La Continua Conversión

Capítulo 4
La Aplicación de la Expiación

Aplicamos la Expiación cuando hacemos convenios al bautizarnos y al renovarlos domingo tras domingo y debilidad tras debilidad.


Por qué bautizan a gente muerta?”. Esa misma pregunta que me hizo en una ocasión una mujer, era la que muchas personas hacían a Santos de los Últimos Días conocidos.

Yo le expliqué: “Nuestra intención no es convertir a todo el mundo en mormones. Los bautismos que llevamos a cabo en los templos es algo así como un obsequio que ofrecemos a quienes han pasado de esta vida. Cada persona tiene la más absoluta libertad de aceptar o rechazar ese obsequio; nadie es forzado a hacer nada”.

El semblante de la mujer se suavizó, así que continué, “Si un amigo judío me diera una menorá, o un amigo musulmán me regalara un tapete para orar, ¿debería sentirme ofendido?”.

“Pienso que no”, respondió. “Esos obsequios tienen un valor especial para esas personas”.

Le aseguré que me sentiría honrado de recibir algo tan significativo. “Los bautismos por los muertos tienen el mismo valor para nosotros; es algo sagrado, y los ofrecemos como un obsequio especial a quienes han fallecido”.

La mujer quedó satisfecha con mi explicación, pues parece que la ayudó a entender mejor la obra vicaria que miembros de la Iglesia realizan en favor de los muertos. Del mismo modo, esta perspectiva puede ayudarnos a valorar más la obra vicaria efectuada por Cristo. Sin tal compresión, algunas personas podrían ver la Expiación del mismo modo que aquella mujer, al principio, vio los bautismos por los muertos. Tal vez la consideren un vano intento de parte de Cristo de engatusar a Sus seguidores y forzar Su religión en todo el género humano. Después de todo, quizá se armen del argumento que ellos nunca dieron permiso a Cristo para efectuar la Expiación en su favor. ¿Le pidieron acaso que tomara sobre Sí sus pecados y sufriera por ellos? ¿Lo autorizaron a sentir Sus dolores de un modo tan personal e individual? ¿Podría eso considerarse usurpación de identidad y violación de privacidad? Todo parecería indicar que esas personas cuentan con fundamentos para plantear una demanda. Resulta irónico que el mismo Cristo tuviera necesidad de estar cubierto por una “estipulación de buen samaritano” como las que se emplean para proteger a las personas que acuden a socorrer a otras. Cuán irónico pensar que Cristo, quien se ofreció para servir a todos, causara enojo en ciertas personas por haber violado su derecho de morir. ¡Cuán miope puede llegar a ser la gente! La Expiación no fue hecha contra nosotros, sino en favor de nosotros.

Un día toda rodilla se doblará y toda lengua confesará que Jesús es el Cristo (véase Romanos 14:11; Mosíah 27:31), y la mayoría de la gente no sentirá más que agradecimiento por Su incomparable don de la Expiación. La Resurrección es otorgada incondicionalmente, recibiéndola inclusive aquellos que hayan endurecido su corazón al grado de rechazarla si se les ofreciera la oportunidad de hacerlo. No obstante ello, la oportunidad de arrepentimos queda supeditada a nuestra elección por la misma razón que Adán y Eva tuvieron que caer por elección propia, ya que potencial = oportunidad + deseo, (estoy endeudado con Lance Kaczorowski por esta ecuación). Vivir para siempre es una cosa, mientras que vivir como Dios es otra. No es suficiente con que se nos abra la puerta si no tenemos el deseo de entrar por ella. Ni siquiera las luces más brillantes podrán guiar a las personas que rotundamente se niegan a mirar.

La Expiación asegura que todos sobreviviremos la vida mortal, pero el progreso es optativo. Cristo no nos fuerza a progresar, ni puede cambiamos en contra de nuestra voluntad; tenemos el derecho de aceptar o rechazar lo que Él nos ofrece. Está en cada uno reconocerlo y aceptarlo o ridiculizarlo y despreciarlo, pero no podemos culpar a Cristo por darnos la oportunidad de alcanzar nuestro potencial. La Expiación es el don más abnegado y personal que jamás haya provenido del dador de toda buena dádiva (véase Romanos 5:15: 1 Corintios 2:12).

Pero “¿en qué se beneficia el hombre a quien se le confiere un don si no lo recibe?” (D. y C. 88:33). Cualquier persona que alguna vez haya hecho un obsequio de bodas o de cumpleaños, sabe que la mejor forma de averiguar si el regalo fue bien recibido y valorado es si se le usa. (Quizás ahora nos sintamos mal al pensar en el pastel que nos trajo una tía y que echamos a la basura sin tocarlo, o el suéter que nos tejió la abuela y que está colgando de una percha desde el día en que nos lo dio).

En lo que concierne al bautismo por los muertos, los Santos de los Últimos Días sabremos en una ocasión futura quién dio valor a nuestras ofrendas al ver quiénes las aceptaron y las pusieron en uso. Del mismo modo, Cristo sabe quién realmente valora Su sacrificio al ver quién lo aplica en su vida.

“Pero hermano Wilcox”, preguntó un adolescente, “¿qué significa aplicar la Expiación? Siempre oigo el mismo consejo —acepta la Expiación, úsala, saca provecho de ella, no la eches a perder— pero no entiendo cómo puedo hacerlo. ¿Cómo aplico la Expiación?”.

¿Es la Expiación como una barra de jabón que usamos cuando nos ensuciamos? ¿Es como un borrador que empleamos cuando tenemos que empezar de nuevo? ¿Es cual una mantita protectora que utilizamos cuando nos sentimos maltratados, apenados o solos? ¿Es como un yeso que usamos para sanar un hueso roto? ¿O es como una escalera que empleamos para salir de un hoyo o un puente que usamos para cruzar un barranco? He oído todas estas analogías, pero ¿llegan a explicar plenamente la Expiación?

