Capítulo 2
¿Tiene Dios un Precio?
El bautismo y las ordenanzas del templo no tienen como intención añadir al producto final del sacrificio de Cristo. Éstas y otras obras justas son extensiones de nuestra fe, consecuencia de nuestra aceptación de Cristo, y evidencia de que Él actúa con, en, y por medio de nosotros.
Yo nunca me lanzaría por ese tobogán!”, dijo enfáticamente nuestro hijo Russell al mirar al más alto de ellos en el nuevo parque acuático. Él era entonces apenas un niño y estaba determinado a probar todos los toboganes a excepción del más alto.
Mi esposa lo retó preguntándole: “¿Lo intentarías por cinco centavos?”.
“¡No!”.
“¿Qué tal por diez centavos?”.
“¡Tampoco!”.
“¿Y por veinticinco centavos?”.
Esta vez nuestro hijo no respondió de inmediato. Echó nuevamente una mirada al enorme tobogán y preguntó: “¿De verdad que me pagarías veinticinco centavos?”.
Su madre le aseguró que sí.
Russell respiró hondo y dijo: “Está bien, lo haré por veinticinco centavos”.
Se dice que todos tenemos un precio; el de mi hijo resultó ser veinticinco centavos.
¿Cuál es su precio? Recientemente se publicaron los resultados de una encuesta informal en la que se les preguntó a quinientas personas qué era lo que estarían dispuestas a hacer por cincuenta millones de dólares. Me apenó el leer que el 98% de ellas indicó que por esa cantidad posarían desnudas, el 90% le serían infiel a su cónyuge, el 50% sacrificaría uno de sus sentidos, y el 20% se sometería a una operación para cambiar de sexo si les garantizaran el dinero en efectivo (“Sex Change for Money?” C5).
Los Santos de los Últimos Días sabemos que hay ciertas cosas en este mundo que no se pueden comprar con dinero, ya sea que se trate de veinticinco centavos o cincuenta millones de dólares. Sin embargo, aun cuando lo entendemos claramente, hay veces que nos acercamos a Dios como si Sus bendiciones pudieran comprarse, como si Él tuviera un precio.
Hay misioneros que oran diciendo: “Me levantaré temprano y trabajaré más de lo que se espera de mí si Tú me ayudas a alcanzar mi meta de bautismos”.
Ciertas madres piden: “Sana a mi hijo enfermo y te prometo que iré más regularmente al templo”.
Algunos padres dicen: “Prometo pagar más ofrendas de ayuno si me ayudas a encontrar un empleo mejor”.
Los solteros oran por poder casarse; los recién casados oran por bebés; los padres piden ayuda con sus hijos extraviados; quienes luchan contra diferentes tipos de adicciones oran por un cambio. Muchas de esas oraciones van acompañadas de promesas de un grado mayor de obediencia, esfuerzo y sacrificio. Pero ¿pensamos que pedir y obedecer es una forma de pagar por las cosas que deseamos? ¿Es acaso Dios como una máquina dispensadora que nos da lo que queremos una vez que hayamos puesto en ella el costo de cada artículo? No. Somos nosotros quienes hemos sido comprados por precio, no Dios (véase 1 Corintios 6:20; 7:23).
Pero ¿qué hay de aquello que “Por sacrificio se dan bendiciones” (Himnos, N° 15), y buscad primeramente el reino de Dios… y todas estas cosas os serán añadidas” (3 Nefi 13:33), y “Hay una ley, irrevocablemente decretada en el cielo… sobre la cual todas las bendiciones se basan” (D. y C. 130:20)? ¿No nos dijo José Smith que debemos insistir le al Señor hasta que nos bendiga? (véase Words of Joseph Smith, pág. 45). Obviamente Dios sí desea mayor esfuerzo y sincera devoción de nuestra parte, pero debemos tener presente que Dios es quien define las bendiciones, que se nos requiere sacrificio por nuestro propio bien, y que Su gracia es suficiente para librarnos, ayudarnos y fortalecernos (véase Moroni 10:32).
DIOS DEFINE LAS BENDICIONES
Un misionero obediente y trabajador obtiene bautismos, ¿correcto? Quienes son fieles en el pago de los diezmos consiguen empleos mejor remunerados y reciben grandes e inesperadas sumas de dinero, ¿no es cierto? Las personas enfermas que piden una bendición del sacerdocio son sanadas, ¿no es así? Esas cosas suceden en algunos casos, pero no siempre.
