La Continua Conversión

Capítulo 6
El Discipulado A Sabiendas

Algunos santos de los últimos días cumplen al pie de la letra sin sentir el Espíritu. Se conforman con ceñirse a las reglas en vez de vivir la religión, con obedecer y sacrificar en lugar de consagrar, con tener un testimonio sin llegar a convertirse, y con disfrutar la cultura del mormonismo en lugar de internarse en la transformadora plenitud del evangelio de Jesucristo. Es hora de añadir un poco más de fervor a nuestro conocimiento.


En una de sus disertaciones clásicas ofrecidas en la Universidad Brigham Young, titulada “Fervor sin conocimiento”, el conocido autor e historiador Hugh W. Nibley expresó preocupación ante el hecho de que, entre otras cosas, demasiados santos de los últimos días testificaran fervorosamente en cuanto a la verdad sin tener un buen conocimiento del Evangelio. Estoy seguro de que para algunas personas eso sigue siendo motivo de inquietud, pero si el hermano Nibley estuviera vivo, yo lo invitaría a preparar otra disertación titulada “Conocimiento sin fervor”.

En la actualidad vemos demasiados miembros de la Iglesia que conocen la doctrina, los principios y las normas del Evangelio pero que muestran poca pasión por ellos. Muchos jóvenes participan del programa de seminario pero no sirven misiones, o van a la misión pero regresan antes de tiempo, o terminan la misión pero no siguen progresando. Son demasiados los que rodean el fogón de la actividad en la Iglesia pero no sienten el calor que emana de él.

Algunos santos de los últimos días cumplen al pie de la letra sin sentir el Espíritu. Se conforman con ceñirse a las reglas en vez de vivir la religión, con obedecer y sacrificar en lugar de consagrar, con tener un testimonio sin llegar a convertirse, y con disfrutar la cultura del mormonismo en lugar de internarse en la transformadora plenitud del evangelio de Jesucristo. Es hora de añadir un poco más de fervor a nuestro conocimiento. Es hora de que suene la alarma. “Despierten, levántense y salgan sin demorar” (D. y C. 117:2). Es hora de ejercer el discipulado a sabiendas.

Hace mucho tiempo asistí a una conferencia donde conocí a un gran joven. Estaba nervioso al pensar sobre el baile al que asistiría esa noche, así que le di algunas sugerencias de comprobado éxito y al fin de cuentas le fue muy bien. Al final de la conferencia, tras una hermosa reunión de testimonios, el muchacho compartió conmigo algunas preocupaciones personales en cuanto a su testimonio y a tentaciones que le estaban jugando una mala pasada. Le di ánimo y un fuerte abrazo. En ese momento ni imaginé siquiera las experiencias que le tocaría vivir y que volvería a abrazarlo muchos años después. Lo llamaré Adam.

Adam admitió haber sido siempre activo en la Iglesia pero al mismo tiempo inactivo en el Evangelio. Creció dependiendo del testimonio de sus padres, sirvió una misión, se casó en el templo, tuvo dos hijos mientras asistía a la universidad y más tarde les nació un tercero. “Pensé que tenía una típica familia mormona”, dijo. “Íbamos a la iglesia todos los domingos y hasta fui llamado a servir en la presidencia del cuórum de élderes. Todo aparentaba ir muy bien, pero la realidad era diferente”.

Cuando Adam terminó sus estudios y dio comienzo a su práctica médica, estaba resuelto a tener éxito. El dinero era su fuerza motivadora ya que había crecido sin nada, y a medida que fue progresando en su profesión, Adam descubrió, por primera vez en su vida, cuán magnífico era no tener que preocuparse por el aspecto económico. Se rodeó de amigos exitosos y de materiales de lectura para su desarrollo personal. Adam comentó: “Llegaba al trabajo antes y me iba a casa más tarde que todos los demás. Con el tiempo empecé a sentir resentimiento por el tiempo que me requería la Iglesia. Seguía asistiendo a las reuniones con mi familia pero rara vez prestaba demasiada atención a lo que oía, y tampoco sentía el Espíritu”. De hecho, Adam se transformó en una persona bastante prejuiciosa. Analizaba los servicios y opinaba sobre cómo se habrían podido planear más eficazmente. Escuchaba a las personas referirse a sus problemas o inquietudes al dar testimonio y pensaba: “Esta gente simplemente no se esfuerza lo suficiente”. El compararse con otros miembros de la Iglesia servía sólo para avivar en él la llama del orgullo.

