Capítulo 3
Un Potente Cambio Gradual
La verdadera conversión no es instantánea; es continua, y requiere que a diario decidamos rechazar el camino que lleva a volvernos hombres naturales y en cambio escojamos aquel que nos lleva a ser santos.
Cuando mis hermanos y yo éramos niños, mi padre nos daba una bendición al comienzo de cada año escolar, tradición que yo he continuado con mis hijos. Del mismo modo, nuestro Padre Celestial nos dio una bendición similar antes de venir a esta escuela terrenal, lo cual aconteció en el Jardín de Edén cuando Satanás fue expulsado (véase Moisés 4:20). Fue en ese momento cuando Dios puso enemistad, un cierto desprecio, entre la posteridad de Adán y Eva y todo lo que es perverso (véase Moisés 4:21). Todos nacemos con la luz de Cristo, y también nacemos con desprecio por cualquier cosa que sea pecaminosa.
Yo he visto tal enemistad hacia la iniquidad en acción en niños pequeños. Una niñita le dijo sin reparos a un total extraño: “¡Usted no debería fumar! ¡Nuestro Padre Celestial no quiere que fume!”. Un jovencito asistió a su primer juego de básquetbol profesional con su papá. Consternado al ver a los jugadores con tatuajes que cubrían sus brazos y hombros, le dijo a su padre: “Esos hombres no deben saber lo importantes que son sus cuerpos. ¡Tengo que escribirles una carta!”.
Recuerdo cuando era maestro de escuela primaria y un muchachito vino a hablar conmigo muy molesto porque alguien había tallado una mala palabra en su pupitre. “Le prometo que no fui yo, Sr. Wilcox”, dijo el niño, “nunca haría una cosa así”.
Examiné el daño causado y le dije: “Mira, te voy a dar la asignación de que talles otra palabra en tu pupitre. Ve la manera de volver esa palabra tan fea en una palabra buena”. El muchacho se puso a trabajar y encontró el modo de transformar cada letra de la palabra ofensiva en una nueva.
Recuerdo cuando mis propios hijos vieron por primera vez El Cordero de Dios. Ese impactante filme muestra escenas gráficas del juicio y la crucifixión de Cristo, y me preguntaba si debía permitir que mis niños lo vieran, pero decidí que eso podría enseñarles algo importante. Sus pequeños corazones se destrozaron al ver a los soldados azotar y ridiculizar al Señor. Mi inocente hijita se volvió hacia mí y me dijo sollozando: “Papi, ¿por qué lastimaron a Jesús? Él no les hizo nada. ¿Por qué fueron tan malos?”.
La enemistad con el mal protege a los niños; es una magnífica bendición de nuestro Padre Celestial. Pero, ¿qué sucede cuando crecemos? Demasiado a menudo esos mismos escolares que juran que nunca van a usar drogas ni beber alcohol, terminan cediendo a las presiones al ir creciendo. La primera vez que la mayoría de los jóvenes tropieza con la pornografía, se sienten repugnados. Pero si no tienen cuidado, las mismas imágenes que al principio describieron como “groseras”, “asquerosas” y “malas”, pueden empezar a verse muy atractivas para ellos. Lo que una vez consideraron impensable termina siendo la única cosa en la que piensan. Aquello de lo que se mantenían alejados, con el tiempo toleraron, después aceptaron, justificaron y finalmente ansiaron. El “Una sola vez no le hace mal a nadie”, se volvió
“No es tan malo”, lo cual pasó a ser “¿Y a ti qué te importa?” y finalmente “No puedo evitarlo”.
La enemistad con el mal puede perderse y la conciencia diluirse al punto de que la gente empiece a llamar a lo malo bueno, a la tiniebla luz y a lo amargo dulce (véase 2 Nefi 15:20). Cuando los hombres deciden amar a “Satanás más que a Dios” (Moisés 5:13), sólo el Salvador puede volver a cambiar sus corazones (véase Alma 5).
LE HOMBRE NATURAL
En una ocasión abordé un avión de regreso a Utah después de haber participado en una conferencia de jóvenes. El vuelo estaba lleno y el asiento que me asignaron estaba justo en el medio de un alborotado grupo de muchachos que venían de competir en un torneo de fútbol. Su vocabulario era vulgar y rápidamente transformaron esa sección del avión en sus vestuarios privados. Muchos pasajeros se mostraban molestos por la completa falta de respeto del grupo hacia la gente sentada alrededor. Un joven en particular, quien parecía ser el cabecilla, entretenía a los demás con chistes indecentes y explícitos, y hablaba desvergonzadamente de sus inmorales aventuras. Yo no podía desconectarme de sus palabras debido a que hablaba en un tono de voz alto para que todos lo oyeran. Me preguntaba qué clase de padres permitirían que sus hijos viajaran sin la supervisión de adultos responsables. Si el entrenador estaba en el avión, ¿por qué no ponía fin a todo aquello? En ese momento uno de los jóvenes llamó al charlatán “coach”, y el corazón se me partió en dos. Precisamente quien debía solucionar el problema era el instigador.
