Capítulo 5
¿Por qué Creemos en Cristo?
¿Quién puede siquiera asegurar que Jesús vivió? ¿Quién puede decir por seguro que Él fue más que un hombre común y corriente? ¿Quién aseguraría que se arrodilló en un huerto y sangró por cada poro y permitió que se le clavara a una cruz? ¿Quién puede asegurar que resucitó, que vive hoy y que regresará? ¡Nosotros podemos asegurarlo y así lo hacemos!
Por qué creemos en Cristo?”. Ésta es la pregunta que le hice al hijo adolescente de una familia a la que visitaba como maestro orientador.
El joven me miró como si yo fuera de otro planeta y dijo abruptamente: “¿No cree toda la gente en Él?”.
“Toda la gente en tu mundo”, respondí. “Pero hay billones de personas en la tierra que jamás siquiera han oído de Cristo, así que ése no puede ser el único motivo. ¿Por cuál otra razón creemos?”.
El joven pensó por un momento y dijo: “Porque eso es lo que dice la Biblia”.
“Es cierto”, comenté, “¿es esa la única razón por la que creemos en Él?”.
Para entonces el muchacho parecía sentirse un tanto incómodo. Entonces exclamó: “Está en la historia —A.C., D.C.— todo el calendario gira alrededor de Cristo”.
“El calendario del mundo occidental, pero ¿ésa es la razón por la que creemos?”.
El joven finalmente se encogió de hombros y se dio por vencido tras haber presentado todas las razones que le cruzaron la mente, que son las mismas en las que muchos cristianos se amparan al decir que creen en el Salvador. Creen en El porque sus antecesores también creían o porque el relato de Jesús está en la Biblia y es parte de la historia. Pese a que tales razones son fundamentales, tiene que haber algo más.
Hace algunos años, el mundo cristiano se sintió muy ofendido con una película que caracterizaba a Jesús como un hombre vulgar con pasiones mundanas. Se hicieron demostraciones frente a las salas donde se la exhibía y el contenido de ésta fue tratado en forma extensa en programas de entrevistas y comentarios. Yo estaba precisamente viendo uno de esos programas cuando el presentador entrevistaba al director del polémico filme. No recuerdo las palabras exactas, pero el intercambio fue más o menos éste:
El presentador comentó: “Creo que una de las razones por las que mucha gente se siente ofendida con el contenido de la película es porque éste no se conforma al relato de la Biblia sobre la vida de Cristo”.
“¿Y qué?”, respondió el director. “Ese libro ha sido traducido muchas veces, y cada una de esas traducciones fue subvencionada con dinero político y con propósitos políticos. ¿Quién puede asegurar que queda algo confiable en la Biblia? Y aun cuando quede algo, la Biblia no fue escrita por Cristo, sino por Mateo, Marcos, Lucas y Juan —hombres que interpretaron la vida de Cristo. Entonces, si ellos tuvieron el derecho de interpretar la vida de Cristo, ¿quién me puede quitar a mí ese mismo derecho? ¿Y quién puede decirme que mi interpretación no es mejor o más exacta que la de ellos?; ¿quién?”.
El presentador no supo qué responder, pero yo sí sabía, así que le dije al televisor: “Nosotros; ¡nosotros podemos decírselo!”. Como Santos de los Últimos Días somos los únicos cristianos en el mundo cuyos testimonios de Cristo no se amparan sólo en la Biblia. Nuestros fundamentos son mucho más firmes y nuestra visión mucho más clara. Creemos en Cristo porque José Smith lo vio. Creemos en Cristo porque tenemos el Libro de Mormón, que junto con la Biblia es otro testamento del Salvador. Creemos pues tenemos apóstoles y profetas vivientes y el testimonio del Espíritu.
