Enseñad Diligentemente

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La gloria de Dios es la inteligencia


Por encima de la importancia de que un maestro sea competente en su función, esto, como en todos los casos, debe ir en proporción a otros elementos. Los maestros, particularmente aquellos que no cuentan con mucha experiencia o que acaban de comenzar, a menudo buscan algo nuevo y atractivo que enseñar. Se lanzan a la búsqueda de cosas rimbombantes, cuando el simple conocimiento de lo más básico aplicado, reaplicado y vuelto a aplicar a situaciones cotidianas puede ser el elemento más importante para los alumnos volver a enseñar cosas sencillas, a repasar lecciones elementales una y otra vez. Esa es la razón por la que son tan eficaces como maestros.

La enseñanza correcta desde el principio

Una de las razones por las que tenemos dificultad para inculcar o enseñar cosas básicas es que no nos tomamos el tiempo desde el comienzo mismo para enseñarlas correctamente. Es importante ayudar al alumno a organizar su aprendizaje y administrarlo debidamente desde el comienzo hasta el fin. A veces enseñamos trocitos sin organizarnos con la debida homogeneidad para que el alumno sepa dónde encaja cada una de las piezas componentes.

Por ejemplo, un niño lIega a su casa, abre de un golpe la puerta, se quita su abrigo y lo arroja en el suelo, se quita el gorro, hace lo mismo, y se va a su habitación. Un padre o madre exasperado le dirá inmediatamcnte que cierre la puerta y que recoja su abrigo y su gorro. Tras un encuentro no muy agradable, el niño hace lo que se le ordena. Al día siguiente abre la puerta de un golpe, arroja su abrigo y su gorro en el suelo y se va a su habitación. La lección se repite, y es posible que vuelva a ocurrir muchas veces, pero el jovencito, aun así, no cambia su mal hábito.

Hay una mejor formula de tratar este incidente. El padre o la madre puede llamar al niño, pedirle que se ponga el abrigo y que se lo abotone, que se ponga el gorro y que tenga a bien salir de la casa, para después pasar por todo el proceso en la forma debida. Bajo la supervisión del educador, se le pedirá al niño que abra la puerta, que entre, y que la cierre debidamente. Después se quitará el abrigo, lo colgará al igual que su gorro, y entonces podrá ir a su habitación. Lección enseñada. La alternativa está en enseñarla a medias una docena de veces sin que la aprenda o enseñarla en forma total una o dos veces y que quede bien grabada.

Hace unos cuantos años, el Decano de la Facultad de Educación de una de las universidades más renombradas de California fue invitado a hablar en la ceremonia de toma de cargo de un nuevo Presidente de la Universidad Brigham Young. Se refirió al tema de «La gloria de Dios es la inteligencia». Como parte de su discurso, relató esta interesante experiencia:

«Mientras cursaba estudios en la Universidad de Columbia, fui compañero de un caballero archiconocido como el estudiante perenne. Este hombre había recibido un modesto pero al mismo tiempo adecuado legado con la estipulación de que continuaría recibiéndolo mientras estuviera matriculado en cursos universitarios. Una vez egresado, el dinero pasaría a una institución de caridad. Cuando regresé a la institución para cursar estudios de postgrado, doce años más trade, ese hombre todavía estaba allí como estudiante, condición que duró hasta el momento de fallecer hace apenas unos años.

«Se dice que el caballero recibió todos y cada uno de los títulos ofrecidos por la Universidad de Columbia. Había tomado prácticamente todos los cursos, considerándosele un verdadero erudito en una multiplicidad de materias. No había ningún campo académico que le resultara foráneo. Era probablemente más letrado que la mayoría de sus profesores. Se trataba de un hombre culto en todo el sentido de la palabra, pero no de un hombre inteligente.

«Por cierto que la inteligencia que este hombre poseía no tenía ninguna relación con lo que se considera la Gloria de Dios. Había sido por demás egoísta. Jamás se casó. Careció tanto de ambición como de influencia. Los demás estudiantes le tomaban como motivo de jarana, mientras que el cuerpo docente le consideraba un hombre sumamente extraño. Mucho era lo que este hombre sabía. pero su caudal de inteligencia era increíblemente bajo, más allá de su coeficiente mental.» (Discurso pronunciado por el Dr. Edwin A. Lee, en la ceremonia de toma de cargo de Howard S. McDonald como Presidente de la Universidad Brigham Young en Provo, Utah. el 14 de noviembre de 1945.)

