Jesús El Cristo

Capítulo 29

HACIA JERUSALÉN


Jesús nuevamente predice su muerte y resurrección.

Cada uno de los tres evangelistas sinópticos nos ha deja­do su narración del último viaje a Jerusalén, y de lo que sucedió en relación con el mismo. La profunda solemnidad de los acontecimientos entonces tan próximos, así como del destino al cual se dirigía, surtieron tal efecto en Jesús que aun los apóstoles se maravillaron de verlo tan abstraído y palpablemente triste. Se retrasaron algunos pasos con algo de asombro y temor. Entonces el Señor se detuvo, llamó a los Doce alrededor de Sí, y hablando con absoluta claridad, sin metáforas o símiles, les dijo: «He aquí subimos a Jerusalén, y se cumplirán todas las cosas escritas por los profetas acerca del Hijo del Hombre. Pues será entregado a los gentiles, y será escarnecido, y afrentado, y escupido. Y después que le hayan azotado, le matarán; mas al tercer día resucitará.»

Nos causa admiración el hecho de que los Doce no pudie­ron comprender su significado; sin embargo, S. Lucas categóri­camente afirma: «Pero ellos nada comprendieron de estas cosas, y esta palabra les era encubierta, y no entendían lo que se les decía.» Esta aseveración de la próxima muerte y resurrec­ción del Salvador, comunicada con certeza confidencial a los Doce, fue la tercera de su género; y aún no podían persuadirse a aceptar la terrible verdad.

Según la narración de S. Mateo, les fue dicha la manera precisa en que el Señor moriría—que los gentiles lo crucifi­carían—y sin embargo, no entendieron. Ellos veían cierta terrible incongruencia, una espantosa inconsecuencia o inexplicable contradicción en las palabras de su querido Maestro. Sabían que era el Cristo, el Hijo del Dios Viviente; ¿cómo, pues, podría ser vencido y muerto tal Ser? No podían dejar de comprender que estaba próximo algún suceso sin precedente en la vida de Él; tal vez se imaginaban vaga­mente la crisis que habían estado esperando, quizá la pro­clamación pública de su dignidad mesiánica, su entroniza­ción como Señor y Rey. Y efectivamente así iba a ser, pero en una forma completamente distinta de lo que suponían. Parece que la profecía culminante, de que al tercer día se le­vantaría de nuevo, era la que más perplejos los dejaba; pero a la misma vez, esta certeza de su triunfo final pudo haber dado a todos los acontecimientos intermedios una apariencia de importancia secundaria y transitoria. Persistentemente rechazaban la idea de que estaban siguiendo a su Señor hacia la cruz y el sepulcro.

Surge de nuevo el asunto de la precedencia.

No obstante todas las instrucciones que los apóstoles habían recibido concernientes a la humildad, y a pesar de que tenían delante de sí el ejemplo supremo de la vida y conducta del Maestro, en los cuales ampliamente se había demostrado el hecho de que el servicio era la única medida de la verdadera nobleza, ellos continuaron soñando en la posición y honor que recibirían en el reino del Mesías. Quizá por motivo de la inminencia del triunfo del Maestro, asunto que los había impresionado particularmente en esa época, aunque sin entender su verdadero significado, algunos de los Doce se dirigieron al Señor en el curso de este viaje con una petición algo ambiciosa. Los solicitantes fueron Santiago y Juan, aunque según la relación de S. Mateo, su madre fue la primera en proponer el asunto. La solicitud era que cuando Jesús tomara posesión de su reino, Él se dignara honrar insignemente a estos  dos aspirantes, colocándolos en puestos eminentes, uno a su mano derecha, el otro a su izquierda. En lugar de reprender severamente esta presunción, Jesús bondadosa pero impresionantemente preguntó: «¿Podéis beber del vaso que yo he de beber, y ser bautizados con el bautismo con que yo soy bautizado?» Su respuesta llena de confianza se basó en la falta de comprensión. «Podemos»— le respondieron. Entonces les dijo Jesús: «A la verdad, de mi vaso beberéis, y con el bautismo con que yo soy bauti­zado, seréis bautizados; pero el sentaros a mi derecha y a mi izquierda, no es mío darlo, sino a aquellos para quienes está preparado por mi Padre.»

Los diez apóstoles se indignaron con los dos hermanos, no tanto quizá por el espíritu que había motivado la petición sino porque los dos se habían adelantado a los demás para solicitar los puestos principales de distinción. Pero Jesús, pacientemente tolerante de sus debilidades humanas, llamó a los Doce alrededor de Sí y los instruyó como un padre amoroso instruiría y amonestaría a sus hijos contenciosos. Les explicó que los gobernantes terrenales, tales como los príncipes de los gentiles, se enseñorean de sus súbditos, manifestando su soberanía y arbitrariamente ejerciendo la autoridad de su puesto. Pero entre los siervos del Maestro no debía ser así. El que de entre ellos quisiera ser grande, debía ser un siervo verdadero, dispuesto a prestar servicio a sus semejantes; el más humilde y dispuesto servidor sería el principal entre los siervos, así «como el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos».

Le es concedida la vista a un ciego cerca de Jericó.

En el curso de su viaje Jesús llegó a Jericó, donde, en la propia ciudad, o bien en sus contornos, nuevamente ejerció su maravilloso poder para abrir los ojos de los ciegos. Uno de los evangelistas, Mateo, dice que fueron sanados dos ciegos, y que el milagro se efectuó cuando Jesús salía de Jericó; S. Marcos menciona solamente un ciego, al cual da el nombre de Bartimeo, o hijo de Timeo, y concuerda con Mateo en que la curación se llevó a cabo cuando Jesús salía de la ciudad; S. Lucas menciona sólo un recipiente de la miseri­cordia sanadora de Señor—»un ciego»— y que el milagro ocurrió al acercarse Cristo a Jericó. Estas pequeñas variaciones atestiguan la independencia cronística de cada una de las narraciones, y las discrepancias aparentes en nada alteran los hechos principales ni menoscaban el valor instructivo de la obra del Señor. Como hemos visto ya en una ocasión anterior, se habla de dos hombres, pero solamente uno de ellos figura en el relato circunstancial.