Sentí el impulso de pedirles que dejaran de hablar de esa manera, pero me recordé a mí mismo que no tenía ninguna responsabilidad por esos jóvenes. Me preguntaba si acaso ellos no sabían lo que estaban haciendo. De pronto, el “coach” empezó a contar otra anécdota grosera: “¿Les conté alguna vez de cuando estaba en mi misión y conocí a un travestí?”. No podía creer lo que acababa de oír; me resultó enfermizo. ¿Ese individuo tan vulgar había sido misionero? ¡Él ciertamente tenía pleno conocimiento de lo que hacía!
Yo acababa de estar en un evento en el que había advertido a los jóvenes en cuanto a los peligros de esos mismos comportamientos y actitudes que estaba promoviendo ese ex misionero. Había desafiado a los jóvenes a defender la verdad, la rectitud y la virtud, y yo debía hacer lo mismo. Cuando el avión aterrizó, me ubiqué estratégicamente en el pasillo por donde pasaría el “coach”. Al llegar al frente del avión donde estaban el capitán y la azafata, encaré el hombre y le dije que me había sentido ofendido por su falta de cortesía hacia los demás pasajeros que no querían escuchar sus groserías. Después le pedí que tratara de ser un mejor ejemplo para aquellos muchachos.
El odio inyectó sus ojos al decirme indignado: “¿Quién se piensa que es?” Me dio un empujón y se marchó. El capitán inmediatamente me ayudó a incorporarme y le expliqué la situación. Al salir del túnel que va del avión al terminal, el “coach” estaba esperándome y empezó a gritarme: “¿Le pareció vulgar mi lenguaje? Vamos a ver qué le parece esto”, y me siguió por el aeropuerto, lanzándome toda una serie de obscenidades.
Ese ex misionero ahora se acogía a un estilo de vida opuesto.
La enemistad con el mal que una vez sintiera se había perdido, y su luz se había apagado. “Y al que no se arrepienta, le será quitada aun la luz que haya recibido; porque mi Espíritu no luchará siempre con el hombre” (D. y C. 1:33; véase también Romanos 8:7; Santiago 4:4). El élder Bruce R. McConkie escribió que a pesar de que nuestro entendimiento de la luz de Cristo es limitado, sabemos que “lucha con todos los hombres… hasta que ellos se rebelan contra la luz y la verdad, momento en el cual la lucha cesa” (Promised Messiah, pág. 209). Es entonces cuando la persona califica para recibir el título de hombre natural (Mosíah 3:19).
Yo siempre he tenido problemas con el término hombre natural aun cuando proviene directamente de las Escrituras. Para mí no hay nada natural en ello. Nuestros espíritus no son malvados; tampoco lo son nuestros cuerpos, ni lo son los niños pequeños. El presidente Ezra Taft Benson declaró: “Innato en todo hombre existe el fuerte instinto… de encontrar a Dios y de adorarlo” (Teachings, pág. 67). No nacemos malvados; nacemos libres —libres de escoger continuar en pos de Cristo como lo hemos hecho anteriormente, o abandonar el barco; libres de conservar nuestra enemistad con el mal y nuestro amor por la luz de Cristo, o deshacernos de ambas cosas. C. S. Lewis enseñó que cada vez que elegimos algo somos cambiados, una vida de elecciones nos transforma en criaturas celestiales o infernales, en harmonía con Dios u odiándolo, en paz o en guerra (véase Mere Christianity, pág. 92).
No nacemos en pecado, sino que nacemos a un mundo pecaminoso. A Eva se le dijo que “con dolor” ella daría “a luz los hijos” (Moisés 4:22), pero ¿no es acaso el nacimiento de un bebé un acontecimiento feliz así como un componente vital y deseable en el plan de Dios? Eva trajo hijos a un mundo triste y caído. El hombre nace en un mundo de pecado, y hereda sólo las consecuencias de la Caída o de la vida mortal, no el pecado en sí (véase Robert J. Matthews, Gospel Scholars, págs. 476-477).
A partir del momento en que los hombres decidieron amar a “Satanás más que a Dios”, se volvieron “carnales, sensuales y diabólicos” (Moisés 5:13; Éter 3:2). Así como la muerte fue una consecuencia natural de elegir la vida mortal, también lo fue la inevitabilidad del pecado, y es así que los bebés nacen en un mundo donde están sujetos a él.
El élder Bruce R. McConkie escribió: “Todos hemos heredado un estado caído, un estado mortal, un estado en el cual prevalecen la muerte espiritual y la temporal… La muerte espiritual recae sobre todos los hombres cuando ellos se vuelven responsables por sus pecados. Quedando, de tal modo, sujetos al pecado, ellos mueren espiritualmente… Es a esos hombres a los que se refieren las Escrituras cuando dicen que el hombre natural es enemigo de Dios” (Promised Messiah, págs. 244, 350).
