La Continua Conversión
Dios no nos está apenas probando; nos está purificando.
BRAD WILCOX
Ya no puedo seguir en este asunto de ser mormona”, le dijo a Brad Wilcox una amiga. “Lo he intentado, pero las expectativas son demasiado altas”, y lamentablemente, ella no es la única que piensa de ese modo. Muchas personas, al sentir que no pueden llegar a ser perfectas, se ven tentadas a darse por vencidas.
Pero, ¿hay, acaso, sólo dos opciones? Veámoslo de este modo: Cuando alguien está aprendiendo a tocar el piano, ¿las dos únicas opciones son ser un renombrado concertista o no tocar más? De la misma manera, en la vida mortal, ¿o somos perfectos o nos damos por vencidos?
“Por cierto que no”, escribe Brad Wilcox. “El crecimiento y el desarrollo llevan tiempo; el aprendizaje requiere práctica. El discipulado es un trayecto, y la verdadera conversión es un proceso continuo”.
En este libro lleno de esperanza, Brad comparte su firme entendimiento y testimonio de la expiación de Jesucristo en lo que concierne a nuestra propia conversión. Él dice que “la verdadera conversión se produce cuando dejamos de intentar ganarnos el cielo y empezamos a tratar de ganar conocimiento sobre él… Al ir dando pequeños pasos que demuestren fe y arrepentimiento, al hacer y guardar convenios, buscar la compañía del Espíritu Santo, y perseverar hasta el fin, no estaremos pagando para entrar al cielo sino practicando para vivir en él”.—
| Reconocimientos |
| Introducción |
| Capítulo 1 — Cómo Ganar Educación Sobre El Cielo (En Vez De Ganárnoslo) |
| Capítulo 2 — ¿Tiene Dios un Precio? |
| Capítulo 3 — Un Potente Cambio Gradual |
| Capítulo 4 — La Aplicación de la Expiación |
| Capítulo 5 — ¿Por qué Creemos en Cristo? |
| Capítulo 6 — El Discipulado a Sabiendas |
| Capítulo 7 — El Poder de los Nombres |
| Capítulo 8 — Al Recibir la Investidura |
| Capítulo 9 — Escaleras, Rieles de Tren y Llamamientos |
| Capítulo 10 — El Payaso de Dios |
| Epílogo |
Reconocimientos
Agradezco a miembros de mi familia que amorosamente contribuyeron con sugerencias: Debi Wilcox, Wendee y Gian Rosborough, Russell y Tari Wilcox, Whitney Wilcox, David Wilcox, Leroy y Mary Lois Gunnell, y Val C. Wilcox. También estoy agradecido por el apoyo de mis queridos amigos Brett Sanders, Robert y Helen Wells, Clark Smith y Coy Sanders (un ex alumno de sexto grado quien ahora me está enseñando tantas cosas a mí). Vaya también un agradecimiento especial a otras personas cuyas perspectivas singulares han resultado ser muy valiosas: Tom Alien, Ronald Shiflet, Joel Glanfield, Eric Moutsos, Daron Jones, Dale Covington, y mi “atento auditorio” compuesto por Brad Platt, Alan Thomas, Reese Merrill, Ralph Holt, Jerry Tuttle y George “Buddy” Curtis.
Quiero dar gracias a Sheri Dew, Laurel Christensen, Cory Maxwell, Emily Watts, Chrislyn Barnes Woolston y Kenny Hodges en Deseret Book. Estas personas tan talentosas y dedicadas hace tiempo pasaron a ser de profesionales a quienes admiro, a amigos a quienes amo.
Me siento agradecido a amigos y colegas en la Universidad Brigham Young que han sido una bendición en mi vida. Estoy endeudado con Richard Young, Nancy Wentworth, Tina Morrison, Brent Top, JD Hucks, Gary Bauer y Bruce Payne. Sharon Black, en particular, ha sido alguien que siempre ha caminado muchas millas extras para ayudarme.
Vaya también un agradecimiento especial a la presidencia general de la Escuela Dominical —Russell T. Osguthorpe, David M. McConkie y Matthew O. Richardson— así como a los miembros de la mesa directiva: Lee T. Perry, Karl R. y Amy H. White, Ann N. Madsen y O. Ornar Canals. El servir junto a ellos ha sido una experiencia dichosa. Del mismo modo agradezco el apoyo de David Warner, Jeff Orr, Dale McClellan, Barbara Madsen, Megan Thurgood, Amy Christensen y Rochelle Tolman. Las abnegadas contribuciones de estas personas han sido una bendición en muchas vidas, incluso en la mía.
Introducción
El cielo no es un premio para los perfectos, sino el futuro hogar de todos cuantos estén dispuestos a ser perfeccionados.
Ya no puedo seguir en este asunto de ser mormona. Lo he intentado, pero las expectativas son demasiado ah tas”. Eso es lo que me dijo una amiga muy desanimada y, lamentablemente, ella no es la única que se siente de ese modo. Son muchas las personas que se sienten descorazonadas y quieren arrojar la toalla.
Hay jovencitas que saben que son hijas de un Padre Celestial que las ama, y ellas lo aman a Él. Pero cuando se gradúan de la secundaria y los valores que memorizaron son puestos a prueba, se descuidan, dejan las cosas ir demasiado lejos, tropiezan, y de pronto piensan que todo está perdido.
Hay jóvenes varones que en sus años de Primaria cantaban “Espero ser llamado a una misión”, pero al ahora transitar por la adolescencia empiezan a cantar otras cosas y se dan cuenta de cuán fácil es apartarse de todos los atributos que de niños anhelaban cultivar para llegar a ser fieles misioneros, y entonces caen. Después se arrepienten, pero vuelven a caer; se arrepienten nuevamente pero caen otra vez, y a esta altura de los hechos, el sentido de culpa y vergüenza es casi insoportable. No se atreven a hablar con sus padres ni con su obispo, más bien se esconden, y para evitar las constantes preguntas de los miembros de cómo marchan los planes para la misión, deciden dejar de asistir a las reuniones.
Sé del caso de misioneros que se martirizan por no estar bautizando a muchas personas o porque no han llegado a ser aún compañeros mayores o líderes de distrito. Se convencen a sí mismos de que seguramente no tienen suficiente fe. Otros misioneros que vuelven a su casa antes de tiempo sienten que han decepcionado a su familia, a sus líderes y a sus amigos. Al quedar atrapados en el razonamiento de lo que podrían o tendrían que haber hecho, encuentran cualquier excusa para alejarse de la actividad en la Iglesia.
Sabemos de jóvenes que terminan su misión con honor pero rápidamente regresan a malos hábitos que pensaban que ya habían superado. Rompen promesas hechas ante Dios, ángeles y testigos, y se convencen a sí mismos de que ya no hay esperanza para ellos, diciendo: “Bueno, he tocado fondo; ya no vale la pena seguir intentándolo”.
