Enseñad Diligentemente

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Apacienta mis corderos


Estoy seguro que habrá advertido cómo un grupo de niños ruidosos e inquietos, cualquiera sea su edad, rápidamente se calmará y guardará orden una vez que se le comienza a alimentar. La batahola se interrumpe y el único ruido que se escucha es el de la cuchara o el tenedor.

La manera más fácil de controlar a aquellos a quienes enseñamos es enseñarles algo alimentándolos, o como se dice en las Escrituras, apacentándolos. El maestro debe estar siempre preparado, disponer de una variedad de temas bien organizados y estar en todo momento listo para alimentar. No hay nada que pueda ocupar el lugar de esta preparación. Mientras esté alimentando al alumno debidamente, pocos serán los problemas de disciplina que se suscitarán.

La mayoría de las personas tiene el deseo de aprender, y no hay mayor evidencia de la bondad del hombre que su deseo de aprender los principios del evangelio de Jesucristo. Su deleite está en que se le instruya de las Escrituras y en la revelación pura que recibe al ganar entendimiento. En las Escrituras podemos siempre encontrar un gran alimento, y el evangelio puro es la mejor de las influencias que todo maestro puede usar para disciplinar. La substancia del alimento es de vital importancia.

Ya sea que usted enseñe a un grupo de niños o de adultos, ellos, con toda seguridad, no asistirán a la clase con entusiasmo a menos que consideren que están aprendiendo algo. Para sentir el deseo de regresar tienen que aprender. No hay duda que irán de su propia voluntad y con gran disposición a una clase o a una noche de hogar en donde sientan que se les está alimentando.

Grano en un balde

Si usted tiene un caballo en un amplio pastizal, le resultará cansador si cada vez que quiere montarlo tiene que arrinconarlo. Si el animal no coopera, será mejor que usted emplee un lazo. Sin embargo, se conoce de un método que es mucho más eficaz; se trata de un procedimiento bastante común en el que cada vez que se desea aproximarse al caballo, uno lleva consigo un balde con grano para engatusar al animal. Entonces, cuando éste se acerca para comer, se le colocan las bridas y las riendas.

La mayoría de los jinetes han pasado por la experiencia de tener que atrapar un caballo cuando no disponían de grano. Un balde vacío también da buenos resultados, o también se puede poner un poco de arena en el balde y sacudirlo. El caballo se le acercará al trote -es decir, la primera vez o tal vez hasta dos, pero de ahí en adelante, aun cuando haya grano en el balde, puede ser difícil atraerlo.

Es importante que usted alimente a aquellos a quienes enseña para que siempre puedan aprender algo. Cada vez que van a clase deben partir con un pensamiento, con una idea, con una inspiración que sea producto de haber estado ahí. Bien puede tratarse de un pequeño pensamiento; de hecho, cuanto más elemental sea, mucho más provechosos serán los resultados.

En el programa de seminarios, hay muchos jóvenes que madrugan para asistir a clase   temprano,   antes   de   ir   a   la   escuela   secundaria.   Algunas   de   estas   lecciones   se enseñan bien temprano, lo cual es un gran sacrificio para los adolescentes que tienen que saltar de la cama en un frío y obscuro día de invierno para ir a clase a aprender algo de religión. No obstante, cientos de miles de ellos lo hacen sin reparos. ¿Por qué? Porque tienen hambre y sed de aprender el evangelio.

El tipo indebido de alimento

Conocí a una maestra en Canadá que nos enseñó una lección que confirma esta idea. A pesar de todos sus buenos deseos y esfuerzos, esta hermana había logrado que únicamente parte de los jóvenes asistieran a las clases de seminarios. Tras un largo período de planificación, organizó un desayuno especial en una oportunidad durante la clase de seminario matutino. A la siguiente, llevó a cabo la misma actividad aunque con diferente menú y decoración. Así lo hizo durante toda la semana. Para su sorpresa, al fin de la semana, no solo no tenía más estudiantes, sino que contaba con menos que antes. Simplemente se resistían a la idea de levantarse tan temprano para apenas ir a entretenerse. La maestra abandonó su plan y volvió a dedicarse exclusivamente a enseñar.

