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“Habiendo primeramente obtenido mi mandato del Señor”
Sin duda que habrá notado cierta repetición en estos capítulos. Se preguntará, por ejemplo, por qué se emplea el mismo pasaje de escritura para ilustrar dos principios diferentes. Precisamente en eso hay un mensaje.
El capítulo «Como un guante» demuestra el uso de una lección que se enseña por medio de un objeto, y se le ubica entre los capítulos que tratan sobre las ayudas visuales, aunque bien puede usársele también como parte de los que se refieren a la apercepción.
Se dará cuenta de que los principios básicos de la enseñanza están íntimamente relacionados entre sí. Cuando alguno de ellos se pone en práctica en forma eficaz, uno termina por usar varios de ellos. Es importante saber que uno puede empezar en cualquier lugar, y al identificar y usar uno de esos principios, termina por descubrir también muchos otros.
Algo más en cuanto a la repetición. Este es un principio importante en la enseñanza. No pasemos por alto la trascendencia del hecho de que Moroni visitó a José Smith tres veces durante la noche y una cuarta vez al día siguiente para, en cada instancia, darle precisamente el mismo mensaje. Muchos maestros y la mayoría de los oradores tratan de cubrir demasiado. Saltan de un tópico al otro cuando podrían concretarse a repetir una simple idea con mejores resultados. Un buen consejo es el de decir a quienes le escuchan lo que va a tratar, pasar a decírselo y después repetirles lo que ya les había dicho. Se trata de una técnica sumamente útil.
Jamás se disculpe por repetir. En una oportunidad, alguien le preguntó al presidente Heber J. Grant, «¿Cuándo va a dejar de hablar sobre la Palabra de Sabiduría?» A lo que él contestó: «Cuando la gente comience a vivirla.»
Usted ha sido diligente en llegar hasta este punto del libro y me resulta imposible terminar esta obra sin antes volver al tema que espero haya sido evidente a lo largo de todos los capítulos. El versículo que inspira el título de este libro se encuentra en Doctrina y Convenios 88:78, y dice así:
«Enseñaos diligentemente, y mi gracia os acompañará, para que seáis más perfectamente instruidos en teoría, en principio, en doctrina; en la ley del evangelio, en todas las cosas que pertenecen al reino de Dios, que os es conveniente comprender.»
Mucho hemos hablado en este libro de teoría y de principios. Hay una forma en que uno puede ser «más perfectamente instruido» en cuanto a ellos. He reservado hasta el final mis comentarios en cuanto a este asunto.
El presidente J. Reuben Clark, hijo, dio por terminado su trascendental sermón titulado: «La trayectoria de la Iglesia en la Educación», con una súplica en favor de aquellos que enseñan, y dice así:
Dios os bendiga siempre en vuestros justos fines. Ruego que ilumine vuestro entendimiento, que aumente vuestra sabiduría, que os brinde experiencias, que os bendiga con paciencia, caridad y que, como uno de vuestros mejores dones, os dote del discernimiento del espíritu para que podáis realmente reconocer al espíritu de justicia y a su opuesto cuando los sintáis cerca de vosotros. Ruego que os brinde acceso al corazón de aquellos a quienes enseñáis, y también para que una vez que estéis allí, sepáis que estáis en un lugar santo, que no debe ser ni contaminado ni violado, ni por doctrina falsa y corrupta ni por prácticas pecaminosas. Que El bendiga vuestro conocimiento con la destreza y el poder de enseñar con justicia; que vuestra fe y vuestro testimonio crezcan, así como vuestra habilidad para anidarlos en otras personas; todo ello para que la juventud de Sión pueda recibir enseñanza, pueda crecer, animada, para que no caiga, sino que continúe su nimbo hacia la vida eterna, para que al recibir ellos estas bendiciones, también vosotros, por medio de ellos, seáis bendecidos. Y ruego todo esto en el nombre de Aquel que murió para que nosotros pudiéramos vivir, el Hijo de Dios, el Redentor del mundo, Jesucristo. Amén.
Siempre he sentido que estamos en lugares santos cuando se nos permite la entrada al corazón de aquellos a quienes enseñamos. Hay formas mediante las cuales podemos ser estimulados espiritualmente y alcanzar la medida de la oportunidad que tenemos. Una de las más importantes la encontramos en los siguientes versículos:
“Por tanto, yo, Jacob, les hablé estas palabras, mientras les enseñaba en el templo, habiendo primeramente obtenido mi mandato del Señor.
“Porque yo, Jacob, y mi hermano José, habíamos sido consagrados sacerdotes y maestros de este pueblo, por mano de Nefi.
“Y magnificamos nuestro ministerio ante el Señor, tomando sobre nosotros la responsabilidad, trayendo sobre nuestra propia cabeza los pecados del pueblo si no le enseñábamos la palabra de Dios con toda diligencia; para que, trabajando con todas nuestras fuerzas, su sangre no manchara nuestros vestidos; de otro modo, su sangre caería sobre nuestros vestidos, y no seríamos hallados sin mancha en el postrer día.” (Jacob 1:17-19. Cursiva agregada.)
Deseo recalcar la expresión «habiendo primeramente obtenido mi mandato del Señor».
Hay un gran poder rector sobre la Iglesia y el reino de Dios. Existe una notable fuente de inteligencia disponible para todos aquellos que enseñan en la Iglesia —si es que lo hacen diligentemente. Existe ese proceso sagrado por medio del cual se puede, en un instante, transmitir inteligencia pura a la mente, a fin de que el maestro sepa lo que tiene que saber en el momento preciso.
Debemos enseñar constantemente bajo la inspiración. Tenemos el derecho de así hacerlo en el hogar y en la Iglesia. Y siempre que surja la necesidad de enseñar en cualquiera de nuestras otras ocupaciones en la vida, es apropiado procurar la ayuda del Señor.