Hay parejas casadas que descubren que el matrimonio requiere ajustes. Las presiones de la vida se intensifican, el estrés empieza a afectarlos financiera, espiritual y hasta sexualmente. Se cometen errores, se trunca la comunicación, y en poco tiempo estos maridos y sus esposas empiezan a hablar con abogados en vez de entre sí.
Los miembros divorciados se sienten por siempre etiquetados y juzgados. Su dolor se profundiza con cada discurso o lección que oyen sobre sellamientos en el templo y familias eternas. Se sienten cansados de verse solteros en una “iglesia de familias”, y antes de que transcurra mucho tiempo, se esfuman.
Agreguemos a la lista a aquellos que hacen frente a la soledad, la depresión, la inestabilidad económica o a la muerte de un ser querido. Hay personas que odian su trabajo, mientras que otras darían lo que fuera por tener uno. Muchos se sienten abandonados, subestimados o despreciados.
En ninguno de estos casos debería haber sólo dos opciones: la perfección o el darse por vencidos. Cuando alguien está aprendiendo a tocar el piano, ¿las dos únicas opciones son ser un renombrado concertista o no tocar más? Por cierto que no. El crecimiento y el desarrollo llevan tiempo; el aprendizaje requiere práctica. El discipulado es un trayecto, y la verdadera conversión es un proceso continuo.
A veces resulta difícil definir la conversión debido a que es tan multifacética. Convertirse no es siempre sinónimo de llegar a ser miembro de la Iglesia o ser activo en ella. Nefi escribió: “Después de haber entrado en esta estrecha y angosta senda, quisiera preguntar si ya quedó hecho todo. He aquí, os digo que no” (2 Nefi 31:19). El proceso de la conversión se extiende mucho más allá de la ordenanza del bautismo y comprende mucho más que asistir a las reuniones. La verdadera conversión depende de obtener una visión exacta de la vida, del plan de salvación, del amor de Dios y de la expiación de Cristo, pero también está supeditada a la forma como vivimos de acuerdo con tales conocimientos en público y en privado. Y cuando las creencias personales no se reflejan totalmente en nuestra conducta, la conversión requiere que sintamos en carne propia cómo el poder de Cristo va puliendo nuestras debilidades (véase 2 Corintios 12:9), permitiéndonos “[continuar] con paciencia hasta [perfeccionarnos]” (D. y C. 67:13). Hay veces que el hallar esperanza y motivación para seguir adelante en este proceso de conversión requiere apenas volver a las doctrinas centrales y llegar a verlas a través de un nuevo prisma. La doctrina nos ofrece un cimiento más firme que la manera tradicional de pensar o los buenos consejos. La doctrina clara nos permite identificar y categorizar problemas, y lo que es más importante aún, puede llegar a ser un elemento útil para predecirlos, evitarlos y resolverlos.
Cuando era niño, me encantaba el libro Charlie y la fábrica de chocolate, escrito por Roald Dahl. La historia, popularizada más tarde en la película Willy Wonka y la fábrica de chocolate, se refería al dueño de tal fábrica que decidió ofrecer a unos pocos afortunados niños la oportunidad de visitar las instalaciones. Antes de entrar, los visitantes recibieron estrictas instrucciones, y hasta tuvieron que firmar contratos comprometiéndose a ser obedientes. No obstante ello, y a medida que pasaban las horas, los niños empezaron a ver las reglas como restricciones que les privaban de lo que ellos más deseaban. Uno por uno los invitados quebrantaron sus respectivos acuerdos y fueron expulsados de la fábrica hasta que sólo quedó Charlie. Habiendo pasado la prueba de Willy Wonka, el niño fue premiado por su obediencia: se le entregó la fábrica entera.
¿Es así como vemos el plan de salvación? ¿Es Dios como Willy Wonka? ¿Es la vida mortal apenas una enorme prueba que Él diseñó para ver quién es expulsado y quién termina recibiendo el gran premio? ¿Sentimos que Sus reglas y requisitos nos restringen? ¿Está el cielo aguardando únicamente a esos pocos que aprietan los dientes, se ajustan al contrato y prueban ser merecedores de entrar a ese lugar? Si esto es lo que creemos, por supuesto que vamos a sentirnos desanimados, derrotados y prontos para claudicar.
¿Vemos la Expiación sólo como una forma de volver a vivir después de morir? Si tal es el caso, ¿para qué vivir? ¿Es tal sacrificio supremo lo que nos permite tener una familia eterna? ¿Qué importancia tiene, entonces, en el caso de las personas que crecen en hogares llenos de maltrato y odio, quienes no quieren tan siquiera pensar en pasar la eternidad con sus familias? ¿Es la Expiación sencillamente una manera de borrar manchas? ¿Es la Expiación únicamente una fuente de consuelo y apoyo durante momentos de prueba y problemas? Si así es, ¿por qué se nos requiere hacer frente a tales experiencias en primer lugar? Encontraremos respuestas a estas preguntas a medida que ensanchemos nuestra visión.
En el plan de salvación, no es la intención de Dios deshacerse de quien no sirve, sino de ofrecernos toda posible oportunidad de alcanzar el éxito. La vida mortal es un período de prueba, pero también es un tiempo de preparación (véase Alma 42:10). El cielo no es un premio para los perfectos, sino el futuro hogar de todos cuantos estén dispuestos a ser perfeccionados. Willy Wonka le ofreció a Charlie todo cuanto él tenía, pero Dios tiene un propósito aún más grandioso para nosotros: nuestro Padre Celestial no sólo quiere darnos todo cuanto Él posee, sino que también quiere que lleguemos a ser todo lo que Él es.
La Expiación no sólo nos ofrece vida, sino la oportunidad de vivir más abundantemente (véase Juan 10:10). No se trata sólo de limpiar y consolar; se trata también de transformar. Mi amigo Ornar Canals comentó en una ocasión que la Expiación tendrá un valor aplicativo mucho más grande en nuestra vida si en vez de verla tan sólo como un gran favor que Cristo nos hizo, la vemos como una enorme inversión hecha en nosotros. La expiación de Cristo no es apenas una boleta de oro que nos dará acceso al cielo. Es, más bien, la oportunidad de llegar a ser celestiales —de llegar a ser nosotros más valiosos que el oro.
En la Iglesia enviamos misioneros al Centro de Capacitación Misional, pero Dios nos ha enviado al Centro de Capacitación para la Exaltación (véase Ronald A. Rasband, “Lecciones especiales). La verdadera conversión se produce cuando dejamos de intentar ganarnos el cielo y empezamos a tratar de ganar conocimiento sobre él. La conversión se profundiza a medida que entendemos los propósitos y el poder de Dios y reconocemos cuán libremente Él nos ofrece Su ayuda. La conversión se amplía al experimentar un potente cambio cuando vamos aplicando la Expiación en el transcurso del tiempo. La conversión se refina al nutrir nuestro testimonio y dar vida al deseo personal de ser verdaderos discípulos del Señor. La conversión permanece al respaldarnos en el poder del nombre de Cristo y en Su santo templo. La conversión nos permite dar de nosotros al servir en el reino y hacernos cargo de las muchas responsabilidades del diario vivir.