Los jóvenes (como fue precisamente en este caso que acabo de mencionar) cobrarán un marcado interés y asistirán a clase en mayores números cuando se les enseña. Tras enterarnos de la experiencia de esta buena maestra, surgió un dicho: «¡Si uno quiere eliminar un programa de seminario matutino, no tiene más que organizar una fiesta todas las mañanas!» Los jóvenes van a clase para que se les enseñen los principios del evangelio de Jesucristo y nunca responderán favorablemente a actividades que tiendan únicamente a entretenerlos.

El problema del «Yo»

Una de las razones por la que muchos maestros en la Iglesia tienen tantos problemas para compartir el evangelio es que lo han adquirido con propósitos equivocados y lo han almacenado en su mente en el tipo menos apropiado de recipientes.

Cuando vamos a una reunión sacramental, por ejemplo, y escuchamos a alguien exponer una verdad del evangelio, somos, en muchos casos, conmovidos y nos decimos a nosotros mismos algo como: «Qué verdad tan maravillosa. Me alegro de haber venido. Me ayudará enormemente. Tendré que recordado y emplearlo en mi propia vida. Mi vida cambiará positivamente por haber estado yo hoy aquí. Qué privilegio he tenido de estar en esta reunión. Vendré a la reunión sacramental otra vez. Iré a las demás reuniones porque necesito la mayor enseñanza posible en cuanto al evangelio. Qué bueno poder aprender cosas que me ayuden a mejorar.»

¿Advierte el problema del «Yo» en tal tipo de actitud? Hay solamente una persona envuelta en todo esto y es la primera del singular.

Cuánto más fácil resultará aprender si observamos la siguiente actitud: «¡Qué principio del evangelio tan extraordinario! ¡Cuánto me alegro de haber tenido la oportunidad de escucharlo! Sé de muchas personas a quienes puedo ayudar poniéndolo en práctica. Mis hijos necesitan aprenderlo. También se lo puedo enseñar a mi clase de la Escuela Dominical.»

Si tenemos a otras personas presentes, almacenamos el conocimiento que ganamos de una manera diferente que si estáexclusivamente destinado a uno mismo. De antemano sabemos que lo emplearemos y por qué lo haremos. Nos resultará mucho más fácil recordarlo. De ese modo no nos encontraremos desprovistos de recursos cuando tengamos la oportunidad de enseñar, ya sea a nuestros hijos o a otras personas en la Iglesia.

Hay una lección que pocos miembros de la Iglesia parecen llegar a aprender, y es la siguiente: No somos únicamente receptores del evangelio; somos también transmisores. Cuán importante es este principio.

Es muy difícil dar a otros una cosa que adquirimos para nuestro propio uso. Sin embargo, si la obtenemos con la idea de compartirla. no tendremos dificultad en hacerlo, aun cuando se trate de personas que no aprecien lo que les estemos dando.

Este principio tiene tanta aplicación para alumnos como para maestros.

¿Está usted enseñando de forma tal que los alumnos acumulan todo lo que aprenden para ellos mismos o con la idea de que pueden compartirlo con otros?

Uno de los problemas más grandes que encontramos en el campo misional es que los jóvenes misioneros llegan básicamente inspirados por motivos egoístas. «Iré a mi misión. Me beneficiará enormemente. Tendré la oportunidad de viajar. Me dará el privilegio de obtener cosas que serán de mucho provecho para mi vida.»

Una de las obligaciones que todo maestro tiene es estar abnegadamente interesado en los demás y enseñar a sus alumnos a ser y sentir de la misma manera. Eso es lo que quisimos decir anteriormente con aquello de que cada maestro debe ser un transmisor de las verdades del evangelio, y no solamente un receptor de ellas.

