Enseñad Diligentemente

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Cuéntenos una historia


Las historias, relatos o anécdotas personales son de gran utilidad para despertar el interés y para enseñar una clase. Supongo que también hay historias que de vez en cuando se pueden emplear con el único fin de entretener, lo cual, más que nada, se aplica al caso de niños pequeños. Todos hemos tenido experiencias que pueden servirnos en la enseñanza que impartimos, por lo que debemos estar siempre alertas y anotarlas cuando suceden.

Aun reconociendo que las historias son de gran utilidad, siempre he sido muy cuidadoso al relatarlas a fin de jamás dejar la impresión de que un relato ficticio sea cierto o de que yo tomé parte en determinado incidente cuando en realidad no fue así. Sé que hay personas que procurarán hacer parecer algunas historias como si ellos mismos las hubieran vivido. Personalmente, entiendo que eso es deshonesto. Yo no lo haría ni tampoco recomendaría a nadie que lo hiciera. Si como parte de algo que estoy enseñando cuento un relato e indico que es algo que me sucedió personalmente, puede, quien me escucha, estar seguro de que en verdad lo viví o de otro modo jamás me lo acreditaría. Tampoco es necesario embellecer o agrandar una historia. Si por sí misma no alcanza para resaltar un concepto o un principio, mejor que no se le utilice. Si uno va a relatar algo ficticio como si hubiera sido una experiencia personal, para que al final resulte en algo humorístico o en un abuso de la candidez de los alumnos, éstos jamás llegarán a saber por cierto cuándo les está hablando en serio y cuándo no.

Hay suficiente cantidad de simples experiencias verídicas en la vida de cada uno así como numerosas maneras de crear ejemplos de veracidad aparente, como lo fue el caso de las parábolas de Jesús, que una persona no tiene la necesidad de fabricar una experiencia.

«Aquí viene nuestro Padre Celestial»

No mucho tiempo después de casados, vivíamos con mi esposa frente a una capilla. Un día, nuestro hijo mayor, que en ese entonces tenía apenas cuatro años de edad, estaba recostado contra la ventana mirando hacia la capilla cuando de pronto muy calmadamente comentó: «Aquí viene nuestro Padre Celestial.» Tanto mi esposa como yo quedamos sorprendidos por su comentario y nos acercamos a la ventana y observamos que uno de los miembros del barrio, un hermano de apellido Hawkes, estaba cruzando la calle con un balde en cada mano. Era sábado, y el hermano Hawkes, conserje de la capilla, venía todos los sábados por la mañana a llenar sus dos baldes con agua caliente para limpiar el edificio.

«Ah, es el hermano Hawkes,» mi esposa le dijo a nuestro niño. Este, algo insistente, comentó: «Bueno, tú me dijiste que ésa era la casa de nuestro Padre Celestial, y ese señor es el que siempre está allí cuidándola.» Cuando el hermano Hawkes entró a nuestra casa, le contamos lo que había sucedido y le manifestamos qué tipo de ejempIo se esperaría que fuera de ese momento en adelante, que después de todo, no es mucho que pedir, ya que se supone que todos debemos aspirar a eso precisamente.

Esta ilustración es un ejemplo de una historia que simplemente hace mención a un incidente acaecido en la vida. Si uno presta atención, encontrará muchísimos que se podrán aplicar tan eficazmente como éste. Habrá ocasiones en que querrá crear una historia para enseñar determinado principio. Esto, por cierto, no es otra cosa que crear una parábola. Se trata de un método didáctico sumamente útil y respetable. Al usted estudiar los procedimientos que Jesús empleó para enseñar, se dará cuenta que El los empleó muchas veces.

Cuando usted quiera aplicarlo, es importante que haga saber a los alumnos que se trata de un relato ficticio, creado para ilustrar determinado punto. Puede comenzar diciendo: «Supongamos que,» o»Imagínense». El hecho de que usted haya fabricado la historia para nada reducirá su poder didáctico si se le presenta debidamente. He aquí un ejemplo de ese tipo de historia.

En un día de campo

Supongamos que nuestro barrio está programando un día de campo. Se han hecho los arreglos para reservar un lugar para ese día y todo ha sido preparado debidamente bajo la dirección del obispo. La Sociedad de Socorro ha sido asignada para encargarse de la comida.