En las anteriores comparaciones, la Expiación es representada como una herramienta útil, pero no completamente esencial. Podemos arreglárnoslas sin un yeso o una manta protectora. Hasta podríamos prescindir del jabón (si no me creen, pregúntenle a un joven diácono). Estas analogías también dan la impresión de que la parte que le correspondía a Cristo en la Expiación ya fue realizada y ahora el resto está en nosotros: Él bajó la escalera al fondo del hoyo y ahora nosotros tenemos que empezar a subir. Él tendió el puente y nosotros tenemos que cruzarlo. Pero, ¿quién nos ayuda a subir y a cruzar si no es el Señor?

Todas estas metáforas tienen objetivos supuestos, pero ¿realmente queremos volver a ser como éramos en el lugar donde estábamos? Si la meta final es sólo estar limpios, volver a empezar, ser sanados y volver a casa, entonces ¿para qué escogimos venir a esta vida mortal, sabiendo perfectamente que nos ensuciaríamos, que a menudo fallaríamos, que nos fracturaríamos y nos perderíamos? Ciertamente tuvo que haber algo más que nos motivó a inscribirnos en esta escuela terrenal que el emprender el regreso a casa cuando suena la campana. Vinimos porque tuvimos fe de que por medio de la Expiación cada lección que aprenderíamos nos haría mejores, más fuertes y más sabios. Entonces, la Expiación no es apenas una herramienta útil, sino que es una necesidad absoluta. Cristo no se limita a abrir la puerta de la oportunidad, sino que nos extiende Su mano para ayudarnos a entrar por ella.

Ninguna analogía es perfecta, pero una que me hizo entender mejor fue la que escuché de mi hermano Roger. En una reunión familiar de Nochebuena, se le había pedido a Roger que compartiera un pensamiento espiritual. Habló de un juguete favorito que había recibido cuando era un niño, un camión de bomberos rojo con luces y sirena, que funcionaba a batería. A Roger le encantaba el camión y jugaba con él continuamente hasta que se le descargó la batería y dejó de funcionar. Roger dijo que la Expiación de Jesucristo se parecía mucho a aquella batería, pues sin ella el camión de bomberos no funcionaba. Las luces y la sirena dependían totalmente de la batería, sin ella el juguete seguía estando allí, pero con ella era mucho mejor.

La Expiación es nuestra máxima e inagotable fuente de poder. El presidente Boyd K. Packer testificó de ella como “un poder en constante vigencia al que podemos recurrir a diario” (“El toque de la mano del Maestro”). Abinadí enseñó que Dios dio “al Hijo poder para interceder por los hijos de los hombres” (Mosíah 15:8), y Helamán añadió: “[Cristo] ha recibido poder, que le ha sido dado del Padre, para redimir” (Helamán 5:11). El mismo Jesús dijo: “Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra” (Mateo 28:18). La Expiación concede el poder de conocer, el poder de hacer y el poder de ser.

EE PODER DE CONOCER

En uno de los costados del Edificio Heber J. Grant, en el campus de la Universidad Brigham Young, hay una inscripción que dice: “El conocimiento es poder”. José Smith enseñó: “El conocimiento disipa las tinieblas, así como la incertidumbre y la duda, porque éstas no pueden existir donde hay conocimiento… En el conocimiento hay poder” (Enseñanzas, pág. 349).

Se cuenta la historia de un esclavo en una plantación del sur de los Estados Unidos en los años 1700 a quien se le requería trabajar desde la salida hasta la puesta del sol, seis días por semana. Cuando el amo de la plantación necesitaba que se hiciera algún trabajo adicional, le ofrecía pagarle al esclavo unas pocas monedas si estaba dispuesto a trabajar en su día libre. El esclavo siempre aceptaba dichas oportunidades de buena gana pues tenía planes secretos de ahorrar dinero para comprar su libertad. Había oído hablar de un hombre libre a quien se le podía pagar para falsificar documentos de puesta en libertad. Cuando finalmente había ahorrado lo suficiente, obtuvo el documento falsificado y escapó, pero poco después sucedió lo inevitable: alguien pidió ver sus papeles. Presentó el documento lleno de confianza pero se sorprendió cuando fue arrestado de inmediato y llevado de vuelta a la plantación. Puesto que no podía leer, no tenía ni idea de que le había pagado a un falsificador que no sabía escribir. Las monedas que había ganado mediante grandes esfuerzos no le habían comprado otra cosa que una hoja llena de garabatos.

El conocimiento siempre ha marcado de muchas maneras la diferencia entre la esclavitud y la libertad. Jesús enseñó: “Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (Juan 8:32). Nuestro conocimiento del evangelio restaurado de Jesucristo nos libera de las falsas doctrinas y de las antiguas tradiciones religiosas carentes de significado. El conocimiento que tenemos de Dios, tanto de Sus atributos como de Su relación con nosotros, nos permite descubrir nuestra verdadera identidad. Nuestro conocimiento de Su plan nos abre ventanas a fin de poder ver claramente de dónde venimos, para qué estamos aquí, y hacia dónde vamos. Si somos sabios, viviremos de un modo diferente debido al conocimiento que poseemos.

Una vez vi una de esas calcomanías que se pegan en los paragolpes de automóviles, la cual decía: “Lo más probable es que Dios no exista, así que deje de preocuparse y disfrute la vida”. ¿Y eso? ¡Como si Dios y Sus mandamientos estuvieran agobiándome y no me permitieran disfrutar la vida! Sentí el deseo de crear mi propia calcomanía que dijese: “Puesto que sé que hay un Dios, ¡PUEDO dejar de preocuparme y disfrutar la vida!”.

