Enseñad Diligentemente

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Al maestro


Recuerdo claramente el momento en que decidí que quería ser maestro. Fue durante la Segunda Guerra Mundial, cuando estaba apostado en una pequeña isla al norte de Okinawa, Japón.

En una tarde de verano, me senté a la orilla del mar para presenciar la puesta del sol y meditar en cuanto a mis esperanzas y sueños. Recuerdo haber contemplado la luna y pensar: «Esa misma luna es la que brilla sobre mi hogar en Utah.» Pensaba en lo que quería hacer de mi vida después de terminada la guerra, si era que acaso tenía la fortuna de sobreviviría. ¿Qué era lo que deseaba llegar a ser? Fue esa misma tarde que decidí que sería maestro.

Hubo varios factores que me ayudaron a tomar esa decisión. Primeramente, pensé en la declaración del profeta José Smith de que el hombre se salva en la medida en que gana conocimiento; no habría mejor manera de lograr esa salvación que enseñando. Puesto que estamos en esta vida para aprender y para servir a nuestro prójimo, y siendo que el enseñar y el aprender están tan estrechamente ligados, decidí que sería maestro. Así podría aprender y podría servir al Señor.

En el transcurso de mi meditación, llegué a la conclusión de que si me decidía por la enseñanza como carrera, jamás llegaría a ser rico; sabía que no podía lograr ambas cosas al mismo tiempo. Pese a ello, quedé muy conforme con la decisión.

Esa determinación de llegar a ser un buen maestro nunca se apartó de mí. De vez en cuando pensaba que me gustaría ser un maestro de seminarios, ya que el programa ofrecía una magnífica oportunidad de servir, y además sentía profunda admiración por aquellos grandes hombres que habían sido mis maestros de seminario. No obstante, cada vez que pensaba en ello, mi mente lo rechazaba, comprendiendo que no había cursado estudios universitarios antes de ingresar en el servicio militar y que sin duda alguna, solamente los hombres más ilustrados eran seleccionados para enseñar en dicho programa. En ese momento decidí que esa ideal estaba por encima de lo que yo podría lograr.

Pese a todo, se produjo la oportunidad de que enseñara en el programa de seminarios, y llegó de forma tal que me convenció de que se trataba de la respuesta a mis oraciones, pues en verdad deseaba servir. Es posible que algún día pueda relatar esa historia, pues es de importancia fundamental en mi testimonio.

Cuando ya había sido maestro por varios años, en una oportunidad, en un mes de septiembre, escribí lo siguiente:

«El lunes pasado, en una de las pocas oportunidades en que estoy en casa, me dirigí hasta una amplia arboleda que queda cerca de nuestro hogar. Mis hijos varones más pequeños estaban conmigo, mientras yo corlaba leña para usar en la chimenea durante el siguiente invierno. Era una hermosa y radiante mañana de septiembre. El sol se filtraba por el follaje y no podía menos que contemplar extasiado la escena que se desplegaba ante mis ojos.

«Los niños comenzaron a recoger florcitas para llevarle a su madre. De pronto, me sentí conmovido por una extraña sensación. Se trataba de una experiencia espiritual. Sentí gran reverencia por la vida y una humildad que no siempre nos acompaña en el curso de la vida.

«Era el mes de septiembre, y las clases estaban a punto de comenzar (en los Estados Unidos el año escolar empieza en septiembre). Se apoderó de mí ese sentimiento de entusiasmo tradicional de cada año cuando las clases se aproximan. Ese sentimiento me había invadido tanto en mi condición de maestro como cuando era estudiante —la agradable sensación de saber que se acercaba el momento de retornar a las aulas.

«Pronto sería maestro otra vez. Es posible que muy pocas personas lleguen a entender tal manera de sentir. Si uno es un educador profesional y no logra sentirlo, su vida carece de algo muy importante, algo que debería procurar y lograr, por más que le cueste.»