La actividad se llevará a cabo en el verano, cuando, por lo general, se dispone de más variedad de alimentos. Contaremos con un sinnúmero de platos que desde ya nos hacen agua la boca. Sin duda va a resultar en un gran acontecimiento.

La presidenta de la Sociedad de Socorro dirá que la comida no sólo debe ser nutritiva sino que debe estar bien preparada y tiene que ser servida en lo posible, de la mejor manera. La mesa tentrá que estar bien decorada, con colores que combinen. Así es que se prepara la mesa, una de esas largas, a la cual todos estamos sentados. Jamás se ha visto nada tan hermoso y el aroma es tan exquisito que no se puede comparar a ninguna otra comida que hayamos tenido delante nuestro.

Por fin llega el momento de comer. Toda la preparación de semanas enteras ha llegado a su punto culminante; en pocos minutos habremos de comenzar nuestro verdadero banquete. Se le pide al patriarca de nuestra estaca que ofrezca la bendición de los alimentos. Los niños pequeños, con mucho apetito y pocas fuerzas para contenerlo, piensan: «Espero que la oración no sea muy larga.»

En el momento en que el patriarca se apresta a comenzar la oración se produce una interrupción. Un automóvil se desvía del camino y se precipita sobre el lugar donde se está efectuando la actividad y frena a pocos metros de la mesa. Se trata de un vehículo sumamente ruidoso. Todos nos alteramos ante la intromisión y comentamos acaloradamente, «¿Cómo es que vienen a estacionar precisamente en este lugar? ¿Es que no han visto el cartel que indica que ésta es una zona de recreo y que está reservada?

Un hombre sale del vehículo y con expresión de preocupación levanta el capó y revisa el radiador. El ruido es ensordecedor y el motor hasta produce explosiones. Uno de los miembros del barrio, que es mecánico, dice: «No creo que este automóvil llegue muy lejos sin ayuda.» De pronto las puertas del vehículo se abren de par en par y salen de él siete u ocho niños pequeños, mientras sus padres comentan en cuanto al automóvil con marcada preocupación.

Los niños, como es típico en ellos, se interesan por saber qué estábamos haciendo y comienzan a dar vueltas alrededor de nuestra mesa. Sus padres, distraídos por el problema del auto, ni niquiera se inmutan. Uno de los niños mete la cabeza entre usted y yo, que estamos sentados a la mesa, mira por unos segundos, sale corriendo y trae a su hermanita. Los niños no están muy pulcros que digamos. Uno puede darse cuenta de que la niña ha estado llorando bastante ese día, pues las lágrimas han dejado una huella en sus mejillas. Su hermanito, señalando los platos que hay sobre la mesa, exclama: «¡Qué rica que debe estar esa comida!»

A todo esto, nuestro patriarca sigue aguardando pacientemente que las cosas se solucionen a fin de poder ofrecer la oración. Nosotros, por supuesto, no estamos muy pacientes que digamos y seguimos protestando por la interrupción. «La comida se está enfriando», comenta alguien. De pronto los padres de los nños se dan cuenta de que éstos están molestando a las personas de la mesa y rápidamente les llaman a su lado y los llevan hasta otra mesa no muy lejos de la nuestra.

Es la hora de comer, así que la mamá saca un canasto del automóvil en el cual tiene unas pocas cosas, suficiente nada más para engañar el estómago. Mira a los niños y a lo que puso sobre la mesa y trata de mover los recipientes de un lado a otro para dar la apariencia de que hay más de lo que realmente tiene para ofrecerles.

Ahora bien, ésta es simplemente una parábola, pero bien podría suceder. Si usted y yo estuviéramos allí en ese momento, ¿qué haríamos? He aquí algunas posibilidades:

  1. Podríamos insistir en que se comportaran decentemente mientras nosotros comemos. Después de todo, fuimos nosotros quienes hicimos la reservación del lugar; pagamos el alquiler, y tenemos todo el derecho de exigir que se nos permita disfrutar de él sin intromisiones ni interrupciones.
  2. Podríamos ser generosos. Somos cristianos, ¿no es así? La comida que hay sobre nuestra mesa es abundante y si compartiéramos un poco de cada cosa con ellos, dejarían de molestarnos y podríamos comer en paz. Ellos tienen su propia mesa y podrían comer allí. Seguramente sus modales no serían los más finos, además de no estar ni limpios ni presentables para una ocasión como la que nosotros hemos preparado. No encajan dentro de nuestras circunstancias, y a cambio de unas pocas migajas podríamos mantenerlos aislados. ¿Qué tal si hacemos eso?
  3. Claro está que hay otra posibilidad. Yo podría hacer un poco de lugar a mi lado y usted lo mismo y podríamos sentar al niño entre los dos, su hermanita podría sentarse al otro Iado de la mesa entre el hermano y la hermana Torres. Los padres se podrían sentar cerca de la cabecera de la mesa y así el patriarca podría bendecir los alimenlos. ¿No resultaría gratificante saciar el apetito de los niños? Y entonces, después de comer, el hermano Márquez, el mecánico, podría comenzar a darles una mano para arreglar el automó El hermano Padilla podría llegar hasta la estación de servicio más próxima para conseguir algún repuesto que fuera necesario. Las hermanas de la Sociedad de Socorro, al retirar las cosas de la mesa, podrían prepararles un paquete con comida para que lo llevaran con elIos, mientras que el hermano Osorio, en forma disimulada, le daría un poco de dinero al padre para que tuviera a mano durante el largo viaje que tienen por delante. Esto, por cierto, es lo que esperaríamos que sucediera.

Bueno, sí, esta última es la más saludable de las tres posibilidades. Las dos primeras ni siquiera  son  dignas  de  consideración.  Esta  última  es  precisamente  la  que aplicaríamos en todo momento, ¿o no?

Hemos estado haciendo conjeturas, hablando de alimentar a alguien que está hambriento físicamente. ¿Qué tal aquellos que entre nosotros están espiritualmente hambrientos continuamente? Tenemos la plenitud del evangelio, todo lo que realmente vale la pena espiritualmente. ¿Lo consumiremos todo sin compartir nada? ¿Permitiremos que quienes nos rodean padezcan de hambre espiritual en vez de compartir lo que tenemos con ellos? ¿O acaso les catalogaremos de ineptos o indignos de recibir el evangelio?

El convertible

Otro ejemplo de una parábola es la siguiente historia sobre un automóvil convertible. Esta idea se originó en el comentario de un joven alumno que había visto un hermoso convertible deportivo conducido por un caballero de unos treinta años. «¡Qué crimen malgastar un automóvil así en un viejo como él” comentó el muchacho.

Se me ocurrió que puesto que los jóvenes están por lo general interesados en los automóviles, podía aprovechar ese interés. Deseaba hablarles a los jovenes de la Iglesia en cuanto a la importancia de ser obedientes a sus padres, lo cual podía fácilmente resultarles aburrido y hasta si se quiere exasperante, a menos que fuera tratado de una forma muy particular. Así fue que un día entré en un salón de venta de automóviles para echar una mirada a los últimos modelos.

Uno de ellos, en particular, me atrajo sobremanera -un convertible modelo deportivo con todos los detalles que uno se pueda imaginar. Todo se accionaba con apenas apretar botones y tenía más caballos de fuerza que toda una caballería del ejército. El precio de venta del vehículo no era excesivo, teniendo en consideración todo lo que ofrecía. ¡Cómo me hubiera gustado haber tenido un automóvil así en mis épocas de estudiante de secundaria!

De esta experiencia surgió la siguiente historia.

Haz de cuenta que soy un benefactor y que he decidido obsequiar a un típico adolescente un automóvil como éste, y que tú eres el favorecido. En el momento de hacer la entrega, me doy cuenta de que económicamente no dispones de los medios para mantener un vehículo como éste, así que, con toda generosidad, agrego a mi oferta el deseo de cubrir todos los gastos de combustible, mantenimiento, neumáticos y todo lo demás que el auto vaya a requerir.

Estoy seguro de que lo disfrutarás mucho. Imagínate conduciéndolo mañana mismo por tu vecindario. Piensa en todos los nuevos amigos que por interés de pronto ganarás. Por otro lado, tus padres tal vez no estarán del todo convencidos de que se trata de una buena idea, así que les haré una visita. Estoy seguro que no estarán muy conformes, pero por ser yo una persona de prominencia en la Iglesia, finalmente consentirán.

Hagamos de cuenta, entonces, que por fin recibes tu auto, con todos los gastos pagos y con la autorización de usarlo.