Mi hijo Russell sirvió su misión en España. Con uno de sus compañeros le enseñaron a un hombre que, al igual que muchos en el mundo, decía no creer en Dios. Los élderes le explicaron que si estudiaba detenidamente el Libro de Mormón tal vez cambiaría de manera de pensar, a lo cual el hombre les dijo: “No pueden probar que Dios existe”.

Russell respondió: “Y usted no puede probar lo contrario”. “No lo haría aunque pudiera”, dijo el hombre. “Ustedes se ven tan felices con lo que creen que no querría arruinarles la vida”.

Russell le dijo: “Me alegra que usted reconozca que somos felices, pero eso es como resultado del conocimiento y no de la ignorancia. Yo no soy feliz por vivir en un mundo de fantasías que yo mismo he creado, aislado de las realidades de la vida. ¡De ninguna manera! La felicidad que usted ve se debe a conocer la verdad y a vivir de acuerdo con ese conocimiento. Yo sé que Dios es real y que me ama, y usted también puede saberlo. No es necesario que nos hagamos ilusiones o que crucemos los dedos; podemos saberlo”.

Mi hijo tenía razón. En esta vida se nos requiere tener fe, pero la fe lleva a ciertos tipos de conocimiento. El Señor declaró: “Es imposible que el hombre se salve en la ignorancia” (D. y C. 131:6), y “si en esta vida una persona adquiere más conocimiento e inteligencia que otra, por medio de su diligencia y obediencia, hasta ese grado le llevará la ventaja en el mundo venidero” (D. y C. 130:19). Podemos ganar conocimiento mediante nuestra propia experiencia, a través del estudio, y por medio de la revelación personal, en cuanto a que “hay un Dios, y también que Cristo vendrá” (Alma 30:39).

Muchas personas en el mundo dicen que la fe denota debilidad —un justificativo en quienes son demasiado débiles para enfrentar la desolación de la vida. Tales personas sostienen que Dios no es más que un mecanismo de defensa creado por el hombre, y se refieren a la religión como una colección de fábulas y mitos destinados a hacer sentir bien a la gente. Ninguna de tales opiniones podría jamás convencerme puesto que no hallo evidencia en la vida de quienes las plantean de que cualquier persona se sienta mejor sin tener fe de lo que yo me siento teniéndola.

El escoger tener fe requiere fortaleza, no debilidad. El sendero que lleva a Dios es cuesta arriba, es el camino de la incredulidad el que siempre va hacia abajo. En mi experiencia personal, los débiles son los que rechazan a Dios —demasiado débiles para aceptar las responsabilidades que conlleva el conocimiento. A veces son “nuestros propios pecados y debilidades, y la traición a todo lo bueno que hay en nosotros” lo que nos lleva a dudar (Truman G. Maden, Joseph Smith the Prophet, pág. 16).

La verdadera fe en Dios no sólo requiere fortaleza, sino que también es la fuente de ella (véase Zacarías 10:12; 12:5). Una madre y un padre miembros de la Iglesia reunieron a su familia alrededor de uno de sus hijos que estaba en el hospital muriendo de leucemia. Sus hermanos derramaron lágrimas al despedirse de él. Después de que el padre le dio a su hijo una bendición del sacerdocio, la familia oró y en voz baja entonó himnos de la Primaria hasta que el muchacho se marchó. Más tarde ese día una de las enfermeras se acercó a la madre y le dijo: “No quiero sonar entrometida en estos momentos de pesar, pero su familia me conmovió mucho hoy, y quisiera preguntar ¿qué es lo que ustedes saben que yo no sé?”.

Yo viví una experiencia similar cuando asistí al velorio de un amigo cuyo prematuro fallecimiento tomó a todos por sorpresa. Él y su esposa eran fieles miembros de la Iglesia y a sus convenios. Algunos de sus hijos habían seguido el ejemplo de sus padres mientras que otros no. Aquellos que se habían apartado de la Iglesia ridiculizaban continuamente sus enseñanzas y cultura. En su mundo fabricado de verdades relativas y ética selectiva, ellos decían ser felices y sentirse libres. Aunque sus vidas estaban colmadas de conflicto y adicción, se rehusaban a verlo como una consecuencia directa de sus malas decisiones; apenas lo veían como mala suerte.

Ante el fallecimiento de su padre, la familia sintió el profundo pesar de su pérdida. Quienes estaban activos en la Iglesia hallaron paz y seguridad en el conocimiento de que el espíritu de su padre aún vivía, que habría de resucitar, y que en razón de haber sido sellados en el templo, vivirían con él para siempre. Claro que derramaron lágrimas, pero también sintieron el consuelo del Espíritu. Amorosamente saludaron a amigos y familiares que habían ido a expresarles sus condolencias. Los hijos a quienes la Iglesia “les quedaba pequeña” se sentían devastados. No saludaron a nadie y permanecieron en un costado de la sala cabizbajos y sollozando con profundo pesar. Finalmente, uno de ellos le dijo a un amigo: “Larguémonos de aquí. Vayamos a algún lugar donde pueda emborracharme y olvidar todo esto”.

La muerte inesperada de ese padre había lanzado a la familia entera por un abismo. Quienes tenían fe sabían que los aguardaba una red de seguridad, mientras que los otros seguían cayendo. Los que tenían fe buscaban al Salvador, mientras que los otros buscaban una forma de escapar. Aquellos con fe conocían el plan de Dios; los otros preguntaban con amargura: “Si acaso hay un Dios, ¿por qué permitió que nuestro padre muriese?”. Los que tenían fe sabían que serían consolados, mientras que los demás se sentían desahuciados. La expiación de Cristo era una dádiva ofrecida a todos ellos, pero algunos la aplicaron y otros no.

