Enseñad Diligentemente

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Enseñemos con el Espíritu


Por medio de las revelaciones se nos ha instruido que si «no recibís el Espíritu, no enseñaréis.» (D. y C. 42:14.) Si existe un ingrediente fundamental en la enseñanza de valores morales y espirituales o en la enseñanza del evangelio, ese ingrediente es tener el Espíritu del Señor con nosotros cuando enseñamos. Felizmente, se nos hace la promesa de que esto puede en verdad acontecer. En todas partes del mundo hay miembros en la Iglesia que cuentan con el Espíritu del Señor en su vida familiar y en sus asignaciones cuando se preparan para recibirlo y viven dignamente.

El presidente J. Reuben Clark, hijo, manifestó:

«Vosotros, maestros, tenéis una gran misión. Os encontráis en el pináculo más alto de la educación, porque ¿qué otra clase de enseñanza se compara en inmensurable valor y en alcance perdurable con la que tiene que ver con el hombre en su relación con la eternidad del ayer, con la mortalidad del hoy y con lo imperecedero del mañana? Vuestro campo de acción no está limitado al tiempo, sino que también incluye la eternidad. La bendición que ambicionáis y que, si cumplís con vuestro deber, habréis de lograr es no solamente vuestra salvación, sino la de aquellos que transitan a la sombra de vuestro templo. Cuán brillante será vuestra corona de gloria, cuando con cada alma salvada se incruste en ella una fina joya.

«Pero para obtener esta bendición y para ser así coronado, debéis, lo digo una vez más, enseñar el evangelio.» («The Charted Course of the Church in Education» pág. 9.)

Para todo miembro de la Iglesia que sea llamado a ocupar la posición de maestro, debe resultar motivo de gran consuelo saber y entender que existen bendiciones espirituales reservadas para su sostén. Debemos comenzar por el lugar donde nos encontramos en este momento como maestros. La mayoría de nosotros empezamos sin experiencia y, con excepción de un simple deseo, tenemos poco para ofrecer en el comienzo. Es reconfortante saber que existen poderes espirituales que sirven de apoyo a todo maestro. Nos referimos a los dones espirituales de los que ya hemos hablado anteriormente.

«Y además os exhorto, hermanos míos, a que no neguéis los dones de Dios, porque son muchos, y vienen del mismo Dios. Y hay diversas maneras de administrar estos dones, pero es el mismo Dios que obra todas las cosas en todo; y se dan a los hombres por las manifestaciones del Espíritu de Dios para beneficiarlos.

Porque he aquí, a uno le es dado por el Espíritu de Dios que pueda enseñar la palabra de sabiduría;

y a otro, que pueda enseñar la palabra de conocimiento por el mismo Espíritu.» (Moroni 10:8-10.)

También encontramos un importante mensaje en el relato de Jacob, un profeta del Libro de Mormón que reunió al pueblo en el templo para impartirle Ciertas instrucciones, en medio de las cuales dijo:

«Por tanto, yo, Jacob, les hablé estas palabras, mientras les enseñaba en el templo y entonces hace esta hermosa declaración], habiendo primeramente obtenido mi mandato del Señor.

«Porque yo, Jacob, y mi hermano José, habíamos sido consagrados sacerdotes y maestros de este pueblo, por mano de Nefi.

«Y magnificamos nuestro ministerio ante el Señor, tomando sobre nosotros la responsabilidad, trayendo sobre nuestra propia cabeza los pecados del pueblo si no le enseñábamos la palabra de Dios con toda diligencia; para que, trabajando con todas nuestras fuerzas, su sangre no manchara nuestros vestidos; de otro modo, su sangre caería sobre nuestros vestidos, y no seríamos hallados sin mancha en el postrer día.» (Jacob 1:17-19. Cursiva agregada.)

Este asunto de obtener nuestro mandato del Señor constituye la preparación básica para aquel que enseña. ¿Quién estaría dispuesto a presentarse ante una clase a enseñar en cuanto a la justicia sin haber antes importunado al Señor a fin de que le acompañara con Su Espíritu en tal ocasión? Contamos en la Iglesia con reuniones de oración con el fin de solicitar la inspiración del Señor en las cosas que hayamos de predicar. Cuando tenemos Su Espíritu, de seguro que muchos aprenderán. Quisiera compartir con ustedes algo que aprendí siendo pequeño.