Poco tiempo después se interesó en las inversiones y compró algunas propiedades. Su única ambición era generar riqueza material. Su esposa lo veía alejarse poco a poco de la Iglesia y de su familia. “Ella quería ayudarme”, dijo Adam, “pero yo justificaba mi obsesión con el dinero diciendo que hacía todo aquello pensando en ella y en los niños. En realidad yo pensaba en mí solamente, y cuanto más ella lo veía, más se desanimaba”.

Al expandir su práctica, Adam construyó una casa en otro estado, en la que se quedaba a menudo cuando viajaba para atender a nuevos pacientes. Se rodeó de personas que también daban alta prioridad a lo material. Quien lo veía podía asegurar que lo tenía todo, pero Adam sabía que no era así. “Cuanto más éxito alcanzaba, más justificado me sentía”, comentó. “Estaba atrapado en un ciclo negativo que ni yo mismo podía entender. Cuantos más objetos acumulaba, más infeliz me sentía, lo cual me impulsaba a acumular más cosas. Claro que ya no oraba, no leía las escrituras, no pagaba el diezmo y no asistía regularmente a las reuniones de la Iglesia, y me sentía culpable por ello, pero en vez de realizar cambios positivos, sentía resentimiento hacia la Iglesia”. El razonamiento de Adam era que había trabajado duro para alcanzar el éxito y no debía permitir que se le hiciera sentir culpable por ello. De todos modos, no llegaba a compren-der por qué la felicidad lo eludía.

Adam explicó: “Fue en ese momento en que me sentía tan justificado que la insensatez me llevó a cometer adulterio. Había nutrido mis vanos deseos por tanto tiempo que suponía que podía hacer lo que quisiera sin sufrir ninguna consecuencia”. Adam seguía amando a su esposa y a sus hijos y sabía que debía confesar su pecado, pero tenía miedo de perder a su familia, así que bloqueó cualquier residuo de consciencia que le quedaba y decidió que ellos nunca se enterarían. “Al mirar hacia atrás”, dijo Adam, “me avergüenzo de la clase de persona que llegué a ser. En vez de haberme esforzado por cultivar mi testimonio, dedicar tiempo a mi familia y servir a otras personas, me dejé consumir por el egoísmo”.

La esposa de Adam presintió que algo terrible estaba sucediendo pero cuando le preguntó a su marido, él airadamente negó que hubiera ningún problema y dijo sentirse mortificado porque su esposa dudaba de él. Cuando ella le preguntó sobre su testimonio, él le respondió que ya no estaba seguro de que la Iglesia fuera verdadera. Ella podía llevar a los niños a las reuniones si lo deseaba, pero él ya no tenía interés en ir. Más adelante Adam dijo: “En lo profundo de mi ser yo sabía que la Iglesia era verdadera, pero si lo admitía iba a tener que lidiar con un enorme sentido de culpa”.

Entonces, en forma absolutamente inesperada, el mundo profesional de Adam dio un vuelco drástico. La compañía de seguros de salud que lo había estado remunerando tan bien, de pronto canceló los pagos y procedió a llevar a cabo una auditoría del negocio. En medio de todo eso, la economía se fue al suelo, Adam perdió todo cuanto tenía invertido y el valor de todas sus propiedades se desplomó. Adam dijo: “Todas mis filosofías en cuanto al logro del éxito se despedazaron; yo me esforzaba tanto como podía, pero todo se derrumbaba a mi alrededor. Me sentí completamente impotente y, por primera vez en muchos años, totalmente humillado”.

A Adam le resultó difícil dejar todo atrás, pero no le quedaba otra opción. Cerró su práctica y mudó a su familia a otro estado. Una vez en su nuevo hogar, Adam intentó comenzar otra vez; dedicó más tiempo a su familia y empezó a asistir a la iglesia, pero no estaba dispuesto a revelar su secreto y no quería aceptar ningún llamamiento pues sabía que no era digno, y se sentía culpable y avergonzado.