Aplicamos la Expiación al poner en práctica el primer principio del Evangelio. Aquellos que incondicionalmente manifiestan fe en el Señor reciben Su poder (véase Moroni 7:33). La fe nos otorga el poder de conocer, y el conocimiento nos permite superar cualquier adversidad.

EL PODER DE HACER

El poder de la Expiación no se limita a tener conocimiento, sino que la Expiación también ofrece el poder de hacer. El élder David A. Bednar escribió: “En última instancia, el Salvador no sólo está interesado en lo que sabemos sino en… cómo aplicamos lo que sabemos a causas justas”(Increase in Learning, pág. 74). El apóstol Juan escribió: “El que vive conforme a la verdad viene a la luz” (Juan 3:21). La Expiación nos da el poder de vivir la verdad, y cuando fallamos, nos da el poder de volver a tratar. La fe con suficiente intensidad siempre conducirá al arrepentimiento. Aplicamos la Expiación cuando tenemos “fe para arrepentimiento” (Alma 34:15). El rey Benjamín declaró: “… creed que debéis arrepentiros de vuestros pecados, y abandonarlos, y humillaros ante Dios, y pedid con sinceridad de corazón que él os perdone; y ahora bien, si creéis todas estas cosas, mirad que las hagáis” (Mosíah 4:10).

Una vez quedé perplejo al leer un artículo sobre un hombre que fue a consultar a un sicólogo pues estaba deprimido y detestaba su vida. El sicólogo lo escuchó y después le dijo que lo que debía hacer era cambiar. En vez de poner en práctica el consejo del profesional, el hombre procuró los servicios de un abogado y le planteó una demanda al sicólogo. ¡Cómo se atrevería nadie a decirle que necesitaba cambiar!

Tal vez el hombre deprimido y su abogado no deberían conformarse con demandar al sicólogo, bien podrían agregar a Cristo a su lista, puesto que Jesús no corrió a ayudarnos a aprender cómo aceptarnos tal como somos. Él no expió por nosotros a fin de que no nos sintiéramos tan mal en cuanto a nuestros pecados, sino que les declaró la guerra: “Preparaos para la guerra… Haced espadas de vuestras rejas de arado, lanzas de vuestras hoces; diga el débil: Fuerte soy” (Joel 3:9-10). Puede parecer tan imposible ver a las debilidades transformarse en fuerzas como transformar rejas de arado y hoces en armas de guerra. Sin embargo, Cristo ha dicho: “… basta mi gracia a todos los hombres que se humillan ante mí, y tienen fe en mí, entonces haré que las cosas débiles sean fuertes para ellos” (Éter 12:27).

La primera vez que mi hija Whitney entró al templo, se percató de un detalle al que yo nunca había prestado atención. “Papá”, me dijo, “todo tiene que ver con cambiar. Nos cambiamos de ropa antes de la sesión y después cambiamos de salón”. Ciertamente en el templo se nos enseña sobre los cambios hechos posibles por la expiación de Cristo —no apenas el cambio de salones, sino de la tierra al cielo; no sólo de ropa, sino de un cambio interior. Clifford P. Jones ha explorado la idea de que tal vez el “grande y maravilloso cambio” (3 Nefi 11:1) de que se habló en el templo de Abundancia previo a que el Salvador se apareciera ante los antiguos nefitas, fue el cambio hecho posible a través de la Expiación en vez del cambio visto en la tierra (véase “The Great and Marvelous Change”, pág. 50). Si tal fuera el caso, las palabras, grande y maravilloso cambio, de hecho serían sinónimos de la Expiación.

Poco después de regresar de su misión, un joven cayó rápidamente. Sus malas decisiones lo llevaron de regreso a malos hábitos que él no sintió poder abandonar. Su presidente de misión lo ubicó y le preguntó por qué razón había dejado de asistir a la iglesia. El joven le dijo: “Presidente, sencillamente no puedo encontrar la manera de reconciliar mi estilo de vida con las enseñanzas de la Iglesia”.

“Del mismo modo que siempre lo han hecho los seguidores de Cristo; por medio del arrepentimiento”, contestó su presidente de misión.

Al ex misionero no le gustó ese mensaje; a muy pocas personas jamás les gusta. Por esa razón es que los profetas de las Escrituras se pasaban la vida esquivando flechas, piedras, puños y otras cosas peores. Pero, como lo enseñó el élder Neil L. Andersen: “La invitación a arrepentimos rara vez es una reprimenda; es más bien una petición amorosa de que nos demos vuelta y de que nos volvamos nuevamente hacia Dios. Es el llamado de un Padre amoroso y de Su Hijo Unigénito a que seamos más de lo que somos, que alcancemos un nivel de vida mejor, que cambiemos…” (“Arrepentios”).

La palabra hebrea para arrepentimiento, nocham, significa pesar. Sin embargo, Robert L. Millet indicó que una palabra traducida como arrepentios en el Antiguo Testamento es isashuv, lo cual significa “volverse” o “volver”. Cuando nos arrepentimos, sentimos pesar por lo que hemos hecho y nos volvemos del pecado y volvemos a nuestros convenios. En el Nuevo Testamento la palabra griega equivalente a arrepentimiento es metanoia, que quiere decir “encontrar una nueva manera de ver las cosas” o “cambiar de parecer”. Es así que el arrepentimiento es más que apenas un cambio de dirección, también requiere un cambio total de perspectiva, de nuestra manera de pensar y aún de nuestro modo de ser (véase Are We There Yet? págs. 61-62).