El alumno es lo más importante

Un buen ejemplo del maestro que está más interesado en el cúmulo de conocimiento que se puede adquirir que en el alumno en sí queda ilustrado en una cita del élder John A. Widtsoe. quien fue un gran maestro y apóstol. Su libro In a Sunlit Land (En una tierra bañada por el sol), deja la rubrica de un extraordinario tratado sobre la ciencia de la enseñanza.

En el correr de las últimas décadas ha surgido en círculos académicos una práctica pecaminosa. Allí se mira a cada nuevo estudiante como posible candidato a recibir un avanzado título académico. Por consiguiente, los cursos básicos de cualquier carrera están plagados de problemas por demás difíciles de resolver. Por ejemplo, el curso básico de química dedica demasiado tiempo a las matemáticas de las leyes de Boyle y Avogadro, hasta que el estudiante pierde todo su interés en la materia. Si las partes más fascinantes y descriptivas de la ciencia se enseñaran ante todo, acompañadas por experimentos en el laboratorio, se podría después disfrutar mucho más de esas complejas leyes que en el comienzo causan tantos problemas. Si se considera que los alumnos están preparados para tomar una clase en particular, ésta debería ser enseñada de forma tal que su contenido pudiera ser fácilmente asimilado por el estudiante y también de una manera que despertara su interés. Aquel profesor que se jacta de «reprobar» a muchos de sus estudiantes, debería, si se tuviera a Ia educación en su debida estima, ser expulsado de sus funciones. Sus propias acciones dejan en evidencia el hecho de que no es un buen maestro y que carece de humanismo y de entendimiento. El aprender nuevas verdades constituye una experiencia maravillosa y todo buen maestro despierta esa dicha.” (In a Sunlit Land, 1953, pág. 90.)

Cuando el élder Widtsoe era Presidente de la Universidad del Estado de Utah, tuvo un pequeño altercado con el cuerpo docente de esa institución, al cual describió en los siguientes términos:

«Resultaba de la misma manera difícil en muchos casos hacer que miembros del cuerpo docente entendieran que las instituciones educativas están fundadas con el propósito de beneficiar a los alumnos. Hay educadores que piensan que ellos o los departamentos que representan constituyen el aspecto de primordial interés. Como lo he dicho antes, en muchas ciencias, los cursos básicos se dictan como si Ia totalidad de Ia clase estuviera compuesta de candidatos a obtener su doctorado en esa materia, y lo único que se logra es que los alumnos se sientan derrotados. Tales educadores, si es que les cabe ese título tan noble, se enorgullecen de dichas derrotas, por lo que a menudo me era imprescindible dirigirme a tales miembros del cuerpo docente en forma por demás directa. El alto nivel en la educación comprende muchas cosas. Se requirió mucho tiempo para hacer entender a aquellos que encontraban deleite en causar el fracaso de sus alumnos, convencidos de que de esa forma dejaban bien de manifiesto su alto grado académico, de que un buen maestro demuestra toda su sapiencia al capacitar a sus alumnos de tal forma que éstos puedan aprobar sus cursos. Será considerado un maestro inepto aquel que confunde a sus alumnos o carece de la creatividad para lograr que la materia que enseña resulte interesante.” (In a Sunlit Land, pág. 150.) .

Es fácil para un maestro desarrollar una actitud arrogante que le haga creer que él es la persona más importante de la clase. Debemos en todo momento recordar que la figura primordial es el alumno. «El que es mayor de vosotros, sea vuestro siervo» (Mateo 23:11) dijo el Señor. El propósito de todo lo que está relacionado con la enseñanza es beneficiar al alumno. A menudo nos encontramos con maestros y administradores que no captan bien esta gran verdad.

Recuerdo la oportunidad en Ia que tuve que exponer mi tesis final en la Universidad del Estado de Utah. Estaba por demás nervioso y carecía de la debida confianza en mí mismo. El presidente del comité examinador dio comienzo a la audiencia pronunciando todo un discurso sobre cuán afortunado debía yo sentirme por habérseme concedido tal privilegio. Explicó que se me había hecho una concesión especial y que debía sentirme verdaderamente privilegiado por la oportunidad de asistir a esa universidad; pero en lugar de sentirme privilegiado empecé a sentirme como si fuera un intruso.

Otro de los miembros del comité, el Dr. Wilford W. Richards, en ese entonces Director del Instituto de Religión de esa institución, se dio cuenta de la sensación que me invadía. En el momento más apropiado manifestó su acuerdo con el presidente del comité y agregó: «Por cierto que el Sr. Packer es sumamente afortunado por ser estudiante de esta institución. y a la vez es para nosotros esencial el tenerle a él como alumno. Considero que resultaría sumamente difícil operar una institución académica sin estudiantes, ¿no es así?» El presidente captó bien el sentido de la aclaración que se había hecho. La atmósfera cambió y entonces presenté mi tesis, la cual, dicho sea de paso, llevaba como título «Una evaluación de las enseñanzas de Jesús, desde el punto de vista de algunos principios de la educación».