Así que la próxima vez que nosotros o alguien a quien amamos nos sintamos tentados a darnos por vencidos porque el reino celestial parece estar muy lejos de nuestro alcance, volvámonos a ese Salvador que está siempre cerca de nosotros, y procuremos les bendiciones de Su continua Expiación a fin de lograr más plenamente nuestra continua conversión.
Capítulo 1
Cómo Ganar Educación Sobre El Cielo
(En Vez De Ganárnoslo)
Al ir dando pequeños pasos que demuestren fe y arrepentimiento; al hacer y guardar convenios, buscar la compañía del Espíritu Santo, y perseverar hasta el fin, no estaremos pagando para entrar al cielo sino practicando para vivir en él.
Una de las mayores dichas de servir como presidente de misión fue la oportunidad que tuve de entrevistar misioneros regularmente. A menudo ésas fueron experiencias tiernas y espirituales. Algunas veces resultaron ser sencillamente cómicas, como la que tuve con una misionera sudamericana que en medio de lágrimas de angustia me preguntó: “Presidente, ¿cree usted que yo soy fea?” El problema fue que, como ella lloraba tanto, yo no entendí muy bien lo que me había dicho y supuse que me preguntaba si yo pensaba que ella era fiel, así que enfáticamente le respondí: “¡Claro que sí lo es!”. Después de aclarar el malentendido, a los dos nos resultó humorístico, pero en el momento pienso que ella tuvo que haberse sentido completamente trastornada.
También recuerdo el caso del élder que había sido asignado a trabajar en un sector difícil de la ciudad. Él estaba dando sus mejores esfuerzos pero aún no había encontrado a nadie a quien enseñar —mucho menos investigadores que estuvieran progresando. El pobre misionero me miró desanimado y me dijo: “¿No cree que sería mucho más fácil esperar a que todos murieran y después bautizarnos por ellos? O mejor aún, ¿no sería más fácil si fuéramos llevados de esta vida antes de cumplir los ocho años?”.
“Supongo que sería más fácil”, le respondí, “si obtener un cuerpo o ser bautizados fueran nuestros máximo objetivos, pero en realidad no lo son. El ir al templo o aun el alcanzar el reino celestial no son el fin, sino medios para lograr el verdadero fin. El objetivo supremo es que todos lleguemos a ser más como nuestro Padre Celestial y Su Hijo Jesucristo. Tal vez nosotros nos conformemos con seguir siendo como somos, pero ellos tienen un plan diferente”. El presidente David O. McKay dijo: “La verdadera finalidad de la vida no es meramente la existencia, ni el placer, ni la fama, ni las riquezas. El verdadero propósito de la vida es lograr la perfección de la humanidad” (En Conference Report, octubre de 1963). Teniendo tal fin presente, Dios desea que obedezcamos, aprendamos, cambiemos, mejoremos, nos superemos y, finalmente, lleguemos a ser más como Él es.
OBEDECER
Tanto desea Dios que alcancemos nuestra meta, que nos da mandamientos y llamamientos que obedecer, y nos ofrece un “sendero estrecho y angosto” (1 Nefi 8:20). ¿Qué hacemos nosotros, entonces? Nos quejamos porque el sendero es demasiado estrecho y demasiado angosto, y en vez de concentrarnos en nuestro objetivo, empezamos a mirar alrededor para ver si encontramos algún atajo que tomar (véase D. y C. 1:16). Pero, como nos recuerda Sheri Dew: “No hay atajos hacia ningún sitio al que valga la pena ir” (Saying It Like It Is, pág. 14). Sin embargo, las enseñanzas de Nehor, las cuales encontramos en el Libro de Mormón, indican que los atajos fáciles que eran tan populares siglos atrás siguen siendo populares hoy (véase Alma 1:4). La gente continúa “exigiendo un Dios que no sea exigente” (Neal A. Maxwell, Men and Women ofChrist,pág. 5).
Tomemos en consideración los siguientes puntos:
Vi este mensaje en un cartel: “¿Quiere acercarse a Dios sin pertenecer a una religión organizada? Lo invitamos a participar en el [tal y cual] grupo de estudio de la Biblia”.
Un amigo que se ha distanciado de la Iglesia me dijo: “Mira, Brad, me considero una persona espiritual, pero no soy muy religioso”.
Otro conocido comentó: “Me alegra haber sido criado en la iglesia mormona, pero ya soy una persona mayor”.
Una mujer dijo: “Ya he dejado de leer libros de la Iglesia y las Escrituras porque todo eso me recuerda las cosas que debería hacer pero no estoy haciendo”.
Recibí este correo de un ex miembro: “El Dios mormón pedía demasiado de mí. Mi nuevo Dios no pide nada. Me gusta mucho más este Dios”.
Un profesor amigo que quería quedar bien conmigo me dijo una vez: “Brad, tú tienes tu verdad y yo tengo la mía. Cada uno tiene que ser verídico a su propia verdad”.
Una adolescente comentó: “Si acaso hay un Dios, ¡genial!, o sea, lo agregaría a mi lista de amistades en Facebook. Lo único que no quisiera es que escribiera nada en mi muro”.
Diferentes personas; diferentes palabras; el mismo mensaje: No quiero que Dios requiera nada de mí. El élder D. Todd Christofferson declaró: “Lamentablemente, gran parte de la cristiandad moderna no reconoce que Dios haga ninguna exigencia real a los que crean en El” (‘“Yo reprendo y disciplino a todos los que amo’”)- El élder Christofferson pasó después a resaltar el error de tal punto de vista, testificando que Dios no es un mayordomo que satisface todas nuestras demandas, ni un sicólogo que nos hace sentir bien con nosotros mismos (véase también Kenda Creasy Dean, AImost Christian, pág. 17; Christian Smith y Melinda Lundquist Dentón, Soul Searching, págs. 118-171). Dios requiere nuestra obediencia, nuestro sacrificio y nuestro compromiso de vivir el Evangelio. Nos pide que ejerzamos control propio y autodisciplina, que demos nuestros mejores esfuerzos y trabajemos con ahínco. Él quiere nuestro tiempo, nuestros talentos y nuestro tesoro.
Es cierto, los Santos de los Últimos Días tenemos una larga lista de cosas que debemos hacer para conservarnos, aunque sea en parte, libres de culpa. Hay cosas que hacemos a diario, semanalmente, mensualmente y semestralmente y, como leemos en el Nuevo Testamento, estas cosas son continuamente afirmadas, para que aquellos que “creen en Dios procuren ocuparse en buenas obras” (Tito 3:8).