Bartimeo, el hombre de quien se hace particular mención, se hallaba sentado junto al camino pidiendo limosna, cuando se acercó Jesús, acompañado de los apóstoles, muchos otros discípulos y una gran multitud de personas, probablemente viajeros que se dirigían a Jerusalén para asistir a la fiesta de la Pascua que habría de celebrarse aproximadamente una semana después. Oyendo el ruido de tan numerosa compañía, el limosnero ciego preguntó qué era aquello, «y le dijeron que pasaba Jesús nazareno». Lleno de ansia, y temiendo perder la oportunidad de llamar la atención del Maestro, inmediatamente gritó en alta voz: «¡Jesús, Hijo de David, ten misericordia de mí!» Su ruego, y particularmente el uso del título, «Hijo de David», indican que sabía acerca del gran Maestro, tenía confianza en su poder para sanar y fe en El como el prometido Rey y Libertador de Israel. Los de la compañía, que precedían a Jesús, trataron de hacer callar al hombre, pero cuanto más lo reprendían tanto mayor la fuerza y persistencia de su llamado: «(Hijo de David, ten misericordia de mí!» Jesús se detuvo y mandó que el hombre le fuese llevado. Entonces los mismos que momentos antes habrían callado la anhelante súplica del ciego, ahora que el Maestro se había fijado en El, se mostraron los más deseosos de ayudar. Comunicaron las buenas nuevas al que no veía: «Ten confianza; levántate, te llama», y éste, echando a un lado su capa para que no le estorbara, vino hacia Cristo. A la pregunta del Señor, «¿Qué quieres que te haga?», Bartimeo respondió: «Señor, que reciba la vista.» Entonces Jesús pronunció las sencillas palabras de potencia y bendición: «Recíbela, tu fe te ha salvado.» El hombre, lleno de agradeci­miento, y sabiendo que sólo una intercesión divina pudo haberle abierto los ojos, siguió a su Benefactor, glorificando a Dios con oraciones sinceras de acción de gracias, a las cuales fervorosamente se unieron muchos de los que habían presen­ciado el milagro.

Zaqueo, jefe de los publícanos.

Jericó era una ciudad de importancia considerable y contaba, entre sus oficiales residentes, a un cuerpo de publí­canos o cobradores de impuestos, cuyo jefe, Zaqueo, se había hecho rico con los ingresos que percibía en su puesto. Indudablemente había oído del gran Galileo que no ponía reparo a asociarse con los publícanos, a pesar de que éstos eran tan despreciados por los judíos en general; quizá también estaba enterado de que Jesús había colocado a un publicano entre los discípulos más prominentes. El propio nombre de Zaqueo indica que era judío, pues Zaqueo es un derivado de «Zacarías», con terminación griega o latina; y su propio pueblo debe haber sentido particular antipatía hacia él por motivo de su elevada posición entre los publícanos, todos los cuales eran empleados de los romanos. Este hombre tenía un fuerte deseo de ver a Jesús, no simplemente por curiosi­dad, pues las cosas que había oído acerca de este Maestro de Nazaret lo habían impresionado y puesto a pensar.   Sin embargo, Zaqueo, siendo de estatura pequeña, ordinariamente no podía ver sobre la cabeza de los demás; de modo que corrió adelante de la compañía y subió a un árbol al lado del camino. Cuando Jesús llegó al sitio, asombró en gran manera al hombre subido en el árbol. Miró hacia donde estaba, y le dijo: «Zaqueo, date prisa, desciende, porque hoy es necesario que pose yo en tu casa.» Este inmediatamente se bajó, y lleno de gozo recibió al Señor en calidad de huésped. La multitud que acompañaba a Jesús parece haber sido generalmente amistosa hacia Él, pero al ver lo anterior, la gente murmuró y criticó, diciendo que el Maestro «había entrado a posar con un hombre pecador»; porque a los ojos de los judíos todos los publícanos eran pecadores, y Zaqueo admitía que el oprobio que sentían hacia él probablemente era merecido.

Habiendo visto a Jesús y conversado con El, este jefe de los publícanos creyó y se convirtió. Como prueba del cambio que había ocurrido en su corazón, Zaqueo allí mismo prometió voluntariamente al Señor que haría cualquier rein­tegro o restitución necesarios. «He aquí, Señor, la mitad de mis bienes doy a los pobres; y si en algo he defraudado a alguno, se lo devuelvo cuadruplicado.» Estas eran obras dignas de arrepentimiento. El hombre comprendía que no podía remediar su pasado, pero sabía que podía expiar en parte algunos de sus malos hechos. Su promesa de restaurar por cuadruplicado lo que hubiese adquirido ilegalmente concordaba con la ley mosaica sobre la restitución, pero sobrepujaba la recompensa requerida. Jesús aceptó la con­fesión de arrepentimiento de Zaqueo, y dijo: «Hoy ha venido la salvación a esta casa; por cuanto él también es hijo de Abraham.» Otra oveja perdida había vuelto al redil; se había recuperado otro tesoro perdido; había regresado a la casa del Padre otro hijo rebelde. «Porque el Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido.»

«A todo aquel  que tiene se  le dará.