JOSÉ SMITH
Mientras servía una misión en Kobe, Japón, nuestro hijo David se dio cuenta de cuán desafiante y al mismo tiempo refrescante era enseñar sobre Jesús a gente sin conocimientos cristianos. Conoció a personas que poco sabían sobre la Navidad, la Pascua de Resurrección o del contenido de la Biblia. Un hombre a quien enseñaron se unió a La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días no por tradición sino por haber ganado un testimonio de que José Smith era un profeta de Dios. Aunque al principio él no creía en Jesucristo, aceptó a José Smith y llegó a creer en el Salvador.
Millones de Santos de los Últimos Días en todas partes del mundo testifican que José Smith vio a Jesús cara a cara. Otras personas declaran que José fue un farsante —apenas un timador y mentiroso.
Sin embargo, quienes hacen tales acusaciones pasan por alto las razones por las que la mayoría de la gente miente. Los mentirosos generalmente no hacen declaraciones en un esfuerzo por ser desenmascarados como mentirosos, sino que ponen esmero en ofrecer un argumento que sea convincente. Un escolar que no hizo su tarea no le va a decir a su maestra que un ser extraterrestre se la robó, sino que dirá que su perro la despedazó o que fue por accidente a la basura. Éstos son argumentos que, aunque falsos, se pueden creer.
Si José Smith hubiera mentido, ¿no lo habría hecho de tal manera que se le creyera? Probablemente habría dicho que vio a un Dios y a Jesús en un único ser —un espíritu. Eso es lo que la mayoría de la gente habría esperado oír y algunos posiblemente habrían creído. Pero José Smith habló de haber visto a personajes separados con cuerpos tangibles, glorificados y perfectos. Esa declaración fue tan dispar a lo que la mayoría de los cristianos de esa época creían (así como los de la actualidad) que si José mintió, por cierto que lo hizo pésimamente.
Algunas personas dicen que José Smith no mintió descaradamente, sino que más bien padecía de una cierta alteración mental, como convulsiones epilépticas. Caracterizan sus visiones como eventos sicológicos e imaginarios como los que padecen personas enajenadas mentalmente, que ven y hablan con seres que no están allí.
Un amigo me dijo una vez: “Yo no creo que José Smith haya visto una visión, pero sí creo que él creyó haber visto una visión”. Era una manera diplomática de decir que el haber visto a Dios y a Jesús era nada más que una alucinación de parte de José Smith. Tal explicación puede parecer razonable hasta que consideramos que lo que sale de la mente está determinado por lo que ya hay en ella. La teoría del esquema sostiene que las experiencias sicológicas son creadas únicamente con base en un conocimiento ya existente en la mente.
Si la experiencia de José fue sólo sicológica, ¿no habría afirmado que Dios y Jesús eran un solo ser espiritual, puesto que eso es lo que se le había enseñado? ¿No habría declarado que Dios le habló y respondió su pregunta de a cuál iglesia debía unirse nombrando una de las sectas con las cuales estaba familiarizado? Nunca siquiera le había cruzado la mente ninguna otra respuesta (véase José Smith—Historia 1:18). Si era apenas cuestión de que su mente le estaba jugando una mala pasada, es de dudar que el joven hubiera podido inventar algo tan diferente a lo que él ya aceptaba como real.
Puesto que el testimonio de José no se ciñe a los patrones comunes de decepción o engaño, entonces las personas desprejuiciadas deben, por lo menos, considerar la idea de que él estaba diciendo la verdad. Al hacerlo, José restauró a la tierra el conocimiento que había estado perdido concerniente a la naturaleza de la Deidad, la naturaleza de la humanidad, y el entendimiento completo de la Expiación, lo cual acerca a Dios al hombre. Las verdades que Satanás tanto trató de encubrir todo a lo largo de la historia ahora eran reveladas. José Smith restauró la plenitud del Evangelio —un diluvio de luz divina en medio de la oscuridad universal.