Supón que una noche se te invita a asistir a una actividad de la Iglesia. «Creo que sería mejor que fuéramos todos juntos en autobús dice el asesor de tu quórum del sacerdocio, «Mejor que dejes el auto en tu casa.»

Cuando estás por salir para reunirte con tus compañeros y con tu líder, recuerdas que has dejado el automóvil estacionado en la calle y descapotado, Entonces, como se te hace tarde, vas y le entregas las llaves a tu padre y le pides que le suba la capota y lo estacione más debajo del árbol que está frente a tu casa, pues anuncian lluvias para las próximas horas. Tu padre, por cierto, consiente en así hacerlo. (Es interesante notar cuán obedientes están resultando los padres últimamente.)

Más tarde cuando vas llegando de regreso a tu casa ves que tu auto no está. Te apresuras para entrar en tu casa y con notoria preocupación le preguntas a tu padre dónde está el automóvil.

-Ah, se lo presté a alguien –responde.

Entonces, imagina la siguiente conversación:

-¿Que lo prestaste? ¿A quién?
-A ese muchacho que anda por aquí regularmente.
-¿Qué muchacho?.
-Este. . . bueno, lo he visto pasar varias veces por aquí en su bicicleta.
-¿Cómo se llama?
-Pendóname, pero no recuerdo su nombre.
-Pero, ¿a dónde llevó el auto?
-Realmente no lo sé.
-¿Cuándo lo traerá de vuelta?
-No concertamos nada en cuanto a eso.

Entonces supón que tu padre te dice con bastante impaciencia:

-A ver si te tranquilizas un poco. El muchacho entró de prisa. Simplemente necesitaba el auto y tú no lo estabas utilizando. Parecía estar en un apuro Y como se le veía como un joven honesto, le di las llaves. Cálmate y vete a descansar.

Es de suponer que ante tales circunstancias tú mirarías a tu padre confundido y te preguntarías si es que ha perdido un tornillo. Tiene uno que ser bastante insensato para prestar, así no más, una máquina tan costosa como lo es tu automóvil, teniendo en cuenta, más que nada, que estaba prestando algo que no le pertenecía a él.

No me cabe duda que ya se han dado cuenta de la moraleja de esta pequeña ilustración. Son adolescentes y están en esa edad en que uno comienza a salir con jóvenes del sexo opuesto. Se dan cuenta de que los padres del joven y los de la chica prestan a sus respectivos hijos para que ambos satisfagan el importante propósito de emprender el camino hacia la madurez y el matrimonio. Tal vez por primera vez han advertido, y comienza a mortificarles, el interés de sus padres hacia ustedes y la forma en que prentenden controlar sus actividades. Idealmente, el salir con jóvenes conduce a la formación de un hogar. El casamiento constituye un convenio religioso sagrado y en su expresión más exaltada puede llegar a ser un convenio de naturaleza eterna. Cualquier tipo de preparación relacionada con el matrimonio, ya sea de índole personal o social, nos incumbe a todos nosotros como miembros de la Iglesia.

Ahora quisiera hablarles en forma bien clara a ustedes, mis jóvenes amigos. Si están en edad de empezar a salir, están en edad de comprender que sus padres no solamente tienen el derecho sino la sagrada obligación de estar al tanto de lo que ustedes hacen, y al así hacerlo no están haciendo otra cosa que seguir el consejo de los líderes de la Iglesia.

Si ustedes tienen la suficiente madurez como para entablar ese tipo de relación con ese joven o esa joven tan especial, también la tienen para aceptar, sin ningún tipo de actitud aniñada, la autoridad que como padres ellos tienen de establecerles ciertas normas de conducta.

Ningún padre criterioso pensaría siquiera en prestar el nuevo convertible de su hijo a nadie para ir a ninguna parte, ni para devolverlo a ninguna hora. Si ustedes tienen la edad suficiente para salir con jóvenes del sexo opuesto, también la tienen para ver la insensatez de aquellos padres que prestan a sus hijos sin la más mínima preocupación. Jamás pidan a sus padres que les permitan a ustedes, su más valiosa posesión, salir así no más, sin dar muestras del más mínimo interés.

De hecho, el prestar un automóvil no sería tan serio como podría suponerse, puesto que si ocurriera un accidente y se dañara, se le podría reparar o reemplazar. Sin embargo, existen ciertos problemas y riesgos en una relación entre jóvenes de ambos sexos para los cuales las soluciones no son tan sencillas ni favorables.