Cuando tenía unos seis o siete años, fui con mi hermano a una conferencia de estaca. Hasta el día de hoy puedo entrar en ese viejo edificio en la ciudad de Brigham en el norte de Utah, ir hasta el fondo de la capilla y decir: «Estaba sentado aquí mismo cuando sucedió.»

¿Qué fue lo que sucedió? Había un hombre hablando desde el pulpito —el élder George Albert Smith. En aquel entonces era miembro del Consejo de los Doce. No recuerdo qué fue lo que dijo, si es que hablaba de la Palabra de Sabiduría o del arrepentimiento o del bautismo. Pero mientras lo hacía sentí dentro de mi mente de niño la fija sensación de que aquel hombre era un siervo del Señor. Jamás perdí ese testimonio ni ese sentimiento. Supe sin dudas que era un Apóstol del Señor Jesucristo.

Un testimonio puro

Existe una gran responsabilidad en dar un testimonio puro. A veces pienso que se ve muy poco de esto en la Iglesia. En el campo misional tuve una experiencia que me sirvió para aprender mucho en cuanto al testimonio. A pesar de que todo parecía estar bajo control no progresábamos como debíamos. No se trataba precisamente de algo que estábamos haciendo cuando en realidad no debíamos hacerlo, sino de algo que debíamos hacer y no estábamos haciendo.

Llevamos a cabo una serie de conferencias de zona para incrementar la espiritualidad en la misión. En vez de programar instrucciones sobre la mecánica de la obra misional, decidimos celebrar reuniones de testimonios. En la última conferencia, en el testimonio de uno de los humildes elderes, encontré la solución al problema. Hubo algo diferente en cuanto a la declaración de aquel atemorizado y nuevecito misionero. No estuvo de pie por más de un minuto, pero pese a ello, por medio de su expresión comprendí qué era lo que faltaba.

Los testimonios que escuchamos de todos los demás misioneros se ajustaron, más o menos, a las siguientes palabras: «Estoy agradecido por estar en el campo misional. He aprendido muchas cosas. Tengo un buen compañero. He aprendido mucho de él. Estoy agradecido por mis padres. Con mi compañero tuvimos una experiencia interesante la semana pasada.   Estábamos  folleteando y   …»Entonces   el misionero relataba la experiencia y después decía algo más o menos así: «Estoy agradecido por estar en el campo misional. Tengo un testimonio del evangelio,» y terminaba diciendo «en el nombre de Jesucristo. Amén.»

Pero el testimonio del misionero que mencioné fue diferente. Sin el más mínimo interés de tomar mucho tiempo dijo simple y rápidamente con voz temblorosa: «Sé que Dios vive. Sé que Jesús es el Cristo. Sé que tenemos un profeta de Dios guiando esta Iglesia. En el nombre de Jesucristo. Amén.»

Ese fue un testimonio. No fue simplemente una experiencia ni una manifestación de agradecimiento, sino que se trató de una declaración y de una testificación.

La mayoría de los misioneros habían dicho que tenían un testimonio pero no lo habían declarado. Este otro joven elder lo había declarado en pocas palabras, en forma directa y elemental, pero al mismo tiempo poderosa.

Fue entonces que comprendí lo que estaba funcionando mal en la misión. Nos estábamos limitando a relatar experiencias, a expresar agradecimiento, a reconocer que teníamos un testimonio, mas no estábamos testificando.

Todo maestro debe tener presente la tremenda fuerza que se encuentra en dar un testimonio. Resulta apropiado que en toda clase que enseñe, el maestro dé su testimonio, no siempre en la forma tradicional de una reunión de testimonios, sino en una manera sencilla que haga saber a las claras que las cosas que está enseñando en la lección son verdaderas.

Por ejemplo, un maestro que está dando una lección en cuanto a la Palabra de Sabiduría puede sencillamente decir: «Deseo que los miembros de esta clase sepan que la Palabra de Sabiduría es una revelación dada por Dios. Yo tengo un testimonio de ello. Sé que si vivimos este principio, recibiremos las bendiciones que se relacionan con él.» Una declaración simple y afirmativa constituye un testimonio. El únicamente decir «Yo tengo un testimonio del evangelio» no es lo suficientemente poderoso.