LE LIBRO DE MORMÓN
El libro El Código Da Vinci, hizo populares algunas interpretaciones alternativas de la vida de Cristo que no aparecen en las Escrituras. Las explicaciones tan creativas del autor Dan Brown fascinaron a algunas personas mientras que horrorizaron a otras, pero, en general, despertaron gran interés en el auditorio mundial. Uno de los personajes de la obra dice: “Soy un historiador… Me encantaría ver que los eruditos religiosos tuvieran más información que les permitiera reflexionar en cuanto a la vida excepcional de Jesucristo”. Aun cuando el personaje es ficticio, he oído exactamente lo mismo de estudiosos reales en varias ocasiones. Siendo que tantas personas abiertamente reconocen la necesidad de tener más información sobre Cristo, ¿por qué razón tantas de ellas rechazan el Libro de Mormón?
El mismo personaje declara: “Hay una diferencia enorme entre analizar hipotéticamente una historia alternativa de Cristo y presentar ante el mundo… antiguos documentos como… evidencia de que el Nuevo Testamento es un testimonio incompleto”. ¿No es eso, acaso, lo que logra el Libro de Mormón? ¿Por qué está tan ansioso el mundo de que los investigadores académicos saquen a relucir documentos antiguos cuando ya disponemos de uno sacado a relucir por profetas? Si la gente está dispuesta a creer en la existencia de un documento hasta ahora desconocido escrito por Jesús, un diario escrito por María Magdalena, o un evangelio escrito por Judas, ¿es tan difícil creer que puede haber un antiguo registro creado por cristianos que poblaron las tierras del Nuevo Mundo por miles de años antes del descubrimiento de América? Los Santos de los Últimos Días testificamos que el Libro de Mormón es un registro escrito por antiguos profetas y traducido en épocas recientes por el don y el poder de Dios. Se trata de una historia real sobre gente real que vio al Cristo real.
Jesús mandó a Sus discípulos ir a todo el mundo (véase Mateo 28:19; Marcos 16:15-16). ¿Cuándo dio Jesús un mandamiento que no estuviera dispuesto a cumplir Él mismo? El mismo Cristo que fue bautizado como ejemplo fue también a todo el mundo para ser nuestro ejemplo, siendo el Libro de Mormón una impresionante evidencia de ello. El apóstol Juan escribió: “Y hay también otras muchas cosas que hizo Jesús, las cuales si se escribiesen cada una de ellas… ni aun en el mundo cabrían los libros que se habrían de escribir” (Juan 21:25). El Libro de Mormón es uno de esos libros que debió escribirse —y lo fue— sobre Jesús. Como leemos en la tapa de cada ejemplar, es “Otro testamento de Jesucristo”.
El profeta José Smith declaró que el Libro de Mormón es la piedra angular de nuestra religión (véase la Introducción del Libro de Mormón). El presidente Ezra Taft Benson añadió que también es la piedra angular de nuestra doctrina y nuestro testimonio de Cristo (véase “El Libro de Mormón —la piedra angular de nuestra religión”). Una de las razones de ello es la claridad con la que el libro enseña sobre la Expiación. No sólo que la palabra expiación aparece más en el Libro de Mormón que en cualquier otro volumen de escrituras (treintaiséis veces en comparación con apenas una vez en el Nuevo Testamento), sino que el Libro de Mormón ofrece una explicación más amplia acerca de la Expiación. En la Biblia tal vez se pueda aprender el quién, cuándo, y dónde de la Expiación. Sin embargo, al leer el Libro de Mormón llegamos a entender mejor el por qué y elcómo.
Entre quienes basan sus creencias únicamente en la Biblia podemos encontrar gran amor y reverencia por Cristo, pero carecen de un entendimiento claro y profundo de la Expiación. Pese a lo magnífica que es la Biblia en lo que concierne al relato del ministerio de Cristo, en su estado actual no define claramente el albedrío, la fe, la Caída, la resurrección, la gracia, el arrepentimiento, el perdón ni el potencial de aquellos que aplican la Expiación en su vida (véase Joseph Fielding McConkie, Here We Stand, págs. 103-104).