No es necesario que veamos más allá del sueño de Lehi para ver que los hombres naturales son naturales de su propia elección (véase 1 Nefi 8). Ellos reciben “felicidad eterna o miseria eterna, de acuerdo con el espíritu que quisieron obedecer” (Alma 3:26). Nuestra capacidad de elegir entre el bien y el mal jamás puede ser alterada por Dios, por genes ni por ninguna otra cosa. No hay un apéndice a los Diez Mandamientos que diga: “No harás… a menos que hayas nacido de ese modo”. Una vez que empezamos a justificar nuestras elecciones diciendo: “Así es como nací”, ¿dónde termina ese tipo de razonamiento? Tal vez eso explique las equivocaciones de algunas personas, pero, ¿es esa una justificación válida para cualquiera de tales decisiones? ¿Nació acaso de esa manera alguien que viola a un niño? ¿Qué tal el ladrón, el adúltero o el asesino?
Una variedad de fuertes emociones —entre ellas los deseos sexuales— son, al igual que el nacimiento y la muerte, parte del plan de Dios; no nos hacen malvados. Los objetivos de Dios no se cumplen eliminando las pasiones, sino refrenándolas y manteniéndolas dentro de sus límites. Todo padre y toda madre saben que los hijos nacen con diferentes características de personalidad, apetitos singulares y limitaciones individuales. Todos, en algún momento, tenemos sueño, hambre y asco, pero tales realidades no nos hacen enemigos de Dios. Del mismo modo, cada ser humano nace con necesidades; todos necesitamos aire, alimento, agua, amor, comprensión, seguridad y aceptación, y esas necesidades no nos hacen enemigos de Dios, sino que somos nosotros, individualmente, quienes escogemos satisfacerlas de maneras saludables o dañinas.
Predisposiciones, enfermedades, emociones, tentaciones y aun antecedentes familiares, no son pecados, sino que son parte de nuestros planes individualizados de educación, y no nos transforman en los hombres naturales descritos en las Escrituras. El hombre natural, condenado por los escritos sagrados, es el que “persiste… y sigue las sendas del pecado y la rebelión contra Dios, [el que] permanece en su estado caído, y el diablo tiene todo poder sobre él” (Mosíah 16:5; énfasis agregado). Dicho hombre natural es cualquiera que rechaza la invitación de Cristo de venir a Él. El Señor ha dicho: “Y por esto sabréis que están bajo la servidumbre del pecado, porque no vienen a mí” (D.yC. 84:50).
No podemos pensar que hay un “hombre natural” al acecho en lo más profundo de nuestro ser cual un monstruo o el Increíble Hulk aprontándose para aflorar —algo sobre lo cual no tenemos ningún control— y al mismo tiempo vernos como dioses en embrión. No podemos ser ambas cosas en forma “natural”. Siempre que leo el término hombre natural en las Escrituras, lo remplazo conorgulloso o impenitente, y así el pasaje tiene más sentido para mí (véase 1 Corintios 2:14; Alma 26:21; D. y C. 67:11-12). El hombre orgulloso o impenitente es el que escoge ser enemigo de Dios al rehusarse a abandonar el territorio del enemigo. Satanás no sale victorioso cuando nos hace cruzar la línea, sino cuando nos convence de que no hay forma de regresar al otro lado.
UNA NUEVA VIDA EN CRISTO
Una amiga, Marilyn Whittington, enseñó una lección práctica en la cual a una roca le puso de nombre “pecador impenitente” y a una esponja “pecador arrepentido”. Después vertió agua —simbolizando la Expiación— sobre los dos objetos. El mensaje no pudo haber sido más claro. Las Escrituras nos enseñan que el hombre natural es enemigo de Dios (véase Mosíah 3:19), pero Dios no es enemigo del hombre natural; de hecho, Él es su mejor amigo. Tal vez abandonemos la enemistad en favor del mal, pero afortunadamente esa fue sólo una parte de la bendición recibida del Padre en el Jardín de Edén; la bendición de Dios también incluía un Salvador. Satanás tenía poder para herir el calcañar de Cristo, pero Cristo tenía el poder para aplastar la cabeza de Satanás (véase Moisés 4:21).
Alma le dijo a su hijo Helamán que inculcara en el pueblo “un odio perpetuo contra el pecado y la iniquidad” (Alma 37:32), pero sabiendo que tal enemistad podría perderse, también le dijo que le predicase “el arrepentimiento y la fe en el Señor Jesucristo” (versículo 33). Por medio de la Expiación uno puede cambiar su naturaleza impenitente y orgullosa; puede someterse al influjo del Espíritu y llegar a ser santo, “… sumiso, manso, humilde, paciente [y] lleno de amor” (Mosíah 3:19). El presidente Ezra Taft Benson enseñó que “Cristo puede cambiar la naturaleza humana” (“Nacidos de Dios”).
Leemos que nos regocijamos cuando se nos dijo que tendríamos la oportunidad de venir a la tierra (véase Job 38:7), pero, ¿estábamos locos? Al analizar lo que nos requeriría la vida mortal, ¿qué era exactamente lo que nos causaba tanto regocijo? Tal vez sentíamos tal algarabía porque sabíamos que no tendríamos que hacer frente a la vida en la tierra sin un Salvador. ¿Es posible que estuviéramos regocijándonos por Él?