El enseñar constituye una gran responsabilidad. Si uno es padre o abuelo, si es llamado a servir como oficial o como maestro en la Iglesia, o si fuera misionero, tiene la enorme responsabilidad de cumplir con su llamamiento fiel y eficazmente.

 «¿Por qué no nos lo dijo el instructor?»

Hace algunos años viví una experiencia que me enseñó una lección interesante. Durante el invierno de 1943, la Segunda Guerra Mundial se desataba con plena furia. Yo me había enrolado en la Fuerza Aérea de los Estados Unidos y había sido asignado a la base de Thunderbird Field, cerca de Scottsdale, Arizona. Nos estábamos entrenando en aviones de cabina abierta Stearman.

Un día, uno de los aviones se estrelló y uno de nuestros compañeros perdió la vida. Los programas de vuelo fueron inmediatamente intensificados. No había tiempo que perder en sentimentalismos.

Todos los cadetes de nuestra clase habían tenido la oportunidad de recibir entrenamiento individual y esa tarde estábamos practicando aterrizajes en una pista auxiliar. Al fin de la jornada, recibí la asignación de llevar un avión hasta el extremo opuesto del valle, hasta la base principal.

Por curiosidad, decidí volar sobre el lugar del accidente, el cual, desde el aire, se podía distinguir nítidamente. Uno podía ver el lugar preciso donde la máquina se había estrellado y explotado en llamas, produciendo un rastro bien marcado por la superficie del desierto. Satisfecha mi curiosidad, decidí regresar a la base.

Se nos habían enseñado las varias maniobras que se requieren para pilotear un avión. A fin de reducir la altura y prepararme para aterrizar, decidí entrar en semi picada. Esta, por supuesto, constituye la forma más rápida de perder altura.

Al intentar nivelar el avión (y tal vez atemorizado por la realidad del accidente), cometí la torpeza de exagerar mi maniobra de nivelar, y en vez de lograrlo, el avión se sacudió violentamente y tras un par de volteretas comencé a ir en picada nuevamente.

Jamás había sentido tanto pánico en mi vida. Comencé a accionar los controles. Realmente no sé qué fue lo que sucedió —a lo mejor dejé de accionar los controles por completo. El avión había sido usado extensamente como medio de entrenamiento, pues casi tenía la capacidad de volar por sí mismo si uno lo dejaba solo. Finalmente, a pocos metros de llegar a tierra, invirtió su dirección y comencé a ganar altura nuevamente.

Rápidamente me recuperé y por fin pude aterrizar sin problemas, con la esperanza de que nadie hubiera visto mis acrobacias.

Estoy seguro de que usted también habrá tenido alguna vez una experiencia de ese tipo, aterrorizante, en la que todo parece llegar a un fin inminente. Esa noche, espantada toda posibilidad de sueño, reviví los sobresaltos y la prolongación del pánico que había experimentado en el avión. Uno de mis compañeros, miembro de la Iglesia proveniente del sur de Utah, quien dormía en la cama de abajo, se despertó debido a mi inquietud. Le conté lo que había sucedido y le pregunté: «¿En qué crees que me equivoqué?»

Me dijo que su instructor, al comenzar su capacitación, les había prevenido en cuanto a ese tipo de posibilidad, señalándoles los riesgos de entrar en una segunda picada y había llevado a cada uno de sus pupilos en el avión y les había mostrado cómo recuperarse, si alguna vez les sucedía algo así. Esa capacitación, esa advertencia, le habían hecho sentir seguro ante la posibilidad de peligro de muerte.

Al saber esto, sentí un tremendo resentimiento hacia mi instructor. ¿Por qué no nos lo había advertido a nosotros también? Un par de segundos más en esa segunda picada y ustedes no estarían leyendo este incidente relatado por mí. Su negligencia como instructor estuvo a punto de costarme la vida.

Grandes son las responsabilidades que descansan sobre aquellos de nosotros que somos líderes o maestros e instructores en la Iglesia. Existe la posibilidad de que uno de aquellos por quienes somos responsables, si no se le advierte, pueda sufrir una falla espiritual y caer en picada.