En mi primera misión en Chile, uno de mis compañeros y yo vivíamos en la casa de una fiel abuela convertida al Evangelio años atrás cuando los misioneros habían conocido a su hija, Lela, quien padecía del síndrome de Down. Por muchos años la madre había oído que ella era la culpable de la condición de su hija; que debía haber hecho algo terrible para causar tal maldición. Su esposo se sintió justificado en abandonarla. Amigos, parientes y líderes de la religión que antes había profesado, casi la habían convencido de que si ella apenas hubiera demostrado tener más fe o hubiese sido una persona mejor, su hija sería normal.
Entonces llegaron los misioneros mormones que no se sintieron incómodos ante la condición de la joven, sino que la trataron a ella y a su madre con bondad y plena aceptación. Uno de los élderes dijo: “Tengo una hermana como Lela, y ella es una bendición para nosotros. Usted tiene que ser una mujer muy especial para que se le haya confiado ser la madre de un ángel”.
Esa madre nunca había oído palabras tales relativas a Lela. ¿Una bendición? ¿Un ángel? Más tarde ella dijo: “Yo sabía que Lela era una bendición, pero finalmente alguien más me confirmaba lo que yo siempre había sentido”. Los élderes le enseñaron el Evangelio a esa mujer, ella se bautizó y permaneció fiel en la Iglesia.
Con nuestra visión y experiencia limitadas, ¿estamos realmente en las mejores condiciones de definir con exactitud qué constituye o no una bendición? Tal vez el no conseguir ese interesante nuevo empleo es una bendición para alguien cuya esposa e hijos se hubieran visto seriamente afectados por los frecuentes viajes que él habría tenido que hacer. Quizás el romper con su escultural prometida es una bendición para alguien que habría visto su relación terminar en un penoso divorcio en poco tiempo. En mi propia vida he sido testigo de cómo Dios sana enfermedades y aligera cargas de modos similares a los milagros registrados en el Nuevo Testamento. Por otro lado, también he visto cómo Dios retrasa las curaciones y en su lugar ofrece otras bendiciones de paciencia, perspectiva y paz.
Cuando a la hija de un querido amigo se le diagnosticó cáncer, nos unimos a su familia en ayuno y oración. Esa joven madre de dos niñas había recibido hermosas bendiciones del sacerdocio que le proporcionaron consuelo, pero la enfermedad seguía extendiéndose por su cuerpo. En una ocasión ella comentó: “Frente a mis hijas trataba de mostrarme fuerte, pero en mi interior no podía evitar sentir que era culpable de lo que me sucedía y pensaba que tal vez no había demostrado suficiente fe. Sabía que Dios podía sanarme, así que cuando vi que Él no me ayudaba a mejorar, llegué a la conclusión de que no estaría orando con suficiente convicción”. Ella oraba diciendo: “Hágase Tu voluntad”, pero se preguntaba cómo cualquier cosa que no fuera una cura inmediata podía ser la voluntad de Dios. ¿Acaso no quería Él que ella estuviera junto a su esposo ayudándole a criar a su familia en el Evangelio? ¿No deseaba Dios que ella sirviera en sus llamamientos y contribuyera a edificar el reino? “Al principio recibía consuelo en el pasaje de Doctrina y Convenios 82:10, donde dice: ‘Yo, el Señor, estoy obligado cuando hacéis lo que os digo’, pero cuando vi que no sanaba, esa escritura se volvió desalentadora. ¿Por qué era yo quien no tenía ‘ninguna promesa’?”. Cada día era una batalla, tanto física como espiritual, y se preguntaba por qué razón su historia no tenía el mismo final feliz de casos que escuchaba de otras personas.
Con el paso del tiempo, lentamente la joven madre empezó a darse cuenta de que así como sus hijas no eran iguales, los hijos de Dios tienen personalidades y necesidades diferentes. Dentro del plan de salvación para toda la humanidad, hay planes de salvación individuales para cada hombre y cada mujer. Dios te-nía un plan para ella. No se trataba de encontrar y seguir una fórmula determinada de las Escrituras o de engañarse a sí misma pensando que ella podía hacer descender sobre sí los poderes del cielo, o de obligar o manipular al Señor para que hiciera lo que ella quisiera y cuando ella lo deseara. Así como dos hijos no son iguales, no lo serán tampoco dos bendiciones. Esa hermana decidió que confiaría en su Padre Celestial, quien la conocía y la amaba individualmente y en forma perfecta.