Al volver a empezar en su profesión, Adam se dio cuenta de que ya no tenía la ambición de antes. “No sé si era que me sentía agobiado por todo lo que había perdido”, dijo, “o si el Señor me estaba preparando para un cambio. De todos modos, ya no sentía la necesidad de rodearme de cosas materiales”. Había iniciado una pequeña práctica pero los pacientes eran escasos e irregulares.

Una mañana, mientras estaba en su oficina sin mucho para hacer, Adam empezó a leer el Libro de Mormón. Más tarde comentó: “No recuerdo cuánto tiempo hacía que ni siquiera tomaba las escrituras en mis manos, y no estoy seguro de la razón por la que las tomé ese día. Tal vez era porque estaba aburrido o porque quería sentirme mejor conmigo mismo”.

Al leer, Adam empezó a ver frases e ideas que nunca antes había advertido, las que parecían haber sido escritas específicamente para él en las circunstancias en las que se hallaba. Disfrutaba tanto el estudio que cuando por fin llegaba un paciente, se irritaba un tanto por tener que hacer la lectura a un lado. “Estaba dedicando horas enteras al estudio diario de las escrituras”, dijo, “y escribía en mi diario personal las preguntas que venían a mi mente. Nunca había hecho eso antes y tampoco me había sentido jamás como me sentía entonces. Cuanto más leía, tanto más sentía el enorme deseo de arrepentirme y acercarme al Señor, pero el sólo pensar en que debía confesar mis faltas, seguía siendo motivo de gran tormento para mí”.

Su esposa no tenía ni idea de que Adam estaba leyendo las escrituras, pero sí notaba que él disfrutaba la asistencia a su nuevo barrio, y eso le daba esperanzas. Entonces llegó la conferencia general, algo que Adam se había resistido por mucho tiempo a mirar con su familia. No queriendo que su esposa lo empujara, encontró un lugar tranquilo para mirar solo algunas de las sesiones. “Fue entonces cuando algo que dijo uno de los Apóstoles rompió la barrera que yo había levantado a mi alrededor, y decidí que debía fijar una cita para ir a hablar con mi obispo”, recuerda.

Al aproximarse la fecha de la cita, Adam pensó en compartir con el obispo sólo algunas transgresiones menores, sin hacer mención de las cosas más serias. La conversación se desarrolló exactamente como Adam la había concebido en su mente, tras lo cual el obispo le sugirió que estudiara la Expiación.

Durante su tiempo libre en la oficina, Adam leyó cuanto más pudo sobre la expiación de Cristo y sobre el amor y la misericordia de Dios. Comentó: “Por un lado me sentía cada vez mejor, pero por otro, cada vez peor”. Entonces un día leyó la experiencia de Alma hijo y percibió que el ángel no le estaba hablando exclusivamente a Alma; también le hablaba a él. “Leí como Alma y los hijos de Mosíah confesaron sus pecados y sentí que había llegado la hora de que yo también lo hiciera. Fue un momento muy duro para mí. Era la primera vez que tan siquiera consideraba la idea de confesar, pero en vez de estar aterrorizado sentí como que alguien estaba de pie a mi lado rodeándome con su brazo”.

De inmediato Adam pensó en todas las personas a quienes defraudaría, y sintió miedo, pero volvió a sentir el brazo sobre sus hombros y cobró las fuerzas para llamar a su obispo en ese mismo momento. El temor regresó y colgó, y cuando se sintió nuevamente fuerte volvió a llamar. Inexplicablemente la línea del teléfono quedó muerta, lo cual Adam vio como una señal de que aquello era una mala idea, y volvió a colgar. Más adelante comentó: “El corazón me iba muy deprisa y sabía que si no lo hacía en ese momento, nunca lo haría. Volví a tomar el teléfono, oí el tono, y marqué el número. El obispo no estaba en su casa, pero su esposa tomó mi recado y prometió que él me devolvería la llamada”.