En la época de Jesús, algunos judíos fieles que amaban el Antiguo Testamento quizás hayan sentido desconfianza cuando los primeros santos del Nuevo Testamento manifestaron su fe en Cristo y se refirieron a nuevas revelaciones. Es posible que esos testimonios hayan sido percibidos como una amenaza de remplazar el Antiguo Testamento. No obstante ello, los verdaderos creyentes comprendieron que no era necesario rechazar lo antiguo a fin de creer en lo nuevo. Estos testamentos podrían juntarse, y finalmente esas colecciones separadas de escritos sagrados fueron unidas —y hasta encuadernadas juntas— por lo que muchas personas han llegado a verlas como un solo libro (véase Robert J. Matthews, “The Church’s Attitude toward the Bible”, págs. 159-160). Por décadas, los primeros cristianos tuvieron acceso sólo al evangelio de Marcos. Cuando las realidades espirituales más profundas de las que se habla en el evangelio de Juan estuvieron disponibles más adelante, los miembros acogieron ese testamento adicional (véase Robert L. Millet, “Latter-day Saint Christianity”, pág. 62).
Del mismo modo, el Libro de Mormón no tiene como fin sustituir la Biblia. El libro del Tercer Nefi no remplaza los Evangelios. Las verdades que hallamos en el Libro de Mormón verifican y aclaran aquellas de la Biblia. La Biblia es prodigiosamente eficaz en el esfuerzo de acercar a la gente a Dios, pero se necesita una confirmación divina para mostrar que Dios es el mismo ayer, hoy y por siempre (véase Hebreos 13:8; 1 Nefi 10:18), y que Cristo es el único nombre bajo los cielos por el cual somos salvos (véase Hechos 4:12; Mosíah 3:17). Ya que la Biblia por sí sola está sujeta a numerosas interpretaciones incorrectas, puede avivar fuegos de desacuerdo y división. Sin embargo, cuando el contenido de la Biblia es analizado junto al del Libro de Mormón, los dos registros se complementan, disipan las doctrinas falsas, resuelven la contención, y proporcionan paz (véase 2 Nefi 3:12).
APÓSTOLES Y PROFETAS VIVIENTES
El élder Dallin H. Oaks ha hecho la siguiente aclaración: “En lo que concierne a nosotros, las Escrituras no son la fuente suprema de conocimiento, sino lo que precede a esa fuente suprema. El conocimiento máximo viene por medio de la revelación” (“Scripture Reading and Revelation”, pág. 7).
Quienes vivieron en tiempos bíblicos no poseían la Biblia como hoy la conocemos, ni quienes vivieron en el período comprendido en el relato del Libro de Mormón tenían el Libro de Mormón. Esos dos grupos tenían apóstoles y profetas vivientes. Joseph Fielding McConkie escribió: “La Biblia no es un registro religioso sino que es un registro histórico de pueblos religiosos. La religión de quienes se mencionan en las páginas de la Biblia se centraba en los oráculos vivientes y en las ordenanzas de salvación. Ellos vivían una religión de profetas y apóstoles” (Here We Stand, 41).
Esa es la misma religión que disfrutamos hoy. Muchos cristianos declaran que la necesidad de un profeta terminó con Cristo, quien ahora está a la cabeza de Sus seguidores, pero no llegan a comprender que el cristianismo no comenzó cuando el Salvador vivió como ser mortal en la tierra. Cristo siempre ha estado a la cabeza de Su pueblo y lo ha guiado a través de profetas. Tal vez resulte fácil para algunas personas descartar la necesidad de profetas en la actualidad recalcando que Cristo cumplió con la ley de Moisés, pero ¿quién reveló la ley de Moisés? Tanto en tiempos antiguos como actuales, la necesidad de una revelación continua por parte del Señor a Sus profetas ha sido esencial. Mormón enseñó que quien niega tal revelación “no conoce el evangelio de Cristo” (Mormón 9:8). Los verdaderos discípulos reconocen y valoran a los verdaderos mensajeros en todas las épocas.