Cuando se tiene la debida edad, es aconsejable comenzar a salir con otros jóvenes. Es saludable, tanto para el varón como para la joven, el aprender a conocerse y a respetarse mutuamente. Es apropiado ir a actividades deportivas o a bailes o a paseos y hacer todas las cosas debidas que los jóvenes hacen. No nos oponemos a que nuestra juventud tenga ese tipo de relación, pero les instamos a establecerse las normas de conducta más altas.

¿Cuándo llega uno a la debida edad? La madurez en sí puede variar de una persona a otra, sin embargo, somos de la firme idea de que las salidas no deben comenzar hasta que ambos estén bien asentados en la adolescencia. Y entonces, lo ideal es salir en grupo. No aconsejamos que salgan con alguien en forma exclusiva, pues esto es la antesala del noviazgo y el noviazgo debe dejarse para cuando ambos estén a un paso de dejar la adolescencia.

El salir con otros jóvenes no debe ser algo prematuro. Den gracias a sus padres si les aconsejan de ese modo. Esta relación entre un joven y una señorita no debe ser librado al destino sin la debida supervisión, y también deben dar gracias a sus padres si se preocupan de así hacerlo.

Hay veces que los jóvenes suponen equivocadamente que el tener una actitud religiosa y el ser espirituales interfiere con el encanto de la juventud. Consideran que los requisitos de la Iglesia no son más que interferencias y ridiculeces que truncan la expresión plena de la juventud.

¡Cuán insensatos aquellos que piensan que la Iglesia es un muro que les aisla de la manifestación del amor! ¡Si los jóvenes supieran!

Los requisitós de la Iglesia son el camino que conduce al amor y a la felicidad, con barreras protectoras a los costados, con carteles indicadores bien distinguibles y con lugares de servicio a lo largo de él. Cuán lamentable que haya quienes se resientan ante los consejos y la ayuda y, al mismo tiempo, cuán afortunados aquellos de ustedes que se ajustan a las normas de la Iglesia, aunque más no sea por simple obediencia o hábito. Seguramente se   verán recompensados por el gozo continuo y eterno.

Algo más, sean pacientes con sus padres. Ellos les aman profundamente, y por ese interés tan genuino que sienten por ustedes, tal vez lleguen a querer sobreprotegerles siendo demasiado vigorosos al establecer normas de disciplina. Mas sean pacientes; recuerden que la tarea de ser padres no es fácil y ésta es la primera vez que pasan por ella. Jamás antes han tenido que criar a nadie exactamente como ustedes.

Denles el derecho de no entender y de cometer algunos errores de vez en cuando. Ellos les han dado a ustedes ese derecho. Reconozcan su autoridad. Estén agradecidos por su disciplina, pues esa disciplina es la que podrá ponerles en el camino a la grandeza.

El niño japonés

Al ustedes enseñar, verán que de su propia vida podrán extraer algunas anécdotas o historias. Por ejemplo, hace muchos años en Japón tuve en un tren una experiencia que jamás olvidaré. La puedo recordar con tanto detalle hoy como la recordaba al día siguiente de cuando me sucedió.

Lo que quedaba de una estación de trenes (después de la guerra entre los Estados Unidos y Japón) ofrecía un aspecto inhóspito y frío. Niños hambrientos dormían echados en los rincones, los más afortunados de ellos tapados con algunas hojas de periódico o viejos trozos de tela. Poco fue lo que pude dormir en el tren; de todos modos, las literas eran demasiado cortas.

En las opacas y frías horas del alba, el tren se detuvo en determinado lugar. Escuché a alguien golpear en la ventana y levanté la persiana para ver dónde estábamos. Allí, en puntillas de pie en el andén, golpeando la ventana con una lata, me encontré con la figura de un niño, seguramente huérfano y mendigo. Tendría unos seis o siete años. Su frágil cuerpecito daba muestras de inanición. Apenas si tenía puesta una camisa despedazada con la apariencia de haber sido un kimono. Su cabeza estaba cubierta de costra. La parte izquierda de su mandíbula estaba sumamente hinchada, tal vez como producto de una infección en una muela. Alrededor de su cabeza tenía atada una vieja y sucia tira de tela con un nudo en la parte de arriba.

