La Continua Conversión


Capítulo 10

El Payaso De Dios

Al sobrellevar nuestras pequeñas cargas, aprendemos a ser más como Cristo, quien sobrellevó todas las cargas. Al hacer nuestros pequeños sacrificios, aprendemos a emular Su gran sacrificio. Al pasar por nuestro Getsemaní, aprendemos a valorar el Suyo.


Uno de mis libros ilustrados favoritos es El payaso de Dios, una reedición de Tomie de Paola de una historia folklórica europea que por siglos ha sido parte de la tradición de relatos orales. Se trata de la historia de Giovanni, un niño desposeído que hacía malabarismos. No transcurrió mucho tiempo hasta que su talento fuera reconocido y se le invitara a formar parte de un grupo de artistas circenses que hacía giras por Italia. Giovanni se pintaba la cara como un payaso y realizaba malabares con palos, platos, garrotes, argollas y antorchas. Después lo hacía con esferas de todos los colores y finalmente, mientras hacía malabares con sus coloridas esferas, agregaba una dorada que él llamaba “el sol en los cielos”, ¡y cómo celebraba el público!

Pasaron los años y Giovanni envejeció. Los espectadores ya estaban cansados del mismo acto. Rechazado y menoscabado, el viejo payaso tomó sus palos, sus garrotes y las esferas de todos los colores y abandonó los malabares para siempre. Mendigaba por comida y dormía ante el portal de edificios, tal como solía hacerlo de niño.

Una víspera de Navidad, Giovanni, mojado y con frío, se refugió en una iglesia, y se quedó dormido en un rincón oscuro. De pronto lo despertó la música. La iglesia estaba abarrotada de gente que cantaba y ponía hermosos regalos ante la estatua de la Madonna y su Santo Hijo. Al terminar la procesión, la iglesia quedó vacía a excepción del anciano Giovanni, quien vacilante se acercó a la estatua y advirtió que el niño en los brazos de su madre se veía muy serio a pesar de los hermosos obsequios. “Quizá yo tenga algo que ofrecer también”, dijo el payaso. “Yo solía hacer sonreír a la gente”. Lentamente abrió su bolsa, se pintó la cara como un payaso, desenrolló un pequeño tapiz, y comenzó. Primero hizo malabarismo con sus palos y después con los platos, los garrotes y las argollas.

Al entrar uno de los sacerdotes y encontrar al viejo payaso haciendo malabares, gritó: “¡Eso es un sacrilegio!”, y salió corriendo para informar a su superior, pero Giovanni ni se dio cuenta. Miraba fijo al rostro del niño mientras decía: “Primero la esfera roja, después la anaranjada, la amarilla, la verde y la azul”. Cada vez más alto y más rápido lanzaba las esferas hasta que éstas parecían formar un arcoíris. “¡Ahora el sol en los cielos!”, anunció al agregar la esfera dorada. Nunca había hecho malabares mejores en toda su vida. “¡Para Ti, dulce Niño, para Ti!”, clamó, tras lo cual su viejo corazón falló y Giovanni se desplomó sin vida frente a la estatua.

Al llegar dos sacerdotes descubrieron que el payaso estaba muerto, pero uno de ellos advirtió algo singular en la estatua y dio un paso atrás. El otro sacerdote miró en la misma dirección quedando perplejo con lo que veía, pues el santo niño sonreía mientras sostenía en su mano la esfera dorada (véase The Clown of God, pág. 42).

Me encanta ese cuento y lo leo a menudo. Un amigo que enseña historia del arte me comentó que en las expresiones medioevales y del renacimiento a Cristo rara vez se le representaba sonriendo. Pero Cristo no es una estatua ni una pintura; Él está vivo y —más allá de cómo se le represente en el arte— Él sonríe (véase 3 Nefi 19:25). Yo creo que Él sonríe cuando hacemos malabares —no con palos, platos, garrotes y esferas, sino con todas las demandas de la familia, la iglesia, el trabajo y otras responsabilidades que colman nuestra vida. ¿Está Jesús sonriendo burlonamente al vernos tratar de mantener todas las esferas en el aire? No. Yo creo que Jesús y nuestro Padre Celestial sonríen porque saben que hacer malabares es un modo de aprender, de crecer y de desarrollarnos. Ellos planearon la vida en la tierra de tal manera que no nos resultara fácil ni cómoda.

