Enseñad Diligentemente

21

Los ultimátums


En algunas ocasiones los maestros y los padres se meten en aprietos al emitir ultimátums. «Si no haces esto, haré tal o cual cosa.» «Si lo haces, yo haré esto o aquello.» A menudo somos un tanto impulsivos y nos aventuramos a hacer declaraciones, a lanzar amenazas o a dar ultimátums que jamás llegarán a cristalizarse.

Por ejemplo, la advertencia «Si no guarda el orden, le echaré del salón de clase» coloca al maestro entre la espada y la pared. Si el infractor no reacciona favorablemente, el cumplir con lo que le fue advertido puede no resultar del todo sabio. Si un maestro da un ultimátum apresurado a su clase (o un padre o madre a sus hijos), tendrá, tal vez, un par de opciones: Puede llevar a cabo lo prometido y así perder el respeto de sus alumnos, o no cumplir con el ultimátum y también perder ese respeto.

El dar ultimátums es desde todo punto de vista insensato. Si uno se va a aventurar a hacer declaraciones, debe asegurarse de que sean lo más vagas posibles. Limítese a hacer referencia a medidas que sirvan para obtener la cooperación necesaria, y así no se verá forzado a cubrir las apariencias teniendo que tomar otras que no conduzcan a nada positivo. Es importante tener eso siempre en cuenta tanto en la función de maestro como en la de padre o madre.

Resulta por lo general mucho mejor que un maestro enfrente un problema serio diciendo: «Roberto, quisiera hablar contigo más tarde.» Siempre existe la posibilidad de que haya una justificación para la conducta del alumno. Cuando hable con él a solas, bien puede ser que el maestro aprenda una valiosa lección del joven.

A pesar de que las causas determinantes de reprimenda ocurren generalmente en público -o sea, en el salón de clase o en una situación familiar- las medidas disciplinarias pueden ejecutarse mucho mejor en privado.

Es importante que el maestro tenga presente que ese alumno que tan a menudo crea problemas de disciplina con frecuencia está simplemente tratando de llamar la atención. Usted tendrá mucho más éxito con ese tipo de alumno cuando las medidas disciplinarias que tome no sean definitivas. Ya hemos mencionado que no debe llamársele la atención en clase en forma directa y tajante. He aquí algunas medidas que se pueden tomar, de ser posible, en este orden:

  1. Deténgase en lo que está diciendo y no hable por un momento.
  2. Haga notar, sin señalar ni referirse a nadie en particular, que «alguien» en la clase no está
  3. Mire a ese «alguien» sin pronunciar palabra. (Si por último decide nombrarle, es bueno que sepa que estará abriendo las puertas a un conflicto mayúsculo del cual, en términos generales, es el maestro y no el alumno el que sale perdiendo.)

El castigo indefinido

El maestro debe aplicar toda su sabiduría en la elección de amenazas a fin de obtener la colaboración de la clase. Por ejemplo, si dice: «Roberto, si no te comportas como es debido, llamaré a tu padre», es posible que eso no represente la más mínima amenaza para Roberto. Tal vez el joven sepa que a su padre no le importa.

Es mucho mejor decir: «Si continúas comportándote de este modo, lamentaré enormemente las medidas que me veré obligado a tomar.» Ante tal situación, el alumno prácticamente «inventa» en su mente el tipo de castigo que se le aplicará. Por lo general se imaginará algo lo suficientemente serio como para querer cambiar su conducta. Sea cual fuere el castigo que decida y exprese, por lo general no resultará tan enérgico como el mantenerse indefinido en lo que se refiere a la pena o sanción. Algo expresado en forma general, que tenga que ver con una acción vaga e indefinida, es mucho más eficaz en el cambio de conducta que cualquier amenaza expresada con nombre y apellido.

El alumno sabelotodo

Hay otro tipo de alumno que debemos analizar, aquel que es por demás comedido, el que quiere responder a todas las preguntas, el sabelotodo. Ese tipo de alumno es el que se mete en problemas con sus compañeros por creerse más listo e inteligente que los demás. Puede hasta transformarse en un dolor de cabeza para todos al monopolizar el tiempo, arrojando respuestas sin dar oportunidad a los demás de tan siquiera pensar. Fácilmente puede distraer la atención que el maestro debe a los demás alumnos que no saben las respuestas.

De hecho, el maestro tiene más obligación para con aquellos que no saben y que parecen no poder ingeniárselas por sí mismos que para con los demás.

Cuando me ha tocado un alumno así, le he llamado aparte, le he felicitado por sus conocimientos y le he dado una asignación especial. «Tu serás mi fuente de recursos», le decía. «Cuando haya agotado todas las posibilidades, tú me brindarás tu ayuda. Procuraré darles a los demás alumnos la oportunidad de responder. Sin embargo, si en alguna ocasión nos topamos con alguna pregunta que nadie pueda contestar, entonces tú me ayudarás; así que espero que sepas la respuesta.»

Por lo general esta medida daba buenos resultados. El alumno se sentía orgulloso de su función anónima, pues se trataba de algo así como un acuerdo entre él y el maestro, sintiendo que me estaba ayudando a enseñar. Por todos los medios tal alumno procuraba no equivocarse para no quedar en ridículo ante sus compañeros cuando, como último recurso, le pedía que contestara una pregunta. Esta medida nunca pareció disminuir su entusiasmo hacia el estudio. Buscaba su ayuda lo suficientemente a menudo para satisfacer su afán de tomar parte. Esa satisfacción se magnificaba aún más, puesto que salía airoso después de que otros fallaban. A menudo le miraba sugestivamente y de vez en cuando le decía en privado: «Casi tuve que pedir tu colaboración para que se respondiera esa pregunta hoy en clase.»

En otra parte de este libro analizaremos la importancia de aplicar humor en la enseñanza, pero quisiera decir algo muy breve en cuanto a su relación con la disciplina. A veces en medio de una situación tensa el maestro puede apelar al humor para aliviarla, como por ejemplo: «Carlos Martínez, si no dejas de conversar, no voy a tener   más   remedio   que   llamarte   por   tu   nombre   y   dejarte   en   evidencia   ante   toda   la clase.»  Todos  se  ríen,  inclusive   Carlos   Martínez,  pero  el  efecto  que  ello  causa  por  lo general es suficiente para superar el problema.

El maestro logrará más éxito si sus alumnos se dirigen a él en forma respetuosa. En la Iglesia se le llama «hermano» y no «señor». Sabe bien que los alumnos no necesitan un compinche ya que de esos tienen suficientes; lo que sí necesitan es un maestro, un consejero, un asesor. Necesitan a alguien que esté por encima de ellos y no a su mismo nivel. Esa distancia que existe entre el maestro y el alumno jamás desaparece a pesar de que el educador a menudo la acorta. Esa distancia, esa dignidad, le brinda seguridad contra cualquier tipo de traspaso de parte de sus alumnos. Nos referiremos más acerca de esto cuando hablemos del maestro como una ayuda visual.

Habrá momentos en una clase de Escuela Dominical, de seminario o en donde sea en que nos encontraremos con un alumno que desea atormentar al maestro y ser motivo de desorden en la clase. A menudo logrará su propósito formulando una pregunta totalmente fuera de lugar. Cuando esto acontezca, el maestro puede contrarrestarlo diciendo: «Trataremos ese asunto más adelante si tienes a bien recordármelo.» El maestro también puede mirarle seriamente y decir: «Podemos, si quieres, discutir eso en privado, más tarde.»

Este tipo de problema nos conduce al análisis de la influencia que ejercen los compañeros, lo cual bien vale la pena que se trate en un capítulo aparte.