Tal como lo aprendemos en esta vida mortal, a todos nos toca lamentar y cuestionar muchas cosas; “si tan sólo hubiera hecho esto…”, o “si tan sólo no hubiera hecho aquello…” Pero, por cierto, nadie puede decir: “si acaso hubiera tenido un Salvador”, pues sí tenemos uno, y Él es la solución para todos nuestros cuestionamientos. El élder Tad R. Callister escribió: “Más allá de la profundidad o multiplicidad de nuestras debilidades individuales. La Expiación está siempre presente. En eso consiste su belleza y maravilla —jamás está lejos de nuestro alcance” (Infinite Atonement, pág. 226).
He oído decir que el cambio no requiere tiempo, sino que es el rehusamos a cambiar lo que sí lleva tiempo. Se trata de una idea interesante a considerar. Pablo dijo: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, más vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el que me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gálatas 2:20). Los fieles discípulos crucificamos al hombre natural cada vez que tomamos la Santa Cena. Los emblemas son apenas un trocito de pan y un vasito de agua, pero Cristo puede valerse de un pequeño trozo de pan para alimentar a miles (véase Mateo 14) y de un poco de agua para crear el Gran Cañón (del Colorado). Uno de esos milagros se produjo en un instante, mientras que el otro llevó tiempo, pero ambos son milagros.
Las Escrituras nos hablan de un “potente cambio” (Mosíah 5:2), pero en algunos casos resultaría apropiado llamarlo un “potente cambio gradual”. El presidente Henry B. Eyring dijo que el cambio potente es, generalmente, “más gradual que súbito” (“The Power of Deliverance”, pág. 5), y el presidente Ezra Taft Benson declaró: “La mayoría de los actos de arrepentimiento no conllevan cambios de gran magnitud, sino que son un movimiento paulatino, firme y constante hacia Dios” (“A Mighty Change”, pág. 5). Los siguientes tres ejemplos son casos reales de amigos míos que han venido experimentando ese potente cambio. El primero de ellos es de un recluso; el segundo es sobre una autoproclamada perfeccionista; y el tercero es de un hombre que a lo largo de los años ha batallado con muchas adicciones, entre ellas la pornografía.
EL RECLUSO
Un hombre a quien llamaré Todd, sirve en estos momentos una condena de veinte años por agresión sexual, habiendo entrado en la prisión cuando tenía cincuenta años. Su esposa no sólo lo perdonó, sino que dijo que lo esperaría. Esto dio a Todd esperanza, algo por lo cual vivir, pero cuando había estado encarcelado por sólo diez días, su esposa cayó enferma y falleció. Cuando Todd recibió la noticia quedó devastado y se sintió completamente solo. Concluyó que sus padres iban a estar ya muertos para cuando él quedara en libertad. La mayoría de sus amigos ya lo habían abandonado; había perdido su casa, su negocio y todas sus posesiones, y ahora acababa de perder a su esposa.
Todd escribió: “Había perdido la dignidad y todo respeto por mí mismo. Ya no me quedaba nada, a no ser la sombra del hombre que fui una vez. Lo que más me agobiaba era el hecho de que no había estado junto a mi esposa cuando ella más me necesitó; no había podido tenerla en mis brazos y consolarla, ni besarla por última vez. No había podido decirle cuánto la amaba ni llorar junto a ella. No había podido despedirme ni agradecerle por haber permanecido a mi lado cuando nadie más quiso hacerlo. No había podido decirle que ella era lo mejor que me había sucedido en la vida; cuando tendría que haber estado con ella, no lo estuve. Nunca había entendido cómo una persona podría siquiera pensar en suicidarse, pero ahora sí lo entendía”.
Por los siguientes dieciocho meses Todd caminaba por la prisión sin hablar, sonreír ni sentir. Lo único que quería era morir pues ya no hallaba ningún propósito en la vida. Escribió: “Existía en un mundo de densas sombras y total soledad. Cada hora que pasaba despierto estaba colmada de desesperación, y las de descanso no llegaban con facilidad y a menudo no eran suficientes”.
En esos momentos tan dramáticos, algunos de los otros presos que asistían a los servicios de la Iglesia en la prisión le preguntaron a Todd si quería ir con ellos, pero amablemente les dijo que no. Más tarde escribió: “Me preguntaba qué fin tenía ir a esas reuniones. Yo no podía perdonarme a mí mismo, así que, ¿por qué habría Dios de considerar siquiera concederme Su perdón? Yo no era digno de ser perdonado ni de ninguna otra bendición, especialmente del amor de Dios. Pero aquellos hombres insistieron. Un día, mientras caminaba de regreso a mi celda después de la cena, un hombre me invitó a ir a uno los servicios más tarde esa noche. Finalmente accedí”.
Apenas Todd entró al salón experimentó un sobrecogedor sentimiento de calidez. Escribió: “Tuve la sensación de que Dios estaba allí y me invadió una gran paz, algo que no había sentido por un año y medio. Me senté al fondo del salón, y al escuchar al discursante, fue como si me estuviera hablando a mí únicamente, como si no hubiera nadie más que yo allí. El mensaje me llegó tan profundamente que empecé a sollozar y no pude contener las lágrimas. La oscuridad que había pesado sobre mis hombros ahora estaba siendo disipada. Nunca olvidaré cómo aquella noche se aligeró la carga que había llevado en el corazón”.