Resentí la omisión de mi instructor, pues había fallado en su deber de advertirme contra un peligro mortal. Durante los días siguientes no logré coordinar bien las maniobras, pues me encontraba tenso y atemorizado.

Tras una sesión de entrenamiento en la que no me fue muy bien, mi instructor me dijo: «¿Qué es lo que le sucede, Packer? Estuvo desastroso. ¿Por qué no se relaja un poco? ¡Siga así y va a ver cómo lo hacemos saltar del programa!» No tuve el valor de decirle cuál era el verdadero problema. Entonces agregó: «Tengo una asignación especial para usted este fin de semana. Quiero que vaya a Phoenix (la capital de Arizona) y se emborrache bien. De alguna manera tiene que relajar un poco la tensión y, quién sabe, a lo mejor sacamos un piloto de usted.»

Nadie se puede imaginar cuánto deseaba lograr mis alas de plata, y precisamente por ansiarlas tanto aquélla se estaba transformando en una experiencia sumamente dura. Podía casi ver cómo lo que más ambicionaba en aquel momento se me escapaba de entre las manos. Confieso que estuve a punto de caer en la tentación de seguir su consejo. El pensó que el «alegrarme» un poco me serviría para superar la tensión y me ayudaría a recobrar la confianza que había perdido. Pero esa «alegría» es una alegría falsa. Primero sirve para levantar el ánimo, pero al poco rato lo lleva a uno hasta el fondo de la depresión.

Ese fin de semana sí fui a Phoenix, pero procuré otra clase de contentamiento. Lo encontré al reunirme con otros hermanos en el sacerdocio y con miembros de la Iglesia en un servicio de adoración. Tras encontrarlo, sentí restaurada la confianza y vino a mí una seguridad que me ha sostenido desde entonces.

Años después, siendo ya maestro, llegué a apreciar mejor la forma en que mi instructor de  vuelo, con la intención de hacer un  trabajo digno de  encomio,  pudo haberse distraído o simplemente olvidado, o tal vez nunca llegó a comprender la importancia de aquella lección que el instructor de mi amigo había tenido la precaución de enseñarle.

Como maestros, debemos  siempre  estar  en  estado  de alerta.  De  esa experiencia aprendí una gran lección en cuanto a la enseñanza.

Los límites que pesan sobre nosotros

El don de enseñar se debe ganar, y después se le debe alimentar si es que lo queremos conservar. Si entra en letargo por mucho tiempo, puede llegar a morir, mientras que a medida que está en funcionamiento, crece. Cuando nace un niño, se cristaliza la creación de un cuerpecito, y, a no ser por el proceso de gestación, ningún control tiene el hombre sobre el hecho de que es un ser humano. En Su sabiduría, el Señor ha privado al hombre de la capacidad de controlar el desarrollo del cuerpo humano. El molde ya está establecido. El hombre no puede transformar al hombre en ningún otro tipo de animal, ni en un árbol ni en un insecto. Conociendo la habilidad que el hombre tiene de llegar a ser inicuo, el Señor le ha puesto límites en las cosas que puede hacer. Se le dan algunas libertades en lo que tiene que ver con animales y plantas. Muchas de las flores que hermosean el mundo en la actualidad jamás llegaron a existir «naturalmente». Las rosas, los gladíolos y las camelias, según sabemos, son producto del estudio y los esfuerzos del hombre. Se ha valido de pequeñas variedades silvestres y mediante la aplicación de leyes naturales, llegó a producir una flor que tiene más fragancia, que es más hermosa que ninguna otra que haya existido jamás. El aroma, la textura de sus pétalos, el tamaño y el color de la flor, son todos elementos controlados por botánicos que están familiarizados con las leyes de la naturaleza. Un experto en la materia puede mezclar colores en una flor de la misma manera que un artista lo hace en una pintura. No obstante, pesan sobre nosotros algunas limitaciones.