Adam entonces cerró la oficina y fue a su casa a hablar con su esposa. “No sabía cómo se lo iba a decir”, comentó, “pero me impulsaba una fuerza que nunca antes había sentido. En el preciso momento en que entré en la casa mi esposa se dio cuenta de que sucedía algo. Me senté en un taburete de la cocina y traté de hablar pero no me salían las palabras”. Su esposa había estado orando para que ese momento llegara, así que amorosamente lo tomó entre sus brazos y le dijo: “Todo estará bien; puedes hablarme de lo que sea”.

Al recordar la experiencia, Adam dijo: “Nunca olvidaré la compasión y la comprensión que ella me demostró cuando le hablé de aquellas cosas que ninguna esposa jamás tendría que llegar a oír. Ella había vivido momentos muy difíciles y derramado muchas lágrimas en el pasado, pero en ese momento mi esposa fue muy comprensiva. Lo único que me dijo fue: ‘Nuestro Padre Celestial ha oído mis oraciones’. Entonces supe que me había casado con una persona muy especial y nunca me había sentido más agradecido por ella que en ese momento”.

Las nuevas fuerzas cobradas por Adam no flaquearon. Se reunió con su obispo y después con su presidente de estaca, y se hicieron los arreglos para efectuar un consejo disciplinario. Adam recuerda: “Me invadieron muchos sentimientos durante las deliberaciones y se decidió que debía ser excomulgado. En el mismo instante en que oí el fallo supe que era la debida decisión para mí y sentí genuino amor y apoyo de parte de cada una de las personas reunidas en aquel salón”.

El año siguiente no fue fácil para Adam, con muchos altibajos en lo profesional y lo espiritual, pero siguió acercándose a su esposa y a su familia y estudiando el Libro de Mormón y la Expiación. Las rutinas de orar, de estudiar las escrituras y de asistir a las reuniones dominicales que una vez le resultaban fastidiosas, ahora eran las que lo mantenían en firme progreso. Adam dijo: “Nuestra vida estaba lejos de ser perfecta, pero sentía una paz y una cercanía a Dios que nunca había sentido de un modo tan profundo antes. Satanás continuaba intentando entrometerse, pero me rehusé permitirle salirse con la suya”.

Finalmente llegó el día tan esperado en que Adam volvió a ser bautizado y confirmado. El siguiente es un pasaje de su diario personal:

“Ayer fui bautizado y recibí el don del Espíritu Santo. No puedo explicar en palabras lo bien que me siento. Los últimos dos meses parecieron interminables y a menudo me sentí desanimado, pero apenas fui confirmado miembro de la Iglesia y se me confirió el don del Espíritu Santo, me sentí maravillosamente. No llegamos a apreciar lo que tenemos hasta que lo perdemos. Salí de la capilla con un sincero deseo de actuar rectamente y con fuerzas renovadas para guardar los mandamientos. Había pensado detenidamente en los requisitos para ser bautizado según se explican en Moroni 6, y sentí que estaba listo y resuelto a servir a Cristo hasta el fin. Mi esposa estaba muy emocionada y resultaba evidente cuán feliz —cuán verdaderamente feliz— ella se sentía. Le estaré por siempre agradecido a ella, y espero que sepa cuánto la amo y lo muy endeudado que le estoy”.

Adam sigue leyendo las escrituras en su oficina. Cada vez que llega a la parte del relato de Alma, hijo, se detiene a reflexionar en el momento en que sintió ese brazo amoroso alrededor de sus hombros haciéndole saber que podía hacer lo que debía. A veces se para junto al mismo teléfono con el que llamó a su obispo y piensa en cuán lejos el Señor lo ha llevado.

Cuando tiene un tiempo libre entre pacientes, se arrodilla a orar. El no hace esas cosas como hábito o por obligación, ni siquiera para dar un buen ejemplo, sino que las considera un honor y un privilegio; las hace por amor.

Poco después de ser excomulgado Adam se puso en contacto conmigo y renovamos la amistad que había comenzado muchos años antes en una conferencia de jóvenes. En una ocasión me escribió en un correo electrónico: “Pocos días después de que se me restauraran mis bendiciones y recibiera nuevamente la recomendación para el templo, mi obispo dijo algo que jamás olvidaré: ‘Ahora usted es contado entre el grupo de personas que saben personalmente que esto es verdadero’. Por cierto que he sido bendecido con un testimonio del Espíritu que jamás podré negar”.

