La Continua Conversión


Epílogo

El camino hacia la conversión puede parecer sobrecogedor a menos que recordemos que no estamos solos.


Para demasiadas personas en el mundo el mensaje de Cristo y Su evangelio restaurado cae en oídos sordos. El élder Gerald N. Lund dijo: “Cuán trágico es el hecho de que de tal manera amara Dios al mundo que diera a Su Hijo Unigénito, mientras el mundo es tan ciego y apático que nada le importa. Los hombres se alejan de esa dádiva como si no tuviera la más mínima importancia” (“What the Atoning Sacrifice Meant”, pág. 46). Tal apatía y abierta rebelión me entristecen en extremo. Sin embargo, me resulta igualmente alarmante el hecho de que para demasiadas personas en la Iglesia, el mensaje de Cristo no cae en oídos sordos sino en almas desanimadas. Muchos santos se sienten vencidos —como si nunca llegaran a hacer lo suficiente y siempre se quedaran cortos.

Tal vez lo que se necesita es entender mejor lo que significa estar realmente convertidos. Cuando una computadora convierte un documento en Word a un archivo PDF, lo cambia. Dicha transformación ocurre de un modo casi instantáneo y no requiere paciencia ni persistencia. La conversión espiritual es diferente; también conlleva un cambio, pero éste se produce, generalmente, en forma gradual —línea sobre línea, precepto sobre precepto. Requiere enorme paciencia y persistencia porque, desde nuestra perspectiva individual, puede parecer casi imperceptible. Sin embargo, influye en nuestros motivos, en lo que pensamos, en lo que decimos, y en lo que hacemos. El élder David A. Bednar escribió: “La verdadera conversión produce un cambio en las creencias, el corazón y la vida de una persona para aceptar y ajustarse a la voluntad de Dios (véase Hechos 3:19; 3 Nefi 9:20) e incluye el compromiso consciente de convertirse en un discípulo de Cristo” (“Convertidos al Señor”).

El camino hacia la conversión puede parecer sobrecogedor a menos que recordemos que no estamos solos. En vez de ver al Señor como alguien cómodamente sentado evaluando nuestros esfuerzos, debemos reconocer que Él está precisamente trabajando a nuestro lado (véase 1 Nefi 20:17). Él declaró: “Porque, he aquí, ésta es mi obra y mi gloria: Llevar a cabo la inmortalidad y la vida eterna del hombre” (Moisés 1:39, énfasis agregado; véase también 2 Nefi 27:20). Cuando el Señor creó la tierra, Él proclamó que todo cuanto había hecho era bueno (véase Génesis 1:31). Esa no fue una declaración sobre la tierra sino sobre Sí mismo. Si al llegar al fin de nuestra vida oímos que se nos dice: “Bien, buen siervo” (Mateo 25:21), ¿será esa una declaración sobre lo que hayamos hecho solos o un recordatorio de lo que Él hizo con nosotros? La bondad y la fidelidad no son requisitos con los que debemos cumplir para ser premiados, sino que son rasgos de carácter que forjamos al hacer y guardar convenios con Él (véase Moroni 7:48).

Cuando Moroni se le apareció a José Smith, no le dijo: “¡Felicitaciones! Has orado tan intensamente, te has esforzado con tanta diligencia y has vivido tan bien, que te has ganado la visita de un ser celestial”. Por el contrario, en ese preciso momento, José Smith de hecho se sentía “censurado a causa de [sus] debilidades e imperfecciones” y oraba pidiendo el “perdón de todos [sus] pecados e imprudencias” (José Smith—Historia 1:29). Moroni se presentó ante José Smith para informarle que, a pesar de sus debilidades, “Dios tenía una obra para [él]” (1:33).

Entonces el mensajero pasó a hablarle al joven José en cuanto a un libro sagrado que más tarde le sería confiado, pero antes José tendría que regresar cada año al cerro de Cumorah por cuatro años para reunirse con Moroni. ¿Sería eso para que José pudiese comprobar su dignidad y por fin hacerse merecedor del derecho de obtener las planchas? No, sino para poder recibir “instrucciones e inteligencia” (1:54). Dios estaba sacando a la luz el Libro de Mormón, pero también estaba sacando a la luz a un profeta. El empleó a José Smith para adelantar Su obra, y empleó Su obra para adelantar a José Smith. El joven profeta necesitaba tiempo para crecer, madurar y aprender a fin de valorar el mensaje de las planchas, más que su valor monetario (véase 1:46).

Lo mismo sucede con cada uno de nosotros. Mientras servía su misión en Japón, mi hijo David me escribió una vez en su correo semanal: “La gente necesita comprender que la expiación de Cristo no significa simplemente darnos un pez, sino enseñarnos a pescar. No es como alimentarnos por un día, sino por toda la vida —aquí y por la eternidad”. Si ese no fuera el caso, entonces el sufrimiento de Cristo podría ser considerado nada más que un acto de bondad pero carente de mayor valor de parte de un amigo que nos da permiso para que entreguemos Sus tareas de la escuela con nuestro nombre en ellas. Tal vez esa acción tan abnegada nos permitiría recibir una buena calificación en el momento, pero no nos enseñaría nada a largo plazo.

La verdadera conversión depende de cuán bien comprenda-mos el plan y el poder de Dios y reconozcamos cuán libremente Él comparte ese poder con nosotros. Con el paso del tiempo, la conversión se ensancha y experimentamos un poderoso cambio al sacar provecho de la expiación de Jesucristo. La conversión se refina al fortalecer los testimonios personales y al permitir que ese proceso dé vigor a nuestro discipulado. La conversión es perdurable cuando verdaderamente tomamos sobre nosotros el nombre de Cristo y recibimos la investidura del templo. La conversión se enriquece al servir en llamamientos y al hacer malabares con las muchas responsabilidades de la vida con madurez espiritual.

Cuando nosotros o seres queridos nos sintamos tentados a darnos por vencidos, animémonos y demos paso a la esperanza. Dios es nuestro amoroso Padre. Él tiene un plan para nuestra vida, y gracias a la continua expiación de Cristo, nunca estaremos solos en nuestra continua conversión.


Sobre Ee Autor

Brad Wilcox es profesor asociado en el Departamento de Pedagogía de la Universidad Brigham Young, donde también trabaja con programas tale como Especialmente para la Juventud y la Semana de Educación. De joven sirvió su misión en Chile, país al cual fue llamado como presidente de la Misión Chile Santiago Este entre 2003 y 2006. Al momento de publicarse este libro, Brad sirve como miembro de la Mesa General de la Escuela Dominical de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.

Brad es el autor de la exitosa obra La continua Expiación y de la disertación titulada “Su gracia es suficiente”. Él y su esposa, Debí, son padres de cuatro hijos y abuelos de tres nietos.

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