Nada es completamente nuestro sino hasta que estemos en condiciones de darlo a otra persona. Tal es el caso de una propiedad; a menos que dispongamos de su correspondiente título, no gozamos del privilegio legal de regalarla. Del mismo modo, el evangelio no es totalmente nuestro sino hasta que tengamos un título que así lo acredite, o sea, hasta que lo sepamos. Entonces podremos compartirlo, y así tendremos un título aún mayor. El proceso que nos permite darlo a otros es la enseñanza. El maestro debe entender este principio y así preparará sus lecciones a fin de comunicar e inculcar el mismo sentimiento entre sus alumnos.

Si no acumulamos enseñanzas del evangelio con la idea de compartirlas, las almacenaremos de una manera diferente y así pierden mucho de su valor. Resulta más fácil acumularlas con el propósito y el deseo de transmitirlas a otros en una forma sencilla a fin de que todos las puedan entender.

Es interesante observar a algunos jóvenes llenos de talento, capaces, de buena presencia, llegar al campo misional con toda disposición, con el máximo de entusiasmo y determinación de enseñar el evangelio. Pero aun cuando sean poseedores de todas esas virtudes, no tendrán éxito hasta que aprendan a ser humildes y a obrar conforme a la voluntad del Señor. Deben aprender a olvidarse de sí mismos y de sus preocupaciones egoístas y compremder que no se trata de «mi misión», sino de «Su misión». Quisiera darles algunos ejemplos.

Cajas de libros

Cuando serví como Presidente en la Misión de Nueva Inglaterra, con mis asistentes íbamos de vez en cuando a inspeccionar los apartamentos donde vivían los misioneros. Algunos de estos jóvenes a veces tienen la tendencia a no mantener bien arreglados sus apartamentos, por lo que, de vez en cuando, nos dedicábamos a hacer algunas inspecciones. (Es interesante acotar que este procedimiento surtía un interesante efecto. Por medio de las «vías de comunicación» de los misioneros, se hacía correr la voz, y a pesar de que inspeccionábamos personalmente nada más uno o dos apartamentos, limpiaban todos.)

En St. Johnsbury, estado de Vermont, me llamó poderosamente la atención una mañana cerca de las diez cuando, al llamar a una puerta, esperando encontrar al dueño de casa, nos atendió un misionero. Se suponía que él y su compañero tenían que estar folleteando.

Le pregunté dónde estaba su compañero, a lo que me respondió que se encontraba estudiando en su habitación. El joven élder estaba leyendo El nacimiento y la caída del Imperio Romano. Yo ya había leído el libro, así que pregunté cómo creía él que la lectura de ese libro le ayudaría en su servicio misional.

Me respondió que cuanto más uno sabe, tanto más puede enseñar. Le pregunté cuántos otros libros había leído. El misionero estaba sentado sobre una vieja cama de estilo europeo. Tomó el cubrecamas y levantó uno de sus costados y pude ver varias cajas de libros debajo de la cama. ¡Los había leído todos!

Le pregunté de dónde había sacado todos esos libros y me explicó que tenía un pariente que era propietario de una casa editorial, el cual le enviaba un ejemplar de cada libro que ellos publicaban que estuviera relacionado en lo más mínimo con la Iglesia. Tras conversar por espacio de algunos minutos, le instruí que empaquetara todos los libros en cajas y que los mandara a su casa. También le indiqué que debería escribir a su pariente y decirle que no le enviara más libros. Lo único que necesitaría por el resto de su misión eran los Libros Canónicos y uno o dos libros más que recomendábamos.