Cuando mi amiga Kris Belcher trágicamente perdió la vista debido al cáncer, la gente trataba de consolarla diciendo: “Tú vas a superar esto. Nuestro Padre Celestial nunca te daría una prueba a la que no pudieras sobreponerte”. Kris escribió: “Aun cuando esos comentarios eran hechos con el fin de animarme, me hacían sentir horrible. De por sí ya me sentía impotente, débil e incapaz de lidiar con mi nueva vida”. Interiormente se decía: “¡Realmente no puedo hacer frente a esto! Ya no me dan las fuerzas. Todos piensan que soy tan valiente, pero no saben cuán aterrorizada me siento”. En esos momentos tan penosos, el Espíritu Santo la consoló y le enseñó. Ella escribió: “La idea de que no se me daría nada que yo no pudiera sobrellevar no era cierta. Si tal fuera el caso, entonces no necesitaríamos a Cristo. Se me habían dado muchas cargas que requerían más fuerzas que las que yo tenía. Sólo cuando buscaba el poder de Jesucristo mis fuerzas se magnificaban y superaba mis debilidades” (Hard Times, pág. 91).

En el Libro de Mormón se nos insta a orar incesantemente para no ser tentados más de lo que podemos resistir (véase Alma 13:28), pero la tentación es apenas uno de los desafíos a los que nos enfrentamos en la vida. Todos nos encontramos con pruebas que rápidamente se vuelven más difíciles de lo que tenemos la capacidad de superar solos. Una de las más fastidiosas en el mundo actual es el tener que hacer frente a la arremetida de demandas en lo concerniente al uso de nuestro tiempo.

Un ex misionero le escribió una carta a su presidente de misión: “Desde que llegué de la misión he estado muy ocupado. Me casé, me gradué en la universidad y emprendí un negocio propio en medio de una economía horrible. Después nos nacieron mellizos, y fui llamado a servir como presidente del cuórum de élderes”.

Ese joven esposo/padre/propietario de negocio/presidente de cuórum admitía que echaba de menos los días de su misión cuando, aunque ocupado, estaba centrado en un objetivo único. “En mi misión”, escribió, “tenía el tiempo necesario para estudiar las escrituras. Desde que regresé, realmente he tenido que ejercer mucha disciplina para crear el tiempo para el estudio, además de para ir al templo y orar. Es mucho más difícil de lo que jamás hubiera imaginado. Parecería que todos necesitaran mi atención continuamente, y eso casi no me deja tiempo para ninguna otra cosa”.

¿A quién no le resulta posible compenetrarse con la situación de ese joven? Y muchos de nosotros sabemos que su acto de malabarismo apenas comienza. Con su esposa tendrán más hijos, su negocio crecerá, sus llamamientos exigirán más de él. En poco tiempo sus mellizos llegarán a ser adolescentes, sus compromisos económicos se multiplicarán, tendrán que hacer reparaciones en la casa, sus padres llegarán a ser mayores y requerirán más atención, etc., etc. No llama la atención que el élder M. Russell Ballard dijera: “Me gustaría compartir con ustedes un pequeño secreto. Algunos ya lo han descubierto; si no es así, es tiempo de que lo sepan. No importa cuáles sean las necesidades de su familia ni sus responsabilidades en la Iglesia, no existe tal cosa como ‘he terminado’. Siempre habrá más para hacer; siempre habrá otro asunto familiar que exija atención, otra lección que preparar, otra entrevista que realizar, otra reunión a la que asistir” (“Oh, sed prudentes”).