Los apuntes

Es obvio que un maestro siempre está alerta ante nuevos temas de análisis, y no debe dejar pasar ninguna oportunidad de tomar buenas notas. Las cosas parecen entrar y salir de nuestra mente en forma vertiginosa y nunca sabemos cuándo se nos va a ocurrir una idea nueva. Una vez que nos vemos expuestos a una idea, apuntémosla   para que no se nos   escape.   De ese  modo  la  podremos emplear como fuente de recursos en nuestra enseñanza. Muchas ilustraciones y experiencias se escabullen de entre las manos porque el maestro no toma la precaución de anotarlas. Hay veces que uno puede recordar algo del incidente, pero olvida nombres de personas o lugares que lo hubieran hecho utilizable. Por tal motivo, asegúrese de apuntar bien las cosas que quiere recordar.

Hay un sinnúmero de métodos para subrayar pasajes de Escrituras que varían en muchos aspectos y deben emplearse según la forma que mejor le convenga a la rersona. Lo importante es subrayar esos pasajes y anotar alguna indicación al margen a fin de que uno pueda encontrar la referencia cuando la necesite.

Casi nunca leo libros prestados, pues no me gusta leer un libro en el que no tendré la libertad de subrayar cosas que quiera más tarde recordar. Puesto que uno no tiene el derecho de marcar un libro ajeno, considero que si vale la pena leer cierto libro, también vale la pena comprarlo. La excepción, por supuesto, está en los libros que leemos de la biblioteca, debiendo valernos, para tales casos, de un procedimiento distinto de tomar notas.

Es por lo tanto importante que se subrayen los libros y se hagan anotaciones a medida que uno va pensando en ellas. Ni sé cuántas horas he dedicado procurando encontrar algo que podría haber localizado con suma facilidad si hubiera tenido la precaución de tomar notas. En la actualidad estoy mucho mejor que antes en este aspecto.

En la medida que sea posible, le recomiendo tener un pequeño cajón que le sirva de archivo, en el cual pueda guardar en carpetas sus notas con fotografías o láminas y otros materiales de referencia. A menudo reviso mi archivo y extraigo materiales que no he usado por veinte años, los cuales me sirven para satisfacer una necesidad inmediata. Las bibliotecas de los centros de reuniones de la Iglesia cuentan con un sistema de información sumamente útil, el cual puede ser adaptado a su caso particular y al de cualquier otra persona, con fines de que le sirva de fuente de recursos para la enseñanza que imparte.

No se desvíe

Si tiene el llamamiento de enseñar una clase de la Escuela Dominical o de un quórum del sacerdocio, es prudente que se ciña lo más posible a la reseña de la lección. Generalmente se proporciona suficiente material para todo un período de clase, particularmente si los puntos de la lección, incluidos en el manual, son suplementados por situaciones cotidianas.

Existe una buena razón para que las Autoridades Generales en el curso de los años hayan aconsejado a los miembros que no se preocupen por los misterios. Hay quienes indagan a fondo en busca de elementos que en muchos casos pueden ser verídicos pero no esenciales para la salvación de ningún mortal. Es mucho mejor que dediquemos nuestro tiempo a enseñar los principios básicos del evangelio a quienes tanto lo necesitan.

Cito a continuación a dos Iíderes de la Iglesia para corroborar la idea de que una vez que todo ha sido dicho y hecho, en lo que tiene que ver con la enseñanza en la Iglesia, las Escrituras mismas son el elemento primordial de estudio. El presidente J. Reuben Clark, hijo, manifestó:

«Las verdades espirituales están gobernadas y controladas por las revelaciones de nuestro Padre Celestial, según aparecen en las Escrituras y en las declaraciones inspiradas de los profetas. En vuestra condición de maestros, las verdades espirituales son vuestro campo de acción para enseñar la palabra revelada por Dios conforme al evangelio restaurado y, paralelamente, como maestros no tenéis asunto alguno con las verdades temporales; aunque. como lo dijo el presidente Joseph F. Smith, ‘Nunca hubo ni jamás habrá el más mínimo conflicto entre las verdades según las revela el Señor a sus siervos los profetas, y las verdades que El revela al científico que hace descubrimientos gracias a sus investigaciones y estudios.’ La misma doctrina fue proclamada por el hermano Brigham Young.