La verdadera fe no consiste en saber que Dios puede, sino en aceptar por qué a veces no lo hace. La verdadera fe no está en creer que todo puede salir a la perfección, sino en confiar cuando no sucede de ese modo. La verdadera fe no se basa en recibir lo que uno espera, sino en aceptar lo que Él nos da.
“Yo, el Señor, estoy obligado”, dice la escritura, y por cierto que lo está, obligado para con nosotros en una relación de convenio en la cual Él fija los términos (D. y C. 82:10; véase también Guía para el Estudio de las Escrituras, “Convenio”). Él está obligado a preservar la libertad, obligado a permanecer cerca de nosotros, obligado a amarnos, obligado a ayudarnos tanto como le permitamos hacerlo. “Dios no nos priva de Su ayuda porque nos comportemos imperfectamente. Él se apresura a socorrernos cuando se lo pedimos porque somos SUYOS” (Toni Sorenson, Defined by Christ, pág. 67). La hija de mi amigo tomó la decisión de sentir agradecimiento cada día, con cada latido de su corazón y en cada respiro, y se determinó a confiar en que Dios definiría sus bendiciones como cualquier cosa que la acercara más a Él.
SE NOS REQUIERE HACER SACRIFICIOS POR NUESTRO PROPIO BIEN
Dios no sólo define nuestras bendiciones, sino que requiere un gran sacrificio. El presidente Harold B. Lee escribió: “Si uno desea una bendición, no es sólo cuestión de arrodillarse y orar por ella. Hay que prepararse en toda forma concebible a fin de hacerse digno de recibir la bendición que se busca” (Stand Ye in Holy Places, pág. 244). El presidente Spencer W. Kimball declaró: “Cuando el hombre comienza a ansiar, cuando los brazos empiezan a extenderse, cuando las rodillas se doblan y las voces comienzan a hacerse oír, entonces, y recién entonces, nuestro Señor expande los horizontes y retira el velo” (Teachings: Spencer W. Kimball, pág. 246).
Dios requiere sacrificios pero, ¿para quién? ¿Necesita Él algo de todo lo que nos pide? ¿Quién tiene necesidad de estar más agradecido? ¿Quién necesita apartarse del mundo e ir en pos del cielo? ¿La fe y el amor de quién deben ser fortalecidos y refinados? Tal vez ofrezcamos nuestros sacrificios a Dios, pero en realidad no son para Él. Dios no está tratando de ver cuánto puede extraer de nosotros, sino cuánto puede poner en nosotros.
María, la madre de Jesús, fue obediente y ofreció sacrificio después del nacimiento de su primogénito varón. Lucas indica que su sacrificio de purificación consistió en dos tórtolas (véase Lucas 2:24). Susan Easton Black, profesora de historia y religión de la Universidad Brigham Young, explica que las mujeres judías debían presentar al sacerdote un cordero y un pichón o una tórtola. Las mujeres que eran ricas a menudo llevaban dos corderos, mientras que a las pobres se les permitía llevar dos aves (véase Levítico 12:8; 400 Questions and Answers, pág. 22).
¿Eran las mujeres que llevaban dos corderos más justas? ¿Se aseguraban para sí mismas mayores privilegios en los cielos? ¿Agradaban más a Dios ellas que María, quien sólo había ofrendado dos tórtolas? Por supuesto que no. Dios no hace tales comparaciones, y cuando nosotros las hacemos, las tales carecen de propósito a no ser el de hacernos sentir falsamente inferiores o superiores.
Piensen en un obispo que acepta un sobre de diezmo de un niño. Resulta difícil imaginárnoslo sacudir el sobre y decir: “¿Sólo unas monedas? ¿No podrías haber trabajado un poco más y pagar con billetes? ¿No sabes cuán tedioso es esto para los secretarios que cuentan los diezmos?”. Es algo que nos causa gracia porque todos sabemos que ningún obispo está interesado en el contenido del sobre sino en lo que hay en el corazón del niño. A él no le importa el dinero, sino que el niño esté desarrollando buenos hábitos y aprendiendo a valorar los principios que habrán de fortalecerlo a lo largo de la vida.