El hombre no puede cruzar las especies. Existen límites bien definidos. Un burro puede cruzarse con un caballo y les nacerá una mula, pero ésta será estéril y no podrá procrear. Una gallina puede cruzarse con un faisán, pero lo que nace de estos dos animales es estéril y no puede reproducir. Un león puede ser cruzado con un tigre, pero lo que les nace es estéril y tampoco puede procrear.

El hombre controla el desarrollo del carácter

Dichas limitaciones hacen que el hombre, en períodos de perversidad, no tenga la posibilidad de crear monstruosidades para su propio pasatiempo. Tales limitaciones, sin embargo, por alguna razón que desconocemos, parecen no tener efecto en lo que tiene que ver con la formación del carácter y de la naturaleza del hombre. En este sentido podemos experimentar con su desarrollo y establecer moldes de creación que en verdad pueden producir monstruosidades. Este desarrollo está bien dentro de los confines del control de la humanidad.

El maestro tiene la responsabilidad, al igual que los padres, de moldear y desarrollar el carácter y la actitud para que lleguen a ser algo hermoso y perdurable. Se trata de una gran responsabilidad. El Señor no tomará en forma liviana la manera en que nosotros aprovechamos las oportunidades.

Es bueno que los alumnos, de vez en cuando, le escuchen admitir que le encanta enseñar. Esto tiene un efecto positivo tanto en el alumno como en el maestro. Lo mismo sucede en el caso de padres e hijos. Les brinda un enorme caudal de seguridad y les dota de confianza, instándoles a preguntar para recibir respuestas. Esto es sumamente importante. Es bueno que en ocasiones se les haga saber que a uno le satisface ser padre o maestro. Después de admitir tal cosa, uno se siente en la obligación y con el deseo de hacer de lo que enseña algo que realmente valga la pena.

El maestro debe saber aceptar críticas

El maestro debe estar dispuesto a aceptar críticas constructivas. Si uno encuentra a alguien que tiene el valor de hacer esas críticas con sabiduría, será la contribución más valiosa que incorpore a su vida.

Al poco tiempo de haber regresado de mi servicio militar en la Segunda Guerra Mundial, fui invitado a hablar en una reunión sacramental en una estaca vecina a la nuestra. El patriarca de esa estaca, el hermano S. Normal Lee, era un hombre a quien conocía desde hacía muchos años. Estaba en el estrado y tras terminar la reunión me felicitó por mi discurso y me dijo: «Creo que pronunciaste mal una palabra.» No me cayó muy bien pero me lo saqué de encima diciendo: «No me diga. Bueno, tendré que tener más cuidado la próxima vez.»

Después del incidente me quedé pensando y cuando lo vi otra vez le agradecí, pues me había dado cuenta de que me había querido ayudar.

Al comprobar de que en realidad le estaba agradecido por su observación, tuvo la amabilidad de continuar haciéndolo desde entonces. Durante los diez años siguientes, serví como secretario auxiliar de la estaca, como miembro del sumo consejo, como maestro de seminarios, como consejal de la ciudad y hablé en muchas reuniones, tanto de la Iglesia como cívicas, en las que el hermano Lee estaba presente . Siempre tenía algún comentario que hacer después de mis discursos, por lo que siempre le estaré agradecido.

En una ocasión estaba sentado entre la congregación en la reunión de liderazgo de una conferencia de estaca. Nos visitaba un miembro del Consejo de los Doce y el presidente de la estaca me pidió que ofreciera la primera oración. La asignación me tomó tan de sorpresa que recuerdo haberme asustado. Pensé que no lo había hecho muy bien, y cuando regresaba a mi asiento, el hermano Lee, quien estaba sentado en otra fila, me tomó por el brazo y me sentó junto a él.

«Estabas nervioso, ¿no es así?» me dijo al oído. Entonces admití que sí, y él nuevamente al oído me dio un par de consejos en cuanto a cómo prepararme para ocasiones como ésa. Siempre le estaré a-gradecido por sus sugerencias y comentarios.