Cuando el servicio terminó, Todd salió del salón tan rápidamente como pudo antes de que nadie advirtiera que había estado llorando. Se apresuró hacia su unidad pero descubrió que el único lugar donde podía estar a solas era en el baño, y allí lloró por un buen rato. Todd escribió: “Comprendí que Dios podía perdonarme, y aun cuando yo no me consideraba digno de Su amor, Él igual me amaba”.
En las semanas posteriores, Todd asistió a las reuniones de la Iglesia en la prisión y habló con los voluntarios que las dirigían. Escribió: “El tan sólo saber que hay gente de afuera que está dispuesta a venir a enseñarnos —personas que toman tiempo para venir a una prisión llena de agresores sexuales— significa mucho para mí. No sólo comparten el amor de Dios y nos enseñan sobre la expiación de Cristo, sino que nos tratan como seres humanos, algo que normalmente no obtenemos aquí, donde somos apenas números y tratados como ganado. El saber que alguien piensa que somos dignos de ser salvos lo es todo para nosotros. La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días tanto ha salvado mi vida como la ha cambiado. Es posible que pase mucho tiempo hasta que se me permita oficialmente unirme a ella y ser bautizado, pero por el momento sé que es verdadera y por siempre le estaré agradecido desde el fondo de mi corazón”.
En la última página del Libro de Mormón, Moroni nos invita a todos a “[venir] a Cristo, y [perfeccionarnos] en él, y [abstenernos] de toda impiedad” (Moroni 10:32). Esa abstención rara vez se produce en un instante, pero sí puede acontecer lentamente con el paso del tiempo. Ya sea que nos estemos arrepintiendo de pecados o fortaleciendo debilidades, generalmente el proceso requiere tiempo. La rectitud no consiste en dar en el blanco en cada intento, sino que más bien es como practicar tiros. Ya sea que nuestras flechas den en el blanco o caigan lejos de él, la práctica diaria de la rectitud es lo que nos permite mejorar la puntería (véase Barbara Brown Taylor,Speaking of Sin, pág. 101).
El élder Neil L. Andersen escribió: “No se desanimen; si están esforzándose y tratando de arrepentirse, están en el proceso del arrepentimiento” (“Arrepentíos”). Mi amigo Todd comentó: “Uno de los voluntarios me dijo que cualquiera que se esté arrepintiendo, sin importar cuán malo haya sido, puede ser considerado ‘justo’, y cualquiera que se esté dando por vencido, no importa cuán bueno haya sido en el pasado, puede ser considerado ‘impío’; todo depende de la dirección en la que estemos yendo. Me alegra que ahora estoy dando pasos en la debida dirección”. Lentamente, Todd está experimentando un potente cambio.
LA PERFECCIONISTA
Cuando joven serví mi misión en Chile. Aprender a hablar español fue todo un proceso. No puedo recordar exactamente cómo se produjo la transición de “no hablarlo” a “hablarlo”, sólo sé que fue algo que se materializó de a poco, y aunque ahora puedo comunicarme sin problemas, no podría decir que hablo el español a la perfección. Mi vocabulario y grado de comprensión se expanden y encojen dependiendo de cuán a menudo practique. El aprender a hablar un idioma supone cometer muchos errores y aprender de ellos. Cuando me equivoco, no necesito tanto una crítica como una guía —alguien en quien yo confíe que pueda proporcionarme la debida clase de ayuda. El aprender a hablar un idioma no es nunca asunto de todo o nada, sino más bien de más o menos, y en todos los casos, de un día a la vez. Sé de personas que simplemente se rehúsan a hablar un nuevo idioma por temor de cometer errores, pero el perfeccionismo no es un lujo que se puedan dar quienes están aprendiendo a hablarlo. Tampoco es un lujo que se puedan dar quienes estén aprendiendo a ser rectos.
“Para un perfeccionista, cualquier crecimiento logrado mediante un esfuerzo genuino es eclipsado por la supuesta brecha que existe entre las expectativas y el rendimiento en sí. De hecho, el perfeccionismo no se centra primordialmente en la superación personal, sino en alcanzar algo completamente carente de defectos” (Alian D. Rau, “Be Ye Therefore Perfect”, pág. 38).
Una hermana a la que llamaré Marilyn, escribió: “Soy una perfeccionista a quien ya no le queda ninguna estima propia. La gente me dice que debo cambiar, pero eso me da algo más sobre lo cual sentirme mal —el no poder dejar de ser una perfeccionista”. Marilyn se preocupaba innecesariamente. Las expectativas y los plazos que se había autoimpuesto eran por demás irrazonables e inalcanzables. Ella escribió: “Mi esposo notó que yo estaba cayendo en un aterrador ciclo de autocrítica, desconfianza en mí misma, y condenación personal”.
La estima propia de Marilyn estaba tan ligada a un rendimiento sin fallas que ella veía cualquier cosa que no fuera perfecta como un fracaso total. “Mi esposo me decía que yo debía recurrir a Dios, al obispo o a un consejero profesional”, escribió, “pero yo veía el procurar ayuda como una admisión de debilidad, y no podía hacerlo”.