Entonces, ¿por qué estamos convencidos de que Dios está allá arriba en el cielo sacudiendo sobres? Nos lo imaginamos diciendo: “Tu hermano dio más. Tu hermana trabajó más duro. Tu vecino sirvió dos misiones y tú sólo serviste una. ¡Tu amigo ofrendó corderos, y tú me traes tórtolas!”. El Señor está mucho más interesado en el donante que en la donación. Tal vez sea ésa la razón por la cual Él dijo, refiriéndose a Oliver Granger: su sacrificio será más sagrado para mí que su ganancia” (D. y C. 117:13). El élder Neal A. Maxwell declaró: “Nuestro Padre perfecto no espera que nosotros seamos hijos perfectos todavía. Él sólo tuvo un Hijo así. Mientras tanto, algunas veces con las mejillas sucias, tierra en las manos, y calzados desatados, a media lengua pero sonrientes, le entregamos a Dios una florecilla silvestre, cual si fuese una orquídea o una rosa… y Él la acepta” (Neal A. Maxivell Quote Book, pág. 243).
Se nos dice que la vida en la tierra es una escuela. Aquí estamos rodeados de un millón de magníficos cursos que podemos tomar y valiosas lecciones que aprender pero, no obstante ello, dedicamos todo nuestro tiempo a pensar en la libreta de calificaciones. Algunos se preocupan al preguntarse si Dios acaso califica sujeto a cuotas. “¿Concederá Él un número limitado de las más altas calificaciones?”, se preguntan. “¿Qué tal si aparece alguien con un desempeño sobresaliente y eleva las expectativas para todos los demás?”. Otros suponen que Dios debe tener un 10 reservado para todos los que se lo ganan, y entonces se preguntan: “¿Qué sucede si el número mínimo de buenas acciones es 300? ¿Qué significa eso para alguien que logra 299? ¿Y qué tal para el que llega a 900? De haberlo sabido, esa persona no habría tenido que demostrar mucha más caridad por el resto de su vida mortal”. Al preocuparnos tanto en cuanto al sistema de calificaciones que emplea Dios, pienso que pasamos por alto el valor de la educación. Consideremos los siguientes ejemplos: Un miembro desanimado dijo: “Ni siquiera sé por qué sigo tratando. Los requisitos para entrar en el reino celestial son demasiado altos. Mejor me conformo con menos porque no hay modo de que pueda hacer todo cuanto se espera de mí”.
Un hombre que no es miembro expresó: “No es necesario que deje de fumar ni de beber porque igual después que me muera mi esposa va a hacer los arreglos para que alguien se bautice por mí”.
Un adolescente escribió: “Después de que mis padres se divorciaron, mi madre siguió activa en la Iglesia pero mi padre no. Por el momento yo vivo con mi madre, pero quiero ir a vivir con mi padre porque él dice que puedo sacar la licencia de conductor aunque no asista a seminario”.
Un miembro menos activo dijo: “Sé que la Iglesia es verdadera, pero uno es joven sólo una vez. Me divertiré ahora y me arrepentiré más tarde, cuando sea mayor”.
Todas las personas de estos ejemplos están más concentradas en las calificaciones que en aprender. ¿Quién quiere ser pasajero en un avión piloteado por alguien que se conformó con el mínimo entrenamiento puesto que se le requería demasiado en la escuela de pilotos? ¿Quién quisiera ser operado por un cirujano que recibió su certificación haciendo trampas en la facultad de medicina? ¿Qué alumno quiere que le enseñe un profesor a quien no se le requirió ir a clase y que aprendió lo suficiente para salir del paso?
El élder Dallin H. Oaks escribió: “Todos nos estamos preparando para cosas futuras. Ese es el propósito de la vida mortal… Somos todos hijos de un Padre Celestial que nos ha enviado a la tierra con la invitación de prepararnos para la vida eterna. Toda decisión, toda experiencia, todo arrepentimiento y cambio nos prepara para lo que ha de venir” (Lije’s Lessons Learned, págs. 50, 52). Y lo que ha de venir es llegar a ser como Dios, no Sus calificaciones.
