éste batallaba incesantemente por zafarse, y con la otra mano le tenía tomada una de sus patas traseras. Entonces metió al gato de cabeza en el recipiente mientras el animalito daba quejidos ante lo que tal vez para él resultaría en una segura muerte por ahogo en leche. Finalmente se las ingenió para arañar al niño en la muñeca, lo cual le permitió librarse aunque no sin antes caer dentro del recipiente de leche. Antes de que mi hijo se pudiera recuperar del dolor momentáneo, el gato saltó fuera del recipiente y emprendió veloz carrera hasta desaparecer debajo de una hacina de leña en la que encontró refugio.
Mi hijo no se había dado cuenta de que yo había presenciado lo acontecido, y, profundamente decepcionado, se echó a llorar. Todos sus esfuerzos por dar de comer a su pequeño gato se habían visto frustrados. Todos y cada uno de los elementos necesarios para cumplir con su objetivo se tomaron en cuenta: Tenía el gato; el animal tenía hambre; y el niño contaba con el alimento necesario para satisfacerlo. No obstante, algo había fallado; se trataba de algo relacionado con el método que empleó para combinar los elementos, lo cual resultó en su frustración y fracaso. El animal no pudo saciar su apetito y, tal como nuestro hijo aprendió por triste experiencia, resultó aún más difícil alimentarlo la próxima vez. Le mostré la que a mi criterio era la mejor manera de darle de comer a un gato, pero no fue sino hasta después de tratar varias veces, y aun hasta de ejercer un tanto de coacción, que finalmente el animal restableció la suficiente confianza como para dejarse alimentar por el muchachito.
Conozco a muchas personas que han sido víctimas de sentimientos frustrantes similares a los de mi hijo. Sentimientos tales como esos invaden bastante a menudo a no pocos maestros -mucho más a menudo de lo necesario. Casi a diario, a cada paso que damos, nos encontramos con alguien que necesita que se le imparta instrucción, diría que está casi hambriento por recibirla. En nuestra función de padres, maestros o líderes, no sólo estamos en condiciones de proveerla, sino que es nuestra obligación así hacerla. A pesar de todo, frecuentemente ejecutamos tal responsabilidad de una forma que repele al alumno, terminando el maestro arañado o mordido precisamente por aquel a quien tenía la esperanza de nutrir.
El más preciado de todos los dones
El resultado no debería ser siempre tan frustrante. En realidad, podemos aprender a enseñar. En la enseñanza del evangelio de Jesucristo nos encontramos con desafíos o problemas especiales. El pretender enseñar en cuanto a la fe, al arrepentimiento, a la virtud o a la humildad, por citar algunos ejemplos, ofrece determinadas dificultades que generalmente no encontramos al tratar de dar instrucción relacionada con otras materias. El enseñar ha sido calificado como «el más preciado de todos los dones». No me cabe duda de que así es, pero si desconocemos algunas de las técnicas que deben emplearse, podría también definírsele como el más complejo de todos.
Por ejemplo, comparemos el enseñar con componer música. Supongamos que usted es un compositor y que se despierta en medio de la noche con una hermosa melodía rondándole la mente. Tras meditar por unos momentos, comprende que se trata de un auténtico caso de inspiración y que debe registrarla de alguna forma antes de que se le olvide. Salta de la cama y se dirige en una carrera al piano y comienza a sacar las notas. La composición ya ha dado sus primeros pasos. A medida que sus dedos acarician el teclado, la melodía va tomando forma y le invade un maravilloso sentimiento de estar creando algo. Presiente que se trata de la más hermosa de sus composiciones.
Supongamos, sin embargo, que usted tuviera que dejar las partituras en el piano, junto al cual pasan muchas personas, las que tienen todo derecho de entrometerse con su composición. Cada vez que usted pasa junto al piano advierte que alguien ha tachado una nota con tinta indeleble, a veces hasta toda una línea, o que han hecho otros cambios o alteraciones.
¿Puede acaso imaginar lo difícil que resultaría componer en medio de tales circunstancias? Uno simplemente anhelaría que se le dejara en paz con su composición hasta que estuviera terminada y que solamente aquellos a quienes usted les pidiera que lo hicieran pudieran aportar algo a su trabajo. Imagínese lo difícil de borrar algunas de esas notas superpuestas para tratar de imprimir sus propios arreglos en la forma en que deben ir.