En una oportunidad asistí a una excelente conferencia para la juventud en Bloomfield Hills, Michigan. Los jóvenes tomaron parte en proyectos de servicio, en talleres y en otras actividades muy divertidas, entre ellas un baile. Hasta participaron en una cena de etiqueta donde aprendieron a mostrar buenos modales en ocasiones formales.

Cuando llegamos a la conferencia a cada uno se nos dio una camiseta para usar durante las actividades de servicio en la comunidad. El diseño de las camisetas era un sol radiante en blanco y negro alrededor del cual estaba escrito el tema de la conferencia, “Cambiados por el Hijo”. (En inglés, sol es sun, e hijo es son). Al principio pensé que se trataba de un tema muy interesante con un juego de palabras bastante ingenioso, pero adquirió un significado totalmente distinto en el momento mismo en que salimos del edificio y nos encontramos bajo la luz del sol. Las camisetas se transformaron. Como por arte de magia, el diseño en blanco y negro se volvió un resplandeciente logotipo multicolor con brillantes tonos de amarillo, rojo, azul y púrpura.

El don que Cristo nos ha dado es el poder de arrepentir-nos y cambiar. “Obtenemos ese poder mediante los convenios que hacemos con Él… Concertamos un convenio mediante las ordenanzas del sacerdocio” (D. Todd Christofferson, “El poder de los convenios”). Si comparáramos nuestro camino hacia la perfección con un largo viaje en automóvil, el hacer y renovar convenios equivaldría a detenernos de vez en cuando para can gar el tanque con gasolina. Nosotros prometemos seguir nuestro trayecto y Dios promete llenarnos el tanque. Por otro lado, “la fuerza de voluntad” es seguir adelante por nuestra cuenta sin pensar siquiera en cargar gasolina. No debería llamarnos la atención, entonces, el que nunca llegáramos demasiado lejos.

Un estudiante universitario dijo: “No me cabe ninguna duda de que la Expiación está a mi disposición si la necesito, pero mi meta es nunca tener que usarla”. Eso es como decir: “Yo sé perfectamente bien que puedo parar en una gasolinera si es necesario, pero mi meta es nunca tener que hacerlo”.

Uno de mis alumnos en la clase de preparación misional que enseño, demostró entender esto de un modo más completo: “El arrepentimiento no es un castigo por haber pecado, ni los convenios bautismales son un pago por la salvación. Éstas son oportunidades que tenemos de formar un equipo con Cristo e ir progresando en la debida dirección”. Otro alumno dijo: “Gracias a los convenios que hice estoy esforzándome con Cristo para lograr nuestras metas, en vez de tener como meta ir hacia Cristo”. El élder Bruce C. Hafen escribió que se siente apenado por las personas que piensan que “deben ‘lograrlo’ por su cuenta. La verdad no es que debemos lograrlo por nuestra cuenta, sino que Él nos cuenta entre los Suyos” (The Broken Heart, pág. 20).

El mensaje del Libro de Mormón no tiene como fin solamente invitar a todos a venir a Cristo, sino a venir a Él por medio de convenios (véase 1 Nefi 15:14; Joseph Fielding McConkie. “Becoming Master Teachers”, págs. 151-152). Aun cuando la ordenanza del “bautismo… para remisión de pecados” (Marcos 1:4) es esencial, “el Libro de Mormón repetidamente se refiere a un simbolismo diferente: el de hacer un convenio” (Noel B. Reynolds, “Understanding Christian Baptism”, pág. 7). A menudo se definen los convenios como promesas mutuas entre Dios y el hombre, pero Truman G. Madsen y su esposa Ann escribieron: “El guardar convenios no es un frió acuerdo de negocios sino una relación cálida” (The Temple, pág. 69). Uno de los nombres dados a Cristo es Emanuel, que quiere decir “Dios con nosotros” (Mateo 1:23). Teniendo esto presente, un convenio no es apenas algo; es una relación con alguien.

En el mandamiento “Sed, pues, vosotros perfectos” (Mateo 5:48), la palabra griega que fue traducida como perfectos es teleios, que significa “completos”. Somos completos al ponernos en las manos del “perfeccionador de [nuestra] fe” (Moroni 6:4)-Al hacer convenios con Cristo, Él se ofrece para ser “nuestro tierno tutor” (Spencer W. Kimball, “Let Us Move Forward”, pág. 82). “El Salvador es más que un modelo; Él también está dispuesto a ser nuestro mentor. Un mentor es un modelo con quien tenemos una relación… Un mentor es alguien que vela por nosotros, que muestra interés personal en nuestro crecimiento y desarrollo, y nos defiende” (Stephen R. Covey, 6 Events, pág. 102). A modo personal, estas estrofas dan un nuevo significado a uno de mis himnos predilectos:

Jehová, sé nuestro guía al lugar de promisión.
Siendo débiles, confiamos en tu mano y tu don.
(Himnos, N°39)

Hacemos convenios al bautizarnos y se extienden manos al conferirnos el don del Espíritu Santo para ayudarnos. Hacemos convenios en el templo y se extienden manos para enseñarnos que Cristo está dispuesto a instruirnos.

En el sueño de Lehi, los únicos que llegaron al árbol de la vida fueron quienes se sujetaron a la barra de hierro, “la palabra de Dios” (1 Nefi 11:25), o sea, las Escrituras. Pero cuando leo este pasaje, pienso también en el Hijo de Dios, y comparo el asirnos de la barra de hierro a tomarnos del brazo de Jesucristo, porque ése es el único modo en que podemos llegar al Padre, sujetándonos del brazo del Salvador y amparándonos en Su fortaleza (véase Filipenses 4:13).