No es imperioso que un padre o un maestro lo sepa todo. Si está viviendo como debe y está preparado para recibir inspiración, de seguro la recibirá. Medite en cuanto al siguiente pasaje: «Ni os preocupéis tampoco de antemano por lo que habéis de decir; mas atesorad constantemente en vuestras mentes las palabras de vida, y se os dará en la hora precisa la porción que le será medida a cada hombre.» (D. y C. 84:85. Vea también D. y C. 100:6 y Mateo 10:19.)
En una ocasión escuché al presidente Marion G. Romney decir: «Yo sé cuándo estoy hablando bajo la inspiración del Espíritu Santo, pues siempre aprendo algo de lo que yo mismo digo.»
Los maestros en la Iglesia deben avanzar con confianza y valor, sabiendo que serán apoyados si en realidad han «primeramente obtenido su mandato del Señor». Para ello se requiere valor. Ha habido momentos en los que merecí y recibí reprimendas del Señor por haber carecido del valor suficiente. Compartiré con ustedes una de tales experiencias.
Poco después de haber sido llamado a servir como Ayudante del Consejo de los Doce, recibí una llamada de un amigo cercano en horas de la madrugada. El y su esposa estaban a punto de tener un nuevo hijo, y en los días previos al nacimiento, se había suscitado una complicación seria. Me pidió si podía ayudar a darle una bendición a su esposa. Según los médicos, había pocas esperanzas de que la criatura se salvara y también la vida de la madre estaba en peligro. Atendiendo el pedido de mi amigo, le di una bendición a su esposa.
Esa mañana en mi oficina pasé un día de miseria y tormento. Mientras le daba la bendición había sentido el impulso del Espíritu de prometerle que todo saldría bien, pero habían pesado más en mi mente los diagnósticos de los médicos. Del mismo modo, me preguntaba qué sucede cuando en una bendición se hacen promesas desmedidas que después no se cumplen. ¿No destruye eso, acaso, la fe? Todos estos pensamientos estaban impregnados en mi mente en el momento de dar la bendición. Las palabras que en esa ocasión pronuncié fueron expresadas en términos generales, sin guiarme por la inspiración que recibí.
Cuando llegué a mi casa esa tarde, nuevamente me llamó mi amigo, pues quería verme para hablar simplemente. Estaba sumamente preocupado por su esposa, Nos sentamos en una banca al frente de su casa a conversar. Le dije que no se preocupara, que su esposa se recuperaría y que su niño nacería sin problemas. Lo que es más, le dije que ése sería el más fácil de todos sus partos. También le dije que ésa era la bendición que había estado en mi mente esa mañana, pero que no había tenido la fe necesaria para dar.
Tras nuestra conversación, me sentí bien por primera vez en todo el día. La agonía que se había apoderado de mí durante toda la jornada había desaparecido.
A primeras horas de la mañana siguiente fui llamado para que fuera al hospital para ver a otra persona. En el pasillo me crucé con el médico de la hermana a quien le había dado la bendición el día anterior. Cuando le pregunté por su salud me respondió: «Acabamos de traerla de la sala de partos. Todo está bien. Fue el más fácil de todos sus partos.»
Esa experiencia me enseñó una gran lección. Debemos ser sensibles a los susurros del Espíritu y tener el valor y la fe de actuar de acuerdo con lo que nos indica. Si no escuchamos esa voz dulce y apacible, no existirá mayor propósito en que el Señor se comunique con nosotros de esa forma.
El poder se recibe cuando el maestro ha hecho todo lo que está a su alcance para preparar, no únicamente sus lecciones, sino su vida para que ésta esté siempre en la sintonía del Espíritu. Si aprendemos a confiar en esa comunicación, podremos pararnos delante de nuestra clase, o en el caso de un padre, sentarnos ante nuestros hijos, seguros de que podremos enseñar bajo inspiración.
El Gran Maestro
Y ahora quisiera terminar esta obra en el lugar donde comencé, reconociendo y rindiendo tributo a Aquel que es el Gran Maestro. El es quien debe ser nuestro ideal. Ningún tratado sobre la educación se compara con el cuidadoso estudio de los cuatro Evangelios. Aun cuando son breves, encontramos suficiente material en sus versículos como para abrir las puertas a todos los principios esenciales de la enseñanza que son necesarios para cualquier éxito que tengamos al enseñar los valores morales y espirituales.
Cabe hacerse la pregunta, ¿Qué clase de maestro hemos de ser? Y la respuesta siempre será: «¡Aun como El es!» En mis esfuerzos por enseñar Su evangelio, he llegado a conocer mejor a El, a Jesucristo, el Hijo de Dios, el Unigénito del Padre.
El relato del Nuevo Testamento es verídico. Nació de María en el meridiano de los tiempos. Vivió una vida que le acercó, aun en Su tierna infancia, a todas las cosas del mundo común y corriente que le rodeaban. El dijo y sintió y escuchó todo lo que emergía de la forma humilde de vivir de aquellos días. Aun cuando ascendería a lo alto, durante Su vida y durante Su ministerio El anduvo entre la gente. He llegado a saber que El vive y he sido llamado a dar testimonio especial de El.
Me inclino en reverencia ante El con profundo respeto por lo que enseñó y por la forma en que lo enseñó.
Enseñen ustedes diligentemente, y Su gracia les acompañará, para que sean más perfectamente instruidos en teoría, en principio, en doctrina, en la ley del evangelio, en todas las cosas que pertenecen al reino de Dios, que les es conveniente comprender. De esto les doy mi testimonio.
