A veces hay quienes bromean diciendo que se está filmando una película de nuestras vidas, y que si no queremos que se muestren ciertas partes, mejor que nos arrepintamos para que esas escenas sean editadas. Algunas personas bromean sobre el hecho de dar testimonio para que sus pecados les sean perdonados (véase D. y C. 62:3) y mostrar caridad en un esfuerzo por cubrir una multitud de pecados (véase 1 Pedro 4:8). Un amigo me dijo que después de editar tantas partes, su película va a tener una duración de apenas tres minutos. Yo no creo que se vaya a mostrar en una enorme pantalla en el cielo todo lo que hayamos hecho en la tierra. El arrepentimiento, el testimonio y la caridad son mucho más que elementos de edición. Son más como la solución en la que nuestras películas —nuestras vidas— son reveladas. Dios no tendrá necesidad de ver la película. ¡Él nos ayudó a escribir el guion!
El sacrificio no es el precio que debemos pagar para ganarnos el reino de los cielos, sino que es la esencia misma del reino celestial. El testimonio no es la contraseña que debemos presentar ante el portal del cielo; es el idioma que se habla adentro. La caridad no es una pieza de audición para el coro de los cielos; es la música celestial. El servicio no es un vegetal que nos tapamos la nariz y tragamos sin masticar; es la dieta celestial.
Quienes no aprenden a valorar las vías de Dios, a hablar Su idioma ni a adquirir Sus gustos, no van a ser felices donde Él está. Su plan se conoce como “el gran plan de felicidad” (Alma 42:8), y la felicidad no se halla en la obtención de buenas calificaciones a fin de avanzar de un estado a otro, sino que se encuentra al obtener una educación a lo largo del proceso.
Las Escrituras dejan en claro que seremos juzgados por nuestras obras (véase Apocalipsis 20:12; D. y C. 128:7), pero esas obras no son intentos infructuosos de efectuar el número preciso de depósitos en una cuenta corriente en los cielos o de hacer una marca junto a una tarea completada en una lista celestial. Seremos juzgados por nuestras obras según ellas nos hayan moldeado.
C. S. Lewis escribió: “A menudo la gente concibe la moralidad cristiana como una suerte de negociación en la que Dios dice: ‘Si guardas muchas reglas, yo te recompensaré, y si no lo haces, yo haré lo opuesto’. No creo que ésa sea la mejor forma de verlo” (Mere Christianity,pág. 92). Las Escrituras se refieren a las bendiciones futuras de Dios, y aún al reino celestial, como recompensas que recibimos o premios que ganamos (véase Lucas 23:41; 1 Corintios 3:8; 9:24; Filipenses 3:13-14; Mosíah 4:27; Alma 3:26; 41:14), pero a medida que crecemos espiritualmente, tales recompensas y premios dejan de verse como motivaciones al momento de tomar decisiones, sino como consecuencias naturales después de tomarlas. Lo que una vez tal vez hicimos por desear la recompensa o por temor al castigo, o hasta por sentirnos culpables o considerarlo un deber, aprendemos a hacerlo por amor y gratitud genuinos.
Una jovencita escribió: “Cuando pienso en obedecer reglas y normas como algo que debo hacer para llegar al cielo o que tengo que hacer como ejemplo para otras personas, me siento vacía; pero cuando pienso en esas cosas como un modo de mostrar gratitud por la expiación de Cristo, me encanta hacerlo. Por ejemplo, vestir modestamente me resulta difícil, especial-mente cuando todas las chicas usan camisetas sin mangas y shorts muy cortos en los días calientes y húmedos del verano. Antes me sentía celosa de las demás, pero ahora veo las mangas de mis camisas y los shorts hasta la rodilla como muestras de agradecimiento a Cristo, y eso me hace sentir muy bien”.
En uno de nuestros himnos cantamos: “Ángeles toman arriba en cuenta todos los hechos” (Himnos, N°154), y en las Escrituras leemos que seremos juzgados de acuerdo con lo que está escrito “en el Libro de la Vida del Cordero” (D. y C. 132:19), pero, ¿qué es lo que contiene ese libro?, ¿una lista de asignaciones dadas y calificaciones obtenidas? ¿Observaciones escritas por ángeles que dicen: “No juega bien con los demás”? Yo prefiero imaginar que cuando abramos el libro de la vida del Cordero, habrá un espejo en el que veremos cuánto nos pareceremos al Cordero (véase Alma 5:19; 2 Pedro 1:4). En el encabezamiento del capítulo 41 de Alma, leemos: “… toda persona recibe de nuevo las características y los atributos que haya logrado en el estado terrenal”. El élder Bruce R. McConkie declaró: “En un sentido real aunque figurado, el libro de la vida es el registro de los hechos de los hombres, ya que tal registro está escrito en sus propios cuerpos. Es el registro grabado en los mismos huesos, nervios y carne… Cuando el libro de la vida sea abierto en el día del juicio final, los cuerpos de los hombres mostrarán cuáles leyes han ellos vivido” (Mormon Doctrine, pág. 97). Teniendo esto presente, el premio o recompensa que se nos promete no es apenas lo que obtenemos, sino lo que llegamos a ser (véase 1 Juan 3:1-2). El llegar a ser como Cristo es en sí la recompensa.