Cuando me llamaron como presidente de misión y tuve a mi cargo a jóvenes misioneros, utilicé el mismo procedimiento con ellos. A algunos les dije exactamente lo que pensaba hacer. Les expliqué que hay una forma en que una persona puede librarse de cualquier corrección, y es mostrando el más mínimo resentimiento la primera vez que le hacen una. Uno o dos de ellos lo mostraron, y jamás me volví a tomar la molestia de corregirlos. Otros se mostraron agradecidos por ello, e hice todo lo que  estuvo  de mi parte para  ayudarlos a lograr sus objetivos. Esta, por cierto,  es una contribución a  la  Iglesia,  pues  tales  personas  se  transformarán probablemente en importantes líderes.

En una oportunidad estaba entrevistando a candidatos a maestros en el programa de seminarios. Uno de ellos no reunía los requisitos necesarios ya que su capacitación en el campo de la educación había estado centrada en la enseñanza primaria. No obstante, me impresionó muy favorablemente.

Sólo había en él un aspecto que, en mi opinión, limitaría enormemente su capacidad de enseñar. A lo largo de la entrevista, me debatí entre la posibilidad de discutir o no ese punto con él. Puesto que no reunía los requisitos para ser un maestro de seminarios, pensé; «No tengo ninguna obligación de hacerle saber en cuanto a sus limitaciones. Me ahorraré la molestia de tratar ese punto tan delicado.» Sin embargo me invadió el pensamiento: «Es tu hermano.» Mi único interés era ayudarle, así que finalmente me animé.

«¿Alguien le ha comentado alguna vez algo sobre sus dientes?» le pregunté. Algunos de ellos estaban tan deformados y tan torcidos que casi no podía cerrar la boca. Me explicó que hacía algún tiempo le habían tratado el problema. Le habían sacado algunos dientes y le habían asegurado que los demás se le corregirían solos; pero no resultó así.

Lamentablemente sus dientes habían sido tan saludables que no había tenido la necesidad de regresar al dentista desde aquel momento.

—¿Sabe que su problema puede ser corregido? —le pregunté. —Bueno, en realidad no lo sabía—me respondió. —Usted tiene todos los atributos de un buen maestro de enseñanza primaria, pero dudo que pase un solo día en el salón de clase sin que le pongan un apodo relacionado con el problema de sus dientes. No debería padecer eso cuando en realidad no es necesario. ¿Nadie le ha hablado de este asunto antes?

Me dijo que no y quedé sorprendido que ningún profesor jamás le hubiera aconsejado en cuanto a algo tan obvio.

Si les amamos, ayudémosles

No siempre resulta fácil aceptar la crítica, pero hay veces que es aún más difícil el originarla. Pero el maestro tiene esa responsabilidad. Si amamos a nuestros alumnos, haremos todo lo que esté de nuestra parte por ayudarles, aun cuando eso pueda poner a riesgo la relación que existe entre nosotros. Cuando somos llamados para servir como maestros, o si somos padres, tenemos esa autoridad y responsabilidad y debemos usarla adecuadamente.

“Ningún poder o influencia se puede ni se debe mantener en virtud del sacerdocio, sino por la persuasión, longanimidad, benignidad, mansedumbre y por amor sincero; por bondad y por conocimiento puro, lo cual ennoblecerá grandemente el alma sin hipocresía y sin malicia; reprendiendo en la ocasión con severidad, cuando lo induzca el Espíritu Santo; y entonces demostrando mayor amor hacia el que has reprendido, no sea que te considere su enemigo; para que sepa que tu fidelidad es más fuerte que los lazos de la muerte.

“Deja también que tus entrañas se llenen de caridad para con todos los hombres, y para con los de la familia de la fe, y deja que la virtud engalane tus pensamientos incesantemente; entonces tu confianza se hará fuerte en la presencia de Dios; y la doctrina del sacerdocio destilará sobre tu alma corno rocío del cielo.