El presidente Boyd K. Packer escribió en cuanto a una conferencia de área a la que asistió en 1976 en Copenhague, Dinamarca. Después de concluida la última sesión, el presidente Spencer W. Kimball expresó el deseo de visitar la Catedral Nacional de Dinamarca, donde se halla la estatua original del Cristo, obra del escultor Bertel Thorvaldsen. La mayoría de los santos de los últimos días ha visto réplicas de esa estatua en varios centros de visitantes. Se hicieron arreglos especiales para que el presidente Kimball y quienes le acompañaban vieran la famosa obra. A los costados de la iglesia había estatuas de los primeros apóstoles esculpidas por el mismo artista. El cuidador de la iglesia no hablaba inglés pero por medio de un intérprete dio algunas explicaciones de las obras de arte.
Cuando el grupo se detuvo frente a la estatua de Pedro con llaves en sus manos, como es tradicional, el presidente Kimball señaló esas llaves y explicó lo que las mismas simbolizaban. Entonces, volviéndose hacia quienes lo acompañaban, dijo con firmeza: “¡Yo poseo esas llaves! Nosotros tenemos las llaves reales, y las empleamos todos los días”.
Después el presidente Kimball se volvió al cuidador y le dijo, señalando a las estatuas: “Esos son los Apóstoles muertos”, y señalando a los élderes Packer, Monson y Perry, dijo: “Estos son Apóstoles vivientes”.
El presidente Packer dijo: “Esa declaración y ese testimonio del profeta produjo un efecto tal en mí que supe que jamás lo olvidaría; su influencia fue poderosamente espiritual y la impresión tuvo también en mí un efecto físico” (The Holy Temple, pág. 83).
No hace mucho tuve la oportunidad de estar presente en una reunión histórica en ese mismo lugar. Casi setecientos jóvenes adultos solteros procedentes de veintiséis países se congregaron en el FestiNord en Copenhague, y Matthew O. Richardson de la presidencia general de la Escuela Dominical y yo fuimos invitados a enseñar en la conferencia. Los líderes locales hicieron los arreglos para que los jóvenes pudieran tener la experiencia de ver la famosa estatua del Cristo. Hasta ese momento nunca se había concedido permiso a santos de los últimos días para llevar a cabo una reunión formal en esa iglesia. El hermano Richardson, quien de joven sirvió su misión en Dinamarca, dio un magnífico discurso, y aun cuando yo no soy un joven adulto soltero, la directora del coro me permitió cantar en la sección de los tenores. La piel se me erizó cuando entonamos con fervor
“Soy un hijo de Dios” y “Éste es el Cristo”. Después, volví a dirigir la mirada a la estatua de Pedro sosteniendo las mismas llaves a las que se había referido el presidente Kimball. Me sentí agradecido de que mi testimonio del Cristo representado al frente de aquella iglesia no dependía completamente de los Apóstoles representados a los costados, sino que también se basa en el testimonio de los Apóstoles vivientes.
En épocas pasadas, la Primera Presidencia de la Iglesia estaba formada por Pedro, Santiago y Juan. Hoy también tenemos una Primera Presidencia; los nombres son distintos, pero el llamamiento es el mismo. Esos hombres poseen las mismas llaves del sacerdocio y tienen las mismas responsabilidades. Tienen el mismo testimonio y la misma relación especial con el Señor, quien dirige Su obra personalmente en toda era y dispensación de tiempo.