SU GRACIA BASTA
El saber que Dios define nuestras bendiciones y requiere sacrificios por nuestro propio bien, nos ofrece una perspectiva eterna, pero no siempre nos allana el camino. Cuando el élder Jeffrey R. Holland visitó nuestra misión, uno de los misioneros le preguntó: “¿Por qué todo tiene que ser tan difícil en la vida?”. El élder Holland respondió desde el fondo de su corazón algo que nunca he olvidado: “Somos la Iglesia de Jesucristo, ésta es la verdad, y Él es nuestro gran Eterno Caudillo. ¿Cómo podríamos suponer que todo sería fácil para nosotros cuando nunca jamás resultó fácil para El? Me da la impresión de que los misioneros y los líderes misionales deben pasar al menos algunos momentos en Getsemaní, y que deben dar, aunque sea, uno o dos pasos hacia la cima del Calvario” (“Missionary Work and the Atonement”, pág. 15).
Cuando la primera compañía de Santos llegó al valle del Lago Salado el 24 de julio de 1847, habían caminado, se habían sentido, y se habían sacrificado como el Maestro. Su experiencia era ardua y desafiante; pero ellos cantaban:
Aunque cruel jornada ésta es,
Dios nos da Su bondad.
(Himnos, N° 17)
En la versión original en inglés, la segunda línea dice: “La gracia será como el día”. Qué frase tan interesante, pero ¿qué significa eso de que la gracia será como el día? Por más oscura que sea la noche, siempre podemos contar con que el sol volverá a salir. Por más duras que sean nuestras pruebas, nuestros pecados y nuestros errores, siempre podemos confiar en la gracia de Jesucristo. ¿Nos ganamos un amanecer?; no. ¿Debemos ser dignos de una oportunidad de volver a empezar?; tampoco. Sólo tenemos que aceptar tales bendiciones y aprovecharlas. Así como cada nuevo día, la gracia —el habilitador poder de los cielos— es constante. Los fieles pioneros sabían que no estaban solos; la gracia los acompañaría en cualquier situación. La adversidad que les aguardaba nunca fue tan grande como el poder que los impulsaba.
La mayoría de nosotros entiende que somos totalmente dependientes de la gracia del Señor para nuestra salvación en la vida venidera, pero subestimamos lo mucho que dependemos de Él aquí y ahora. Tan ciertamente como necesitamos la gracia al cruzar la línea final, también la necesitamos para llegar a ella. En Leales a la fe leemos: “Además de necesitar la gracia para la salvación, también necesitas ese poder habilitador todos los días de tu vida. Al acercarte al Padre Celestial con diligencia, humildad y mansedumbre, Él te elevará y te fortalecerá mediante Su gracia… El depositar tu confianza en la gracia de Él te permitirá progresar y aumentar tu rectitud” (págs. 96-97).
El inmerecido sacrificio de Cristo satisfizo la justicia, la cual demanda inmediata perfección o castigo cuando nos quedamos cortos (véase Santiago 2:10; Romanos 6:23). Jesús tomó sobre Sí el castigo que nos correspondía a nosotros y, por haberlo hecho, Él puede ahora requerir que alcancemos la perfección y ofrecerse para guiarnos, enseñarnos y fortalecernos a lo largo del trayecto.
Nuestra meta final no es apenas venir a Cristo sino llegar a ser como Él es. El nosotros venir a Él, le permite hacer posible el resto del trayecto. El élder Bruce C. Hafen escribió: “Todos necesitamos la gracia, tanto para eliminar la maleza del pecado como para cultivar las flores de la virtud, de maneras que no podemos llevar completamente a la práctica solos” (Spiritually Anchored, pág. 18).
