La Continua Conversión

Capítulo 7
El Poder De Los Nombres

Los nombres pueden inspirar y elevar. Pueden abrir una ventana de posibilidades. Ante el velo que se levanta entre nosotros y los cielos, el Señor nos pedirá que le demos nuestro nombre, no para ver si lo conocemos, sino para ver si por medio de ese nombre hemos llegado a conocerlo a Él.


Un “acaparador de Google”, de tal manera fui calificado por un hombre en un enfático correo electrónico. Me dijo que estaba cansado de escribir su nombre, Brad Wilcox, en el motor de búsqueda de su computadora sólo para que apareciera mi nombre y mi información personal. También me decía que no tenía ningún interés en que se le confundiera con un fanático religioso como yo y me exigía que me cambiara el nombre. Me sentí tentado a decirle que al ser bautizado había tomado sobre mí el nombre de Jesucristo, pero supuse que eso no lo llegaría a complacer, así que este “acaparador de Google” simplemente no respondió.

Es interesante cuán protectores somos de nuestro nombre. Pocas otras cosas están tan íntimamente entrelazadas con nuestra identidad. Los nombres son mucho más que identificaciones individuales; ellos definen cómo nos percibimos a nosotros mismos y cómo somos percibidos por otras personas y, a menudo, tienen un significado profundamente personal.

La práctica de poner nombres varía de una cultura a otra alrededor del mundo. En países de habla inglesa a los recién nacidos generalmente se les da un primer nombre seguido por un segundo nombre y/o el apellido. En algunos países asiáticos el orden es el opuesto y el apellido precede al nombre de pila. En la cultura latina, la gente tiene por lo general dos apellidos, el paterno y el de soltera de la madre. Más allá de la cultura, algunas personas sienten gran respeto por los nombres mientras que otras no tanto. Hasta sabemos de casos en que la gente se cambia el nombre, pero lo que no oímos tanto es cómo el nombre nos cambia a nosotros.

En Doctrina y Convenios 25:10 se nos dice: “desecharás las cosas de este mundo y buscarás las de uno mejor”. ¿Cómo podemos cumplir con tan importante y permanente desafío? Consideremos el poder de los nombres para ayudarnos en ese sentido: nombres de pila, nombres nuevos, nombres de convenio, y nombres de investidura.

NOMBRES DE PILA

A la mayoría de los casos, nuestros padres nos dan un nombre o más, lo cual hacen con gran reflexión y amor. Mi madre soñaba con ponerle de nombre Wendee a una hija que tuviera, lo cual nunca se concretó pues tuvo cuatro hijos varones. Entonces, cuando mi esposa y yo nos enteramos de que íbamos a tener una hija, decidimos llamarla Wendee en honor a mi madre. Nuestro segundo hijo fue un varón a quien le pusimos de nombre Russell Tolman, dos buenos apellidos familiares. La tercera fue otra hija, y a ella dimos el nombre de Whitney pues a mi esposa le encantaba. Al último bebé que nos nació lo llamamos David, por el amado Apóstol David B. Haight.

Me encanta oír historias sobre la razón por la que las personas reciben un nombre en particular. Me gusta mucho participar en bendiciones de bebés al dárseles un nombre. Siempre me siento honrado de formar parte del círculo de poseedores del sacerdocio y rodear a la tierna criatura con protección y amor. Cuánto desearía que cada niño nacido en este mundo pudiera recibir su nombre en el centro de un círculo tan especial, y cuánto quisiera que todos los niños bendecidos de ese modo siguieran sintiendo tal seguridad a lo largo de la vida.

Pero si eso no es posible, al menos cada uno cuenta con la fuerza que existe en el nombre que se le dio en dicha ocasión. Los nombres nos ayudan a recordar quiénes somos. En el Libro de Mormón, Helamán llamó a sus dos hijos Nefi y Lehi (véase Helamán 3:21) y les dijo: “He aquí, os he dado los nombres de nuestros primeros padres… y he hecho esto para que cuando recordéis vuestros nombres, los recordéis a ellos; y cuando os acordéis de ellos, recordéis sus obras; y cuando recordéis sus obras, sepáis… que eran buenos. Por lo tanto, hijos míos, quisiera que hicieseis lo que es bueno” (Helamán 5:6-7). Helamán conocía el poder de los nombres.