Lo que debemos considerar no es si hay tal lista, pues está bien claro que la hay. Lo que debemos preguntarnos es ¿por qué? ¿Por qué nos ha dado Dios una lista en primer lugar? El presidente Dieter F. Uchtdorf ha dicho: “Aunque la comprensión del ‘qué’ y del ‘cómo’ del Evangelio es necesaria, el fuego eterno y la majestuosidad de éste emanan del ‘porqué’” (“No me olvides”). Entonces la pregunta no es si Dios acaso requiere algo de nosotros ni si debería requerir algo; la pregunta es ¿por qué?
APRENDER
En una ocasión viajaba en avión con mi familia y terminé sentándome en la fila de delante del asiento de mi nuera, Trish, quien comenzó a tener una cordial conversación con el caballero que estaba sentado a su lado. Cuando el hombre se enteró de que ella vivía en Utah, le preguntó: “¿Es usted mormona?”, a lo cual ella respondió que sí.
Entonces siguieron otras preguntas, hasta llegar a ésta: “¿Usted realmente cree que puede ganarse la entrada al cielo?” Ésa es una pregunta difícil de responder. Las Escrituras dejan en claro que somos juzgados por nuestras obras (véase 2 Corintios 5:10; Apocalipsis 2:23; 1 Nefi 15:32), pero también indican claramente que la gracias es un don que no se gana (véase Efesios 2:8-9; Romanos 5:15-17). Las Escrituras nos aseguran que el Salvador ofrece salvación a todos (véase Tesalonicenses 5:9; Tito 2:11; 2 Nefi 2:4), pero también aclaran que ordenanzas tales como la del bautismo son esenciales (véase Juan 3:5; Marcos 16:16; Éter 4:18). ¿Qué iría a responder mi nuera?
Sin vacilar, Trish dijo: “Por cierto que no”; y por cierto que tenía razón. El término ganarse no aparece en ninguno de los libros canónicos ni en los artículos de fe. ¿De dónde ese hombre había sacado, entonces, que los miembros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días pensamos que nos estamos ganando el cielo? ¿Por qué es que tantas personas piensan de ese modo? Tal vez se deba a algo que oyeron a alguien decir sobre los mormones o a algunas de las cosas que a menudo comentamos entre nosotros sin pensar demasiado en lo que decimos.
¿Les suenan familiares algunas de estas frases?:
“Esa mujer se tiene ganado el cielo con todo lo que le ha aguantado a su marido”.
“Él se anotó unos cuantos puntos a su favor en el cielo al aceptar ese llamamiento”.
“Las Escrituras dicen que el contribuir a la conversión de una persona va a cubrir una multitud de pecados (véase Santiago 5:20), así que voy a servir unas cuantas misiones”.
“En esta vida uno puede hacer cualquier cosa que se pro-ponga lograr si se esfuerza lo suficiente”.
“¿Cómo es que ese hombre consiguió una recomendación para el templo? Por cierto que no se la ganó”.
“Cuanto más uno se esfuerza en la misión, tanto más grande será su mansión en el cielo”.
¿Tenía razón el hombre que le hizo la pregunta a mi nuera en el avión? ¿Pensamos los mormones que nos estamos ganando el cielo? No. Jesús pagó nuestra deuda para con la justicia, y la pagó por completo. Al ahora nosotros hacer lo que Él nos pide, no nos estamos ganando el cielo, sino que estamos ganando educación sobre él. Al ir dando pequeños pasos que demuestren fe y arrepentimiento; al hacer y guardar convenios, buscar la compañía del Espíritu Santo, y perseverar hasta el fin, no estaremos pagando para entrar al cielo sino practicando para vivir en él.
En Doctrina y Convenios 78:7 leemos: “Pues si queréis que os dé un lugar en el mundo celestial…” (En otras palabras, si quieren ir al cielo), pero, ¿qué es lo que sigue diciendo el versículo?, ¿qué tenemos que ganárnoslo? No. Dice: “Pues si queréis que os dé un lugar en el mundo celestial es preciso que os preparéis, haciendo lo que os he mandado y requerido”.
El acuerdo de Cristo con nosotros es similar al de una madre que manda a su hijo a tomar clases de piano. Mamá le paga a la profesora, y debido a que ella asume la deuda por completo, tiene derecho a pedirle a su hijo que practique. ¿El hecho de que el joven practique contribuye al pago de las clases? No. ¿El tiempo dedicado a la práctica le devuelve a la madre el dinero que ella le paga a la profesora de piano? No. Pero al practicar, el joven demuestra agradecimiento por la increíble inversión que su madre está haciendo. Al practicar él saca provecho de la magnífica oportunidad que su madre le ofrece de cultivar algo de valor en su vida. Por otra parte, la satisfacción de la madre no está en que su hijo le devuelva el dinero que ella invirtió en las clases, sino en ver que el joven dé buen uso a lo que ella le ofrece —en ver que su hijo mejore. Y es por eso que insiste en que él practique, practique y practique.
Si el muchacho piensa que lo que su madre requiere de él es demasiado (“Oye, mamá, ¿por qué tengo que practicar tanto? ¡Ninguno de mis amigos tiene que practicar! ¡Además, yo voy a ser un jugador de fútbol profesional, de todos modos!), tal vez se deba a que aún no ve con los ojos de su madre. No llega a vislumbrar cuánto mejor podría ser su vida si decidiera cultivar dones más altos.
Del mismo modo, puesto que Jesús ha cubierto las demandas de la justicia, ahora puede volverse a nosotros y decirnos: “Venid en pos de mí” (Mateo 4:19); “Guardad mis mandamientos” (Juan 14:15). Si pensamos que lo que Él requiere de nosotros es demasiado (“Vamos, otras personas no tienen que pagar el diezmo. ¡Nadie más tiene que ir a una misión, servir en llamamientos o hacer obra en el templo!), tal vez se deba a que aún no vemos a través de los ojos de Cristo. Un Dios que no pide nada de nosotros no está haciendo nada de nosotros, pero tal no es el caso con nuestro Padre Celestial. En esta sinfonía que es mi vida, Dios no se conforma con estar entre el auditorio o ser parte de la cuadrilla que prepara el escenario. Ni siquiera se conforma con ser el director de la orquesta; Él quiere ser el compositor (véase Charles F. Stanley, Blessings of Brokenness, págs. 36-37).
Esta perspectiva resultó particularmente importante para una hermana que fue llamada a servir una misión junto con su esposo en las Islas Marshall. “Cuando llegamos encontré un pequeño teclado en nuestro apartamento y desde entonces he estado tratando de aprender a tocar el piano”, escribió. Le llevó a esa hermana bastante tiempo aprender a tocar apenas un himno. Cuando finalmente pensó que estaba pronta, lo tocó en la iglesia, pero la presión del momento la hizo perderse y le fue bastante mal. “El domingo pasado me di cuenta de cuán poco he progresado y sentí desánimo”, dijo. “Decidí que ya no volvería a intentarlo; después de todo ya soy demasiado mayor para aprender a tocar bien el piano”. Guardó el teclado en una caja y se hizo a la idea de que en la pequeña rama tendrían que seguir cantando sin acompañamiento.