«Confío en no ser desconsiderado ni injusto ni despiadado al opinar que probablemente pocos de nosotros estemos debidamente capacitados en cuanto a las verdades temporales como para poder enseñarlas como verdades del evangelio a los alumnos que nos escuchan. Debemos tener esto siempre presente…

«Como maestros, tenéis el derecho de pensar y especular concerniente a verdades temporales y también en cuanto a si deseáis creer en ellas o no, pero no debéis enseñarlas como verdades espirituales a vuestros alumnos, a menos que el Señor haya revelado la verdad absoluta en cuanto a lo que estéis enseñando. Estoy seguro que querréis ser sumamente cuidadosos cuando asumáis tal posición. Debemos tener siempre presente que no somos científicos, sino que somos maestros de verdades espirituales y que cuando nos aventuramos a tratar verdades temporales, lo cual deberíamos abstenemos de hacer en lo posible, tendremos que dejar bien en claro que estamos basándonos pura y exclusivamente en nuestra opinión personal. En cuanto a las verdades espirituales, debemos ser igualmente cuidadosos en razón de que a menudo, cierto párrafo, especialmente si lo encontramos aislado de su contexto, puede significar una cosa para una persona y otra diferente para otra, y aun tener un tercer significado para una tercera persona. Veremos que tal será el caso, particularmente en aquellas cosas en las que el Señor nos ha revelado su conocimiento para nuestro entendimiento.» (Extractos de un discurso dado el 17 de junio de 1958 en la Universidad Brigham Young.)

El presidente Joseph Fielding Smith declaró: «En lo que tiene que ver con la filosofía y la sabiduría del mundo, éstas no significan absolutamente nada a menos que se ajusten a la palabra revelada de Dios. Cualquier doctrina, ya sea que lleve el nombre de la religión, de la ciencia, de la filosofía, o de lo que quiera que sea, si está en conflicto con la palabra revelada del Señor, fracasará. Puede que en principio resulte plausible. Tal vez nos sea manifestada en términos atractivos e irrefutables. Quizás sea verificada por medio de evidencias que uno no pueda rebatir, pero todo lo que uno debe hacer es esperar. El tiempo pondrá todas las cosas en orden. Veréis que toda doctrina, todo principio, más allá de cuán universalmente sea aceptado, si no estuviere de acuerdo con la divina palabra del Señor a sus siervos, perecerá. Tampoco es necesario que agreguemos significado a las palabras del Señor a fin de que coincidan con tales teorías y enseñanzas. La palabra del Señor no dejará de cumplirse, mas todas estas doctrinas y teorías caerán. La verdad y únicamente la verdad permanecerá cuando todo lo demás haya perecido.» (Discurso dado en la Conferencia General de octubre de 1952)

En 1954 el élder Harold B. Lee fue asignado por la Primera Presidencia y el Consejo de los Doce para enseñar a los maestros de seminarios por un período de tres meses durante   el   verano. El mensaje que el élder Lee repitió una y otra vez durante esos tremendamente estimulantes períodos de clase fue simplemente: «Determinaos a seguir aquello que es verdadero.» Nos explicó que cuando nos encontramos ante la más mínima duda, debemos proponemos a seguir lo que consideramos que tiene que ser verdad, buscando constantemente lo que es correcto.

Hace algunos años había dos maestros en el cuerpo docente de uno de los grandes institutos de religión quienes eran poseedores de un gran talento en sus funciones didácticas, y ambos contaban con una gran cantidad de alumnos matriculados en sus respectivas clases. Uno de ellos, no obstante, estaba constantemente envuelto en polémicas. A menudo, y con algo de verdad en ello, se le acusaba de que sus enseñanzas tendían a destruir la fe. Este maestro adoptó la posición, lo cual también es muy cierto, de que él estaba enseñando a estudiantes alertos e inquisitivos, y de que debía contar con la libertad de explorar y analizar todos los problemas. A menudo pasaban todo el período de clase discutiendo asuntos de naturaleza delicada y que dejaban mucho margen para la especulación. Tras minucioso estudio, llegamos a la firme conclusión de que aun cuando se trataba de un maestro sumamente popular, sus enseñanzas no promovían la fe, sino que por el contrario, generaban dudas.

El otro maestro, que enseñaba en el mismo edificio y quien también gozaba de popularidad entre sus alumnos, parecía dar siempre muestras de fortalecerles. La fe era sin duda el producto de sus esfuerzos.