En el capítulo 20 de Mateo, Cristo compara la relación que tenía con Sus discípulos con la relación entre un patrón y sus empleados. Algunos obreros trabajan todo el día, otros menos y otros sólo por poco tiempo. Pese a ello, al final de la jornada, a todos se les paga lo mismo. La mayoría de quienes leen la parábola sienten que eso es injusto; después de todo, aquellos que trabajan más duro y por más tiempo merecen recibir más. Lo que no se nos dice en la parábola es cuán bien trabajó cada uno de ellos. Por cierto que el Señor podría haber hecho todo el trabajo mejor por Sí solo. ¿Es algún obrero verdaderamente “digno de su salario” (D. y C. 31:5), o está el Señor de la viña haciéndonos a todos dignos al pedirnos que trabajemos con Él?
Cuando yo era niño, mi padre tenía un huerto enorme. Quienes pasaban frente a él decían: “Por cierto que está cultivando mucha verdura”, a lo cual mi padre respondía: “También estoy cultivando el carácter de cuatro hijos”. A mis hermanos y a mí no siempre nos encantaba trabajar en ese amplio huerto, pero al hacerlo aprendimos muchísimas cosas. No siempre éramos los mejores trabajadores. Recuerdo una vez cuando arranqué toda una hilera de guisantes junto con la maleza. Papá me corrigió, pero igual me pagó el mismo salario por hora trabajada.
Al leer la parábola en Mateo 20, pienso en todos los obreros como niños pequeños que trabajan en el huerto de su padre. Ninguno de ellos merecía que se le pagara absolutamente nada. Sin embargo, el Señor les pagó por su trabajo —no porque el trabajo en sí fuera bueno, sino porque Éles bueno (véase Mateo 20:15). Refiriéndose a esta parábola, el élder Jeffrey R. Holland ha dicho: “Éste es un relato sobre la bondad de Dios, Su paciencia y perdón y sobre la expiación del Señor Jesucristo; es un relato sobre la generosidad y la compasión; es un relato acerca de la gracia” (“Los obreros de la viña”). No será por casualidad que esta parábola sea inmediatamente seguida en las Escrituras por el anuncio de Jesús de Su crucifixión y resurrección, explicando cómo Él daría “su vida en rescate por muchos” (Mateo 20:28). Ninguno de nosotros merece eso tampoco.
Mi sobrina, Miranda Wilcox, ha escrito sobre esta misma parábola, señalando lo insuficiente que resulta aplicar analogías de la economía humana a relaciones divinas. Miranda sugiere que “las relaciones celestiales, particularmente las que atañen a la salvación y a la gracia, operan en un plano diferente, no un plano de binario terrestre o valor comparativo, sino de plenitud celestial, una abundancia infinitamente suficiente que satisface toda carencia o necesidad” (“Matthew 20”, pág. 2). El Señor dijo: “Trabajad, no por la comida que perece, sino por la comida que permanece para vida eterna, la cual el Hijo del Hombre os dará” (Juan 6:27), y lo que Él da “basta” (Éter 12:27); es suficiente para satisfacer todas nuestras necesidades. “La gracia no es finita; todo ser humano tiene la misma oportunidad de verse satisfecho —del mismo modo que cualquier tanque, más allá de las diferencias en tamaño, puede ser llenado con agua hasta el tope” (Miranda Wilcox, “Matthew 20”, pág. 16). En Doctrina y Convenios leemos que aquellos que entren en el reino celestial, morarán “en su presencia… habiendo recibido de su plenitud y de su gracia” (76:94).
Tal vez una de las razones por las cuales los miembros de la Iglesia no hablamos más a menudo sobre la gracia es porque no queremos que nuestras enseñanzas se confundan con las de otras muchas denominaciones cristianas en las que el tema es tratado sin un conocimiento pleno del plan de salvación. Robert L. Millet ha dicho: “Uno de los escándalos del mundo cristiano… es la aparente indiferencia ante la sencilla declaración del Maestro: ‘Si me amáis, guardad mis mandamientos’ (Juan 14:15)… Los credos superficiales y la gracia barata han remplazado la profundidad de discipulado requerida por la Deidad” (“What We Worship”, págs. 86-87). C. S. Lewis lo expresó de esta forma: “Una religión vaga, en la que todo se basa sólo en sentir a Dios… resulta muy atractiva, produce gran entusiasmo y no requiere ningún esfuerzo… pero no lleva a la vida eterna” (Mere Christianity, pág. 155).