Al acercarse la multitud a Jerusalén, Jesús entre ellos, empezaron a aumentar las conjeturas acerca de lo que el Señor haría cuando llegara a la capital de la nación. Muchos de los que lo acompañaban esperaban una proclamación de su autoridad real, y «pensaban que el reino de Dios se manifestaría inmediatamente». Jesús entonces les relató lo que conocemos como la Parábola de las Diez Minas:

«Un hombre noble se fue a un país lejano, para recibir un reino y volver. Y llamando a diez siervos suyos, les dio diez minas, y les dijo: Negociad entre tanto que vengo. Pero sus conciudadanos le aborrecían, y enviaron tras él una embajada, diciendo: No queremos que éste reine sobre nosotros. Aconteció que vuelto él, después de recibir el reino, mandó llamar ante él a aquellos siervos a los cuales había dado el dinero, para saber lo que había negociado cada uno. Vino el primero, diciendo: Señor, tu mina ha ganado diez minas. Él le dijo: Está bien, buen siervo; por cuanto en lo poco has sido fiel, tendrás autoridad sobre diez ciudades. Vino otro, diciendo: Señor, tu mina ha producido cinco minas. Y también a este dijo: Tú también sé sobre cinco ciudades. Vino otro, diciendo: Señor, aquí está tu mina, la cual he tenido guardada en un pañuelo; porque tuve miedo de ti, por cuanto eres hombre severo, que tomas lo que no pusiste y siegas lo que no sembraste. Entonces él le dijo: Mal siervo, por tu propia boca te juzgo. Sabías que yo era hombre severo, que tomo lo que no puse, y que siego lo que no sembré: ¿por qué, pues, no pusiste mi dinero en el banco, para que al volver yo, lo hubiera recibido con los intereses? Y dijo a los que estaban presentes: Quitadle la mina, y dadla al que tiene las diez minas. Ellos le dijeron: Señor, tiene diez minas. Pues yo os digo que a todo el que tiene, se le dará; mas al que no tiene, aun lo que tiene se le quitará. Y también a aquellos mis enemigos que no querían que yo reinase sobre ellos, traedlos acá, y decapitadlos delante de mí.»

Tanto las circunstancias de la historia como la aplicación de la parábola fueron mucho más claras para la multitud judía que para nosotros. El relato de la partida de cierto noble de una provincia tributaria a la corte del soberano para solicitar la investidura de la autoridad real, y la protesta de los ciudadanos sobre quienes ejercía el derecho de reinar, constituían elementos de la historia judía que aún se conservaban frescos en los pensamientos de aquellos a quienes Cristo hablaba.

La explicación de la parábola es ésta: La gente no debía esperar el establecimiento inmediato del reino como poder temporal. Se representó al que habría de ser rey en el acto de hacer un viaje a un país lejano del cual seguramente tendría que volver. Antes de partir había dado a cada uno de sus siervos una cantidad fija de dinero, y la manera en que lo emplearan le ayudaría a juzgar su capacidad para funcionar en puestos de confianza. Al volver llamó a sus siervos para hacer cuentas con ellos, en el curso de lo cual se designan como símbolos representativos los casos de los tres siervos. Uno había utilizado la mina de tal manera que ganó con ella diez minas; se le encomió y recibió la recompensa que únicamente un soberano podía otorgar, ser administrador de diez ciudades. El segundo siervo, que había recibido igual capital, sólo había podido aumentarlo en cinco tantos; fue debidamente recompensado en proporción y nombrado gobernador de cinco ciudades. Pero el tercero devolvió sin aumento lo que había recibido, porque no lo había utilizado. Ninguna razón tenía, y sólo pudo ofrecer una excusa inaceptable por su falta de empeño. Con toda justificación fue reprendido severamente y se le quitó el dinero. Cuando el Rey mandó que la mina, sobre la cual el siervo negligente había perdido todo derecho, fuese dada al que tenía diez, los presentes manifestaron sorpresa; pero el Rey explicó que «a todo el que tiene, se le dará», porque éste emplea ventajosamente las cosas que se le confían, mientras que aquel «que no tiene, aun lo que tiene se le quitará», porque ha demostrado su total incapacidad para poseer y utilizar debidamente. Los apóstoles deben haber considerado particularmente adecuada esta parte de la parábola, aunque es de aplicación general, porque cada uno de ellos había recibido en fideicomiso una misma investidura por medio de su ordenación, y a cada cual le iba a ser requerido dar cuenta de su administración.

Es palpable el hecho de que Cristo representaba al noble que habría de ser investido con autoridad real, el cual entonces volvería para hacer cuentas con sus siervos de confianza. Pero muchos de los ciudadanos lo aborrecían e impugnaron su dignidad, diciendo que no querían que El reinara sobre ellos. Cuando vuelva con poder y autoridad, estos ciudadanos rebeldes seguramente recibirán el castigo que merecen.

En casa de Simón el leproso.

Seis días antes de la Fiesta de la Pascua, es decir, antes del día en que se comía el cordero pascual,8 Jesús llegó a Betania, donde vivían Marta, María y Lázaro, el mismo que recientemente había sido restaurado a vida después de haber muerto. La cronología de los acontecimientos durante la última semana de la vida de nuestro Señor apoya la creencia general­mente aceptada de que en este año, el día catorce de Nisán, en que principiaba la Fiesta de la Pascua, cayó en jueves; y siendo así, Jesús debe haber llegado a Betania el viernes anterior, en vísperas del sábado judío. Jesús entendía plena­mente que este día de reposo sería el último que pasaría en su estado carnal. Los escritores evangélicos han cubierto los acontecimientos de este día con un velo de silencio reverente. Parece que Jesús pasó su último día de reposo en su retiro en Betania. El viaje a pie desde Jericó no había sido fácil, porque el camino alcanzaba una altura de casi mil metros sobre el nivel del mar, y además era un camino trabajoso en otros respectos.