“El Espíritu Santo será tu compañero constante, y tu cetro, un cetro inmutable de justicia y de verdad; y tu dominio será un dominio eterno, y sin ser compelido fluirá hacia ti para siempre jamás.” (D. y C. 121:41-46.)

Ese algo

Cuando era supervisor en el programa de seminarios, se me llamaba casi todos los días para juzgar la actuación de maestros y para juzgar a hombres —no el tipo de juicio que tiene que ver con la salvación eterna, el cual está debidamente reservado a otros oficiales, sino un juicio o evaluación tocante a sus habilidades como maestros y administradores.

Hay algunas características que se conocen como esenciales en este aspecto de la enseñanza. Por ejemplo, no tiene nada que ver con la estatura física de la persona, ni con su peso, ni con el lugar donde nació ni siquiera con la institución donde obtuvo su educación. Poco tiene que ver con el color de su cabello, con su complexión o con sus talentos. Esta habilidad de enseñar y de guiar a seres humanos está, de alguna manera, relacionada con el cúmulo de todos esos otros aspectos.

En nuestro trabajo, creamos una palabra para nuestro propio uso, totalmente carente de sentido para cualquier otra persona, pero que en su definición caracterizaba ese algo que hace de uno un maestro. Generalmente resulta obvia por su ausencia, mientras que su presencia puede ser cultivada y mejorada o, por el contrario, puede hacerse a un lado y olvidarse por completo.

Resulta extraño analizar a una persona y llegar a la conclusión de que no sobresale notoriamente en ninguna característica que uno pudiera señalar, pero que cuando se combinan todas sus habilidades y características, resalta por encima de todos aquellos con quienes se asocia. ¡Tal persona es un maestro!

«Quiero que aprendan la materia»

Entre los grandes maestros que he conocido en mi vida, hubo un hombre de estatura baja, de aspecto insignificante, profesor de matemáticas en el Colegio Universitario Washington en Pullman, Washington. Fue durante la Segunda Guerra Mundial, se estableció en muchas de las universidades del país una especia de programa especial para la capacitación de aspirantes a ingresar en la Fuerza Aérea, a quienes se les daban tres meses de formación académica intensiva antes de ser transferidos a una base para recibir entrenamiento formal como pilotos.

Acababa de terminar mis estudios secundarios y me había ido muy bien en aquellas materias que me gustaban, aunque no tan bien en otras. Aunque mis calificaciones no habían sido malas, tampoco eran de lo mejor. De hecho, puede resultar estimulante para algunos estudiantes de secundaria saber que la autorización para mi graduación se demoró un par de días porque no había entregado unas tareas en una clase de inglés. Existía la posibilidad de que no me graduara, pues necesitaba completar requisitos que no había llenado durante el año.

Las matemáticas no eran mi materia predilecta. Tanto es así que años más tarde, cuando cursé estudios para obtener mi doctorado, fue precisamente esa materia la que más dolores de cabeza me dio.

De todos modos, la Segunda Guerra Mundial se desató cuando cursaba mi último año de secundaria, y por cierto que todos los jóvenes sabían que entrarían en el servicio militar. Yo quería ser piloto. Habiendo sido un estudiante común y corriente, pensé que probablemente no podría pasar las pruebas de ingreso, pero de todos modos decidí hacer el esfuerzo junto a uno o dos jóvenes amigos de nuestra comunidad.

Nunca olvidaré la tremenda agonía que me causó ese examen, precisamente por no haber sido un estudiante muy destacado. Cuando terminamos, el sargento comenzó a revisar las pruebas. A fin de ser aprobado, uno tenía que acumular 125 puntos. Mi puntaje llegó a 124. Mi corazón casi se detuvo. Había fallado. Mas sin decir palabra comenzó a revisar la prueba nuevamente. Finalmente me miró, vio mi padecimiento y me dijo: «Algunas de las preguntas están divididas en dos partes y damos como correctas cada una de las partes si las contestó debidamente.» El caso es que encontré dos de ellas y pasó la prueba con exactamente el mínimo requerido.