Sin embargo, la semana siguiente ella volvió a advertir cuánto a esos Santos les gustaba la música y cuán perdidos estaban sin acompañamiento. “Me recordé que debía ser más paciente conmigo misma”, escribió, “pues me llevaría tiempo progresar, así que volví a sacar el teclado de la caja”.
Cuanto más tiempo esa hermana y su marido dedicaban a servir en su pequeña rama, más veían los problemas que tenían los miembros para vivir el Evangelio. Cuando se sentía tentada a dejar que la frustración la abatiera, esa misionera se recordaba a sí misma que los miembros estaban haciendo lo más que podían hacer. Entonces escribió: “Es lo mismo que me pasa a mí con el teclado. Todos estamos practicando para llegar a vivir nuevamente con nuestro Padre Celestial y nuestro Salvador”.
CAMBIAR
Dios desea que seamos obedientes y aprendamos a fin de realizar cambios positivos en el tiempo debido. Refiriéndose a una explicación dada por el presidente Spencer W. Kimball, el élder Dallin H. Oaks dijo: “El pecador arrepentido debe sufrir por sus pecados, pero ese sufrimiento tiene un propósito diferente que un castigo o pago. Su propósito es cambiar” (The Lord’s Way, pág. 223; énfasis en el original).
Si Cristo no requiriese fe y arrepentimiento, entonces no habría deseo de cambiar. Piensen en amigos o familiares que hayan escogido vivir sin fe y sin arrepentimiento. Tales personas no quieren cambiar; no están tratando de abandonar el pecado y llegar a sentirse cómodos con Dios. Más bien están tratando de abandonar a Dios y sentirse cómodos con el pecado. Si Jesús no requiriera convenios y no nos confiriera el don del Espíritu Santo, entonces no tendríamos forma de cambiar. Nos quedaríamos para siempre sólo con fuerza de voluntad y no tendríamos acceso al poder de Dios. Si Jesús no requiriera que perseveráramos hasta el fin, no lograríamos interiorizar esos cambios con el tiempo. Serían para siempre superficiales y cosméticos en vez de profundizarse en nosotros y llegar a ser parte nuestra —parte de quienes somos. Las Escrituras dejan en claro que nada impuro puede morar en la presencia de Dios (véase Alma 40:26; 3 Nefi 27:19), pero nada que no haya cambiado jamás querría hacerlo tampoco.
Conozco a un hombre que en el transcurso de unos cuantos años ha estado varias veces en la cárcel. Cuando de adolescente lidiaba con todo mal hábito que puede tener un joven, le dije a su padre: “Tenemos que hacerlo participar en Especialmente para la Juventud”. Yo he trabajado en ese programa desde 1985 y sé cuánto puede ayudar.
El padre me dijo que no estaba en condiciones de correr con ese gasto. Le respondí que yo tampoco pero que cada uno podía poner algo y después le pediríamos el resto a mi madre puesto que ella tiene un corazón muy tierno para esas cosas. Finalmente inscribimos al muchacho en el programa pero, ¿cuánto tiempo creen que duró en él? Ni siquiera veinticuatro horas. Al final del primer día llamó a su madre y le exigió que fuera a recogerlo de inmediato. El cielo no será el cielo para quienes no tienen el deseo de llegar a ser celestiales.
En el pasado yo tenía en mi mente una imagen más o menos así de cómo sería el juicio final: Jesús está de pie sosteniendo una tablilla con los resultados de mi examen. Yo también estoy de pie, muy nervioso, en el otro extremo de la sala. Jesús se fija en los papeles y dice: “Qué pena, Brad, por dos puntos no has pasado la prueba”. Entonces yo le imploro a Jesús, diciendo: “Te agradeceré que te fijes en mis respuestas una vez más. Tiene que haber algún lugar donde pueda conseguir los dos puntos que me faltan”. Así es como yo siempre me lo imaginé.
Pero con el paso de los años y cuanto más entiendo el magnífico plan de redención de Dios, tanto más me doy cuenta de que en el juicio final no será el pecador impenitente quien le implore a Jesús que le permita permanecer allí. Por el contrario, casi de seguro él pedirá a gritos que lo saquen de ese lugar. Conociendo la naturaleza de Cristo, creo que si alguien va a implorar en esos momentos, seguramente va a ser Jesús quien le suplique al pecador impenitente: “Por favor, decide permanecer aquí; por favor usa la Expiación —no sólo para quedar limpio y poder permanecer, sino para ser cambiado a fin de que desees permanecer”.
Los pecadores impenitentes probablemente preferirán alejarse de la presencia de Cristo puesto que no se sentirán cómodos; no creo que nadie deba ser expulsado de allí. Alma dice que ellos serán sus propios jueces (véase Alma 41:7), dependiendo de sus propios deseos (véase Alma 41:5; 29:4). Moroni escribió: “¿Suponéis que podrías ser felices morando con ese santo Ser, mientras atormentara vuestras almas una sensación de culpa?” (Mormón 9:3). En el Jardín de Edén, Adán y Eva se alejaron de prisa porque ya no se sentían cómodos en la presencia de Dios, y se cubrieron con hojas y se escondieron (véase Moisés 4:13-14). En el juicio final, aquellos que no se arrepientan tratarán de que ser cubiertos por piedras y montañas (véase Alma 12:14) puesto que no estarán en condiciones “de soportar una gloria celestial” (D. y C. 88:22). La gloria que al fin de cuentas recibirán será aquella que puedan tolerar. Ellos habrán de gozar “lo que están dispuestos a recibir” (D. y C. 88:32).
El élder Dallin H. Oaks dijo: “El juicio final no es simple-mente una evaluación de la suma total de las obras buenas y las malas, o sea, lo que hemos hecho. Es un reconocimiento del efecto final que tienen nuestros actos y pensamientos, o sea, lo que hemos llegado a ser” (“El desafío de lo que debemos llegar a ser”, cursiva en el texto original). De modo similar, el élder Glenn L. Pace enseñó: “Tal vez la razón por la que una persona no pueda entrar… en el reino celestial… no sea que ella no haya obedecido una ley celestial, sino que no haya alcanzado el estado de un ser celestial” (Spiritual Plateaus, pág. 74).
Si el único objetivo fuera apenas estar junto a Dios, ¿por qué habríamos dejado Su presencia? Estábamos con Él, pero también éramos lastimosamente conscientes de que no nos asemejábamos a Él ni física ni espiritualmente. Estábamos dispuestos a hacer nuestra incursión en la vida mortal porque sabíamos que por medio de la Expiación aprenderíamos a ser como Él. Uno de los milagros de la Expiación es no sólo que podemos volver a nuestro hogar celestial, sino que podemos sentirnos cómodos en él. El élder Hugh B. Brown citó al élder James E. Talmage cuando dijo: “Cualquier hombre puede entrar en el más alto grado del reino celestial cuando sus hechos hayan sido tales que le permitan sentirse como si ése fuera su mismo hogar” (“Seek to Know the Shepherd”, pág. 15).