Al día siguiente, probablemente la noche después del día de reposo, se hizo una cena para Jesús y los Doce en casa de Simón el leproso. No se hace más mención de este Simón en las Escrituras. Si estaba vivo en la época en que nuestro Señor fue huésped en la casa que llevaba su nombre, y estuvo presente en esa ocasión, debe haber sido sanado de su lepra previamente, pues de lo contrario no se le habría permitido estar viviendo en el pueblo, y mucho menos formar parte de la compañía festiva. Es razonable pensar que el hombre en un tiempo fue víctima de la lepra, motivo por el cual corrientemente era conocido como Simón el leproso, y que había sido uno de los muchos enfermos en ser sanados de este terrible azote por el ministerio del Señor.

Marta tenía a su cargo los arreglos para la cena en esta ocasión memorable; su hermana María estaba con ella, mientras que Lázaro se hallaba sentado en la mesa con Jesús. Muchos suponen que la casa de Simón el leproso era el hogar de las dos hermanas y de Lázaro, en cuyo caso es posible que Simón haya sido el padre de los tres; sin embargo, no existen pruebas de este parentesco. No se procuró una exclusión extraordinaria durante la cena; en aquel tiempo distinguían las ocasiones de esta naturaleza la presencia de numerosas personas que sin ser invitadas se acercaban para mirar. Por tanto, no nos causa sorpresa enteramos de que había allí muchos que habían ido «no solamente por causa de Jesús, sino también para ver a Lázaro, a quien había resucitado de los muertos». Lázaro era objeto de gran interés, e indudablemente curiosidad, entre la gente; y en la época de su asociación privilegiada e íntima con Jesús en Betania, los principales sacerdotes estaban fraguando un complot para matarlo a causa del efecto que su restauración  había surtido en las gentes, muchas de las cuales creían en Jesús por causa del milagro.

La cena en Betania fue un acontecimiento inolvidable. María, la más contemplativa y espiritual de las dos hermanas, que se deleitaba en sentarse a los pies de Jesús y escuchar sus palabras—razón por la cual se le dio el encomio de haber elegido aquello que le hacía falta, calidad de que carecía su hermana más práctica —sacó de entre sus tesoros un vaso de alabastro que contenía una libra de perfume de nardo puro de mucho precio, y rompiendo el sello del vaso, derramó el fragante contenido sobre la cabeza y pies de su Señor, y le enjugó los pies con sus trenzas sueltas.  Ungir la cabeza de un huésped con aceite ordinario significaba honrarlo; ungirle también los pies indicaba una consideración inusual e insigne; pero la unción de la cabeza y los pies con nardo, y tan abundantemente, fue un acto de homenaje reverencial raras veces obsequiado aun a los reyes. El acto de María fue una expresión de adoración, el fragante derramamiento de un corazón rebosante de adoración y cariño.

Sin embargo, este espléndido tributo del amor de una mujer devota fue tornado en motivo de una protesta des­agradable. Judas Iscariote, que actuaba como tesorero de los Doce, pero que era ladrón, avaro y de alma apocada, expresó una maliciosa queja, diciendo: «¿Por qué no fue este perfume vendido por trescientos denarios y dado a los pobres?» Su aparente solicitud hacia los pobres era una hipocresía completa. Siendo ladrón, lamentaba que no se le hubiera dado el precioso ungüento para que él lo vendiera, o que no se hubiera entregado el precio a la bolsa de la cual él era el guardián interesado. Tan pródiga fue la forma en que María usó el precioso ungüento, que otros, aparte de Judas permitieron que su sorpresa se expresara en murmuración; pero a él se atribuye la distinción de ser el principal quejoso. Las rudas palabras de desaprobación hirieron la naturaleza sensible de María, pero Jesús intervino, diciendo: «¿Por qué molestáis a esta mujer? Pues ha hecho conmigo una buena obra.» Entonces como reproche adicional, que a la vez sirvió de instrucción solemne, dijo: «Porque siempre tendréis pobres con vosotros, pero a mí no siempre me tendréis. Porque al derramar este perfume sobre mi cuerpo, lo ha hecho a fin de prepararme para la sepultura. De cierto os digo que dondequiera que se predique este evangelio, en todo el mundo, también se contará lo que ésta ha hecho, para memoria de ella.»

Carecemos de información precisa si María acaso sabía que dentro de pocos días su amado Señor se hallaría en el sepulcro. Pudo haberlo sabido, por razón de la santa intimidad que existía entre Jesús y la familia, o quizá había entendido, por las palabras de Cristo a los apóstoles, que era inminente el sacrificio de su vida, o tal vez por intuición inspirada fue impelida a rendir el amoroso tributo mediante el cual su memoria se halla atesorada en el corazón de todos los que conocen y aman al Cristo. S. Juan ha preservado para nos­otros estas palabras de Jesús contenidas en el reproche motivado por la queja del Iscariote: «Déjala; para el día de mi sepultura ha guardado esto»; y la versión de S. Marcos igualmente sugiere un propósito definitivamente so­lemne por parte de María: «Porque se ha anticipado a ungir mi cuerpo para la sepultura.»

La entrada triunfal de cristo en Jerusalén.

Mientras se hallaba todavía en Betania o en la aldea contigua a Betfagé, y según la narración de Juan, al día siguiente de la cena en la casa de Simón, Jesús instruyó a dos de sus discípulos que fueran a cierto lugar, donde les dijo que encontrarían una asna atada y con ella un pollino sobre el cual ningún hombre había montado. Debían traerlos a Él, y si alguien los detenía o preguntaba algo, habían de decir que el Señor necesitaba los animales. Úni­camente S. Mateo menciona la asna y el pollino, mientras que los otros escritores hablan solamente de éste; lo más probable fue que la madre siguió al pollino cuando lo llevaron, y su presencia tal vez ayudó a conservar dócil al joven asno. Los discípulos encontraron todo tal como el Señor lo había dicho. Llevaron el pollino a Jesús, extendieron sus mantos sobre el lomo del manso animal y sentaron al Maestro sobre él. La compañía emprendió el viaje hacia Jerusalén, y Jesús sobre su montura entre ellos.