EL ESPÍRITU
Tengo un amigo cristiano evangélico que considera los dones del Espíritu mencionados en el Nuevo Testamento como evidencia de la sagrada misión y autoridad de los antiguos Apóstoles, pero no cree que esos dones se puedan recibir en tiempos modernos. En contraste con ello, José Smith enseñó: “Nosotros creemos en gozar del don del Espíritu Santo hoy, del mismo modo que aconteció en los días de los apóstoles” (“Gift of the Holy Ghost”, pág. 823). Es interesante acotar que mientras que el Antiguo y Nuevo Testamentos combinados contienen 307 referencias hechas al Espíritu, el Libro de Mormón y Doctrina y Convenios en forma conjunta contienen 524 (véase Lynne H. Wilson, “A New Pneumatology”, pág. 142).
El presidente Joseph Fielding Smith escribió: “Cuando un hombre tiene una manifestación del Espíritu Santo, ésta deja una impresión en su alma, la cual no se borra fácilmente. Se trata de una comunicación de Espíritu a espíritu, y llega con poder convincente. La manifestación de un ángel, o hasta del mismo Hijo de Dios, dejaría una impresión en el ojo y en la mente, y con el tiempo se volvería tenue, pero las impresiones del Espíritu Santo calan hasta lo más profundo del alma y es más difícil borrarlas” (Ansivers to Cospel Questions: 2:151).
Un joven a quien conocí en una conferencia en Hawái recibió un testimonio tal. Su nombre era Jack, pero lo llamaban “Jack el Destripador” (como el asesino del siglo diecinueve en Londres). Claro que no era un criminal, pero sí era recio. Vaya a saber qué lo habría motivado a asistir a aquella conferencia de jóvenes donde lo conocí. Se rumoreaba que había tenido un accidente mientras conducía su camioneta y su padre le había dicho que la única forma en que lo ayudaría a pagar los gastos de reparación era si Jack asistía a la conferencia. Lo que sí resultaba obvio era que Jack no tenía ningún deseo de estar allí. No participó de la mayoría de las actividades y en su rostro se dibujaba continuamente su desagrado.
Me preguntaba cómo podría llegar a ese muchacho. Casi había desistido de intentarlo, pero sentía que de alguna manera debía ver cómo crear algún contacto con él. La tarea resultó más difícil de lo que me había imaginado. Si es que iba a alguna de las actividades, era el último en llegar y el primero y marcharse.
Finalmente vi mi oportunidad durante una de las comidas. Jack recién llegaba con sus platos (sí, platos, y nadie se atrevía a recordarle que era contra las reglas servirse más de uno) y se sentó en una mesa al fondo del comedor apartado de todo el mundo. Rápidamente me serví la comida y fui a sentarme junto a él. No le pedí permiso para hacerlo; sencillamente lo hice.
“¡Hola!”, le dije. “¿Cómo estás?”.
No me respondió.
“Yo tengo mucho apetito. ¿Qué tal tú?”.
Nada.
Yo seguí hablando, “Me alegra que la comida sea buena porque me encanta comer y eso me recuerda algo”. Durante toda la comida mantuve una hermosa conversación con la parte superior de la cabeza de Jack. El joven en ningún momento levantó siquiera la vista ni reconoció mi presencia. Cuando vi que estaba a punto de terminar de comer, sentí que debía traspasar las barreras que ese joven había levantado, pero ¿cómo? Le pregunté: “¿Te gustan los deportes?”.
Ninguna respuesta.
“¿Cuántos son en tu familia?”
Ni una palabra.
Entonces, sin más ideas de qué decir, le pregunté: “¿Por qué usas ese pendiente en la oreja?”.
Como si tuviera un resorte en ella, Jack levantó la cabeza y mirándome a los ojos me dijo: “Uso este pendiente para fastidiar a los viejos ridículos como tú”.
Sentí que debía mantener la calma y dejarlo pasar, pero su reacción me indignaba. Había hecho todo lo posible por ser cortés —y Jack lo sabía. Yendo en contra de mis sentimientos, le dije: “Felicitaciones Jack; lograste tu objetivo. Por cierto que me fastidia, y te diré por qué. Ese pendiente es un crucifijo que no usas por ningún motivo religioso, y es un símbolo de la cruz en la que mataron a mi Salvador”.