Adam y yo hicimos arreglos para encontramos en el templo y asistir a una sesión juntos. Se le veía feliz y su rostro resplandecía. Resultaba evidente que él ya no caminaba en una de esas máquinas estacionarias de actividad en la Iglesia sin llegar a ninguna parte. Adam había remplazado la apatía con agradecimiento, la indiferencia con pasión y la observación con participación. Stephen R. Covey escribió: “Demostramos ser honrados cuando nuestra palabra se conforma a la realidad, pero damos muestras de integridad cuando la realidad se conforma a nuestra palabra” (6 Events,pág. 116). Adam había demostrado poseer ambas cualidades y al hacerlo gozaba del discipulado a sabiendas.

Como lo ilustra el relato de Adam, la conversión no es el resultado automático de haber crecido en la Iglesia ni de decidir ir en una misión y casarse en el templo. Tampoco es una consecuencia de ir a las reuniones de la iglesia todas las semanas. Todas esas cosas tal vez ayuden, pero la conversión es algo individual entre la persona y Dios, lo cual sucede en forma paulatina, debiendo ser continuamente renovada y revitalizada.

Como hijos de Dios tenemos una conciencia que nos permite apartarnos un poco de nuestros pensamientos y nuestras acciones para analizarlos desde una cierta distancia. Los animales no pueden hacer eso ni tampoco las plantas. El ser humano tiene una especie de brújula moral innata. Los animales poseen instinto pero carecen de conciencia. Nosotros podemos sopesar múltiples oportunidades y después elegir entre ellas, mientras que los animales no puedan hacerlo. Con tantas increíbles destrezas a su disposición, ¿por qué hay personas que se conforman con vivir en el mismo plano de los animales? Parecen sentirse satisfechas con someterse a los permisivos deseos del momento en vez de hacer uso de la capacidad que Dios nos otorga de alcanzar nuestro máximo potencial.

Es de esperar que los miembros de la Iglesia no actúen de ese modo pero, ¿seguimos conformándonos con rehusarnos a alcanzar alturas espirituales más elevadas? Tal vez transitemos la senda estrecha y angosta pero, ¿a qué velocidad vamos? Es posible que nos estemos sosteniendo de la barra de hierro pero, ¿con cuánta firmeza? En el Nuevo Testamento leemos de un hombre llamado Zaqueo, quien se subió a un árbol para poder ver al Señor y terminó invitándolo a su casa (véase Lucas 19:2-10). ¿Nos estamos perdiendo la visita por no querer subirnos al árbol? El presidente Dieter F. Uchtdorf nos recordó que “el discipulado no es un deporte de espectadores” (“The Way of the Disciple, pág. 77).

En el contexto de la expiación de Cristo, el fracaso no es un problema y tampoco lo es la mediocridad, la inmadurez, la inseguridad ni el temor. Lo que sí es un problema es la complacencia, y también lo es la indiferencia. Heber C. Kimball recordó a los Santos en cuanto a las casi insoportables pruebas y sufrimientos padecidos por José Smith. Entonces agregó: “El mayor de los tormentos que él enfrentó fue el ver que este pueblo no vivía a la altura de sus privilegios” (en Mark L. McConkie, Remembering Joseph, pág. 211). ¿Qué pensaría José Smith de nosotros hoy?

Joseph F. Smith recuerda haber escuchado a su tío, José Smith, dar un sermón desde la parte de atrás de una carreta. “Mientras él hablaba comenzó a llover, y en breves momentos la lluvia se volvió un diluvio. Quienes tenían paraguas se subieron a la carreta para proteger al orador, y nadie se marchó del lugar hasta que los servicios terminaron” (en Mark L. McConkie, Remembering Joseph, pág. 206). ¿Qué pensarían esos Santos que permanecieron bajo la lluvia en cuanto a las personas que salen de una sesión de conferencia de estaca o conferencia general antes del último himno y de la oración para no tener que batallar con el tránsito? ¿Qué dirían de nosotros cuando ni siquiera nos tomamos la molestia de asistir a la conferencia de estaca o de seguir la transmisión de la conferencia general por considerar esos días nuestro fin de semana “libre”?

