Enseñad Diligentemente

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El humor en el salón de clase


Siempre me resultó significativamente triste el hecho de que los libros de texto en el campo de la educación fueran caracterizados como académicos, eruditos y también aburridos. Es interesante observar que en las escuelas normales exponen a los futuros maestros a un sinnúmero de libros en el curso de su capacitación tan especializada, mas no cuentan ni con una pizca de humor en ninguno de ellos. Es como si esperáramos que los alumnos suspendieran aquellas características naturales que les ayudarán a ser maestros precisamente cuando están recibiendo capacitación para llegar a serIo. Eso siempre me ha parecido un grave error. Pienso que los libros de texto que tratan sobre la forma de capacitar a personas en el arte de enseñar deberían ser los más interesantes de todos los libros.

El tener sentido del humor no es simplemente coleccionar y contar cuentos, sino que se trata de percibir aquellas cosas que son humorísticas y hacer que sirvan para que las lecciones sean un poco más entretenidas. Alguien ha dicho que el sentido del humor es el aceite de la máquina de la vida. El poseerlo caracteriza a la persona equilibrada.

Siempre me ha resultado evidente que los profetas han sido y son hombres dotados de un sentido del humor sumamente desarrollado. Más allá del hecho de que se desenvuelven dentro de los confines tal tez más serios y hasta los más trágicos a veces, las Autoridades Generales pueden siempre sonreír.

Una persona, enfrentada a una circunstancia muy difícil, en una ocasión comentó: «Bueno, es para reírse o para llorar, y reírse es mucho más fácil.»

El sentido del humor constituye un poderoso e importante atributo en todo buen maestro. El evangelio es un evangelio feliz y agradable. Hay veces en que nos llenamos de solemnidad hasta las lágrimas, pero el buen maestro tendrá el sentido del humor siempre a mano. Siempre habrá en un salón de clase alumnos llenos de picardía y muchas veces sus ocurrencias servirán para aplacar la tensión.

He aquí algunos ejemplos del tipo de humor que se puede emplear en el salón de clase. Algunos de ellos son experiencias que yo mismo he tenido y que me han ayudado a mantener mi sentido del humor alerta y activo, lo cual me ha servido de gran valor como líder en la Iglesia, como maestro en una clase y como padre de mi familia.

Tal vez lo más gracioso que me haya ocurrido como maestro tuvo lugar cuando enseñaba en el programa de seminarios. En aquella época. uno de los cómicos más populares en los Estados Unidos era Edgar Bergen, un ventrílocuo que trabajaba con dos muñecos llamados Charlie McCarthy y Mortimer Snerd. Charlie McCarthy vestía un smoking negro y representaba a un joven bien educado y distinguido. Mortimer Snerd, por su parte, caracterizaba al típico campesino. Cuando se le hacía una pregunta como: «¿Quién está sepultado en la tumba de NapoIeón?» pensaba por un rato, daba algunas respuestas incorrectas y terminaba dándose por vencido.

Pues bien, en una de mis clases de seminario había un jovencito que se parecía bastante a Mortimer Snerd. y no pasó mucho tiempo sin que se le apodara «Mortimer». En realidad no había mala intención de parte de sus compañeros, aunque al mismo tiempo resultaba un tanto cruel que a cada momento se le llamara «Mortimer» o «Snerd».

Un día se anunció por el sistema de amplificación del edificio que se le requería a él en la oficina del director de manera que partió del salón en medio de una nube de bromas de parte de sus compañeros. No bien cerró la puerta cuando, bastante enojado, reprendí a la clase por su inexcusable crueldad. «¿Se dan cuenta de lo que le están haciendo? No existe la más mínima justificación para lIamarle Mortimer,» les dije.

De pronto se abrió la puerta. El jovencito ya había arreglado su asunto en la oficina del director y regresaba a clase antes de lo que yo esperaba. Tan por sorpresa me tomó el verle entrar justo en medio de mi disertación, que sin darme cuenta de lo que hacía, exclamé: ¡Vaya, Mortimer! ¿Qué haces de vuelta tan pronto?».