En el momento de la crucifixión de Cristo el velo del gran templo se rasgó en dos (véase Mateo 27:51). Muchos cristianos reconocen eso como un símbolo de lo que la expiación de Cristo había hecho, había roto la barrera que existía entre el hombre y Dios, no pudiendo ya ni la muerte ni el pecado mantenerlos separados. Sin embargo, en los templos de los Santos de los Últimos Días se enseña una lección adicional. No sólo que la expiación de Cristo rasgó el velo, sino que también le permite al Señor mismo ofrecer gracia, o ayuda divina, por medio de ella. El propósito de la Expiación no es únicamente rasgar el velo, sino ayudarnos a valernos de ella y prepararnos para todo cuanto nos aguarda más allá.
En una clase de preparación misional que yo enseño, una joven coreana escribió en una de sus asignaciones: “Yo no crecí cristiana. Cada vez que conocía a un cristiano le hacía la misma pregunta: Si hay dos personas, una de ellas mala y cristiana, y la otra buena y no cristiana, ¿cuál de las dos irá al cielo? En todos los casos la respuesta era que la persona mala iría al cielo porque era cristiana, mientras que la otra no. Ésa es la razón por la que no me caían bien ni Dios ni los cristianos. Pero un día conocí a los misioneros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días y ellos me respondieron que todos, tanto malos como buenos, tendremos la oportunidad de cambiar. Me dijeron que gracias a Jesucristo quienes son malos pueden llegar a ser buenos, y quienes ya son buenos pueden llegar a ser mejores; que toda persona tiene la oportunidad de progresar si así lo quiere”.
Aquella fue la primera vez que la joven recibía una respuesta a su pregunta que la dejaba satisfecha. Al poco tiempo fue bautizada y ahora se está preparando para servir una misión.
MEJORAR
Como Santos de los Últimos Días sabemos no sólo de qué nos ha salvado Jesús sino por qué. El élder Bruce C. Hafen y su esposa, Marie, han enseñado que la Expiación no es solamente una doctrina que quita manchas, sino que es fundamentalmente una doctrina de desarrollo humano (véase The Belonging Heart, pág. 79). En 2 Corintios 5:21 leemos que Dios hizo que Cristo, quien no conocía pecado, tomara nuestros pecados por nosotros para que fuésemos hechos justos en Él. En otras palabras, Cristo aceptó llegar a ser como nosotros a fin de que nosotros escogiéramos llegar a ser como Él.
No oramos porque seamos dignos, sino que oramos porque necesitamos ayuda. No participamos de la Santa Cena porque seamos perfectos, sino porque estamos dispuestos a ser perfeccionados. No vamos al templo porque lo logramos, sino porque Dios logra hacernos mejores allí. No nos estamos ganando un tesoro en el cielo, sino que estamos aprendiendo a atesorar cosas celestiales.
A diferencia de Adán, quien no sabía por qué ofrecía sacrificios, nosotros sí sabemos. Cada sacrificio es en similitud del sacrificio de Cristo (véase Moisés 5:6-7), y cada sacrificio hecho con la mira puesta en la gloria de Dios nos hace similares al Unigénito del Padre el cual es lleno de gracia y de verdad. En la última página del Libro de Mormón leemos la invitación de venir a Cristo y ser perfeccionados en Él (véase Moroni 10:32). A mí me resulta mucho más claro ese versículo si leo “ser perfeccionados con Él”. El versículo 33 nos asegura que mediante la gracia de Cristo —ese poder que nos faculta— podemos no sólo recibir la remisión de nuestros pecados, sino que podemos llegar a ser santos.
En la época de Navidad cantamos el himno “Jesús en pesebre”. Fijémonos en lo que dice la tercera estrofa:
Te pido, Jesús, que me guardes a mí, amándome siempre, como te amo a ti.
A todos los niños da tu bendición, y haznos más dignos de tu gran mansión.
(Himnos, N° 125)
Cristo no está preparando Su mansión celestial para nosotros, sino que nos está preparando a nosotros —haciéndonos más dignos— para esa mansión. En la Navidad celebramos con árboles, símbolo de la vida eterna que Cristo nos da. Pero, ¿qué hacemos con los árboles? Los decoramos; los mejoramos, y eso es simbólico de lo que Cristo hace por nosotros.
En la Pascua cantamos el “Himno de la Pascua de Resurrección”, el cual nos habla no sólo de la nueva vida que se nos ofrece debido a la victoria de Cristo sobre la muerte y el pecado, sino también de la transformación que únicamente Él puede brindar. Veamos la tercera estrofa:
Cristo ha resucitado y el cielo nos abrió.
De la muerte somos salvos,
Del pecado nos libró.
(Himnos, N° 121)
Celebramos la Pascua con huevos de Pascua. El huevo simboliza la nueva vida que hallamos en Cristo. Pero, ¿qué hacemos con los huevos? Los pintamos; los decoramos; los hacemos mejores. Eso es simbólico de lo que Cristo hace por nosotros.
De una de las paredes de nuestra sala cuelga una hermosa pintura de James Christensen de los diez leprosos que fueron limpiados por el Salvador (véase Lucas 17). El artista muestra a nueve de ellos marcharse regocijándose porque habían sido sanados y sólo a uno volverse. Las escrituras nos dicen que éste “se postró sobre su rostro a los pies de Jesús, dándole gracias” (versículo 16). Me encanta esa pintura porque me recuerda que al volverme a Cristo, no sólo puedo ser limpiado, sino que puedo ser sanado (véase versículo 19).
Una vez un amigo me dijo: “Mira, aun cuando no vaya a la iglesia, yo soy una buena persona”. Yo estuve de acuerdo con él pero respetuosamente le recordé que no era un asunto de ser o no buenos. Eso ya había quedado demostrado en la existencia pre mortal. “De lo que se trata en esta vida es de llegar a ser mejores”.
La expiación de Jesucristo no ofrece únicamente una manera de poner cosas en orden, sino que brinda propósito y deseo para evitar crear más desorden. La Expiación no nos permite hacer de cuenta que nuestros apetitos no existen o que carecen de importancia, pero sí nos educa a fin de que podamos elevarnos por encima de ellos.
Un amigo que se había alejado de la Iglesia dijo: “Pero, Brad, oré al respecto y Dios me hizo saber que me ama tal como soy.
Yo le aseguré: “Claro que sí, de la misma forma que yo amo a mis nietecitos tal como son. Pero eso no significa que yo no quiera que aprendan a caminar, hablar, leer y escribir. No significa que yo no quiera que mejoren”. Dios no solamente nos ama tal como somos, sino que también nos ama lo suficiente como para no permitir que permanezcamos de este modo (véase Max Lucado, Just Like Jesús, pág. 3). El élder Neal A. Maxwell enseñó: “Dios nos ama demasiado como para dejar que nos sintamos satisfechos con lo que hemos logrado espiritualmente hasta este momento” (véase “I Will Arise”). No debe llamarnos la atención, entonces, que en el Libro de Mormón se nos diga que debemos “crecer en el Señor” (Helamán 3:21).