¿Cuál es la solución? Ante todo se nos dice que simplifiquemos y eliminemos de nuestra vida diaria todo cuanto sea superfluo. Ese es un consejo magnífico para quienes el malabarismo consiste en decidir qué videojuego van a usar o que programa de televisión van a ver. El resto de nosotros ya hace mucho que ha descartado de su vida tales pasatiempos. ¿Qué sigue en la lista de “cortes”? ¿Vacaciones, actividades recreativas y el esparcimiento? No, se nos dice que tales cosas son importantes para el bienestar emocional y la vinculación afectiva de la familia. ¿Las actividades de la Iglesia? Algunas personas han intentado eliminar ese ítem pero los resultados no han sido muy buenos que digamos para ellos y para sus hijos. ¿El ejercicio?, ¿la alimentación saludable? Traten de eliminar esas cosas y Stephen R. Covey se les aparecerá en sueños y les dirá: “¡Afilen la sierra!, ¡afilen la sierra!”. (7 Habits, pág. 287).

Cortar las cosas que no son esenciales es un buen lugar donde comenzar, pero la mayoría de nosotros pronto llega a descubrir que lo que queda aún constituye una tarea sumamente difícil de realizar. Para muchos fieles Santos de los Últimos Días, el tratar de abarcar más de lo que las circunstancias les permitan hacer, es más una regla que una excepción, y es en ese momento que se nos dice que debemos priori-zar. Otro consejo excelente pero, ¿se ha dado cuenta de cómo las personas que dan ese consejo siempre quieren ser nuestra máxima prioridad? Los profesores que nos dicen que debemos fijar prioridades nunca insinúan que debemos dejar de hacer tareas parasus clases. Los líderes de la Iglesia que nos sugieren que prioricemos, jamás nos dan a entender que podemos dejar de ir a nuestras reuniones. Cuando un cónyuge dice: “Establece prioridades”, a lo que se refiere es a que tenemos que dedicar más tiempo a la familia. Cuando el jefe en el empleo dice: “Fije prioridades”, nos está diciendo que espera que trabajemos más. Cuando el obispo dice: “Echen una mirada a sus prioridades”, está haciéndonos saber que los porcentajes de la orientación familiar y de las maestras visitantes han vuelto a caer.

En la Iglesia se nos da la lista de nuestras principales prioridades —familia, iglesia, y trabajo— todo lo cual suena magnífico hasta que damos un paso atrás y vemos que la mayor parte de nuestro tiempo y nuestros esfuerzos trascurre al revés. Entonces nos sentimos culpables porque los ideales que tanto valoramos no coinciden con las realidades que a diario vivimos. También está la madre que deja a sus niños al cuidado de otra persona cuando ella sale de su casa para trabajar el turno de la noche en su automóvil con un adhesivo en el paragolpes que dice: “La felicidad está en la Noche de Hogar”. Después está el padre a quien un miembro del obispado le detiene en el pasillo entre la reunión del Comité Ejecutivo del Sacerdocio y la del Consejo de Barrio para asignarle un discurso en la reunión sacramental sobre el tema de “La familia está siempre primero”.

Tengo amigos que dicen que en vez de pensar en priorizar los diferentes aspectos de su vida, mejor pensarían en hallar equilibrio entre ellos. Sería fantástico si eso les diera un buen resultado, pero a mí nunca me lo dio. A mi modo de pensar, la palabra equilibrio ofrece un cierto grado de ilusión de que existe una forma de caminar indefinidamente sobre la cuerda floja sin caerse, de poner todo sobre una balanza sin jamás verla inclinarse, o planear nuestras comidas con la combinación perfecta de granos, frutas, verduras y proteínas. ¿Es el equilibrio constante acaso posible? Aunque lo fuera, ¿cómo combino la imagen de equilibrio con los pasajes de escrituras que nos piden que seamos más devotos, que sacrifiquemos más y que andemos millas extras? El élder Bruce C. Hafen escribió que a pesar de que un fundamento equilibrado nos ayuda a elevarnos, el centrarnos en la consagración y en el desarrollo espiritual “nos lleva a un plano espiritual más alto que el que nos puede ayudar a alcanzar el mero equilibrio” (Spiritually Anchored, pág. 120).