En una conferencia de jóvenes conocí a un adolescente de nombre Spencer. Le pregunté si le habían puesto ese nombre por el presidente Spencer W. Kimball. Haciendo una mueca el joven respondió: “Sí, ¡qué ridículo!”. ¿Ridículo? ¿Había dicho el jovencito que aquello era ridículo? Lo aparté del grupo y le expliqué el profundo impacto que ese profeta había tenido en mi vida, cuánto lo amaba, y cuánto había influido en la formación de mi testimonio. Le dije que le haría llegar la biografía del presidente Kimball e hice que se comprometiera a leerla y después me escribiese para darme su parecer.

Varios meses más tarde recibí este correo electrónico: “Estimado hermano Wilcox, leí el libro que me envió y usted tenía razón; el presidente Kimball era fantástico. Me siento orgulloso de que me hayan puesto Spencer de nombre y voy a tratar de ser más como él”.

No es necesario que se nos dé el nombre de un profeta para gozar del poder de desechar las cosas de este mundo y buscar las de uno mejor. Cualquier nombre puede dotarnos de ese poder porque, ya sea que los padres lo sepan o no, cuando ellos dan esos nombres también confieren un componente muy personal y esencial de la investidura, y en la investidura recibimos el poder y la perspectiva eterna que nos permite realmente entender, valorar y recordar quiénes somos —quiénes realmente somos.

NOMBRES NUEVOS

Lamentablemente, hay padres que cargan a sus hijos con nombres desdeñosos y degradantes al momento de nacer. En las zonas rurales de la India, por ejemplo, donde los bebés varones son muy preciados, no es inusual que a una niña se le dé por nombre Nakusa o Nakushi, que quiere decir “indeseada”. En el pasado esas niñas tenían que llevar ese nombre a lo largo de toda la vida, pero las leyes están cambiando y el 22 de octubre de 2011, a cientos de niñas en ese país se les dio la oportunidad de recibir nuevos nombres (véase Sheila M. Embleton, “Names in India”).

¡Qué gran bendición pueden llegar a ser los nombres nuevos! Con ellos llegan nuevos comienzos y la oportunidad de volver a definirnos. Hugh W. Nibley escribió: “Recibir un nombre nuevo (Apocalipsis 2:17) es recibir un nuevo papel y una nueva imagen” (“On the Sacred and the Symbolic”, pág. 558).

El élder Dallin H. Oaks ha enseñado: “Un rey recibe un nuevo nombre al ascender al trono. Esto nos ayuda a explicar los nuevos nombres dados a muchas personas… en la Biblia al momento de producirse un cambio importante en sus vidas” (His Holy Name, pág. 47). Abram llegó a ser Abraham (Génesis 17:5), Sarai llegó a ser Sara (Génesis 17:15), Jacob llegó a ser Israel (Génesis 32:28), y Saulo llegó a ser Pablo (Hechos 13:9).

A veces se dan nuevos nombres, no como remplazo de los anteriores, sino en forma adicional, tales como apodos o nombres de cariño. Hugh W. Nibley enseñó que en el mundo antiguo era relativamente común que los padres dieran a un hijo un nombre público y un nombre privado —un nombre secreto conocido solamente por el hijo y sus padres (véase “On the Sacred and the Symbolic”, pág. 259). El nombre público se le daba al nacer, mientras que el privado se le confería más adelante, cuando el hijo demostraba ser digno de confianza y estar pronto para asumir mayores responsabilidades y recibir mayores privilegios. El nombre nuevo se le otorgaba a medida que el joven prometía vivir conforme a leyes y normas más elevadas. De igual modo, en muchas culturas indígenas norteamericanas, cuando un niño llegaba a la edad de responsabilidad, se le daba un nombre nuevo representativo de algo que debía lograr en la vida. Las Escrituras enseñan que todos cuantos entren en el reino celestial deben recibir un nombre nuevo (véase D. y C. 130:11, Isaías 56:5; Apocalipsis 3:12).

Hay un cierto poder en los nombres nuevos; son un recordatorio de que podemos volver a empezar y, con la ayuda del Señor, llegar a ser nuevas criaturas (véase 2 Corintios 5:17). Esos nombres nos inspiran a vivir de tal manera que seamos merecedores de las bendiciones que nuestro Padre Celestial tan abundantemente nos concede, y nos recuerdan quiénes somos y qué representamos.

