Enseñad Diligentemente

9

Un mundo de ejemplos


Hace algunos años viajaba en avión hacia la ciudad de Seattle, en el estado de Washington, procedente de Spokane, en el mismo estado. Había asistido a una conferencia religiosa llevada a cabo en la Universidad de Idaho, en Moscow, Idaho. Me dirigía entonces a Seattle para reunirme con líderes de la estaca de ese lugar tocante al programa de seminarios. No había muchos pasajeros en ese vuelo, así que me senté solo, confiando en poder dormir durante el viaje, el cual1\evaría poco más de una hora.

Debo confesar que me sentí un tanto molesto cuando alguien ocupó el asiento a mi lado, así que consentí a su pedido de tomar prestado el periódico que tenía yo en mis rodillas. Pensé que eso le entretendría y, por último, yo podría descansar un poco. Pero no habían pasado muchos minutos cuando comenzó a murmurar, «¡Qué barbaridad…! ¡Esto es terrible…! ¡Parece mentira…!» Cuando se dio cuenta de que había acaparado mi atención, señaló la primera plana del periódico, típico de una zona urbana, con todo lo repudiable, lo trágico y lo sórdido expuesto en la primera página.

El hombre acotó que todo eso no era más que el simple reflejo de la humanidad y de la vida en sí, miserable, sin sentido y, desde todo punto de vista, carente de uso alguno. No pude menos que discordar con el caballero y hacerle saber que en mi opinión la vida sí tenía un propósito, que hay un Dios que ama a Sus hijos y que la vida misma es buena.

Ateo

El hombre se presentó, diciendo ser abogado, y cuando se enteró de que yo era un ministro religioso, dijo con marcado énfasis:

-Pues bien, nos queda todavía una hora y veintiocho minutos de viaje, y deseo que me explique qué derecho tiene usted o ninguna otra persona de lanzar a los cuatro vientos la teoría de que hay un Dios y que la vida tiene tanto significado.

Entonces confesó ser ateo y comenzó a vociferar tan acaloradamente en cuanto a su descreimiento que no pude menos que decirle:

-Está equivocado, mi amigo. Le puedo asegurar que hay un Dios y que vive. Yo sé que El vive.

Entonces le di mi testimonio de que Dios vive y de que Jesús es el Cristo y de que no me cabía la más mínima duda de ninguna de las dos cosas, pero mi testimonio cayó en oídos huecos y descreídos.

-¿Cómo puede decir que «sabe» que Dios vive? -me dijo- Nadie puede asegurarlo y mucho menos decir que lo sabe.

No me di por vencido, y el abogado finalmente dijo en forma condescendiente:

-Muy bien, usted afirma saber, explíqueme (en un tono de voz sarcástico) cómo es que lo sabe.

Me sentí casi carente de argumentos que para él fueran válidos; había sido enfrentado a la más difícil de todas las preguntas, a la cual contesté de la siguiente forma:

-El Espíritu Santo dio testimonio a mi alma.

-Perdóneme, pero no tengo la más mínima idea de lo que está hablando -respondió el abogado.

Comprendí entonces que términos tales como oración, discernimiento fe carecían totalmente de significado para ese buen hombre, puesto que no contaba con ningún tipo de experiencia práctica al respecto.

Advirtiendo que me encontraba imposibilitado de explicar cómo era que sabía, terminó diciéndome:

-¿Ve lo que le digo? Usted no puede decir que sabe, porque si supiera, no tendría tantos problemas para explicarme cómo es que lo sabe. (En ello implicaba que todo lo que profesamos saber puede ser fácilmente explicado en palabras.) 

El sabor de la sal

Sentí que tal vez había sido poco sabio en compartir mi testimonio, y pedí interiormente que si no podía comprender mis palabras, que al menos aceptara mi declaración como sincera.

-No todo lo que afirmamos saber puede ser explicado simplemente en palabras -le dije, tras lo cual le formulé la siguiente pregunta:

-¿Sabe usted qué gusto tiene la sal?
-Por supuesto que sí -fue su respuesta.
-¿Cuándo fue la última vez que la probó?
-No hace muchas horas, cuando cené.
-Usted cree saber el gusto que tiene la sal -le dije.
-Sé sin duda el gusto que tiene -insistió.
-Si le diera una taza de sal y otra de azúcar, y usted probara de ambas, ¿podría diferenciar una de la otra?
-¿Me está hablando en serio? -dijo-. Por supuesto que podría diferenciar entra la una y la otra. iYo sé el sabor que tiene la sal!

Entonces le formulé otra pregunta:

-Suponiendo que yo jamás hubiera probado el gusto de la sal, ¿podría usted simplemente en palabras explicarme el sabor que tiene? Tras pensarlo por algunos momentos se aventuró a contestar:
-Bueno, no es ni dulce ni amarga.
-Lo que usted me está diciendo es como no es -le acoté- Lo que yo quiero saber es cómo es.

Después de tratar varias veces se dio por vencido, admitiendo sentirse tan limitado como yo me había sentido al tratar de responder su pregunta anterior, en el sentido de cómo sabía que el evangelio es verdadero.