Temo que cuando se terminen todas las lecciones sobre simplificar, priorizar y equilibrar, me quedará sólo una opción —hacer malabares. Esa es la razón por la que me identifico tanto con el viejo payaso del relato. Los miembros de mi familia son plateado, azul, amarillo, blanco y rojo. La iglesia es verde; el servicio es rosa. Enseñar, hablar y escribir son lila, lavanda y limón. La investigación es naranja. Las responsabilidades de comités y consultoría son café y violeta. Cada vez más alto y cada vez más rápido, al arco iris de coloridas esferas llena el espacio, y entonces, una por una, las dejo caer. Los públicos no me ridiculizan como lo hicieron con el viejo payaso, pero yo sí me martirizo a mí mismo cuando veo más esferas en el suelo que en el aire.

En momentos como ese me siento tentado a darme por vencido, pero de algún modo hallo la motivación para agacharme, recoger las esferas y seguir haciendo malabares. No es asunto de dinero. Hay momentos en la vida en que trato de convencerme a mí mismo de que sí se trata de eso, pero entonces llega el cheque, pago los impuestos, y recuerdo que el dinero nunca me ofrece suficiente motivación a largo plazo para que me agache a recoger las esferas caídas al suelo —especialmente cuando no recibo ninguna compensación monetaria por hacerlo. En determinadas ocasiones, he hallado motivación en ayudar a otras personas, pero no en todos los casos. Siempre confío en que mis esfuerzos surtan un efecto positivo; eso es muy importante para mí. Sin embargo, he recibido demasiados correos maliciosos, evaluaciones hirientes de parte de maestros, y críticas por demás destructivas como para hacer que ésa sea mi única motivación.

Igual que el viejo payaso, he aprendido a hacer malabares para Dios, puesto que lo amo y lo valoro a Él y quiero servirlo. Eso me ofrece suficiente motivación para seguir adelante a pesar de la adversidad.

En la historia, el payaso introdujo al final de sus malabares una esfera dorada. Para mí, esa esfera dorada es mi relación con la Deidad, y nunca la dejo para el final. El élder Jeffrey R. Holland ha dicho: “Ante todo, debemos cultivar y mantener una relación espiritual personal con la Deidad, particularmente con el Salvador, cuyo reino éste es” (Trusting Jesús, pág. 64). Al ir aprendiendo a cultivar y mantener esas relaciones divinas, el Espíritu siempre ha sido lo suficientemente bueno para hacerme saber lo que debo hacer después, lo cual cambia de una semana a la otra, de un día al otro y de una hora a la otra.

El élder M. Russell Ballard declaró: “Como seres mortales, no nos es posible hacer todo a la vez; por tanto, debemos hacer todas las cosas ‘con prudencia y orden’ (Mosíah 4:27). Con frecuencia, ello implicará desviar provisionalmente nuestra atención de una prioridad a favor de otra. A veces las exigencias familiares requerirán nuestra plena atención; otras veces las responsabilidades laborales serán lo primero, y habrá ocasiones en que así será con los llamamientos en la Iglesia” (“Oh, sed prudentes”).

Del mismo modo, Robert L. Millet escribió: “¿Qué está primero, la Iglesia o la familia?… ¿No es acaso el reino? ¿No se nos dice que la familia es la unidad más importante en esta vida y en la eternidad? La verdad es que ante todo está Dios, y si buscamos hacer Su voluntad, Él nos dará a conocer, en ese caso concreto, qué es lo que está en segundo lugar” (Men of Valor, pág. 44).

El presidente Thomas S. Monson es admirado en todo el mundo pues se sabe que dejó de asistir a reuniones por ir a ayudar a personas necesitadas (véase Heidi S. Swinton, Al rescate, pág. 12). Sin embargo, también se le admira por la diligencia que muestra en el cumplimiento de su deber. Él ha dicho: “Amo y valoro la noble palabra deber y todo lo que ella implica. Ya sea en un cargo u otro, en un entorno u otro, he estado asistiendo a reuniones del sacerdocio durante los últimos 72 años, desde que fui ordenado diácono a los doce años” (“Dispuestos a servir y dignos de hacerlo”). Creo que una de las razones por las que tanto admiro al presidente Monson es por ser él tan sensible al Espíritu que sabe cuándo faltar a una reunión y cuándo estar presente en ella.