El Salmo 73 nos habla de un fiel israelita que se quejó de que a pesar de todo cuanto había hecho, había sido azotado y castigado. Pero tras entrar en el santuario de Dios, él entendió (versículo 17) y oró, “Con todo, yo siempre he estado contigo; me tomaste de la mano derecha” (versículo 23). El Salvador también prometió: “… yo, Jehová, soy tu Dios, quien te sostiene de la mano derecha” (Isaías 41:13). En los momentos en que nos sentimos como si cayéramos de la gracia, es precisamente la gracia lo que nos atrapa. Debido a nuestra relación de convenio con Cristo, sentimos “el consolador apretón de la mano de Dios” (Gerald N. Lund, The Corning of the Lord,pág. 4) y sabemos que Él nos sostiene con la misma firmeza de “un clavo en un lugar seguro” (Isaías 22:23).

Cristo es la vid; yo soy el pámpano. Él ha dicho: “sin mí nada podéis hacer” (Juan 15:5). Él no necesita leer mi curriculum vitae; Él ya sabe lo que he hecho porque Él mismo me ayudó a hacerlo. No me ayudará a entrar en los cielos el hacer una lista de mis logros, sino el sentirme totalmente dependiente de los Suyos; no el tratar de impresionarlo con mis sacrificios, sino permitir que Su sacrificio haya dejado una profunda impresión en mí; no el hacer alarde de mis buenas acciones, sino proclamar las de Él (véase Filipenses 2:13).

Entonces, ¿cómo llego a los cielos?, de Su mano. Prestemos atención a parte del texto en las estrofas tres y cuatro de un himno escrito por el presidente Joseph Fielding Smith, titulado “Does the Journey Seem Long?” (¿Nos parece largo el viaje?)

Estrofa 3:
Elevad la mirada con gozo
y tomaos de Su mano;
El os llevará a nuevas cumbres

Estrofa 4:
Tomad Su mano y con Él entrad.
(Flymns, N° 127; traducción libre)

Cecil O. Samuelson, el Rector de la Universidad Brigham Young, declaró a los estudiantes de dicha institución: “Debido a la necesidad de albedrío y elección, somos nosotros individualmente quienes debemos asirnos, figurada y literalmente, de la mano extendida; esa mano que llamamos gracia” (“Be Ye Therefore Perfect”, pág. 4).

Brent L. Top enseñó: “el tomarnos de Su mano y el permitirle que nos levante, no sucede automática ni súbitamente. Se trata de una destreza espiritual que se aprende y se vuelve a aprender, y después se le debe aplicar en forma continua” (When You Can’t Do It Alone, pág. 12). Aplicamos la Expiación cundo hacemos convenios al bautizarnos y al renovarlos domingo tras domingo y debilidad tras debilidad. Tal como lo dijo Elaine S. Dalton: “Nuestros convenios no sólo nos definen, sino que nos refinan” (Return to Virtue, pág. 87).

EL PODER DE SER

“Cuando tenemos conocimiento… y cuando hacemos lo que conocemos… entonces llegamos a ser lo que Dios nos invita a llegar a ser” (Dallin H. Oaks, Life’s Lessons Leamed, pág. 158). La Expiación es “el poder que nos permite forjar el carácter” (Sterling W. Sill, Principies, Promises, and Powers, pág. 26).

“¿Dónde nos encontraríamos sin el Evangelio y sin las expectativas que de él nacen? ¿Dónde estaríamos sin nuestro Padre Celestial y Jesús y sin la sublime gracia que Ellos extienden? Cuando hago estas preguntas a jóvenes, muchos responden sobre la base de creencias y conductas. Dicen cosas tales como: “No tendría conocimiento de José Smith ni del Libro de Mormón”, o “Fumaría, bebería y tendría sexo”. Algunos hablan de ser y llegar a ser: “Sería una persona completamente distinta”, o “Jamás podría ser plenamente feliz”. Aunque las respuestas varían de acuerdo con las personas, hay una que todos podemos dar: Sin el Salvador no seríamos cambiados. Su gracia no solamente nos corrige, también nos dota; no sólo nos limpia y nos consuela, también nos transforma —y no apenas de un modo estrecho como de fumador a no fumador, de bebedor a no bebedor, sino de impío a sagrado, de justificado a santificado, de humano a divino.

Un jovencito a quien llamaré Mike creció con un padre dictatorial a quien sentía que jamás podría complacer. Su padre tenía poca educación y no llegaba a entender el apego que Mike sentía hacia los libros y el conocimiento. Al muchacho continuamente se le comparaba con sus hermanos, y siempre se quedaba corto. Sus hermanos eran “más atléticos”, “más trabajadores” y “más recios”. Nada de lo que Mike hacía parecía ser suficiente para su padre, y para empeorar las cosas, el hombre tenía un temperamento fuerte y cualquier desacuerdo generalmente terminaba en una golpiza.

Con el tiempo, Mike sirvió en las fuerzas armadas, donde conoció a muchos hombres como su padre con problemas para controlar su temperamento. El joven más tarde fue a una misión y vio el cambio que tenían los investigadores al entrar en la Iglesia. Con la ayuda del Señor, esas personas conquistaron malos hábitos y ciclos negativos de conducta compulsiva a lo largo de toda la vida, lo cual ayudó a Mike a comprender que él no estaba destinado a repetir los errores de su padre. Después de la misión Mike se casó en el templo, continuó con su educación, y permaneció fiel en la Iglesia. Al empezar con su esposa a tener hijos, Mike concluyó que el provenir de un hogar disfuncional no quería decir que él tuviera que ser también disfuncional, sino que podía volverse al Salvador y ser mejor.