Una vez tuve la oportunidad de hablar en un evento para mujeres con la hermana Sheri Dew, quien dijo: “Nuestros espíritus han sido programados para querer progresar, y si no estamos progresando, no es posible que nos sintamos felices”. La felicidad viene a nosotros, entonces, no cuando intentamos borrar las altas expectativas de Dios, sino cuando humildemente procuramos Su ayuda y poder para alcanzar nuestro potencial (véase Lucas 1:37). Consideren lo que dijo un amigo que está sirviendo una larga condena: “Fue finalmente en la prisión que encontré al Salvador y empecé a vivir normas de la Iglesia. Aun cuando he sido excomulgado, he tenido un progreso increíble y puedo decir que nunca me he sentido tan feliz en mi vida. Estoy en la cárcel; he perdido la libertad, pero pese a todo eso me siento feliz porque estoy progresando. El Evangelio está liberando mi mente y mi corazón”.
SUPERAR
Dios desea que obedezcamos, aprendamos, cambiemos y mejoremos, pero hay días en que eso parece un sueño inalcanzable. Muchas personas ven dónde se encuentran al presente y cuánto les queda aún por recorrer y sienten que no hay forma de que puedan superar todos sus obstáculos. Han intentado efectuar cambios positivos antes sólo para fácilmente caer en sus viejos malos hábitos. Cuando se armaron del valor necesario para volver a intentar, nuevamente experimentaron un completo fracaso y en poco tiempo se dieron totalmente por vencidas. En esos momentos de bajón anímico, parece más fácil tratar de justificarse y racionalizar las malas decisiones, que confiar humildemente en Cristo.
Hay quienes preguntan: “¿No sería más fácil dejar de ir a la iglesia y así evitar que se me recuerden constantemente las metas que no estoy alcanzando? ¿No sería más fácil que me tapara los oídos durante la conferencia general para no pensar en todas las cosas que debería estar haciendo? ¿No sería más fácil buscar sitios de Internet donde se critica la fe mormona a fin de ‘probar’ que la Iglesia no es verdadera y así no tener que abandonar mis malos hábitos?”. Deciden que van a creer en la teoría del “big bang” sobre el origen del universo, o en algún poder superior nebuloso, puesto que esas creencias no requieren nada de nosotros.
¿Son esos caminos realmente más fáciles de transitar? Tal vez por un momento, pero esas teorías, por más grandes que sean, no pueden amarnos del modo que nos ama un hermano mayor. Un poder superior nebuloso no puede ayudarnos de la misma manera que lo hace el poder de nuestro Padre Celestial. La motivación para seguir intentando, seguir superándonos y seguir levantándonos cada vez que caemos, la hallamos cuando reconocemos la existencia de Dios y el plan que Él tiene para nosotros, así como al sentir Su amor y poder.
Algunas personas tal vez digan: “No me hablen del amor y el poder de Dios. Aun si Él existiera, ciertamente estaría tan ocupado con la innumerable cantidad de hijos que tiene en Sus incontables mundos que no tendría tiempo para ayudarme a mí.
Recuerdo haberme sentido de ese modo una vez. Cuando de joven llegué a mi primera misión en Chile, tuve un choque cultural. Me resultaba difícil aprender un nuevo idioma y me sentía nostálgico y descorazonado. Pese a estar trabajando duro con mi compañero, sufríamos bastante a causa del rechazo. Finalmente un día toqué fondo. Me pregunté por qué razón estaba en la misión; qué objeto tenía tanto esfuerzo. Pero conocía la respuesta: Estaba allí porque Dios me había llamado; Dios me necesitaba. Después me sobrevino otra duda que nunca había tenido jamás al crecer en un hogar mormón: ¿Dónde está Dios? ¿Acaso existe? El sentirme de ese modo realmente me molestaba y me alarmaba, entonces decidí que tenía que hallar respuestas, y esa misma noche me incliné para orar en mi cucheta. (Siempre escogía la de arriba porque estaba un poco más cerca del cielo y un poco más lejos de las pulgas).
Oré diciendo: “Dios, ¿me oyes?”. De pronto la habitación se iluminó por completo, pero una vez que el automóvil pasó, quedé nuevamente a solas en la oscuridad. No recibí ninguna respuesta; absolutamente nada. Me sentí decepcionado y hasta enojado. Mi compañero y yo les enseñábamos a los investiga’ dores que ellos recibirían una respuesta si leían, reflexionaban y oraban. Yo acababa de hacer precisamente eso pero, ¿dónde estaba la respuesta? Mientras permanecía acostado en mi cucheta sin poder dormir, pensé más en cuanto a la situación y comprendí que no había leído, reflexionado ni orado tan diligentemente como podía hacerlo.
Soy bien sincero cuando digo que hasta ese momento, el desafío más grande de mi misión había sido permanecer despierto durante el tiempo dedicado al estudio, pero a partir de entonces, el desafío era encontrar más tiempo para estudiar. En los meses siguientes leí el Libro de Mormón y los demás libros canónicos. Leí Jesús el Cristo y Una obra maravillosa y un prodigio. Lui transferido a otro sector donde mi compañero y yo trabajamos más duro que nunca y llegamos a amar con toda sinceridad a los miembros de nuestra pequeña rama. Me sentía mejor, pero las respuestas que tanto anhelaba sencillamente no llegaban a mí.
Entonces, mi presidente de misión, Gerald J. Day, fue a nuestra zona para entrevistar a los misioneros. “¿Cómo está, élder?”, me preguntó.
“Bien, presidente”.
“¿Cómo está su compañero?”.
“Bien, presidente”.
“¿Cómo marchan las cosas en su sector?”.
“Bien, presidente”. Algunas preguntas y algunos “bien, presidentes” después me puse de pie para retirarme. Entonces, el presidente Day agregó: “Élder Wilcox, ¿tiene alguna pregunta?”.
¡Vaya que si tenía preguntas!, empezando por ¿Hay acaso un Dios? ¿Existe Dios realmente? Pero, ¿cómo iba a hacerle esas preguntas? Él era mi presidente de misión y, digamos las cosas como son, si el presidente de misión se entera de que un élder no tiene un testimonio, ¡ese misionero nunca llegará a ser líder de zona!
En primera instancia me sentí perdido, pero de pronto fue como si su placa se desvaneciera y dejó de importarme que él fuera mi presidente de misión. Yo desesperadamente necesitaba un amigo, y allí estaba él. “Presidente Day”, le dije, “¿hay acaso un Dios?”.
“Sí”, me respondió.
“¿Cree que Él me conoce?”.