Cuando me asomé a la ventana, el niño comenzó a agitar su lata pidiendo limosna. Lleno de pena pensé, «¿Cómo puedo ayudarle?» Entonces encontré la forma de hacerla. Tenía algo de dinero, moneda japonesa. Me di vuelta hacia mi ropa y en el bolsillo encontré algunos billetes. Cuando traté de abrir la ventana, no pude; estaba atascada. Me puse los pantalones y corrí hasta el fin del vagón. Al tratar de abrir la compuerta, detrás de la cual el niño me aguardaba ansiosamente, el tren echó a andar y comenzó a alejarse de la estación. A través de las sucias ventanas podía ver al niño con su lata en alto y su trozo de tela alrededor de la cabeza.

Allí estaba yo, un oficial del ejército conquistador, camino a casa donde me aguardaban todas las bendiciones materiales, la calidez de mi familia y múltiples oportunidades. Allí, a medio vestir, con un puñado de billetes japoneses en la mano, los cuales el niño había visto pero que no pudo recibir.

Me sentí conmovido, tal vez atemorizado, por la experiencia. Hay veces que quisiera poder  olvidarme de  ese escenario, pero es posible que necesite recordarlo siempre.  Quería  ayudarlo pero no pude.El único consuelo que  encuentro es que en verdad quise ayudarlo.

En las páginas de la historia se puede encontrar un tremendo caudal de relatos y anécdotas en la vida de aquellos que nos antecedieron en el tiempo. Siempre he disfrutado el leer de la historia y me he sentido conmovido muchas veces por la multiplicidad de ilustraciones tan humanas que tantas y poderosas lecciones tienen para enseñar.

En un libro de historia de la Iglesia titulado Handcarts to Zion (Con carros de mano rumbo a Sión), escrito por LeRoy Hafen, leí algo que quisiera exponer tal como lo relaté en una ocasión.

El niño perdido

A fines de la década de 1850 muchos conversos de Europa se esforzaban por llegar hasta el Valle del Lago Salado. Muchos de ellos eran demasiado pobres como para poder obtener una carreta cubierta, así que tenían que caminar, empujando carros de mano cargados con sus humildes pertenencias. Algunos de los más conmovedores y trágicos momentos de la historia de la Iglesia se registraron entre este tipo de pioneros.

En una de esas caravanas, comandada por un hermano McArthur, iba un hermano de nombre Archer Walters, un converso ingles, quien en su diario, el día 2 de julio de 1858, escribió la siguiente frase: «El hijito del hermano Parker, de seis años, se perdió. Su padre volvió a buscarlo.»

El niño, de nombre Arthur, era el penúltimo hijo de Robert y Ann Parker. Tres días antes la caravana había tenido que detenerse de apuro al desprenderse una repentina tormenta y fue en ese momento en que notaron la ausencia del niño. Sus padres pensaban que estaba jugando con otros niños.

Alguien recordó que ese mismo día, cuando se habían detenido, el niño se había sentado a descansar a la sombra de unos arbustos. Sabido es con cuánta facilidad se puede quedar dormido un niño de seis años en un día de verano, al punto de que ni siquiera el intenso ruido de una compañía en movimiento lo despertara.

La caravana se detuvo por dos días mientras todos los hombres fueron en su busca. Entonces, el 2 de julio, sin otra alternativa, la compañía recibió la orden de continuar su camino hacia el oeste.

Robert Parker, tal como se asentó en el diario, decidió volver solo una vez más en busca de su hijito. Cuando partía del campamento, su esposa, Ann, le prendió un colorido mantón sobre los hombros, y le dijo: «Si le encuentras muerto, envuélvele en el mantón y entiérralo. Si le encuentras vivo, el mantón te servirá para hacernos señas.»

Y así, acompañada por sus otros niños, tomó el carro y empujándolo con sumo esfuerzo se unió a la caravana. En el camino, Ann y sus hijos no perdían de vista la distancia a sus espaldas. Casi al ponerse el sol, el día 5 de julio, mientras miraban, observaron una figura humana aproximarse desde el este. Entonces, entre los rayos del sol poniente, Ann divisó el reflejo de un colorido mantón.

Uno de los de la compañía anotó en su diario: «Ann Parker se desplomó sobre la tierra. Esa noche, por primera vez en seis días, pudo dormir.»