No resultó fácil, pero Mike fue sensible a los sentimientos de sus hijos. Aceptó las cosas que los hacían diferentes y no los comparaba entre sí. Reconocía su buen comportamiento, y cuando uno de sus hijos no se comportaba debidamente, le hablaba a él a solas en vez de explotar frente a todos como solía hacerlo su padre. Al recordar cuánto había ansiado recibir aprobación y afecto cuando era niño, abrazaba y besaba a sus hijos todos los días y los alentaba asistiendo tanto a conciertos de música como a competencias deportivas.

Ahora, tras haber transcurrido muchos años, hijos, nietos y bisnietos están agradecidos a Mike por haber hecho que el ciclo de conducta negativa se interrumpiera con él. Todos cuantos se han visto bendecidos por el ejemplo de Mike sienten gratitud porque él escogió aplicar el poder de la expiación del Salvador hasta que Cristo fue formado en él (véase Gálatas 4:19).

En ocasiones he visto a un hombre caminar por el campus de la Universidad Brigham Young cargando una enorme cruz con la leyenda, “Salvo por la gracia”. El hombre parece pensar que los Santos de los Últimos Días no llegamos a captar ese mensaje. Por el contrario, ya reconocemos y aceptamos que somos salvos sólo por la gracia. Sin embargo, también reconocemos que el ser salvos por la gracia es solamente parte del propósito de la cruz de Cristo. El Señor vino a salvarnos tendiendo un puente sobre el abismo entre los seres humanos y lo divino pero, después ¿qué? La salvación asegura que hay vida después de la muerte y vida después del pecado, pero ¡también tiene que haber vida después de la salvación! Nuestro objetivo debe comprender más que regresar a Dios y reconciliarnos con Él, también tiene que incluir el ser transformados por El (véase 2 Pedro 1:4; 1 Juan 3:1-2; Moroni 7:48).

Un hombre que sirve una condena en la prisión destacó el riesgo de aceptar únicamente la primera parte del mensaje al describir el ambiente religioso en el que se encuentra: “Esta prisión tiene cabida para 1.250 reclusos. Muchos de ellos profesan ser cristianos que han ‘aceptado a Cristo en su corazón’. Esos hombres mienten, engañan, roban, emplean lenguaje profano, cuentan historias vulgares, asechan a otras personas y cometen actos homosexuales. Pese a todo eso, dicen haber sido ‘salvos por la gracia’ y que ‘eso es todo lo que importa’”.

Tal manera de pensar es algo a lo que el apóstol Pablo no se suscribiría, ya que declaró que todo creyente debe obedecer “de corazón” (Romanos 6:17). Quienes realmente han “aceptado a Cristo en el corazón”, descubren que, como lo explicó un escritor cristiano, “la gracia transforma a la persona en lo más profundo de su ser” (John F. MacArthur, Jr., Faith Works, pág. 121).

A comienzos de esta dispensación, José Smith declaró: “El más pequeño y débil entre nosotros llegará a ser grande y poderoso” (Richard Lyman Bushman, Joseph Smith, pág. 124), y Brigham Young enseñó que si la gente “realmente naciera de Dios, su camino se vería cada vez más iluminado hasta llegar al día perfecto” (en Journal of Discourses, 10:268-269). En nuestros días, ese mensaje ha sido reconfirmado. El élder Tad R. Callister escribió: “La Expiación fue concebida para lograr más que ayudarnos a regresar a la línea de partida… La Expiación tuvo como fin ofrecernos favores eternos que harían posible que alcanzáramos una perfección semejante a la de Dios. ¿Cómo se logra tal cosa? Debido a la Expiación, somos purificados en las aguas del bautismo, y gracias a esa purificación, nos hacemos acreedores a recibir el don del Espíritu Santo; don que nos concede derecho a los dones del Espíritu… cada uno de los cuales es un atributo divino” (“Teaching the Atonement”, pág. 60).

Cuando el Salvador visitó a los pueblos del Nuevo Mundo, enseñó en cuanto a la fe, el arrepentimiento y el bautismo, diciendo: “… para que seáis santificados por la recepción del Espíritu Santo” (3 Nefi 27:20). En el Viejo Mundo, Pablo también enseñó sobre la “salvación, mediante la santificación por el Espíritu” (2 Tesalonicenses 2:13). En la conferencia general de octubre de 2011, el élder D. Todd Christofferson se refirió al don del Espíritu Santo como “el mensajero de la gracia divina” (“El divino don del arrepentimiento”). Aplicamos la Expiación cuando recibimos el don del Espíritu Santo, sentimos su poder santificador “y crecemos, amado Señor, hasta llegar a ser como Tú” (“With Humble Heart”, Hymns, N°171; véase también Mosíah 5:2; D. y C. 20:31). El tiempo puede sacar a relucir la verdadera calaña de una persona. El tiempo y el Espíritu pueden, de hecho, cambiar la verdadera calaña de una persona (véase Romanos 12:2).

Claro está que esta transformación generalmente se produce en forma gradual. Tal vez ésta sea la razón por la cual el mandamiento de recibir el don del Espíritu Santo está tan a menudo relacionado con el de “perseverar hasta el fin” (1 Nefi 13:37). Es “con el transcurso del tiempo” (Moisés 7:21) que el Espíritu puede ayudarnos a interiorizar cambios positivos a fin de que éstos influyan en nuestros respectivos motivos y naturalezas. La fuerza que se gana demasiado rápido no es una fuerza que perdura.