El don de enseñar

En más de una ocasión escuché a William E. Berrett, uno de los más extraordinarios educadores que he conocido en mi vida, rendir homenaje a un maestro que había tenido de niño cuando vivía en una zona rural al sur de Salt Lake City. Relató una experiencia en la que un caballero ya mayor había sido asignado para enseñar una clase de jovencitos. El nuevo maestro era un converso europeo que no solamente hablaba con un marcado acento, sino que tenía dificultad para expresarse. El presidente Berrett decía que se trataba de «un hombre poco letrado, con escasa educación formal, quien tenía enorme dificultad para hablar en inglés. Mas siempre le estaré agradecido. Lo que le faltaba en expresión, le sobraba en espíritu. Podíamos calentar nuestras manos arrimándolas al fuego de su fe.» No creo que se pueda rendir mayor tributo que ése a un maestro en la Iglesia.

Bien vale la pena buscar el don de enseñar con el Espíritu mediante la oración. Un maestro puede ser inepto, incapaz y hasta torpe, pero si el Espíritu es poderoso, podrán enseñarse mensajes de importancia eterna.

Todos podemos llegar a ser maestros, muy buenos de hecho, pero no podremos enseñar valores morales y espirituales contando únicamente con un enfoque académico; debemos tener el Espíritu para así hacerlo.

Cuando enseñamos tocante a las cosas espirituales, hay innumerables incidentes en la vida de otras personas y en la nuestra propia que contribuyen a fomentar la fe y que podemos exponer por medio de nuestro testimonio. Existen relatos de acontecimientos milagrosos en la vida de miembros de la Iglesia tanto del pasado como de la actualidad.

El séptimo Artículo de Fe expresa: «Creemos en el don de lenguas, profecía, revelación, visiones, sanidades, interpretación de lenguas, etc.» Entre los Santos de los Últimos Días, existen muchas experiencias inspiradoras que están relacionadas con la manifestación de estos dones.

No obstante, el maestro debe ser muy prudente en el uso de experiencias de este tipo. Primeramente, debe saber a ciencia cierta que son verídicas. Hay muchas historias que se comparten y que no son ciertas. De vez en cuando parece brotar una epidemia de relatos de visiones y experiencias de diversa índole que no son otra cosa más que ficción.

Demasiado sagrado como para repetir

El maestro también debe tener cuidado en cómo comparte sus propias experiencias espirituales. He llegado a la conclusión de que las experiencias espiritualmente profundas son para la edificación y el provecho propio y no deben emplearse en forma descuidada como tema de conversación. Escuché en una oportunidad a un miembro de la Primera Presidencia decir: «No siempre digo todo lo que sé. No he compartido con mi propia esposa todo lo que sé. He llegado a la conclusión de que si digo todo lo que sé y explico cada experiencia que he tenido, ci Señor dejará de confiarme cosas.»

También hay un versículo de las Escrituras que dice: «No deis lo santo a los perros, ni echéis vuestras perlas delante de los cerdos, no sea que las pisoteen, y se vuelvan y os despedacen.» (Mateo 7:6.) Las experiencias sagradas personales deben ser compartidas solamente en circunstancias sumamente especiales.

Hace unos cuantos años me tracé una regla en cuanto a este asunto. Cuando alguien comparte conmigo una experiencia sagrada, ya sea en forma personal o de grupo selecto, tengo como norma fija el no repetirla en ningún lugar ni bajo circunstancia alguna. La acepto como algo que se me dijo en forma confidencial y, por consiguiente, no la comento con nadie. Si, por el contrario, escucho a esa persona en otra ocasión futura referirse a aquella confidencia ante una congregación o por lo menos ante varias personas, entonces no vacilaré más adelante y bajo las debidas circunstancias en mencionar el tema. Conozco muchas cosas importantes y sagradas que me han sido contadas que no trataré, a menos que encajen dentro de la norma de conducta que me he trazado y de la cual hice referencia. Sé que muchas otras Autoridades Generales comparten esta misma idea.

En una oportunidad, en un viaje a Sudamérica, viví una experiencia espiritual muy especial, la cual compartí a mi regreso con el presidente Kimball. Más adelante, cuando   presidía  la Misión de Nueva Inglaterra,   recibí una carta de él en la que me preguntaba si podía hacer referencia a ese incidente en un discurso que daría en una conferencia general, siendo que ilustraba perfectamente un punto en particular dentro del tema que expondría en su discurso. Adjuntaba a su carta una copia del texto de aquella experiencia mía, conforme él la había registrado en su diario. Lo había hecho, tal vez, aquella misma noche o uno o dos días después, pero con la más absoluta exactitud, tal como yo se lo había contado.