Hay momentos en mi vida en que yo también debo decir: “Lo siento, obispo; no podré estar en esa reunión porque debo ir a un partido de fútbol de mi hijo”. En otras ocasiones he tenido que decir: “Perdóname, hijo; no podré ir a tu juego porque tengo una reunión de obispado”. Ha habido casos en que dije: “No podré asistir a la conferencia de jóvenes porque cae precisamente en el día de nuestro aniversario de bodas”. Otras veces tuve que preguntarle a mi súper paciente esposa: “¿Está bien si celebramos nuestro aniversario otro fin de semana?”. En alguna que otra ocasión le dije a mi jefe en el trabajo: “Siento no poder trabajar ese día pero se me pidió que hable en un funeral”. Otras veces he dicho: “Aunque me sentiría honrado de hablar, realmente no puedo faltar al trabajo”.

El ajustarme a una lista de prioridades por lo general me hace sentir insuficiente y me desanima. Seguir la inspiración del Espíritu me permite sentir paz —aun cuando no pueda complacer a ciertas personas, cumplir con compromisos importantes, o al ver que se me ha pasado por alto en reconocimientos profesionales. Al esforzarme por mantenerme cerca de Dios, con bondad y misericordia Él me hace saber cuáles de entre todos los aspectos de mi alocada y multifacética vida requieren inmediata atención y cuáles pueden esperar un poco más.

Es posible que haya quienes vean esto como administrar según la crisis del momento; yo prefiero verlo como evitar una crisis al permitir que Dios administre mis momentos. Stephen R. Covey se refirió a esto como subordinar “su horario a un valor más alto” (7 Habits, pág. 169). A mí me gusta verlo como subordinar mi horario al valor más alto de todos —la voluntad y la guía de Dios. El alinear nuestras decisiones con una declaración de misión personal es apenas un paso en nuestro intento por alinear nuestras declaraciones de misión personales con la misión que Dios tiene para nosotros.

Cuando mi hijo David estaba en el Centro de Capacitación Misional, uno de sus instructores enseñó que a pesar de que Jesús a menudo estaba rodeado por multitud de personas, todas ellas queriendo su atención al mismo tiempo, Él siempre sabía quién lo necesitaba más en ese preciso momento. La mujer enferma de flujo de sangre “se le acercó por detrás y tocó el borde de su manto… Mas Jesús, volviéndose y mirándola, dijo: Ten ánimo, hija” (Mateo 9:20-22). Nosotros no tenemos el conocimiento perfecto de Cristo, pero sí tenemos Su Espíritu con nosotros (véase D. y C. 20:77). Al sentirnos acosados por muchas personas y proyectos que compiten entre sí por nuestro tiempo y atención, podemos confiar en que el Espíritu tocará el borde de nuestro manto y nos hará volvernos para centrarnos en la necesidad más apremiante en ese momento.

David H. Yarn fue un muy querido profesor de la Universidad Brigham Young que tuvo una gran influencia para bien en muchas vidas. Él era también un estimado amigo mío y compañero de orientación familiar en mi barrio. Un día recibí un boletín informativo publicado por el Departamento de Religión, con una fotografía suya y una lista de sus contribuciones. Le escribí una nota a David, la coloqué en un sobre con su dirección y la puse sobre unas cuantas cartas que debían salir en el correo. Apenas dejé el sobre allí sentí un tirón del borde de mi manto y algo que me decía: “Entrégalo en persona”. Tomé el sobre y me lo puse en un bolsillo. Todavía me quedaban muchas tareas por hacer ese día, pero de camino a casa esa tarde pasé por el hogar de ese amigo y mentor, con quien tuve una hermosa conversación. Imaginen el agradecimiento que sentí por ese pequeño tirón del borde de mi manto, cuando dos días después me enteré de que David había fallecido.