Al descender del avión, le di mi testimonio otra vez y le dije:

-Le aseguro que sé que hay un Dios. Usted se mofó de mi testimonio y me dijo que si yo lo supiera, estaría en condiciones de explicarle exactamente cómo es que lo sé, Mi amigo, espiritualmente hablando, yo he saboreado la sal, pero no estoy en mejores condiciones de contestar cómo he adquirido ese conocimiento que en las que usted está de explicarme el gusto que tiene la sal. Pero una vez más le aseguro que hay un Dios y que vive. Simplemente por el hecho de que usted no lo sepa, no trate de hacerme creer que yo tampoco lo sé, porque sí lo sé.

Técnicas y elementos

Esta confrontación es una ilustración de cuán difícil es enseñar precisamente esas cosas que hemos sido comisionados para enseñar en la Iglesia. Cuando enseñamos valores morales y espirituales, inculcamos cosas que son intangibles. Es posible que no haya enseñanza que resulte más difícil, pero al mismo tiempo dudo que la haya más recompensante cuando se la imparte con éxito.

Sabemos que hay técnicas que podemos emplear y elementos que podemos utilizar. Mucho es lo que los maestros pueden hacer para prepararse, tanto a sí mismos como a sus lecciones, a fin de que sus alumnos, ya sea que fueren sus hijos o los jóvenes a quienes son llamados para enseñar en el salón de clases o a quienes estén guiando como oficiales de la Iglesia, puedan aprender y así lograr un testimonio.

Quisiera señalar que en esta experiencia a la que acabo de referinne, aun cuando el tema de nuestra conversación giraba en torno a la revelación, el análisis, en su mayor parte, estaba relacionado con la sal. Es posible que muy poco hubiera logrado si hubiera continuado discutiendo sobre la inspiración, sobre el Espíritu Santo o sobre mi testimonio. Todo eso resultaba totalmente ajeno a mi compañero de viaje, y si finalmente llegamos a alguna conclusión positiva, ello se debió a haber apelado a un ejemplo que le era familiar: la sal.

Dicho sea de paso, mientras caminábamos por el aeropuerto, repetía una y otra vez en voz baja como para sí mismo: «¿Quién necesita una religión? Yo puedo vivir perfectamente sin ella.»

Por todas partes podemos encontrar ideas para utilizar como comparación y referencia. Muchas de ellas están a nuestro alcance, si tan sólo nos esforzamos un poco porcaptarlas. Considere la siguiente ilustración.

Un nuevo mundo

Durante la Segunda Guerra Mundial, recibí una parte de mi entrenamiento militar en una base próxima a la localidad de Scottsdale, Arizona. De vez en cuando, durante los fines de semana, íbamos a la ciudad de Phoenix y regresábamos a la base el domingo por la tarde. En aquellos días, Scottsdale era un suburbio rural de Phoenix y apenas si contaba con algo más que una intersección de calles.

Un domingo en particular, varios de mis compañeros y yo no pudimos conseguir quién nos llevara de regreso a la base, así que comenzamos a caminar. Mientras así lo hacíamos,   un caballero desvió su viejo automóvil hacia el costado del camino y se ofreció para llevamos. A decir verdad, éramos demasiados como para caber en el vehículo, pero contaba a sus costados con estribos sobre los que podíamos viajar parados, así que se aseguró de conducir despacio. En el curso de nuestra conversación, algunos de mis compañeros se quejaron de lo seco e inhóspito que era el desierto. Finalmente el hombre detuvo la marcha y nos dijo que quería mostrarnos algo.

Nos explicó que era profesor de ciencias naturales, e invitándonos a caminar un poco por el desierto, nos mostró distintos tipos de vegetación, animales y otras cosas vivientes, abriendo así ante nuestros ojos todo un nuevo mundo. Señaló algunas plantas marchitas y aparentemente muertas.

«Todo por lo que aguardan». dijo, «son las lluvias de la primavera. Por ejemplo, ésta», agregó, señalando a un arbusto seco. «si la ponen en agua, en el curso de unas pocas horas se abrirá y se pondrá verde. Es realmente una planta hermosa si uno la observa detenidamente; pasa desapercibida porque nadie se toma el tiempo de tan siquiera mirarla.»

Desde ese día el desierto adquirió una nueva dimensión para mí y, desde ese momento, jamás me resultó inhóspito sino hermoso e interesante.

Una vez que entendemos el principio de la apercepción, todo ese mundo que nos rodea cobra verdadera vida y a cada paso que damos encontramos significativos ejemplos.

Este principio didáctico nos proporciona toda una gama de ayudas visuales. Cuando sabemos cómo emplearlo, podemos dotar de imágenes visuales a nuestros métodos de comunicación. Valiéndonos de ejemplos que nuestros alumnos puedan literalmente ver, estaremos en condiciones de conducirles a la «visualización» de ideales abstractos.

Una vez que un maestro comienza a buscar elementos para utilizar como comparaciones en sus lecciones, es como si se abriera ante sus ojos un nuevo mundo. y entonces comprende que para dar vida a un ideal, a veces tendrá que idealizar lo que forma parte de la vida.