Es común ver a nuestros adolescentes regresar de una conferencia de jóvenes llenos de motivación y determinación, para después volver a sus viejas rutinas. También hemos visto a misioneros regresar a casa prestos para cambiar el mundo y después vemos cómo el mundo los cambia a ellos.

¿Qué sucedió? ¿Acaso esos jóvenes no sintieron el Espíritu? ¿No aprendieron lecciones valiosas? Por supuesto que sí; su crecimiento no fue falso, pero sí fue fugaz, porque perseverar hasta el fin no significa apenas hasta el fin de la conferencia de jóvenes, el final de la misión o ni siquiera el final de la vida. Más bien quiere decir perseverar hasta nuestro fin, hasta alcanzar nuestro máximo potencial. Cuando pienso demasiado en mis ineptitudes, mis deseos se desvanecen rápidamente, pero cuando me centro en Cristo, encuentro “el poder de la divinidad” (D. y C. 84:20-21). Al ejercer fe en Él, arrepentirme y renovar convenios por medio de ordenanzas efectuadas en capillas y en templos, entonces “Su gracia nos dará; como fuente manará” (“Mansos, reverentes hoy”, Himnos, N° 108).

George Washington cambió el mundo y dejó un legado que dio forma a futuras generaciones. Varias ciudades y un estado llevan su nombre (en Estados Unidos), y monumentos han sido erigidos en tributo a sus actos heroicos. No obstante, ninguna de tales cosas siquiera existirían de no haber sido por su determinación y perseverancia. Un historiador escribió que Washington “no fue un brillante estratega, un dotado orador, ni un intelectual. En varios momentos cruciales mostró marcada indecisión y cometió serios errores como resultado de la insensatez. Pero la experiencia fue su mejor maestro desde su infancia… Por sobre todas las cosas, Washington jamás olvidó lo que estaba en juego y nunca se dio por vencido” (David McCullough, 1776, pág. 293). Nosotros aplicamos la Expiación al perseverar, al jamás olvidar lo que está en juego, sin darnos jamás por vencidos.

LA DÁDIVA IMPERECEDERA

Las ordenanzas vicarias que los Santos de los Últimos Días llevamos a cabo en los templos no son ganadas por quienes las reciben, sino que les son ofrecidas. Del mismo modo, la dádiva que Cristo nos brinda es plena y sin precio, y es recibida, no lograda.

Al dar su testimonio, un joven dijo: “Estoy agradecido por la Expiación. Sólo espero que un día llegue a ser digno de ella”. En uno de nuestros himnos también cantamos: “Y al ser hallados dignos de tu acto redentor” (“Hoy con humildad te pido”, Himnos, N° 102). ¿Es necesario que seamos dignos de un don o una dádiva? Moroni dijo: “Y otra vez quisiera exhortaros a que vinieseis a Cristo, y procuraseis toda buena dádiva” (Moroni 10:30). Al demostrar fe, arrepentimos, hacer y renovar convenios bautismales, buscar la influencia del Espíritu Santo y perseverar, no nos hacemos dignos de esta “buena dádiva”, sino que la estamos procurando; la valoramos y la empleamos (véase D. yC. 6:13; 14:7).

En las Escrituras se nos dice que “ninguna carne puede morar en la presencia de Dios, sino por medio de los méritos, y misericordia, y gracia del Santo Mesías” (2 Nefi 2:8). Es gracias a Sus méritos —Su vida perfecta, Su sufrimiento y Su muerte— que podemos tener fe. Es gracias a Su misericordia —Su bondad inspirada en el amor— que podemos arrepentimos y ser perdonados. Es debido a Su gracia —Su poder habilitador— que podemos hacer y guardar convenios, sentir el poder santificador del Espíritu Santo, y perseverar hasta el fin. Fe, arrepentimiento, convenios, el don del Espíritu Santo, y la perseverancia, son las aplicaciones prácticas de la Expiación. Tales son las cosas que nos permiten ganar el poder de saber, hacer y ser. “[Vuélvete] al Señor con toda tu mente (saber), poder (hacer) y fuerza (ser)” (Alma 39:13). Cada vez que tomamos la Santa Cena prometemos “recordarle siempre” (saber), “guardar sus mandamientos” (hacer), “para que siempre [podamos] tener su Espíritu” con nosotros (ser) (D. y C. 20:77).

Sheri Dew enseñó: “Tenemos la responsabilidad de aprender a recurrir al poder de la Expiación ya que de lo contrario pasaremos nuestra vida confiando únicamente en nuestra propia fuerza y eso sería como abrir la puerta a la frustración del fracaso y rechazar el don más glorioso de esta vida o de la eternidad” (Nuestra única oportunidad).

Amamos a aquellas personas por quienes nos sacrificamos. Una dádiva es una demostración de amor y sacrificio y cuanto mayor sea el amor y el sacrificio de quien lo expresa, tanto más duele ver que se rechace esa dádiva (véase Moisés 7:28-33). Pablo dijo a Timoteo: “No descuides el don” (1 Timoteo 4:14). Juan enseñó: “Más a todos los que [recibieron a Cristo],… les dio potestad” (Juan 1:12), y “pues a quien recibe”, el Señor ha prometido que dará más (2 Nefi 28:30). La Expiación es ciertamente una dádiva imperecedera a fin de que nosotros podamos seguir aprendiendo y progresando.

La verdadera conversión es más que una reacción emocional fugaz a una experiencia espiritual; es una reacción espiritual que perdura aún después de que las experiencias hayan pasado y las emociones hayan desaparecido. No es algo pasajero, sino permanente. No es algo accidental, sino intencional. No es inminente, sino continuo, y la continua conversión es posible sólo si aplicamos la continua expiación de Jesucristo.

Deja un comentario