En vez de creer, como lo hacen algunos cristianos, que el Señor no requiere nada de nosotros, podemos descubrir la razón por la que Él requiere tanto y reunir las fuerzas para hacer todo cuanto nos pide (véase Filipenses 4:13). La gracia no es la ausencia de altas expectativas de parte de Dios, sino la presencia de Su gran poder (véase Lucas 1:37).
“Confesar a Jesús” no es apenas creer en Él o experimentar un fugaz coqueteo con la espiritualidad, sino permitir que Él remodele completamente nuestra vida. Aceptamos la Expiación por medio de la fe, la cual incluye arrepentimiento, convenios y ordenanzas. El bautismo y las ordenanzas del templo no tienen como intención añadir al producto final del sacrificio de Cristo. Éstas y otras obras justas son extensiones de nuestra fe, consecuencia de nuestra aceptación de Cristo, y evidencia de que Él actúa con, en, y por medio de nosotros. La fidelidad manifiesta nuestra fe y la fortalece. El guardar convenios no es un modo de hacernos dignos de la gracia, sino más bien una forma de crecer en ella (véase 2 Pedro 3:18).
Algunas personas ven los esfuerzos de los Santos de los Últimos Días por vivir el Evangelio y perseverar hasta el fin como un vano intento de compensar por nuestros pecados y salvarnos. Nos acusan de tratar de remplazar la fe con obras. Pero nosotros sabemos que somos redimidos “a causa de la justicia de [nuestro] Redentor” (2 Nefi 2:3). La fe es la fuente pura de la cual emanan nuestras obras (véase D. y C. 8:10; 11:12; Enseñanzas del Profeta José Smith, pág. 85). Un escritor cristiano lo explicó de este modo: “La obediencia no produce ni mantiene la salvación, pero es la característica inevitable de aquellos que son salvos” (John F. MacArthur, Jr. Faith Works, pág. 121).
El apóstol Juan testificó que Cristo recibió la plenitud “gracia sobre gracia” (Juan 1:16; D. y C. 93:12). Nefi, hijo de Helamán, también habló de “gracia por gracia” (Helamán 12:24) al describir cómo debemos vivir. Perdonamos a los demás como Cristo nos perdona y amamos a los demás como Él nos ama. Servimos a los demás como Él nos sirve —no con el fin de merecer la gracia, sino como una oportunidad de recibirla y ofrecerla a otras personas tan libremente como nos es ofrecida a nosotros. Cada llamamiento que desempeñamos, cada misión que servimos, cada moneda que donamos, cada sesión de templo a la que asistimos, no es una “obra” realizada en lugar de la fe, sino una manifestación inevitable de esa fe. No tratamos de ganarnos la gracia, sino de retribuir gracia por gracia “imitando a nuestro salvador como forma de adoración” (Dallin H. Oaks, “Sacrificio”).
El élder David A. Bednar declaró: “La conversión es una ofrenda de uno mismo, de amor y de lealtad que damos a Dios en gratitud por [Su] don [a nosotros]” (“Convertidos al Señor”). La conversión no ocurre en el preciso momento en que decidimos tener fe, al participar de una ordenanza o cuando guardamos un mandamiento. La conversión es un proceso continuo que requiere fe y obras continuas. El acercarnos “confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia, y hallar gracia para el oportuno socorro” (Hebreos 4:16), no es un acontecimiento, sino un estilo de vida. En vez de preguntar: “¿Soy salvo por la fe o por las obras?”, mejor preguntemos: “¿Qué es lo que motiva cada una de ellas en el curso de mi vida?”. En vez de preguntar: “¿Cuánto tengo que hacer para sacar algún provecho de todo esto?”, preguntemos: “¿Han hecho mis obras en la viña del Señor que yo llegara a ser algo?” (Véase Dallin H. Oaks, “El desafío de lo que debemos llegar a ser”).
El significado de la verdadera conversión se amplía al nosotros entender cuán libremente nos ofrece Dios Su rescate, ayuda y fortaleza. ¿Tiene Dios un precio? No. Él nos invita diciendo: “… venid y comprad… sin dinero y sin precio” (2 Nefi 9:50). Cuando las cosas no suceden como nosotros pensamos que deberían suceder, tenemos que recordar que Dios define nuestras bendiciones y requiere sacrificios por nuestro propio bien. Y cuando nos sintamos tentados a darnos por vencidos, busquemos a Cristo y sintamos la divina ayuda que llamamos Su sublime gracia.
