Supongamos, como otro ejemplo, que usted es un pintor y crea mentalmente, en un momento de inspiración, una verdadera obra de arte. Comienza a hacer algunos trazos y se maravilla cuán rápido cada elemento va tomando su lugar. Ahora sólo queda dar formas más definidas y agregar el color para poner punto final a su creación. Usted se esmera en su trabajo, pues desea que resulte en la mejor de todas sus creaciones. Por tratarse de un paisaje, sabe de antemano que le demandará largas horas de labor por la innumerable cantidad de detalles que debe tener en cuenta, lo cual se le hace un tanto difícil debido a los muchos transeúntes que frecuentemente le interrumpen. Así es que a menudo debe abandonar momentáneamente su trabajo, dejando al alcance de la gente que pasa todos sus pinceles y pinturas, los cuales, al igual que en el ejemplo anterior, tienen la más absoluta libertad de utilizar.
¿Puede imaginarse su frustración cuando ve cómo las personas que pasan por el lugar se aventuran a modificar su pintura? Uno de ellos comenta: «¡Qué pintura tan interesante! Sin embargo creo que este árbol está desproporcionado. Voy a agrandarlo un poco y a pintar otro más pequeño del otro lado.»
Otro de los transeúntes dice: «Este cuadro es demasiado realista. En mi opinión el cielo no debe ser azul. Si lo pinto de color bermellón quedará mucho más impresionante.»
«Demasiado abstracto», dice un tercero, y luego toma el pincel para dejar su propia marca.
Ante tal situación, hasta el más calmo de entre nosotros no vacilaría en darse por vencido, presa de la frustración.
El maestro debe a menudo trabajar rodeado por circunstancias similares a las que caracterizan a los ejemplos utilizados. Particularmente lo evidenciamos en el caso de un padre o una madre, pues, como ya lo he dicho, los padres son siempre maestros. Sin duda que el enseñar constituye el más preciado de todos los dones, la más bella de todas las artes, y a menos que estemos capacitados, puede también llegar a ser la más difícil de todas. Aquellos a quienes enseñamos no permanecen inmóviles aguardando a que nos alleguemos a ellos para componer un poco o para pintar otro poco. No permanecen en su lugar como si estuvieran suspendidos hasta que se nos dé la gana de enseñarles algo.
Muchas son las fuentes que acaparan la atención de los miembros de la Iglesia, tanto jóvenes como adultos. Providencialmente la mayoría de tales fuentes son buenas y estarán en condiciones de complementar la enseñanza que impartimos. No obstante, algunas de ellas son increíblemente perversas, debiendo ser constantemente borrada su influencia. La enseñanza que impartimos debe ser tan indeleble, eficaz y profunda como para que jamás pueda ser borrada. De ese modo, si momentáneamente fuera cubierta por falsedades o iniquidades, un buen pulido sería suficiente para traer de nuevo a la superficie nuestra obra, aun con más brillo que antes. Debemos enseñar y hacerlo bien, con efectos permanentes. Como padres, como maestros y como oficiales en la Iglesia, tal es nuestra obligación y oportunidad.
El enseñar requiere más que el ejemplo
Tanto en el hogar como en la Iglesia debemos enseñar a nuestros hijos valores morales y espirituales. Parte de este cometido se puede lograr mediante el ejemplo, puesto que sin ese elemento nuestra enseñanza no estaría completa. Sin embargo, el ejemplo por sí solo tal vez no sea la manera más productiva de enseñar. Si vivimos el evangelio plenamente, es factible que nuestros hijos, al igual que otras personas que nos rodean, aprendan mucho gracias a nuestro ejemplo. Hasta es posible que logren un testimonio a causa de nosotros. Pero, ¿por qué dejarlo librado al azar? Con la atención debida se puede enseñar a obrar en justicia.
Hace algunos años tuve una acalorada discusión con el director de uno de los colegios de la Iglesia. En esa institución no se impartían clases de religión, so pretexto de que los maestros no podían dedicar tiempo a ello. Este hombre argumentó que en razón de que todos los maestros y los alumnos eran miembros de la Iglesia, ganarían un testimonio mediante la simple relación que se desarrollaría entre ellos. Terminó diciendo que, después de todo, ya era suficiente con comenzar todas las reuniones especiales que tenían en el colegio con una oración.
Le pregunté cómo se las arreglaba para repudiar los conceptos de algunos libros de texto que pudieran resultar moralmente equívocos, a lo cual me respondió que la atmósfera que imperaba en el colegio serviría como suficiente balance y que era más que factible que los jóvenes lograran un firme testimonio como producto de la enseñanza de las materias regularmente requeridas dentro de un medio ambiente espiritual.
En realidad, no veo ninguna razón por la cual debamos dejar nuestra enseñanza librada al azar. A un niño se le puede enseñar a ser honesto de la misma forma que podemos enseñarle a operar las matemáticas, o a hablar correctamente o a leer como es debido. Es cierto que nos valemos de diferentes métodos didácticos, pero no cabe duda de que podemos lograrlo.
