Como de costumbre, grandes multitudes de gente habían llegado a la ciudad muchos días antes que comenzaran los ritos de la Pascua, a fin de cumplir los requerimientos de su purificación personal y ponerse al corriente en el asunto de los sacrificios prescritos que debían. Aunque faltaban cuatro días para la hora en que había de inaugurarse el festival, la ciudad estaba llena de innumerables peregrinos, y entre ellos habían surgido muchas cuestiones respecto de que si Jesús se atrevería a presentarse públicamente en Jerusalén durante la fiesta, en vista de los bien conocidos planes de la jerarquía para tomarlo preso. La gente común estaba interesada en todo hecho y movimiento del Maestro, y las nuevas de su partida de Betania lo habían precedido; de modo de que para cuando comenzó a descender de la parte más elevada del camino por entre el Monte de los Olivos, grandes multitudes se habían reunido en torno de Él. La gente se llenó de gozo al ver a Jesús que se dirigía hacia la santa ciudad; tendieron sus mantos y esparcieron hojas de palma y ramas de árboles por donde pasaba, y en esta forma tapizaron el camino como si fuera a pasar por allí un rey. Por el momento efectivamente era su Rey, y ellos sus súbditos adorantes.

La voz de la multitud resonó con armonía reverberante: «¡Bendito el rey que viene en el nombre del Señor; paz en el cielo y gloria en las alturas!» Y en otra parte se oía: «¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!»

En medio de todo este alborozo, sin embargo, Jesús se entristeció al ver la gran ciudad dentro de la cual se hallaba la Casa del Señor, y lloró a causa de la iniquidad de su pueblo y porque no querían aceptarlo como Hijo de Dios; por otra parte, previo las terribles escenas de destrucción que en breve sobrevendrían a la ciudad así como al templo. Con angustia y lágrimas apostrofó la ciudad sentenciada en estos términos «¡Oh, si también tú conocieses, a lo menos en este tu día, lo que es para tu paz! Mas ahora está encu­bierto de tus ojos. Porque vendrán días sobre ti, cuando tus enemigos te rodearán con vallado, y te sitiarán, y por todas partes te estrecharán, y te derribarán a tierra, y a tus hijos dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra, por cuanto no conociste el tiempo de tu visitación.»

La muchedumbre acrecentaba con los grupos afluentes que se incorporaban a la imponente compañía en todo cruce de calles; y las aclamaciones de alabanza y homenaje se oyeron dentro de la ciudad mientras la procesión todavía se encontraba lejos de los muros. Cuando el Señor pasó por el macizo portal y entró en la capital propiamente del Gran Rey, toda la ciudad se emocionó. Al peregrino que preguntaba: «¿Quién es éste?», la multitud gritaba: «Es Jesús el profeta, de Nazaret «de Galilea.» Posiblemente los galileos eran los primeros en responder y los más clamorosos en aquella gozosa proclamación; porque los altivos habitantes de Judea menospreciaban a Galilea, pero en esta ocasión Jesús de Galilea era el personaje más prominente en Jerusalén. Los fariseos, resentidos de los honores que se obse­quiaban a Aquel que por tan largo tiempo habían intentado destruir, impotentemente lamentaban entre sí el fracaso de todas sus maquinaciones nefarias, diciendo: «Ya veis que no conseguís nada.  Mirad, el mundo se va tras él.» Incapacitados para refrenar el entusiasmo creciente de las multitudes o hacer callar las gozosas aclamaciones, algunos de los fariseos se abrieron paso por entre las multitudes hasta llegar a Jesús, y apelaron a Él, diciendo: «Maestro, reprende a tus discípulos.» Pero el Señor, respondiendo a sus quejas, les dijo: «Os digo que si éstos callaran, las piedras clamarían.»

Desmontó y entró a pie dentro de los confines del templo, donde fue recibido con aclamaciones de adulación. Los principales sacerdotes, escribas y fariseos, representantes oficiales de la teocracia, la jerarquía del judaísmo, se llenaron de ira; no podía negarse que el pueblo estaba tributando honores mesiánicos a aquel alborotador nazareno; y no sólo esto, sino que se estaba verificando dentro del propio recinto del templo de Jehová.

Nosotros, de pensamientos finitos, tal vez no podamos comprender totalmente el propósito para el cual Cristo accedió este día a los deseos del pueblo y aceptó su homenaje con gracia real. Es evidente que la ocasión no fue un suceso imprevisto o fortuito que El aprovechó sin ninguna inten­ción preconcebida. Sabía de antemano lo que iba a ocurrir, y lo que Él iba a hacer. No fue un espectáculo desprovisto de todo significado, sino el advenimiento efectivo del Rey a su ciudad real, su entrada en el templo, la casa del Rey de reyes. Llegó montado en un asno, como símbolo de paz, aclamado por los gritos de hosanna de las multitudes; no sobre un corcel cubierto con caparazón, blandiendo la panoplia de guerra al compás de clarines y trompetas. Que la ocasión gozosa en ningún sentido se interpretó como una hostilidad física o alboroto sedicioso, queda suficientemente demostrado por la indulgente imperturbabilidad con que la aceptaron los oficiales romanos, los cuales con prontitud acostumbrada solían enviar sus legionarios desde la Fortaleza de Antonia a la primera indicación de algún motín; y en forma particular vigilaban a todo aspirante mesiánico para suprimirlo, pues se habían levantado falsos Mesías, y había habi­do mucho derrame de sangre al sofocar por las armas sus ilusorias pretensiones. Pero los romanos no vieron razón para temer, y sí, tal vez, para sonreír, ante el espectáculo de un Rey montado sobre un asno, rodeado de súbditos que, aun cuando numerosos, no blandían más armas que hojas de palmeras y ramas de mirtos. En la literatura el asno es designado como el «antiguo símbolo de realeza judía» y el que lo cabalga ha sido tomado por representación del progreso pacífico.