El 5 de julio, el hermano Walter escribió en su diario: «El hermano Parker llegó al campamento con su pequeño hijo que había estado perdido. El gozo en el campamento era general. El gozo de la madre no podría describirse.»

Desconocemos todos los detalles, pero se dice que un leñador de quien se ignora el nombre había encontrado al niño. Parece ser que le encontró enfermo y aterrorizado, mas el hombre le había atendido hasta que su padre lo encontró.

Así termina esta historia tan común en aquella época y cabe solamente hacerse una pregunta: Si estuviera en el lugar de Ann Parker, ¿cómo se sentiría usted hacia el leñador sin nombre que había salvado la vida de su hijito? ¿Habría acaso algún límite para su agradecimiento?

Al percibir esto podremos también experimentar algo del agradecimiento que nuestro Padre debe sentir hacia cualquiera de nosotros cuando salvamos a uno de Sus hijos. Tal agradecimiento es un premio digno de cualquier esfuerzo, pues el Señor ha dicho: «Y si acontece que trabajáis todos vuestros días proclamando el arrepentimiento a este pueblo y me traéis, aun cuando fuere una sola alma, ¡cuán grande será vuestro gozo con ella en el reino de mi ‘Padre!» (D. y C. 18:15.)

Una historia muy breve

Hay una breve ilustración que se extrae de la vida de Karl G. Maeser, quien llevaba a un grupo de misioneros a través de los Alpes. Señalando hacia unos postes que habían sido clavados en la nieve para marcar el camino a traves del glaciar, dijo: «Hermanos, he ahí el sacerdocio. Son postes comunes como nosotros. . . pero la posición que tienen les hace lo que representan para nosotros. Si nos apartamos del sendero que ellos nos trazan, estamos perdidos.» (Alma P. Burton, Karl G. Maeser, Mormon Educator, Deseret Book, 1953, pág, 22.)

Aun cuando sea apenas un párrafo, puede resultar de gran valor para un maestro anotar pasajes como éste que tanto le pueden ayudar al preparar los materiales de su lección.

Los periódicos y las revistas están plagados de ilustraciones, y una de ellas, a modo de ejemplo, está enmarcada en un artículo que leí en un periódico en una ocasión.

Los malnutridos

«Los médicos que la atienden en el Hospital LDS manifestaron que la condición sanguínea de la joven ha mejorado tan notoriamente que casi con seguridad no habrá necesidad de someterla a más transfusiones. . . Los facultativos expresaron que su dieta diaria incluiría papas, huevos y cremas. Ya no será necesario alimentarla por vía intravenosa.» (Deseret News, 10 de julio de 1956.)

La joven en cuestión, de dieciocho años de edad, había sido llevada al hospital seis días antes, tras haber sobrevivido durante nueve días debajo de un automóvil volcado en uno de los desfiladeros próximos a Salt Lake City. Las lesiones que había sufrido en el accidente no eran, en realidad, serias, sino que había sido la falta de alimento y la deshidratación lo que la habían llevado a  tal   condición.   Transcurrieron muchos  días  antes  que  los  médicos  comenzaran  a  abrigar  esperanzas  de  su recuperación.

No es fácil alimentar a alguien que se encuentra en tal estado de inanición. No se trataba simplemente de darle comida sino que el alimento debía ser cuidadosamente administrado, pues el más mínimo error en las proporciones pondría su vida aún en mayor riesgo. Los médicos pusieron sumo esmero, pues su mismo tratamiento podía resultar fatal. La recuperación de la joven fue consideraba más o menos un milagro.

Lo mismo sucede con aquellos que nos rodean que están espiritualmente mal nutridos y en estado de inanición. Hacemos mención a ellos como a las ovejas perdidas. Tenemos el deber de apacentarlas. Son de todos los tipos. Algunas de ellas muestran deficiencias de una clase u otra que simplemente les privan del vigor espiritual. Hay otras que tanto se han negado a sí mismas del alimento espiritual que apenas si se tiene esperanza de salvarlas.

En nuestra enseñanza, relatos como éste pueden contribuir a recalcar puntos de gran valor. Al alimentar a aquellos por quienes somos responsables, ya sea en el hogar como en el salón de clase, busquemos historias que sean relevantes e inolvidables, y ayudemos a nuestros alumnos a incorporar a su vida diaria las verdades salvadoras del evangelio.