La poetisa Elizabeth Barrett Browning escribió:

La tierra está entrelazada con los cielos, y toda zarza común arde con Dios.
Pero sólo aquél que ve, se quita el calzado; los demás sólo se dedican a arrancar moras.

A mis hijos siempre les resulta extraño cuando alguien termina un discurso o un testimonio, diciendo: “En el nombre de Tú Hijo Jesucristo”. Eso está bien cuando oramos a Dios, pero no cuando nos dirigimos a otras personas. Asimismo les causa gracia cuando alguien pide al Padre Celestial que bendiga alimentos cargados de azúcar o sodio para que nutran y fortalezcan nuestro cuerpo. También recuerdo una ocasión en que asistí a una reunión en una penitenciaría y uno de los reclusos pidió en oración: “Bendice a todos aquellos que no están aquí esta semana para que lo estén la semana próxima”.

Nuestro paciente Padre Celestial tal vez pase por alto esos errores a medida que vamos aprendiendo. Sin embargo, ¿son esas cosas que se dicen sin pensar un reflejo de que otros aspectos de nuestro discipulado estén también decayendo? Cuando ofrecemos las mismas respuestas prefabricadas a las preguntas que surgen en las lecciones en las que participamos los domingos, quizá sea una indicación de que ha llegado el momento de ampliar y expandir nuestros horizontes espirituales. Si los momentos de silencio son más prolongados que los de testificar en una reunión de testimonios, es posible que debamos pensar detenidamente. Si nos descuidamos, nuestro desarrollo espiritual personal puede atascarse aun cuando asistamos a nuestras reuniones; tal vez no apreciemos la profundidad del Evangelio, su aplicación y belleza, y ni que hablar de sus frutos, aun cuando se nos considere “activos”.

Un adolescente le dijo una vez a su maestro de seminario: “Yo no creo que el Libro de Mormón sea muy realista al referirse a que Lamoni y las otras personas cayeron en un trance”. Antes de que el maestro pudiera responder, otro de los alumnos dijo: “¿Piensas que eso nunca podría suceder? Tendrías que venir a mi barrio. ¡Todos están en un trance todos los domingos!”. En todo barrio hay sumos sacerdotes a quienes se les pesca con los ojos cerrados durante las reuniones, pero pienso que es mucho más preocupante el hecho de que el resto de nosotros hayamos aprendido a dormir con los ojos abiertos.

¿Cómo sería si pudiéramos volver atrás en la historia y advertir a la gente en cuanto a una catástrofe inminente? ¿Con qué grado de intensidad daríamos el mensaje a pasajeros que abordaran el buque Titanic, a los judíos antes de estallar la Segunda Guerra Mundial en Europa, a los marinos apostados en naves en Pearl Harbor, Hawái, en diciembre de 1941, o a empleados que iban llegando a las torres gemelas de Nueva York el 11 de septiembre de 2001? Aun cuando tal cosa se nos concediera, ¿cuántas de esas personas nos prestarían atención? El Libro de Mormón es un testamento y una advertencia. Los profetas modernos continuamente nos llaman la atención. ¿Cuántos estamos escuchando? Cuando a un senador del estado Utah se le preguntaba si los mormones éramos cristianos, sencillamente respondía: “Algunos sí, otros no” (Leap of Faith,pág. 280). Confío en que jamás tengamos que añadir una tercera categoría: Algunos sí lo son, pero nadie jamás siquiera lo sospecharía.

Una vez un niño de la Primaria preguntó inocentemente a su maestra por qué decimos que somos miembros de la Iglesia de Jesucristo en los últimos días en vez de todos los días. Cuanto más he pensado en ello, tanto más temo que la actitud de muchas personas entre nosotros bien podría calificarlas como miembro de la Iglesia de Jesucristo de los Santos del Día de reposo, cuando en realidad deberíamos ser santos de todos los días.