Siendo que él lo mencionó en una conferencia general, ¡o incluiré en este relato, como simple ilustración del tipo de experiencia que estamos analizando en este capítulo. El aspecto más importante que debemos recordar es que él no la hubiera mencionado sin permiso, puesto que se trataba de una experiencia espiritual. Su proceder da muestras tanto de sabiduría como de cortesía.

Un espíritu familiar

«Para terminar, quisiera rehilarles una experiencia que vivió mi amigo y hermano, Boyd K. Packer, en el Perú. Tuvo lugar en la reunión sacramental de una rama. La capilla estaba llena; habían terminado los ejercicios de apertura y se estaban dando los últimos detalles a la preparación de la Santa Cena. En ese preciso momento entró de la calle un indiecito. Sus dos camisas apenas si hacían una de tan deshechas que estaban. Todo parecía indicar que nunca se las había quitado desde el primer momento que se las dieron. Sus pequeños pies estaban agrietados y llenos de callos y así y todo le sirvieron para caminar hasta la mesa de la Santa Cena a lo largo del pasillo. Todo él era un lúgubre testimonio de privación, de ansiedad y de hambre insatisfecha, tanto de orden físico como espiritual. Casi inadvertidamente llegó hasta la mesa del Sacramento, ante la cual se inclinó y tiernamente se frotó la cara sin lavar contra el fresco y suave mantel blanco.

«Una hermana que estaba sentada en la primera fila, aparentemente escandalizada por la osadía del jovencito, captó su mirada y con un gesto bien directo y seño fruncido le indicó que por el mismo pasillo que había entrado volviera inmediatamente a su mundo, la calle.

«Poco después, aparentemente compelido por voces interiores, se sobrepuso a su timidez, y en forma cuidadosa transitó por el pasillo, con temor, presto para escapar si fuera necesario, mas como si estuviera siendo dirigido por voces inaudibles, por un ‘espíritu familiar’ y como si recuerdos de otrora revivieran y fuerzas intangibles se nuclearan en él, forzándole a buscar algo que había estado anhelando pero que no podía identificar.

«Desde su asiento en el estrado, el élder Packer captó su mirada, e hizo un ademán y le extendió sus brazos llamándolo a su lado. Hubo un breve lapso de vacilación, y después el jovencito harapiento fue acogido en tiernos brazos y en una cómoda falda, y su cabeza se recostó contra un cálido corazón —un corazón sensible a las penurias, especialmente a aquellas de los indiecitos. Daba la impresión de que el pequeño había encontrado puerto seguro en el tormentoso mar, así de complacido se le veía. Afuera estaba el mundo despiado, cruel y frustrante. Mas alrededor de él no había, en ese momento, otra cosa que paz, seguridad y aceptación.

«Poco tiempo después el élder Packer se sentó en mi oficina y en términos tiernos y voz calma, me relató este incidente. Al inclinarse hacia adelante en su silla, sus ojos  brillaban  al  momento   que,   con   marcada   emoción  en la  voz,  me  decía:   ‘A medida que el indiecito se acomodaba en mis brazos, era como si no fuera únicamente uno sólo a quien cobijaba, sino a toda una nación, de hecho, a una multitud de naciones de almas privadas y hambrientas a la espera de algo cálido y profundo que no sabían cómo describir —un pueblo humilde deseoso de revivir recuerdos que no se han borrado— de antepasados que de pie y con los ojos y la boca abiertos de par en par, esperaban con ansiedad, mirando hacia arriba al momento que veían descender a un Ser santo y glorificado proveniente de las moradas celestiales y escuchaban una voz decir: «He aquí, soy Jesucristo, el Hijo de Dios. Yo creé los cielos y la tierra, y todas las cosas que en ellos hay …y en mí ha glorificado el Padre su nombre …Soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin.» (3 Nefi 9:15, 18.)»‘ (Spencer W. Kimball, discurso dado en la conferencia general, el 2 de octubre de 1965.)

Aun cuando han transcurrido varios años, cada vez que leo este relato me invade una profunda emoción.

En varias ocasiones el presidente Kimball me ha dicho que se trata de una experiencia importante. La última vez que hablamos sobre ella fue mientras juntos viajábamos en avión. Trajo el tema una vez más a colación y me dijo que se trataba de una experiencia sumamente singular.