Jack hizo parecer no estar interesado en lo que yo había dicho, así que se puso de pie y se marchó golpeando la bandeja en la mesa y la puerta al salir. Varios de los líderes adultos me miraban con expresiones de desconcierto. Mis esfuerzos habían dado resultados adversos. Después de todo, el fin de un evento como ése no era correr a los jóvenes de la Iglesia. Tomé el tenedor y con él empujé la comida fría que había estado demasiado ocupado para comer. Fue una de las pocas veces en mi vida en que perdí el apetito.
Ojalá pudiera decir que Jack volvió al resto de las actividades con una mejor actitud y que dio un conmovedor testimonio al final de la conferencia, pero no fue así. Después del incidente en el comedor, se fue y ya no regresó. Me sentí terriblemente angustiado.
El domingo siguiente de haber terminado la conferencia, se me había pedido que hablara en una charla fogonera especial para diáconos y Abejitas. Como esos dos grupos no habían podido asistir a la conferencia, los líderes locales indicaron que esa charla era únicamente para ellos y que no se permitiría la entrada de jóvenes que no pertenecieran a esos grupos.
Me encontraba en medio de mi presentación cuando por una de las puertas de la capilla entró “Jack el Destripador”. Se sentó en la fila del fondo y se cruzó de brazos. Los líderes adultos sentados en varias partes del salón intercambiaban miradas fáciles de descifrar: “No se supone que ese muchacho esté aquí”. “Lo sé; ve y dile que debe salir”. “Tú estás más cerca; díselo tú”.
En ese mismo instante, cambié el tema de mi presentación y empecé a hablar sobre el arrepentimiento, y todos los jóvenes escucharon un discurso y un testimonio que estaban dirigidos específicamente al joven sentado en la última fila que ni siquiera se suponía que debía estar allí.
Después de la charla fogonera, los jovencitos y las niñas de doce y trece años nos entregaron a mí y a otros invitados especiales unas hermosas guirnaldas hawaianas. De pronto, Jack se puso de pie y empezó venir hacia el frente del salón —y era evidente que no estaba dispuesto a aguardar su turno detrás de todos esos jovencitos menores que él. Confieso que me atemorizó un poco el hecho de que se estuviera acercando tan rápido. Estábamos en una iglesia rodeados de gente, pero yo sabía que había sido bastante directo con aquel joven quien seguramente estaba aún molesto.
Cuando Jack llegó hasta donde yo me encontraba, me miró a los ojos y dijo: “He pensado en lo del otro día”. Entonces se quitó el crucifijo que colgaba de su oreja y me lo entregó. “Ahora no se le ocurra ponérselo” —dijo sonriendo levemente— “porque es un símbolo de la cruz en la que mataron a mi Salvador, y eso realmente me fastidiaría”. Entonces lo abracé sin decir ni una palabra. Simplemente lo abracé.
Todos atesoramos ciertos objetos —fotografías de una abuela, o el anillo de bodas de una madre. Yo personalmente tengo una colección de artículos que no tienen ningún valor para otras personas pero que significan mucho para mí. Uno de tales tesoros que tengo guardados es un pendiente —un crucifijo de oro que me dio un muchacho de nombre Jack.
¿Por qué cree él en Cristo? Me imagino que Jack no podría compartir con nadie el relato de José Smith, y probablemente nunca siquiera leyó el Libro de Mormón. Tendría que madurar considerablemente para valorar los testimonios ofrecidos por apóstoles y profetas vivientes en una conferencia general. ¿Cómo es que Jack creía? Porque el Espíritu Santo llegó a su espíritu. Aquellas personas cuyo corazón se vuelve a Cristo por medio del Espíritu cambian para siempre. Quienquiera que haya sentido el Espíritu aunque sea por treinta segundos sabe que esto es cierto. No es posible que haya conversión sin contacto —no sólo el contacto con los misioneros u otras personas que enseñen sobre José Smith, no apenas contacto con el Libro de Mormón y las enseñanzas y testimonios de los profetas vivientes, sino el contacto personal con el Espíritu, el cual se transforma en nuestra conexión con Dios y Cristo.