Asistí a clases de ambos maestros. El segundo de ellos no era menos extrovertido doctrinalmente que el primero, Estaba dispuesto a analizar cualquier pregunta que uno de sus alertos e inquisitivos estudiantes estuviera interesado en traer a colación. Iba directamente al grano de la pregunta sin escaparse por las tangentes. Se refería con la misma libertad a los mismos temas que su colega. Sin embargo, el resultado de su enseñanza era la fe, mientras que el otro maestro dejaba a sus alumnos sumergidos en la duda. El determinar las diferencias que existían entre ambos se requirió un cuidadoso análisis, aun cuando se trataba de una diferencia muy simple.

La promoción de la fe

El segundo maestro terminaba cada una de sus clases con su testimonio -no siempre un testimonio formal de esos que escuchamos a menudo en una reunión sacramental, pero siempre había un mensaje al fin de sus lecciones. Bien a menudo, por supuesto, la lección terminaba en lo más ardiente de la discusión, y así los estudiantes se quedaban pensando y luchando interiormente con los efectos de lo discutido, lo cual se prolongaba en algunos casos por varios días hasta que se reunían nuevamente. Este maestro manifestaba: «Bien, no hemos podido terminar nuestra discusión de este punto, y antes de que se vayan, quiero que tengan bien presente una sóla cosa. Una vez que hayamos averiguado todo lo que hay por averiguar en cuanto a este asunto, ustedes llegarán a saber como yo sé que Dios vive y que El dirige esta Iglesia y reino y de que El se comunica con Su Profeta, el cual es nuestro líder.»

O tal vez decía: «Mientras meditan en cuanto a esto durante la semana, recuerden algo que no deja lugar a dudas y es que Dios es nuestro Padre Celestial, que nos ama, y que podemos llegar a saber eso, como el conocimiento más importante que adquiramos. Yo lo sé, y quiero que ustedes lleguen a saberlo, si es posible, con una firmeza más grande que la mía.»

Aprenda de sus alumnos

Al preparar los temas de discusión y al prepararse uno como maestro, debe estar siempre aprendiendo. ¿De quién debe aprender? ¿Qué tiene de malo el aprender de sus alumnos? Esto se aplica principalmente a los padres. Sin ningún lugar a dudas, los padres aprenden más de los hijos que lo que éstos jamás aprenden de los padres. En ello se encierra el gran privilegio de la paternidad. Quisiera compartir con ustedes una leccción que aprendí de uno de nuestros hijos.

Hace algunos años teníamos una vaca que estaba a punto de parir. Por varias semanas no había estado en casa antes de que anocheciera de manera que un día antes de tener que viajar a una conferencia, fui a ver a la vaca. El pobre animal estaba padeciendo, así que llamé al veterinario, quien de inmediato vino a revisarlo. Tras hacerlo, me informó que la vaca se había tragado un alambre, el cual le había punzado el corazón. «Temo que muera hoy mismo», me dijo.

Se suponía que al día siguiente nacería el ternero. La vaca era un factor importante para nuestra economía familiar. Le pregunté al veterinario si podía hacer algo, y me dijo que podía tomar algunas medidas, «pero no creo que surtan mayor efecto», y agregó, «Va a ser dinero tirado a la calle.» Tras informarme de cuánto me costaría, le dije que tomara las medidas que creyera convenientes.

A la mañana siguiente nació el ternero, pero la vaca permanecía echada jadeando. Llamé nuevamente al veterinario, pensando que el animal podría necesitar atención. Volvió a revisar a la vaca y me dijo que por cierto moriría en menos de una hora. Fui a la casa, tomé la guía telefónica, copié el número telefónico de una compañía de productos vacunos, lo puse junto al teléfono y le pedí a mi esposa que llamara y les dijera que vinieran a retirar a la vaca más tarde ese día.

Tuvimos nuestra oración familiar antes de marcharme hacia el aeropuerto. La oración la pronunció nuestro niño pequeño, y en ella -después de haber expresado lo que comunmente expresaba, como ser: «Bendice a papá para que no le pase nada malo en su viaje, bendícenos en la escuela», etc.- comenzó a orar con notable sentimiento. Dijo: «Padre Celestial, por favor bendice a Bossy para que ella se pueda mejorar pronto.»

Mientras estaba en la conferencia, en California, recordé esa oración, y cuando surgió el tema de la oración en una de las reuniones, relaté el incidente y dije: «Me alegra que mi hijo haya orado de esa manera, pues estoy seguro que va a aprender algo importante. Madurará y sabrá que uno no siempre consigue todo lo que pide simplemente porque lo pide. En ello hay una lección para aprender.»

Y por cierto que la había, pero fui yo quien la aprendió y no mi hijo, pues cuando llegué de regreso a casa ese domingo por la noche, Bossy estaba mejor. Fue el padre quien tuvo que aprender una lección sobre la fe y la oración, de igual manera, si no más, que su hijo.