Declaremos la verdad

Una de las cosas contra las que se tienen que cuidar los educadores profesionales es la tendencia a ser excépticos o excesivamente cautos cuando declaran la verdad. Varias son las influencias que en la educación moderna han contribuido a la falta de certeza, de firmeza y por último a la debilidad en la enseñanza. Cuando estaba preparando la tesis para recibir mi maestría en la universidad, una de las personas que me dirigía en el proyecto se tomó la molestia de orientarme en cuanto a la forma en que debía redactarla.

«Asegúrate de no ser positivo en cuanto a nada», me dijo. «Resultaría arrogante de tu parte el suponer que has descubierto algo que hasta el momento se desconoce. Así que busca la forma de que tus averiguaciones estén redactadas en forma indefinida. Emplea expresiones tales como ‘Parece ser que’, o ‘Resulta posible suponer que’.»

Entonces me aseguró: «Cuando tengas que defender tu tesis, y alguien cuestione alguna de tus conclusiones, puedes ponerte a salvo a ti y a tu presentación diciendo, ‘Bueno, yo supuse que sería de este modo’, o ‘Saqué la conclusión de que así era’. De este modo estarás a salvo.»

Gran parte de la educación está severamente influenciada por la filosofía del pragmatismo, la cual refuta la existencia de verdad absoluta alguna y deja tanto al maestro como al alumno pendiendo de continuas inconclusiones e indecisiones. Cuán alentador es tener un maestro que está respaldado por el valor de sus convicciones que puede diferenciar entre lo correcto y lo incorrecto y que está dispuesto a declararlo. Para mí una de las más grandes y poderosas características del Libro de Mormón es la declaración tan firme e inequívoca que se hace de él. José Smith no mal entendió su llamamiento ni vaciló en declararlo.

El Profeta se catalogó a sí mismo competente para enseñar la verdad. En una ocasión Josiah Quincy, quien había estado hablando con él y había dedicado bastante tiempo a analizar las actividades del Profeta, le dijo: «General, pienso que la autoridad que usted tiene es demasiada para un solo hombre.» La respuesta de José fue: «En sus manos o en las manos de cualquier otra persona, tanta autoridad, sin duda, sería peligrosa. Soy el único hombre en el mundo en manos de quien esa autoridad está a salvo. Recuerde, soy un profeta.»

No hay mucha cautela en su declaración, ¿no es así? Y además agregó: «¿Cuándo enseñé algo equivocado desde este pulpito? ¿Cuándo fui confundido? Jamás les he dicho que fuera yo perfecto, pero por cierto que no hay el más mínimo error en las revelaciones que he enseñado.»

El Libro de Mormón constituye un ejemplo clásico de este tipo de declaraciones firmes. He tomado el tiempo de extraer del Libro de Mormón los diferentes usos del verbo saber, y también sinónimos como conocimiento, etc. Es interesante notar que la frase «Yo sé» aparece en el libro no menos de 100 veces, en casi todos los casos a modo de testimonio, a la manera que los profetas declaran un conocimiento del evangelio de Jesucristo. Compare ese estilo con el que se emplea en la actualidad. A un estudiante universitario avanzado, por ejemplo, se le insta a adornar cuidadosamente sus descubrimientos, y probablemente con toda razón, a menos que esté investido de un cierto grado de autoridad.

¿No es acaso extraordinario que haya versículos en el Libro de Mormón que insten a la persona que los lee a averiguar de Dios mismo si lo que está leyendo es verdadero o no? Afirman que Dios mismo nos hará saber que José Smith fue un profeta. He aquí algunos ejemplos de ello:

Por tanto, si después de haber hablado yo estas palabras, no podéis entenderlas, será porque no pedís ni tocáis; así que no sois llevados a la luz, sino que debéis permanecer en las tinieblas. Porque he aquí, os digo otra vez, que si entráis por la senda y recibís al Espíritu Santo, él os mostrará todas las cosas que debéis hacer. (2 Nefi 32:4-5.)

  • si no son las palabras de Cristo, juzgad; porque en el postrer día Cristo os manifestará con poder y gran gloria que son sus palabras; y ante su tribunal nos veremos cara a cara, vosotros y yo, y sabréis que él me ha mandado escribir estas cosas, a pesar de mi debilidad. (2 Nefi 33:11.)
  • cuando recibáis estas cosas, quisiera exhortaros a que preguntéis a Dios el Eterno Padre, en el nombre de Cristo, si no son verdaderas estas cosas; y si pedís con un corazón sincero, con verdadera intención, teniendo fe en Cristo, él os manifestará la verdad de ellas por el poder del Espíritu Santo. (Moroni 10:4.)