¿Quién puede siquiera asegurar que Jesús vivió? ¿Quién puede decir por seguro que Él fue más que un hombre común y corriente? ¿Quién aseguraría que se arrodilló en un huerto y sangró por cada poro y permitió que se le clavara a una cruz? ¿Quién puede asegurar que resucitó, que vive hoy y que regresará? ¡Nosotros podemos asegurarlo y así lo hacemos!
Cuando nuestro hijo menor, David, cursaba los primeros años de la secundaria, trajo a casa los resultados de una prueba que había tomado en su clase de estudios sociales sobre el antiguo cristianismo. Una de las preguntas en la que los alumnos debían marcar la opción correcta decía: Jesucristo fue (A) hijo de padres judíos, (B) el autor de la Biblia judía, (C) tanto plenamente humano como plenamente divino, (D) todo lo anterior. David marcó la respuesta C y por ello le restaron 10 puntos de su puntaje general. La respuesta correcta, según el profesor y el libro de texto, era la opción A. Cuando David intentó interceder por su respuesta de que Jesús era divino, el profesor le dijo: “No tienes manera de saber eso”.
“Sí que la tengo”, respondió David. Lo que nuestro hijo sabía y su profesor no, era que cuando los santos de los últimos días dan testimonio de nuestro Salvador, no es el mismo testimonio que dan otros cristianos. Se trata del mismo Salvador, pero el testimonio es distinto, porque nosotros no creemos simplemente debido a tradición, la Biblia o al lugar que ocupa Jesús en la historia, sino que creemos gracias a José Smith. Damos testimonio basándonos en el Libro de Mormón, en testigos vivientes y en el Espíritu Santo.
A nuestro hijo mayor Russell, quien sirvió su misión en España, a veces le decían que los mormones no somos cristianos, a lo cual él respondía que por cierto sí lo somos, que el nombre de nuestra iglesia es la Iglesia de Jesucristo”.
Entonces algunos le retrucaban diciendo: “Pero ustedes creen en un Cristo diferente”. Russell contestaba: “Creemos exactamente en el mismo Cristo en quien usted cree, sólo que lo conocemos mejor”. ¿Cómo podría mi hijo hacer tal audaz declaración? Porque tenemos escrituras adicionales y las palabras de apóstoles y profetas modernos que testifican de Cristo y nos ayudan a conocerlo. Una cosa es creer en Jesús y otra muy diferente es conocerlo. Jesús oró al Padre, diciendo: “Y ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado” (Juan 17:3; énfasis agregado). Aun el grado más elemental de conversión se reduce a llegar a conocer a Jesús.
La verdadera conversión se va retinando a medida que fortalecemos nuestro testimonio. La mayoría de la gente en el mundo ve a Cristo a través de una ventana enmarcada por la historia, la tradición y la Biblia. Esa ventana es tan pequeña que no permite que a Cristo se le vea con claridad, lo cual explica la razón por la que la cristiana es la más fragmentada de las religiones del mundo. Pero la visión de los santos de los últimos días no es tan limitada. “Aumenta el Señor nuestro entendimiento” (“El Espíritu de Dios”, Himnos, N° 2), y nuestra ventana es más grande gracias a las revelaciones de José Smith, el Libro de Mormón, el testimonio de los profetas vivientes y el que recibimos del Espíritu Santo. Tal perspectiva adicional nos permite tener una visión más completa, convincente y amplia de nuestro Salvador, y llegar a conocerlo con un mayor grado de entendimiento.
