Recuerdo que una de las preguntas —»¿Para qué se usa el glicol etileno?»— contaba con varias opciones como respuesta. Siendo que había trabajado en el taller de mi padre, sabía que era un componente del líquido anticongelante que se utiliza en los automóviles. Había dos posibles respuestas correctas para esa pregunta, y yo había elegido una de ellas. Ese poquito de conocimiento práctico que había ganado, sin saber que me serviría para algo, fue lo que me ayudó a llegar a ser piloto en la Fuerza Aérea, o por lo menos a intentarlo.

La primera asignación fue, como ya dije antes, de cursar estudios especiales en el Colegio Universitario Washington. Allí se producía un tremendo filtro de candidatos. Se nos sometía a un intenso programa de preparación física y académica y aquellos con deficiencias —físicas, emocionales o escolásticas eran eliminados y enviados a otra de las ramas del servicio militar, generalmente a la infantería.

Se trataba de algo sumamente delicado ya que si llegábamos a ser pilotos y se nos asignaba a volar aviones grandes, tendríamos la vida de toda un tripulación en nuestras manos en todo momento que estuviéramos en los controles. A propósito se nos sometía a severa presión durante nuestro entrenamiento, además de la rígida disciplina militar existente.

Entre las clases que tuve que tomar había una que parecía una montaña gigante de esas que, al meros para mí, resultaba imposible de escalar. Se trataba, por supuesto, de matemáticas. La mayor parte de los cadetes en nuestro grupo habían asistido a la universidad por lo menos por un corto período de tiempo y también había otros que ya habían terminado sus estudios universitarios. Asistí a esa clase con grandes temores, sabiendo que seguramente, al compararme con otros cadetes, jamás podría pasarla.

Mas el profesor comenzó a enseñar más o menos de este modo: «Durante las siguientes tres semanas dedicaremos dos horas al día al estudio de las matemáticas. Iremos bastante rápido desde las computaciones básicas de la materia hasta llegar a la introducción al cálculo. Lo que haremos es un repaso de todo lo que han aprendido en la escuela primaria y en la secundaria y les daremos una introducción a los conceptos matemáticos que generalmente se enseñan en los dos primeros años de universidad.»

Para ese entonces ya me veía en mis bolas de infantería. Pero el fesor continuó diciendo: «Quisiera dejar en claro desde ya que enseñaré esta clase para aquellos que no entienden muy bien esta materia y no para quienes sí la manejan con destreza. Estoy seguro de que muchos de ustedes han tenido bastante experiencia universitaria en cuanto a ella y les resultará aburrido comenzar desde el principio. Pero repito que mi responsabilidad es enseñarles a aquellos que tienen dificultad, por lo que iremos a un paso que a tales personas les resulte cómodo. Estoy a las órdenes para responder cualquier pregunta que tengan, inclusive si es después de hora de clase. Pero recuerden que deseo que aprendan la materia.» De ese modo enseñó.

Requerí ayuda especial, y él me la dio y, debido a la necesidad que tenía de sobrevivir, formulé muchas preguntas en clase que de otra forma hubieran resultado vergonzosas. Aprobé ese curso, sin duda el más difícil de todos los que tuve que tomar allí, y lo aprobé con notas bastante aceptables. Fue gracias a ese profesor que aprendí la mayoría de lo que sé en cuanto a las matemáticas.

Pero más que eso, aprendí de ese hombre una gran lección que más tarde me sirvió en mi propia función de maestro. Me causó gran satisfacción años más tarde cuando, como supervisor en el programa de seminarios de la Iglesia, fui asignado a visitar al director de institutos en el Colegio Universitario Washington. Aprovechando mi estadía allí, me puse en contacto con aquel sabio profesor de matemáticas, compartí con él lo que acabo de compartir con ustedes y le agradecí fervientemente por ser la clase de maestro que era.