Hablando en una conferencia regional a la que yo asistí en el Centro Marriott de la Universidad Brigham Young el 12 de septiembre de 2010, el presidente Boyd K. Packer dijo algo de lo cual tomé nota: “En la Iglesia contamos muchas cosas, pero las cosas más importantes de la vida y de la Iglesia no se pueden cuantificar”. Ciertamente, algunos de los aspectos más importantes de nuestro progreso espiritual suceden en lo privado y no en público. Uno de los mejores indicadores de si los jóvenes podrán sobreponerse a la intensa presión de grupo y a los males que los rodean es ver si logran o no observar en privado una buena conducta religiosa (véase Brent L. Top y Bruce A. Chadwick, Rearing Righteous Youth, págs. 67-95).

Al poco tiempo de llegar a países extranjeros, los misioneros norteamericanos descubren que a los miembros y a los investigadores allí poco les interesa si esos jóvenes fueron scouts, si recibieron becas para la universidad o si practicaron deportes. Tales cosas carecen totalmente de importancia en esas partes del mundo. Los misioneros cuya estima propia se basa en tales logros sufren un poco. Quienes miden su valor personal según el número de amigos que tienen en Facebook o cuántas veces fueron elegidos para ocupar cargos en el gobierno estudiantil, sienten que sus cimientos se despedazan. Aquellos que son principalmente validados por las personas con quienes participan en juegos de video en línea o por otros amigos, de pronto comprenden que su realidad es precaria. Ése es el momento cuando los misioneros deben aprender a desarrollar lo que tendrían que haber estado desarrollando por mucho tiempo —-su relación con Dios. Cuando eran más jóvenes les resultaba más fácil sentirse reconocidos por otras personas en público que por Dios en privado. Cuando eran más jóvenes era más fácil simplemente asistir a las reuniones de la Iglesia y a seminario y listo. Ahora, su adoración como misioneros debe cubrir todo aspecto y todo momento de su vida. “La adoración verdadera y perfecta” escribió el élder Bruce R. McConkie, “es emular la vida del gran Ejemplo” (“How to Worship”, pág. 130), y eso debe suceder cuando estamos solos al igual que cuando estamos en compañía de otras personas. Debe suceder continuamente.

Un hombre que cumplía una condena en la cárcel escribió: “El día que fui sentenciado a diez años de prisión bajo cargos de agresión sexual, nadie lo podía creer. Por fuera siempre di la impresión de ser un mormón activo y un ciudadano modelo. Tenía un llamamiento, hacía mis visitas de maestro orientador y hasta acompañaba a los misioneros cuando iban a enseñar lecciones y yo mismo fui maestro de seminario matutino. Mi conducta pública era intachable, pero lo que fallaba era mi conducta privada. ¿Cuánto tiempo hacía que no leía mi bendición patriarcal? ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde la última vez que estudié las escrituras y me arrodillé a orar a solas? ¿Cuánto hacía que durante la santa cena no reflexionaba seriamente en la expiación de Cristo y en los convenios que había hecho con Él? No terminé en la cárcel por no asistir a mis reuniones. Había ido a parar allí por no haber sacado el debido provecho de todas esas reuniones, como ser el acercarme más a Dios. Las apariencias se volvieron más importantes que la realidad. En público yo era activo, mientras que en privado era apático”.

El élder David A. Bednar ha dicho que en lugares donde la Iglesia ha existido por mucho tiempo, el mayor desafío que enfrentamos es la “apatía espiritual” (“Special Witnesses”, pág. 7). Moroni vio nuestros días y dijo: “… despierta y levántate del polvo” (Moroni 10:31). El élder Orson Pratt enseñó: “Con una obra de tal magnitud ante ellos, los Santos de los Últimos Días deberían estar plenamente despiertos” (En Gerald N. Lund, The Corning of the Lord, pág. 232).

¿Estamos plenamente despiertos o somos sonámbulos? ¿Actuamos por inercia o nos sentimos agotados espiritualmente —tan insensibilizados que apenas deambulamos cuando bien podríamos buscar caminos más excelsos en la vida y ayudar a los demás a hacer lo mismo?

Hugh W. Nibley alertó a los miembros de la Iglesia en cuanto a demostrar demasiado entusiasmo sin suficiente conocimiento. Mi advertencia es lo opuesto; no necesitamos simplemente más misioneros, sino misioneros con más fervor. No es más bautismos lo que necesitamos sino más conversos. No necesitamos más miembros, sino más discípulos plenamente despiertos; discípulos que actúen a sabiendas.

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