En cambio, Marilyn le decía a su esposo: “Lo que tengo que hacer es levantarme un poco más temprano y esforzarme más. Sé que puedo hacerlo; estoy segura”. En las reuniones de la Iglesia ella oía discursos o lecciones que se referían a la necesidad de orar, estudiar y servir, pero en vez de sentirse bien por el hecho de que ya estaba haciendo esas cosas, se sentía mal por no estar haciendo más. Marilyn escribió: “Pensaba que jamás podría hacer lo suficiente. Cada día era una batalla y me sentía agotada. Para alguien que estaba segura de poder hacerlo, no le estaba yendo muy bien”.
Robert L. Millet escribió: “No podemos hacerlo; no podemos lograrlo solos. No podemos elevarnos jalando de nuestras propias correas espirituales. No somos lo suficientemente brillantes ni poderosos para producir el gran cambio necesario a fin de ver y entrar en el reino de Dios. Las probabilidades de poder introducirnos a nosotros mismos por las puertas de la Jerusalén de los cielos son las mismas que poder operarnos a nosotros mismos de la vista” (Are We There Yet?págs. 27-28).
Una amiga invitó a Marilyn a asistir a un evento especial para mujeres de la Iglesia que se llevaba a cabo en una ciudad cercana. Después ella escribió: “Los mensajes de los oradores me llegaron muy profundo. Siempre sentí que yo debía hacer mi parte perfectamente para ser digna. Nunca había entendido que yo podía respaldarme en Cristo en mi imperfección y Él me ayudaría a ‘hacer mi parte’ y a progresar hacia la perfección. De pronto comprendí que ya no todo pesaba sobre mis hombros, y ya no me sentía sola”. Marilyn había estado intentando tener su casa inmaculada para recibir a Cristo como una visita especial en vez de también aceptarlo como un buen amigo que está dispuesto a entrar por la puerta del fondo para ayudarla con las tareas. El élder Glenn L. Pace testificó que Cristo “viene a ayudarnos aun —y tal vez especialmente— cuando estemos cayendo, algunas veces como resultado de nuestra propia imprudencia” (Spiritual Pleteaus, pág. xv).
Marilyn escribió: “No me había dado cuenta de que, a la vista de Dios, el esforzarnos en pos de una meta puede ser tan importante como alcanzarla”, y tenía razón. El élder Jeffrey R. Holland declaró: “En la Iglesia pedimos que la gente tenga fe, no que sea infalible” (However Long and Hard the Road, pág. 9). Cristo requiere un corazón quebrantado y un espíritu contrito (véase 2 Nefi 9:20), no un corazón perfecto y un espíritu sin fallas.
Marilyn dijo que ella solía decir bromeando: “Como para no ser perfecto Cristo; no llegó a la vejez, nunca tuvo que usar un control remoto ni reprogramar su teléfono celular”. Hablando en serio, ella sabía que jamás podría acusar a Jesús de no llegar a entender. Mediante la Expiación Él sintió toda inseguridad, frustración, ansiedad, presión y todo dolor relativo a la vida mortal, y ahora estaba pronto y dispuesto a ayudarla cuando ella sintiera esas emociones.
Alian D. Rau explicó: “Gran parte de la ansiedad y la depresión que rodea el perfeccionismo puede relacionarse con el no estar dispuestos a aceptar el hecho de que el crecimiento en la vida mortal requiere tiempo y se concreta mediante avances pequeños y progresivos” (“Be Ye Therefore Perfect”, pág. 42). Marilyn empezó a fijarse meras más realistas y a procurar la ayuda de los cielos y de otras personas. De a poco ella está experimentando un potente cambio.
EL ADICTO
Un hermano a quien llamaré Damon, escribió: “En mi infancia siempre me sentía avergonzado por no poder hacer las cosas bien. Continuamente cometía una y otra vez los mismos pecados morales. Suponía que el arrepentimiento requería que abandonara el pecado por completo, así que sentía estar fracasando. También pensaba que si me arrepentía y después volvía a cometer la misma falta, todos los pecados que me habían sido previamente perdonados pesarían nuevamente sobre mí. Eso quería decir que tenía que arrepentirme de todo, y ésa era una carga muy pesada. Es también muy difícil sobreponerse a las adicciones o a las acciones compulsivas pues resulta fácil tropezar aun cuando uno haya prometido que no lo hará más. Después de haber mirado pornografía por más de siete años, hace ya un año que me mantengo alejado de ella, pero es tremendamente difícil y constantemente tengo que luchar contra la tentación”.
Damon empezó a progresar cuando su obispo le sugirió que asistiera a un programa de rehabilitación de adicciones que era dirigido por una pareja de misioneros. “Tuve que hacer un esfuerzo increíble para asistir a aquella primera reunión”, escribió, “pero ese programa ha resultado ser extraordinario. Sabía que no podría lograr nada solo; ya lo había intentado por siete años”.