En una ocasión comencé una clase de seminario anunciando soIemnemente: «Ahora procederemos a pasar la lista.» No bien había temlinado mi declaración un ocurrente alumno muy serio me preguntó: «Cuando usted nos la pase a nosotros. ¿a quién se la pasaremos?» La clase, por supuesto, se echó a reir y no transcurrieron muchos segundos sin que yo también me les uniera. Ese fue el comienzo de una agradable relación con aquellos muchachos.

Una lección que todo maestro debe aprender

El tener sentido del humor es una lección que todo maestro debe aprender, aunque yo he conocido a maestros que jamás la aprendieron.

Cuando estudiaba en la universidad, me inscribí en una clase de fisiología. Un día, durante una disertación, el profesor me pidió que me sentara sobre una mesa alta que había al frente del salón de clase a fin de que él pudiera demostrar un determinado principio sobre reflejos. Tomó un pequeño martillo, similar al que usan los médicos. y procedió a golpearme suavemente en la rodilla, confiando en que la pierna se estirara obedeciendo a la acción de los reflejos. Sin embargo, dejé la pierna bien rígida y, cuando él golpeó mi rodilla, doblé rápidamente mi brazo hacia arriba, como si el reflejo hubiera tenido su acción en el lugar equivocado.

La clase festejó mi ocurrencia con una carcajada, pero al profesor no pareció divertirle mucho. A partir de ese momento jamás hubo demasiada congenialidad entre nosotros. Yo fui catalogado de irrespetuoso, lo cual quedó bien de manifiesto en las calificaciones recibidas al final de ese semestre.

A menudo se pueden contar relatos humorísticos con el fin de ilustrar algo en una lección. Si yo estuviera enseñando una lección sobre la forma más eficaz de solucionar problemas, bien podría emplear la siguiente anécdota, la que me fue relatada por el presidente de una estaca muy distante de las oficinas generales de la Iglesia. Parece ser que dos miembros de su estaca que ya habían recibido sus investiduras, estaban bastante enfermos y no se esperaba que vivieran por mucho tiempo. La persona encargada de la ropa para vestir a los difuntos llamó por teléfono al presidente una noche, un tanto preocupada ante la inminencia de dos funerales y sólo un juego de ropa para vestir a los muertos. «¿Qué piensa que debo hacer?» preguntó al presidente, quien, no hallando solución en ese momento, le dijo que lamentablemente tendría que ver la forma de solucionar el problema, ya que no habría tiempo de encargar un juego adicional a las oficinas de la Iglesia. El presidente se olvidó del asunto hasta que unas semanas más tarde, en una reunión, se encontró con ese otro hermano.

-¿Cómo solucionó el problema? preguntó.
-Lo más bien -respondió el hombre. Sin dificultad.
-¿Qué hizo? -preguntó el presidente.
-Ah -contestó-, simplemente fui y le di una bendición de salud a uno de ellos.

En una ocasión enseñé una clase durante el verano en la Universidad Brigham Young, la cual empezaba a las siete de la mañana. Un amigo mío, quien en ese entonces servía como Presidente de la Estaca La Grande, en el estado de Oregón, estaba de visita en nuestro hogar con su familia, de manera que les invitamos a pasar la noche en nuestra casa. Les dimos a ellos nuestra habitación por esa noche. Como entre una cosa y otra nos acostamos bastante tarde, me apresuré a tomar la ropa de mi cuarto para no tener que molestar a nadie temprano en la mañana.

Para mi sorpresa cuando me vestí al día siguiente, me di cuenta que había tomado un zapato de color negro y otro de color café. No sabía si molestar a nuestros invitados quienes aún dormían para tomar el otro zapato. Puesto que se habían ido a dormir tan tarde, pensé que resultaría desconsiderado de mi parte el molestarles. Me dije a mí mismo que si era un buen maestro, sería capaz de mantener la atención de los estudiantes tan centrada en lo que les estaba diciendo que nadie notaría que los zapatos eran de diferente color. Ese día traté de causar la mejor de las impresiones. O bien nadie advirtió mi problema, como era mi deseo, o si lo notaron, simplemente lo tomaron como algo típico de un profesor descuidado.

Conocí el caso de un colega que daba una buena respuesta siempre que un alumno se quejaba de que no le gustaba ir al liceo, alegando que no veía el día en que pudiera salir de aquel lugar. «¿Tú te quejas? Soy yo el que tendrá que seguir aquí hasta que me jubile a los 65.»