El Señor mismo se ha comprometido a verificar si José Smith era en verdad un profeta o un impostor. Queda en uno aceptar el desafío y ver.

Fuera de contexto

Quisiera compartir con ustedes una lección fundamental que aprendí hace algunos años. Casi al terminar los requisitos para recibir mi doctorado, me matriculé en una ciase de filosofía educacional con otros tres estudiantes. Dos de nosotros estábamos completando los requisitos para nuestro doctorado, mientras que los otros dos estaban apenas comenzando. En una oportunidad surgió una discrepancia entre el otro estudiante que estaba a punto de recibir su doctorado y yo. Tenía que ver con el hecho de que si al hombre se le dejaba librado totalmente a su propio destino. ¿Es el hombre autosuficiente o existen otras fuentes externas de inteligencia a las que puede apelar?

El profesor de esa materia era el Dr. Henry Aldous Dixon, quien había sido Presidente del Colegio Universitario Weber y también de la Universidad del Estado de Utah, además de haber sido miembro del Congreso Nacional de los Estados Unidos. Estaba enseñando esa clase simplemente porque le encantaba enseñar, y lo hacía maravillosamente bien. Actuó como interlocutor en nuestra discusión sin tomar partes.

Cuando el debate llegó a un punto intenso, los otros dos estudiantes tomaron bandos, uno de cada lado. Así estábamos, pues, dos debatientes, cada uno con su «segundo». El tema comenzó a tratarse en forma bien profunda y cada día salía de clase sintiéndome más fracasado que el anterior. ¿Por qué tenía que incumbirme eso? Me incumbía porque yo estaba en lo cierto y él no, y yo lo sabía y pensaba que él también lo sabía, mas pese a ello, me superaba en toda discusión.

Cada día me sentía más incapaz, más tonto y hasta más inclinado a abandonar la discusión. Pasé largas horas en la biblioteca buscando referencias y estudiando por lo menos con tanto ahínco como mi contrincante. No obstante, en cada uno de nuestros debates la distancia que él me llevaba parecía aumentar más.

Por fin, un día, tuvo lugar una de las experiencias más importantes de toda mi educación. Al salir de clase, su «segundo» comentó:

—Estás perdiendo, ¿no te parece?

Ya no me quedaba suficiente orgullo como para rebatir aquello que era obvio.

—Sí, estoy perdiendo.
—¿Quieres que te diga lo que sucede contigo? —me preguntó. Interesado le respondí:
—Sí, quisiera que me dijeras.
—El problema contigo — me dijo—, es que estás luchando con elementos que están fuera de contexto.

Le pregunté qué me quería decir con eso. En realidad no lo sabía y él no me lo explicó. Simplemente dijo:

—Estás luchando con elementos fuera de contexto.

Esa noche no pude pensar en otra cosa que en su comentario. No se trataba de la nota o el grado que pudiera obtener del profesor, sino de algo mucho más importante que eso. Estaba siendo derrotado y humillado en mis esfuerzos por defender un principio que era verdadero. Su declaración retumbaba en mi mente hasta que finalmente, en medio de mi humillación, me dirigí al Señor en oración. Y entonces supe.

Al día siguiente, cuando regresé a clase, comencé a trabajar dentro de contexto. Cuando se reinició el debate, en vez de expresarme en la jerga elaborada y rebuscada del educador, expuesta ron el afán de demostrar que uno está bien familiarizado con la terminología filosófica, utilicé las palabras que el Señor utilizó al referirse a este punto. En vez de decir: «La adquisición a priori de inteligencia, proveniente de cierto tipo de fuente externa de instrucción,» dije sencillamente, «¡Revelación de Dios!» Me refería a lo espiritual en los términos que describen lo espiritual. Súbitamente, las cartas se dieron vuelta. Había sido rescatado de la derrota inminente y había aprendido una lección que jamás olvidaré.

Los argumentos que había estado presentando tan inútilmente por varias semanas de pronto se tornaron claros y compelentes. Abandoné el insensato proceso de andar con rodeos y de emplear jerga académica en vez de términos espirituales.

Estoy endeudado para con aquel estudiante de cuya declaración tanto aprendí. Jamás olvidaré la experiencia y quisiera instar a todos aquellos que enseñan en la Iglesia a que lo hagan como el Señor enseñó, con los elementos que El nos provee en vez de luchar con aquellos que están fuera de contexto. ¡Enseñen con el Espíritu!