Contrastan notablemente esta entrada triunfal de Jesús en la ciudad principal de los judíos, y el tenor general de su ministerio durante los primeros días, cuando aún la in­sinuación de que fuera el Cristo, se comunicaba reservadamen­te, si acaso se daba a saber, y se había suprimido toda manifes­tación de opinión popular en la que Él podría haber figurado como director nacional. Ahora, sin embargo, la hora de la gran consumación se aproximaba; la aceptación pública del homenaje de la nación y la admisión de ambos títulos de Rey y Mesías constituían una proclamación manifiesta y oficial de su divina investidura. Había entrado en la ciudad y el templo en el estado real que correspondía al Príncipe de Paz. Los gobernantes de la nación lo habían rechazado y ridiculizado sus afirmaciones. La manera de su entrada debió haber llamado la atención de los eruditos maestros de la ley y los profetas, porque con frecuencia se citaba entre ellos la impresionante predicción de Zacarías, cuyo cumpli­miento Juan el evangelista ve en los acontecimientos de este domingo memorable.»1 La profecía de referencia dice lo siguiente: «Alégrate mucho, hija de Sión; da voces de júbilo, hija de Jerusalén; he aquí tu rey vendrá a ti, justo y salva­dor, humilde, y cabalgando sobre un asno, sobre un pollino hijo de asna.»

Unos griegos visitan a Cristo.

Había entre las multitudes que acudían a Jerusalén al tiempo de la Pascua anual, gentes de muchas naciones. Al­gunos de ellos, aunque no eran de descendencia judía, se habían convertido al judaísmo; pero aun cuando se les admitía a los recintos del templo, no les era permitido pasar más allá del patio de los gentiles. Durante la última semana de la vida terrenal de nuestro Señor, posiblemente el día de su entrada real en la ciudad, ciertos griegos, evidentemente prosélitos, en vista de que «habían subido a adorar en la fiesta», solicitaron una entrevista con Jesús. Dominados por un sentimiento debido de decoro se refrenaron de dirigirse al Maestro directamente, y más bien le hablaron a Felipe, uno de los apóstoles, diciendo: «Señor, quisiéramos ver a Jesús.» Felipe lo consultó con Andrés y entonces los dos informaron a Jesús, el cual—como razonablemente pode­mos inferir del contexto, aunque el hecho no se declara explícitamente—graciosamente recibió a los visitantes ex­tranjeros y les comunicó preceptos de inmenso valor. Es evidente que el deseo de estos griegos de conocer al Maestro no se fundaba en la curiosidad o algún otro impulso indigno. Sinceramente deseaban ver y escuchar al Maestro, cuya fama había llegado hasta el país de ellos, y cuyas doctrinas los habían impresionado.

Jesús les testificó que se aproximaba la hora de su muerte, «la hora para que el Hijo del Hombre sea glorificado». Las palabras del Señor los asombraron y afligieron, y posiblemente le preguntaron sobre la necesidad de tal sacrificio. Jesús se lo explicó, citando una notable ilustración tomada de la naturaleza: «De cierto, de cierto, os digo, que si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto.»  La comparación fue apta, e impresionantemente sencilla y hermosa a la vez. El agricultor que se olvida de echar su grano en la tierra, o no quiere hacerlo porque desea conservarlo, no recogerá nada; pero si planta el trigo en tierra buena y fértil, cada grano viviente se multiplica muchas veces, aunque por necesidad la semilla es sacrificada al hacerlo. De manera que, dijo el Señor: «El que ama su vida, la perderá; y el que aborrece su vida en este mundo para vida eterna la guardará». El significado del Maestro es claro; el que ama su propia vida a tal grado que no quiere arriesgarla o, si necesario fuere, ofrendarla en el servicio de Dios, perderá su oportunidad de lograr el abundante aumento de la vida eterna; mientras que aquel que considera el llamado de Dios tan superior a la vida, que su amor por su propia vida es como odio en compara­ción, hallará la vida que tan generosamente entrega o está dispuesto a entregar, aunque desaparezca por un tiempo como el grano que es enterrado en la tierra, y gozará del galardón de un desarrollo eterno. Si lo anterior es cierto, en lo que respecta a la existencia de todo hombre, ¿cuán eminentemente impor­tante no lo sería en la vida de Aquel que vino a morir a fin que el hombre viviera? Por tal razón fue necesario que El muriese, como indicó que estaba a punto de hacer; pero su muerte, lejos de ser vida perdida, iba a ser vida glorificada.

La voz de los cielos.

El conocimiento del espantoso trance que en breve habría de pasar, y particularmente la contemplación del estado pecaminoso que exigía su sacrificio, agobiaron de tal manera los pensamientos del Salvador, que vino sobre Él una profunda tristeza. «Ahora está turbada mi alma— exclamó angustiado— ¿y qué diré?» ¿Debía decir: «Padre, sálvame de esta hora» cuando sabía que «para esto» había llegado hasta «esta hora»? Sólo a su Padre podía recurrir para solicitar apoyo consolador, y no para pedirle que lo librara de lo que iba a venir, sino la fuerza para soportarlo.

Por tanto, oró: «Padre glorifica tu nombre.» Fue el surgi­miento de un Alma potentísima para hacer frente a una crisis suprema que del momento parecía infranqueable. Habiendo pronunciado esta oración de obediencia reiterada a la voluntad del Padre, «vino una voz del cielo: Lo he glorificado, y lo glorificaré otra vez».