Por cierto que protestó, insistiendo en que estaba aprendiendo el evangelio y que cuanto más leyera, en mejores condiciones estaría de enseñar. Traté de hacerle razonar y finalmente, algo impaciente, le dije: «Elder, si usted se mantiene en esa posición, le puedo asegurar que aprenderá muchas cosas relacionadas con el evangelio; muchas de las cuales no tendrán ninguna utilidad para usted. Se transformará en esa clase de persona que va a una clase de la Escuela Dominical a crear conmoción y a exasperar al maestro al desplegar toda su sabiduría.

«De seguro adquirirá mucho más conocimiento que la mayoría de los maestros que pueda encontrar en la Iglesia y hasta sentirá el deseo de corregirlos en toda oportunidad posible. Cada vez que alguien cometa un error, ya sea que se trate de un maestro de la Escuela Dominical, un obispo, un consejero o un líder de quórum, usted se lanzará a corregirlo. Estoy seguro que advertirá muchos errores, pues en la Iglesia todos aprendemos a medida que crecemos. Jamás se le llamará a ocupar posiciones de responsabilidad debido a su arrogancia, a su actitud de sabelotodo. Transitará por la vida preguntándose por qué se le pasa por alto, echándole la culpa a la Iglesia y a sus miembros para terminar por claudicar espiritualmente.

«Su problema está en que es egoísta. Le preocupa mucho más cómo la misión le afectará a usted que lo que usted podrá hacer por su prójimo. Ya a esta altura sabe más de lo que necesita saber  para  presentar   el   evangelio  a  los  investigadores  y lIevarlos a ese punto milagroso en que se produce la conversión. Recuerde, élder, que no se trata de su misión, sino de la misión de Jesucristo. Si continúa por este camino jamás logrará las cosas más importantes desde el punto de vista eterno. En este momento usted y su compañero deberían estar allí afuera golpeando puertas, repartiendo la leche del evangelio. La carne llegará a su debido tiempo y entonces aprenderá en cuanto a ella.»

El joven misionero se dio cuenta de lo que había estado haciendo y envió los libros a su casa. Ya habría tiempo más tarde en su vida para ese tipo de estudio, por lo que supongo que ahora se encontrará en algún lugar de la Iglesia con un caudal aún mayor de conocimiento sobre las cosas concretas que tienen relación con la Iglesia y su doctrina, enseñando con mesura los principios básicos para así ayudar a todos los que le rodean.

Apacienta los rebaños

Hay un pasaje del Antiguo Testamento que todo maestro debe considerar, y es este:

“Así ha dicho Jehová el Señor: ¡Ay de los pastores de Israel, que se apacientan a sí mismos! ¿No apacientan los pastores a los rebaños?

“Coméis la grosura, y os vestís de la lana: la engordada degolláis, mas no apacentáis a las ovejas.

“…mis ovejas fueron para ser presa de todas las fieras del campo, sin pastor: ni mis pastores buscaron mis ovejas, sino que los pastores se apacentaron a sí mismos, y no apacentaron mis ovejas. (Ezequiel 34: 2-3, 8. Cursiva agregada.)

Si aprendemos con el fin de servir, de dar a nuestro prójimo y de «alimentar» a los demás, nos resultará mucho más fácil aprender lo que despierta nuestro interés. Con esta actitud no estamos tratando de ganar toda la gloria para nosotros mismos, sino de enseñar a nuestros hijos o a nuestros hermanos en la Iglesia. Será entonces que entenderemos el verdadero significado de este pasaje de las Escrituras: «…el que pierde su vida por causa de mí, la hallará.» (Mateo 10:39.)

También llegaremos a comprender el significado del que dice: «…atesorad constantemente en vuestras mentes las palabras de vida, y se os dará en la hora precisa la porción que le será medida a cada hombre.» (D. y C. 84:85; véase también D. y C. 100:6 y Mateo 10:19-20.)

Tenemos la obligación de compartir el evangelio en la vida diaria, como padres, como misioneros, como maestros en las organizaciones de la Iglesia. Si tiene esta obligación siempre presente. aprenderá con el fin de dar. De ese modo resultará mucho más fácil aprender a apacentar Sus corderos.