Después escribió: “Antes de empezar el programa de rehabilitación, cuando pensaba en cuánto me quedaba aún por hacer, me sentía abrumado, inútil, rechazado, despreciado e impuro. Sentía remordimiento y culpa por haber lastimado a tantas personas y por no haber sido más fuerte”. Cada vez que Damon caía, el dolor se hacía tan intenso que se juzgaba a sí mismo duramente y pensaba que no era digno de que nadie le escuchara o le prestara ayuda, y de que Dios le concediera cualquier tipo de gracia, perdón u oportunidades adicionales. Él dijo: “Llegué a la conclusión de que sólo merecía sentirme terriblemente en todo momento; que Dios me odiaba por no estar dispuesto a esforzarme más y a superar mi problema de una vez por todas. Me controlaba por una semana y a veces hasta por un mes, pero volvía a caer y pensaba que nunca llegaría a ser lo suficientemente bueno, y que por consiguiente no valía la pena seguir tratando. Entonces cedía a la tentación descontroladamente”.
En uno de esos momentos de desánimo, Damon le dijo a su obispo: “A lo mejor simplemente debería dejar de asistir a la Iglesia. ¡Quién soy yo para estar en un lugar tan espiritual y hablar de cosas espirituales mientras estoy pecando! Estoy cansado de ser un hipócrita”.
El obispo respondió: “Usted no es un hipócrita por tener un mal hábito del que está tratando de deshacerse. Sería un hipócrita si mintiera a los líderes sobre su hábito o si tratara de convencerse a usted mismo de que el problema es de la Iglesia por tener expectativas tan altas; eso es hipocresía. El ser sincero conmigo en cuanto a su problema y dar los pasos necesarios para superarlo no es ser hipócrita; es ser un discípulo”. Aquella era una perspectiva que le daba esperanza a Damon, y allí fue cuando el obispo le habló del programa de rehabilitación.
Damon escribió: “Mi obispo me ayudó a ver que Dios no estaba allá, sentado en Su trono, diciendo: ‘Damon volvió a fallar’. Él más bien decía: ‘Miren cuánto ha progresado Damon. Está confesando en vez de esconderse. Se está dando cuenta de la gravedad de su error en vez de banalizarlo; está haciéndose responsable en vez de justificarse’”. El obispo instó a Damon a dejar de bajar la vista avergonzado y a empezar a levantarla en busca de ayuda divina.
Los bebés lloran, eructan y vomitan en los momentos menos propicios, pero eso no hace que las mamás y los papás dejen de amarlos y atenderlos. Todo padre y madre saben que sus nitritos están aprendiendo y creciendo, y su amor por ellos es más intenso que el olor de los pañales sucios y los berrinches del pequeño. Por encima de esos momentos ingratos los padres ven el gran potencial de sus hijos. Dios debe sentirse del mismo modo. Damon escribió: “La única vez que me volví a Dios en el pasado fue para pedir perdón, pero ahora también le pido que me dé fuerzas. Nunca lo había hecho antes, pero ahora dedico bastante menos tiempo a conmiserarme de mí mismo por los fracasos del pasado y mucho más tiempo a centrarme en mis objetivos y éxitos; paso menos tiempo odiándome por las cosas que he hecho y más tiempo amando a Jesús por lo que Él ha hecho”.
Cuando Stephen R. Covey sirvió como presidente de misión, desafió a un desanimado misionero a levantarse en hora todas las mañanas por un mes. Como aquello pareció ser muy difícil, el presidente Covey redujo la meta a una semana. El misionero consideró que ahora la meta era alcanzable y se comprometió a intentarlo. El hermano Covey escribió: “Cuando hablamos de ello una semana después, el misionero me dijo que había cumplido con lo prometido y que se sentía maravillado con su logro. Lo felicité por su integridad y fijamos una nueva meta… Cada vez que alcanzaba un objetivo, yo lo felicitaba y lo animaba a proponerse uno más alto” (6 Events, pág. 253). En otra publicación el hermano Covey enseñó: “Al fijar y lograr compromisos, por más pequeños que sean, empezamos a desarrollar una integridad interior que nos dota del autocontrol, el valor y la fuerza que se requieren para aceptar mayor responsabilidad por nuestra propia vida. Cuando prometemos algo y lo cumplimos, ya sea para con nosotros mismos o para con otras personas, poco a poco, nuestro honor superará nuestros estados de ánimo caídos” (7 Habits, pág. 92).
Cuando uno de mis nietos asistía a la guardería de la Primaria, sus padres estaban desanimados porque el niño duraba poco tiempo allí antes de tener un colapso que hacía necesario que se lo llevaran. No obstante ello, todos los domingos sus padres volvían a llevarlo en un intento de ir alargando el tiempo de permanencia en ese lugar. Ellos se referían a aquello como “tratar de incrementar resistencia por la guardería”. Cada domingo la meta no era que el niño se quedara allí todo el tiempo, sino que lo hiciera por unos minutos más que la semana anterior. El gran día finalmente llegó cuando mi nieto permaneció en la guardería durante las dos horas, pero no sucedió rápidamente. Aun después de varias semanas de ajustarse a su nueva rutina, a veces se presentaban algunos reveses y sus padres debían recordarse a sí mismos que el niño había mejorado bastante con el transcurso del tiempo.