La voz fue real; no un susurro subjetivo de consuelo a los sentidos internos de Jesús, sino una realidad objetiva externa. La gente que se hallaba cerca oyó el sonido y lo interpretó de varias maneras. Algunos dijeron que era un trueno, otros, poseídos de mejor discernimiento espiritual, dijeron: «Un ángel le ha hablado»; y quizá algunos aun pudieron entender las palabras igual que Jesús. Habiendo emergido completamente de la nube pasajera de angustia dominante, el Señor se volvió al pueblo y dijo: «No ha venido esta voz por causa mía, sino por causa de vosotros.» Entonces, consciente de que ciertamente triunfaría del pecado y de la muerte, exclamó con acentos de júbilo divino, como si la cruz y el sepulcro ya hubieran pasado: «Ahora es el juicio de este mundo; ahora el príncipe de este mundo será echado fuera.» Se había decretado la ruina de Satanás, el príncipe del mundo. «Y yo—continuó diciendo el Señor— si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo.»

Juan nos asegura en su evangelio que esta última frase indicaba la manera en que el Señor iba a morir. Así lo entendió la gente y pidió una explicación de lo que para ellos era una incongruencia, ya que las Escrituras, como habían aprendido a interpretarlas, declaraban que el Cristo habría de permanecer para siempre, y ahora El, que afir­maba ser el Mesías, el Hijo del Hombre, decía que habría de ser levantado. «¿Quién es este Hijo del Hombre?»—le preguntaron. Con la precaución de siempre, de no echar perlas donde no fueran estimadas, el Señor se refrenó de contestar en forma directa; sin embargo, les amonestó que anduvieran en la luz mientras estaba con ellos, porque ciertamente seguirían las tinieblas, y como Él les recordó: «El que anda en tinieblas, no sabe adónde va.» Para terminar, el Señor los exhortó en esta forma: «Entre tanto que tenéis la luz, creed en la luz, para que seáis hijos de luz.»

A la conclusión de este discurso Jesús se apartó de la gente «y se ocultó de ellos». Marcos el evangelista cierra en esta forma la historia del primer día de lo que ha llegado a ser conocida como la semana de la pasión de nuestro Señor: «Y habiendo mirado alrededor todas las cosas, como ya anochecía, se fue a Betania con los doce.»


NOTAS AL CAPITULO 29.

1. La madre de Santiago y Juan.—Generalmente se entiende que la madre de estos dos hijos de Zebedeo (Mateo 20:20; compárese con 4:21) fue Salomé,  a quien se  menciona  entre las mujeres  presentes en  la  crucifixión   (Marc. 15:40;  compárese  con   Mateo  27:56, donde se habla de «la madre de los hijos de Zebedeo» y se omite el nombre de «Salomé»), y asimismo una de las primeras en llegar al sepulcro la   mañana de la  resurrección  (Marc.   16:1).  Algunos expositores, basándose  en el  hecho de que  Juan se refiere  a  la  madre de Jesús y a «la hermana de su madre» (19:25), y no menciona a Salomé por su nombre, sostienen que Salomé era hermana de María, madre de Jesús,  y   por  consiguiente, tía  del Salvador.  Según este parentesco, Santiago y  Juan serían  primos hermanos de  Jesús.  Aun  cuando  la narración bíblica no refuta este supuesto parentesco, ciertamente tampoco lo afirma.

2. Jericó. —Así se llamaba una ciudad antigua que se hallaba al nordeste de Jerusalén, poco menos de veinticuatro kilómetros  en línea recta.  Durante el  éxodo  cayó  en  manos  del  pueblo  de  Israel tras  una  intervención  milagrosa del poder divino.  (Josué,   capítulo 6) La fertilidad de la región queda indicada en su nombre descriptivo: «Ciudad de las palmeras»  (Deut. 34:3; Juec. 1:16; 3:13; 2 Crón 2:15). Jericó  significa  «lugar  de  fragancia».  Tenía  un  clima  semitropical, como consecuencia de su poca altura. Estaba situada en un valle que yacía más de cien metros bajo el nivel del Mediterráneo; y esto explica la afirmación de S. Lucas (19:28) que después de haber narrado la parábola de las minas, mientras se dirigía a Jericó, Jesús continuó su camino «subiendo a Jerusalén». En la época de Cristo Jericó era una ciudad importante; y la abundancia de sus productos comerciales, particularmente bálsamo y especias, dio lugar a que se estableciera allí una oficina de impuestos, de la cual Zaqueo parece haber sido el director.

3. El noble y el reino.—El fondo o ambiente local de esa parte de la parábola de las minas que se refiere al noble  que fue  a un país  lejano   para  recibir  un  reino   para  sí,   tuvo   su   paralelo   en  la historia.   Arquelao,  nombrado  rey de  los  judíos  según  el  testamento de su padre, Herodes el Grande, partió para Roma a fin de solicitar al  Emperador la  confirmación  de  su  nombramiento El  pueblo se le opuso mediante una protesta. Comentando la referencia a estas circunstancias  en  la  parábola,  Farrar  (página  493,  nota) dice:  «La declaración  de  que  un  hombre  noble  salió   a  un  país  lejano  para recibir  un reino  habría permanecido totalmente  ininteligible  si afortunadamente  no  hubiéramos  sabido  que  así  lo  hicieron no  sólo Arquelao sino Antipas  (Antiquities of the Jews, por Josefo, xvii, 9:4). Y en el caso de Arquelao, los judíos efectivamente enviaron una dele­gación de cincuenta a Augusto César para informarle de sus crueldades y  oponerse a sus pretensiones, comisión que aun cuando fracasó en esa oportunidad, logró el éxito subsiguientemente. (Antiquities of the Jews,  por Josefo,  xvii, 13:2.)  Durante  la  ausencia  de  Arquelao, Felipe defendió sus propiedades de la usurpación del procónsul Sabino. El espléndido palacio que Arquelao había construido en Jericó   (Antiqui­ties of the Jews, xvii, 13:1)  naturalmente traería estas circunstancias a los pensamientos de Jesús, y la parábola es otro notable ejemplo de la manera en que El utilizaba los acontecimientos más comunes que lo rodeaban y los empleaba como base de sus enseñanzas más elevadas. Constituye también otra comprobación inesperada de la autenticidad y veracidad  de  los evangelios.»