Aquél fue un día en el que todo salió bien, pero hay otros en que las cosas no funcionan como quisiéramos. El intentar vivir de este modo ha requerido de mí más humildad y honradez,

y ser más sensible al Espíritu de lo que puedo llegar a lograr o mantener en forma constante. No siempre es fácil, eficaz ni eficiente, pero puesto que me permite ser más flexible cuando mi horario cambia o mi lista de tareas en el trabajo se descompagina totalmente, igual puedo vivir con integridad y paz. Mis malabarismos nunca me llevarán a ganar premios ni elogios. No son atractivos; me han demandado mucho madrugar y trabajar largas jornadas hasta altas horas de la noche. Han requerido multifuncionalidad y completar mi trabajo lentamente y en pequeñas etapas. Hay momentos en que me siento agotado, pero muy pocas veces culpable. Yo puedo vivir con la carga del agotamiento, pero no con la de la culpa. El hacer malabares no me permite ser todo para todos en todo momento, pero sí me permite ser algo para alguien en algún lugar. En el Jardín de Edén, Adán y Eva tuvieron que hacer malabarismos con más mandamientos que los que de hecho podían cumplir. Yo solía pensar que esa era la forma como Dios les estaba enseñando a escoger entre el bien y el mal. Ahora comprendo que, en parte, también era un modo de Dios ayudarlos a ser no sólo buenos sino mejores.

El élder Jeffrey R. Holland habló de una joven madre que había oído discursos sobre el tema de madres Santos de los Últimos Días y le preocupaba no estar a la altura de ninguna de ellas. “Sentía que el mundo esperaba que ella enseñara a sus niños a leer, escribir, decoración de interiores, latín, cálculo, y a navegar por el Internet —todo eso antes de que su bebé aprendiera a decir, ‘mama… papa’” (Broken Things to Mend, pág. 26). Esa madre se sentía poco valorada pues nadie parecía reconocer “la inversión mental, el esfuerzo espiritual y emocional, y sus interminables demandas” (pág. 27). El élder Holland añadió: “Pero hay algo que, según ella, la mantiene en pie: ‘En los buenos y los no tan buenos momentos y en medio de las esporádicas lágrimas, yo sé con todo mi corazón que estoy llevando a cabo la obra de Dios’” (pág. 27; énfasis en el texto original).

Esa madre recordaba para quién ella hacía esos malabares; no era para otras personas —ni siquiera para sus hijos. Ella ha-cía malabares para Dios (quien sabe bastante en cuanto a no ser valorado). Al ella hacer sus malabares, Dios seguramente habrá sonreído. Él no estaba simplemente observándola pasar por todas esas cosas, sino que la estaba ayudando a superarlas.

Y, ¿qué del mismo élder Holland? ¿Qué es lo que le impulsa a seguir adelante cuando él tiene que hacer malabares con más personas, presiones, planes y viajes en avión que la mayoría de nosotros siquiera podría imaginar? ¿Qué tal de otros líderes quienes, entre las demandas de su ministerio público y del privado, rara vez se pueden dar el lujo de dedicar tiempo a sí mismos? ¿Cómo mantienen todas las esferas en el aire? Estoy seguro de que también ellos deben decir: “Yo sé con todo mi corazón que estoy llevando a cabo la obra de Dios”. La cantidad y la magnitud de las responsabilidades con las que hacemos malabarismos nunca se compararán con las de ellos, pero nuestra motivación y nuestro propósito sí deben ser iguales a los de ellos.

En la historia del Payaso de Dios, es el payaso anciano el que muere mientras se esfuerza por hacer malabarismos para el niño Cristo. En la vida real, es Cristo quien murió a fin de que nosotros pudiéramos vivir, hacer malabares y aprender. Al sobrellevar nuestras pequeñas cargas, aprendemos a ser más como Cristo, quien sobrellevó todas las cargas. Al hacer nuestros pequeños sacrificios, aprendemos a emular Su gran sacrificio. Al pasar por nuestro Getsemaní, aprendemos a valorar el Suyo. Al hacer malabares con nuestras pequeñas responsabilidades para con Él, aprendemos a ser un poco más como Cristo, quien hace malabares con las galaxias para nosotros.

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