El élder D. Todd Christofferson aconsejó: “Al intentar solucionar algo muy grande, quizá tengamos que hacerlo en pequeños esfuerzos diarios. Hay casos en que apenas podremos conformarnos con un día —o a lo mejor con parte de un día— a la vez… El incorporar nuevos y saludables hábitos a nuestra forma de ser, o el superar malos hábitos o adicciones, muy a menudo requiere un esfuerzo hoy, seguido por otro mañana, y después otro al día siguiente, tal vez por muchos días, y hasta meses o años… Pero podemos hacerlo pues estamos en condiciones de recurrir a Dios… por la ayuda que necesitamos cada día” (“Recognizing God’s Hand”, pág. 20-21).
Ésa era la perspectiva en la que el obispo se había amparado al aconsejar a Damon. Teniendo en cuenta por cuánto tiempo Damon había batallado con su problema, era tanto inútil como poco realista apresurarse a decir “nunca más” o arbitrariamente fijar una norma que lo liberara de su conducta perniciosa por dos o tres meses y lo hiciera sentirse “digno” nuevamente. Lo que hicieron fue empezar con pequeñas metas de abstinencia junto a oración y estudio de las Escrituras a fin de que Damon pudiera ir creciendo sobre el fundamento de paulatinos éxitos en vez de seguir deteriorándose bajo los escombros de los repetidos fracasos. La meta de largo plazo era “nunca más”, pero por el momento, el logro de objetivos intermedios podría definir su dignidad al ir incrementando su “resistencia espiritual”.
C. S. Lewis ofreció este consejo: “La castidad perfecta — así como la caridad perfecta— no se obtendrá por medio de esfuerzos meramente humanos; uno debe pedir la ayuda de Dios. Y aun cuando así lo hayamos hecho, parecerá que por un largo período de tiempo esa ayuda no nos es concedida, o que se nos concede menos de la que necesitamos. Pero no importa. Tras cada caída, uno debe pedir perdón, ponerse de pie y volver a intentarlo. Bastante a menudo, la primera ayuda que nos brinda Dios no es la virtud en sí, sino el poder de siempre volver a tratar” (Mere Christianity,pág. 101)
El obispo de Damon dijo: “Comprendí que estábamos haciendo frente a un apetito tan potente como el hambre. Cuando Damon tropezó, traté de permanecer positivo y de no reaccionar exageradamente. Si un jovencito come un plato de cereales cuando se suponía que debía estar ayunando, yo no lo consideraría indigno. Más bien lo animaría a aprender de su error y le pediría que volviera a tratar. Ayunar —especialmente con un propósito— requiere años de aprendizaje, y también requiere paciencia y madurez. Nunca esperaría que niños, adolescentes y recientes conversos tuvieran éxito en su primer intento. Sé que es un proceso de aprendizaje, el cual se formalizará lentamente, con el paso del tiempo y con la ayuda de los cielos. Tuve que recordarme a mí mismo que los apetitos de Damon habrían de ser dominados de maneras similares”.
Dirigiéndose a los estudiantes de la Universidad Brigham Young, el Rector Cecil O. Samuelson les aconsejó que no confundieran dignidad con perfección. “Uno puede ser plenamente digno en lo que concierne al Evangelio”, les dijo, “y al mismo tiempo estar lidiando con algunas imperfecciones individuales… La dignidad es vital, pero no es lo mismo que la perfección… Puede que se refleje más en la dirección en la que están encaminados que en su destino final” (“Be Ye Therefore Perfect”, págs. 1,5).
Damon está transitando un camino largo y tortuoso, pero él es el primero en admitir que el progreso que ha experimentado hace que hayan valido la pena todos sus esfuerzos. Él escribió: “Darme por vencido equivaldría a rechazar la Expiación, mientras que seguir tratando es aceptarla. Al irme librando de las viejas cadenas del pecado, mi testimonio y mis experiencias espirituales crecen. Mi actitud ha mejorado y la gente a mi alrededor nota cuánto se me ha ablandado el corazón. Como adicto finalmente he comprendido que cada día que paso limpio es una victoria”. Lentamente Damon está experimentando un cambio potente.
Al entrar en esta escuela mortal, Dios nos dio una bendición de Padre. Nos bendijo con enemistad hacia el mal y nos dio la luz de Cristo. Sabiendo que muchos de Sus hijos harían a un lado esas bendiciones, Dios también prometió enviar un Salvador. Quienes escogen rechazarlo se transforman en esos hombres naturales —orgullosos e impenitentes— de los que se habla en las Escrituras. Aquellos que aceptan al Salvador llegan a ser como Él al experimentar Su potente cambio, por más tiempo que les lleve. La verdadera conversión no es instantánea; es continua, y requiere que a diario decidamos rechazar el camino que lleva a volvernos hombres naturales y en cambio escojamos aquel que nos lleva a ser santos. Implica mostrar el valor de permanecer en el sendero y jamás darnos por vencidos. Hay veces que el verdadero valor es, como el presidente Thomas S. Monson declara, “esa vocecita suave que, al final del día, dice: ‘Mañana volveré a intentarlo”’ (“Vivamos la vida abundante”).
