4. «No queremos que éste reine sobre nosotros».—Sobre este aspecto de la parábola, Trench (Mirades, página 390) muy a propósito comenta: «Las dos veces anteriores que Jesús había ido a recibir su reino, se oyó esta misma declaración de los labios de los judíos: Una vez cuando gritaron a Poncio Pilato: ‘No tenemos más rey que César’;  y de nuevo  cuando  se quejaron  a él  diciendo:   ‘No  escribas: Rey de los judíos’ (Juan 19: 15, 21; compárese con Hech. 7:17).  Pero el  cumplimiento más  exacto de estas palabras   se  ve  en  la   actitud de los judíos, después de la ascensión del Señor, en su feroz hostilidad hacia Cristo y su Iglesia incipiente.  (Hech.  12:3;  13:45;  14:18; 17:5; 18:6; 22:22; 23:12; 1 Tes. 2:15).»

5. El día de la cena en Betania. —S. Juan fija el orden de este acontecimiento al día siguiente de la llegada de Cristo a Betania, pues como vemos en Juan 12:12, la entrada triunfal en Jerusalén ocurrió al día siguiente de la cena, y, como se dijo en el texto, lo más probable fue que Jesús llegó a Betania el viernes. La gozosa procesión que entró en Jerusalén no se verificó al día siguiente del viernes, porque era el día de reposo judío. Mateo (26:2-13) y Marcos (14:1-9) colocan el episodio de la cena después de narrar la entrada triunfal y otros acon­tecimientos, por lo cual algunos han inferido que estos dos escritores fijan la cena dos días antes de la Pascua. Esta inferencia carece de confirmación. El orden cronológico dado por Juan en este respecto parece ser el verdadero.

6. El hogar paternal en Betania.—El  hogar de  Marta,  María y Lázaro parece haber sido el sitio  acostumbrado  en donde se alojaba Jesús  cuando llegaba a Betania.  Indudablemente   gozaba   de   una amistad  muy íntima  y  afectuosa  con todos  los  miembros de la familia, aun antes de la milagrosa restauración de Lázaro a la vida, y este acontecimiento supremamente bendito debe haber convertido en venerable reverencia la estimación de que gozaba nuestro Señor en esa familia.  Si esta  casa  y la  de Simón  el   leproso   eran  idénticas,   la narración bíblica no lo afirma.  Aunque nos presenta un relato algo detallado   de  la  cena  preparada por Marta,   Juan   nada   dice   acerca de Simón o su casa.  Es  digno  de notarse  que  los  escritores  sinóp­ticos   dicen  muy poco acerca  de  este  hogar en Betania. Farrar aptamente comenta  (pág. 473):   «Nos  parece ver  en los  evangelistas sinópticos  una  reserva  especial  respecto  de  esta familia  de Betania. La casa que hacen figurar prominentemente es llamada «la casa de Simón el leproso»; María es designada simplemente «una mujer» en S. Mateo  y S.  Marcos   (Mateo 26:6,  7;  Marc.   14:3);  y S.  Lucas  se conforma con llamar  «una aldea» a Betania  (Lucas  10:38),  aunque  conocía  perfectamente  bien  el nombre  del pueblo (Lucas   19:29).»

7. Ungüento de nardos. —Esta preparación  es  uno de  los  un­ gentos orientales más altamente estimados.   El que María usó para ungir a Jesús era, según los evangelistas, «de mucho precio». En el original aparece el  adjetivo pistic que algunos traducen por «líquido» y  otros  por  «genuino».   Existían   muchas  imitaciones  inferiores  del nardo  verdadero,  y no  hay  ninguna  duda  de  que el  precioso  don de María fue de lo mejor.  La planta de la cual se obtiene el fragante extracto es una variedad de ciertas  gramíneas oriundas de la India. En los Cantares de Salomón  (1:12; 4:13, 14)   se menciona el nardo.

8. ¡Hosanna!—»Hosanna» es la  forma griega   de la expresión hebrea   «sálvanos   ahora»,  o  «salva,  te  rogamos», que ocurre  en  el original  del  Salmo   118:25.  En ninguna  otra  parte  de la  Biblia  se encuentra sino en la aclamación de las multitudes al  tiempo de la entrada triunfal de Cristo en Jerusalén, y en las gozosas exclamaciones de los niños en el templo (Mateo 21:9, 15). Cabe tomar nota del uso del «grito de hosanna» en la Iglesia restaurada de Cristo en la dispensación actual, en ocasiones de gozo particular ante el Señor (Véase The House of the Lord, págs. 120, 150, 210). La traducción literal de «Aleluya» significa «alabad a Jehová».

9. El primer día de la semana de la pasión. —Al hacer una comparación de las narraciones bíblicas de la entrada triunfal en la ciudad de Jerusalén, y de ciertos acontecimientos subsiguientes como los han descrito los tres evangelistas sinópticos, se distingue por lo menos una posibilidad de discrepancia en cuanto al orden. Parece seguro que Jesús visitó el templo el día de su entrada real en la ciudad. Por lo que dice Mateo (21:12) y Lucas (19:45), así como por el contexto que antecede estos pasajes, se ha inferido que la segunda purificación del templo se verificó el día de la entrada procesional; mientras que otros interpretan Marcos 11:11-15 en el sentido de que el acontecimiento sucedió al día siguiente. No se puede negar el problema, y el orden de presentación que seguimos en el texto es el que mejor conviene a los hechos, y se basa en una probabilidad razonable.

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