El presidente Day dijo: “Brad Wilcox, Él le conoce por su nombre de pila”.
“Presidente, ¿cree que Él me ama?”.
“Sí”.
Eso fue todo. No se hizo necesario que me diera referencias de las Escrituras o citas de las Autoridades Generales; apenas una palabra bastó: “sí”. En nuestra relación de convenio, el amor de Dios por nosotros y nuestro amor por Él reiteradamente se afirma con un simple sí. Tal fue el caso aquél día tan particular en Chile cuando el Espíritu descansó sobre mí confirmando las palabras de mi presidente de misión. Esa noche elevé mis súplicas a un Padre Celestial a quien finalmente empezaba a conocer, y lo hice en el nombre de un Redentor a quien por fin comenzaba a comprender.
Dios había estado allí en todo momento. ¿Por qué, entonces, no me había respondido la primera vez que lo llamé? De haberme contestado, ¿habría yo estudiado, orado, servido, trabajado y aprendido tanto como lo había hecho? ¿Estaba yo ganándome Su amor? ¿Ganándome Su atención? ¿Ganándome Su aprobación? No, estaba ganando conocimiento. ¿Habría yo aprendido alguna vez a nadar si Él aún estuviera sosteniéndome la cabeza sobre la superficie del agua? ¿Habría aprendido alguna vez a caminar si El aún me cargara en Sus brazos? ¿Habría yo aprendido alguna vez a tocar el piano si Él jamás me hubiera exigido que practicase? Las demoras de Dios no siempre son negativas. Él puso a prueba mi fe, pero al hacerlo, también la educó.
LLEGAR A SER
El amor que sentí hace ya unos cuantos años en Chile marcó un momento decisivo en mi vida, dándome la motivación que necesitaba para seguir adelante. El amor y el poder que siento regularmente de Dios me mantienen avanzando en el sendero estrecho y angosto y me hacen fijar la mirada en la meta final en vez de buscar alrededor por rutas de escape.
Pienso que ésta es la motivación que sintió Nefi cuando dijo: “Sé que [Dios] ama a sus hijos” (1 Nefi 11:17). Tal vez haya sido también la motivación que sintió Jacob, el hermano de Nefi, cuando dijo: “… levantad vuestra cabeza y recibid la placentera palabra de Dios, y deleitaos en su amor” (Jacob 3:2), y la que sintió Enós, el hijo de Jacob, cuando dijo: “Y me regocijo en el día en que… estaré delante de [Cristo]; entonces veré su faz con placer” (Enós 1:27).
El Libro de Mormón está repleto de ejemplos positivos que nosotros podemos seguir. Leemos de personas que se enfrentaron a increíbles desafíos y dificultades, más buscaron fortaleza en Dios para sobreponerse a esas cosas con fidelidad y seguir adelante.
Después del libro de Enós viene el libro de su hijo Jarom, y allí nos encontramos con una serie de distintos testimonios. De hecho, las siguientes seis páginas del Libro de Mormón cubren casi cuatrocientos años de historia. Jarom dijo: “¿Qué más podría yo escribir de lo que mis padres han escrito?” (Jarom 1:2). Después las planchas pasaron a manos de su hijo Omni, quien dijo: “… en cuanto a mí, yo soy inicuo, y no he guardado los estatutos y mandamientos del Señor como debía haberlo hecho” (Omni 1:2). Después las planchas fueron a su hijo Amaron, quien nos recordó que los malvados son destruidos y los justos son preservados, pero ésa fue la única instancia en que él escribió en las planchas (véase Omni 1:4-8) antes de pasarlas a su hermano Quemis, quien básicamente dijo: “Se nos manda escribir, así que escribo. Fin” (véase Omni 1:9). Después, su hijo Abinadom dijo: “… yo no sé de ninguna revelación salvo lo que se ha escrito, ni profecía tampoco; por tanto, es suficiente lo que está escrito” (Omni 1:11).
Qué extraña secuencia de escritos. Mormón vio nuestros días y tuvo que escoger con mucho cuidado lo que iba a incluir en su espacio tan limitado pero, de todos modos, incluyó esos escritos. ¿Por qué? ¿Lo hizo sólo para instamos a llevar mejores registros? Tienen que haber existido otras razones. Tal vez el profeta Mormón, quien incluyó ejemplos tan claros del amor y el poder de Dios en el libro, también quiso advertirnos en cuanto a las actitudes apáticas que encontraríamos en algunas personas, que pueden hacer que no lleguemos a sentir ese amor y ese poder.
Tal vez conozcan a algún Jarom que dice: “¿Qué puedo hacer yo? No tengo nada que contribuir ni nada que ofrecer”. Quizás sepan de algún Omni que dice: “Yo sé que la Iglesia es verdadera, pero no puedo vivir sus enseñanzas”, o un Amaron que deja cosas importantes para más tarde, o a un Quemis que se conforma con hacer lo mínimo, lo suficiente para salir del paso. Seguramente conocerán a un Abinadom quien considera que es suficiente con lo que los profetas de la antigüedad han escrito, y que ya no hay necesidad de más revelaciones o profecías.
Esos extraños escritos en los breves libros de Jarom y Omni ciertamente describen actitudes que vemos todo a nuestro alrededor. Debemos protegernos contra ellas porque pueden llegar a privarnos de sentir personalmente el amor de Dios y de llegar a ser como El. Dios ama a todos Sus hijos. Él está obligado a permanecer cerca de todos y cada uno de nosotros. Yo soy apenas uno de Sus muchos hijos, pero soy tan valioso como los demás, y Dios no puede tener más hijos de los que pueda atender y cuidar.
La conversión se produce cuando dejamos de centrarnos tanto en ganarnos el más allá y en su lugar reexaminamos qué más debemos hacer acá. La conversión se profundiza a medida que vamos entendiendo los propósitos y el poder de Dios y reconocemos cuán libremente nos brinda Su ayuda. Este conocimiento nos das razones por las que debemos pasar por tanta adversidad y la capacidad para perseverar hasta el fin.
Cuando me siento cansado y desanimado, y cuando las metas de largo plazo parecen ser inalcanzables —casi tanto como llegar a ser un pianista de renombre mundial— me recuerdo a mí mismo que debo seguir practicando. Vivo un día a la vez, una hora a la vez, y en ocasiones hasta un minuto a la vez, pero no me doy por vencido porque sé que mis esfuerzos darán buenos frutos, no debido a todo lo que me estoy ganando, sino por el conocimiento que estoy adquiriendo. El ganarse cosas puede generar presiones, competencia y hasta rebelión y apatía. El ganar conocimiento puede llevar a la humildad, la paciencia, la cooperación, el crecimiento y el entusiasmo. Por cierto que ganar educación no es fácil; puede hacerse complicado, y cuando eso ocurre, recuerdo los momentos en que he sentido el amor y el poder de Dios, y eso me ayuda a seguir adelante.

