Sé del caso de otro maestro a quien para nada le gustaba el día viernes, aduciendo que estaba demasiado próximo al lunes.

Con Frecuencia se mal interpreta a los maestros, como el caso de la jovencita que reclamaba por el hecho de que su maestro de la Escuela Dominical la había catalogado de «cara partida». (sucedía que la muchachita tenía un defecto en el labio superior). Los padres «fueron inmediatamente a hablar con el maestro de la Escuela Dominical estando presente el obispo y al traer a colación el problema y escuchar la explicación del maestro, comprendieron que se trataba de un mal entendido de parte de la joven ya que su maestro simplemente le había dicho en forma un tanto humorística que era una «causa perdida».

En la mente de los niños, la interpretación de la enseñanza puede resultar sumamente interesante. Cuando vivía en Lindon, Utah, una de nuestras familias vecinas se mudó a la ciudad de Orem, a pocos kilómetros de distancia. Una de sus niñas se negaba por completo a ir a la Iglesia, lo cual despertó cierta preocupación en sus padres. Simplemente quería ira la Iglesia en Lindon. Pensaron que se trataba de las amistades que había dejado atrás hasta que la niña finalmenle explicó. En Lindan se le había dicho que pertenecía a la única Iglesia verdadera, por lo que no quería ir a la de Orem, sino que deseaba volver a la única verdadera.

También está el caso del jovencito que se encontraba demasiado enfermo como para ir a la escuela y se quejaba de dolores. «¿Dónde te duele?» le preguntó el padre. «En la escuela,» fue la respuesta.

Supongo que todo maestro habrá sido citado equivocadamente o tal vez mal interpretado en el curso de una lección, lo cual uno debe aceptar filosóficamente.

Es como el relato del hombre que le preguntó a su esposa: -¿Has escuchado la anécdota de la ventana que necesitaba una buena limpieza.

-¿No cuéntamela.
-Mira, no te preocupes. De todos modos no podrías verla claramente.

Ella, celebrando el humor del relato, le dijo a una vecina.

-Escuchaste la anécdota de la ventana sucia.
-No, cuéntamela.
-Mira. No creo que pueda. Es muy sucia.

No me gusta el maestro;
La materia es un sufrir.
Dejaría de ir a clase
Pero en algún sitio hay que dormir.

En una oportunidad nuestro hijo más pequeño llegó una tarde muerto de la risa del jardín de infantes al que le mandábamos. Le pregunté de qué se reía tanto.

-Le Nala -respondió en medio de la risa.
-Pero, ¿qué es lo tan cómico? -insistí.
-Nala.

Cuando la risa pasó a ser carcajada, un poco más decididamente le pregunté:

-Pero ¿de qué te ríes tanto?

Entonces me explicó en estos términos:

-Hay u nene la cuela que no tele tiende nala cando ala.

Supongo que nuestros juicios de adultos hacia otras personas y hacia nosotros mismos son, muchas veces, tan maduros como el de mi hijo.

La siguiente es otra anécdota de una niña que le fue a contar a su mamá que su hermanito estaba poniendo trampas para cazar pájaros, lo cual mortificó a la niña enormemente.

-No va a poder cazar ningún pajarito con sus trampas, ¿no es cierto, mamita? -preguntó la niña.
-Tal vez sí -contestó la mamá- Vaya uno a saber.
-Yo hice una oración y le pedí a nuestro Padre Celestial que cuidara a los pajaritos
-dijo la niñita. Entonces, con un poco más de optimismo agregó.
-y sé que no va a cazar ningún pajarito porque yo hice una oración.
-¿Cómo puedes estar tan segura? -preguntó la mamá.

A lo que llegó la reveladora respuesta:

-No va a poder cazar ningún pajarito porque después de hacer la oración, fui y con un palo le rompí todas esas trampas tan feas.

Practique buscando la parte humorística de la enseñanza, tanto en el hogar como en el salón de clase, y se asombrará de la diferencia que con eso puede lograr en la actitud de aquellos a quienes enseña, cuánto le ayudará a romper el hielo y los sentimientos de gozo que puede crear.