NOMBRES DE CONVENIO

Junto con los nombres de pila y los nombres nuevos que les son dados, algunas personas se acreditan nombres adicionales. Entre los casos más frecuentes se encuentran las estrellas del cine. El nombre original de Marilyn Monroe era Norma Jane Mortenson. El nombre que se le dio a John Wayne al nacer fue Marión Robert Morrison, mientras que el cantante Stevie Wonder originalmente se llamaba Stevland Hardaway Judkins.

En algunas culturas, cuando una mujer se casa toma sobre sí el apellido de su marido. Muchas personas que provienen de otras partes del mundo con nombres muy distintivos deciden cambiárselos. Hay quienes hacen esto por consideración hacia quienes podrían tener dificultad para pronunciar su nombre original, mientras que otros lo hacen por respeto hacia sus propios nombres ya que no desean que se les pronuncie mal o que se les ridiculice. Pero también los hay quienes se los cambian para que se asemejen más a los del país donde ahora viven.

Cuando esas personas adoptan tales nombres, a veces simplemente acortan su nombre real o escogen nombres que suenen similares a los que recibieron en su país de origen, pero la mayoría se pone nombres totalmente diferentes. Algunos estudios revelan que en casi todos los casos los nombres que se escogen más comúnmente son los de personas famosas. Una investigación indicó que el tomar el nombre de alguien más es una muestra de admiración hacia él o ella, con quien quiere que se le asocie cada vez que se mencione su nombre (véase Saundra K. Wright, “Naming Decisions”).

Como Santos de los Últimos Días, en las aguas del bautismo y al participar de la Santa Cena, hacemos el convenio de tomar sobre nosotros el nombre de Jesucristo (véase 2 Nefi 31:13; D. y C. 18:24-25; 109:22). En tales ocasiones, ¿tomamos Su nombre en vano? Generalmente pensamos en el tercer mandamiento como si se tratara únicamente del hecho de evitar la blasfemia, pero hay otras maneras de usar el nombre de la Deidad de un modo falso. Confío en que sinceramente tengamos el deseo de adoptar una vida completamente nueva. Confío en que realmente admiremos y valoremos al Salvador, que tratemos de recordarlo siempre, que queramos relacionarnos con Él e intentemos emularlo.

Pero, ¿es eso todo? ¿Tomamos el nombre de Jesús como una persona tomaría el nombre de un personaje admirado y célebre? Espero que no, porque Cristo es mucho más que eso. Los nombres de personas célebres tal vez sean adoptados por otros sin que ellos jamás se percaten, pero no sucede lo mismo con Jesús. Él no es alguien a quien apenas se le admire a la distancia. Él nos conoce y tiene la determinación de moldearnos y enseñarnos. Refiriéndose a quienes se habían unido a la Iglesia, el Señor le dijo a Alma: “Sí, bendito es este pueblo que está dispuesto a llevar mi nombre; porque en mi nombre serán llamados; y son míos” (Mosíah 16:18; véase también Alma 5:35-38). Truman G. Madsen enseñó: “El mismo Dios que mandó que ‘Santidad al Señor’ se inscribiese en todo templo… nos invita a que inscribamos Su nombre en la totalidad de nuestro ser”(The Temple, pág. ix). Esta invitación que aceptamos por convenio no es una propuesta unilateral. No se trata de que sólo nosotros tomemos el nombre de Cristo, sino que Él nos lo da. El élder Bruce C. Hafen escribió: “En la Iglesia a menudo hablamos de venir a Cristo. Tal vez debiéramos hablar más sobre cómo Cristo también viene a nosotros” (Spiritually Anchored, pág. 11).

Miguel Ángel tenía apenas veintitrés años de edad cuando creó la Piedad —obra maestra entre las esculturas del renacimiento, que muestra al Salvador sobre las rodillas de Su madre después de Su crucifixión. Cuando su trabajo fue exhibido, todo el mundo quedó maravillado ante su perfección; la manera asombrosa como el artista había hecho aparecer a la piedra como carne humana, la increíble textura de dobleces en la ropa de María, la serenidad en la expresión tanto de la madre como de su hijo, evidencia de paz y fortaleza no vistas en este mundo. Al ir la gente a admirar su obra, Miguel Ángel oyó a alguien decir que alguien más debía haber hecho aquello, pues era demasiado perfecto para haber sido creado por alguien tan joven como Miguel Ángel. Esa misma noche el artista tomó su cincel y talló esta leyenda en la faja que cruzaba el pecho de María: Miguel Ángel Buonarroti de Florencia hizo esto. El artista firmó su trabajo (véase William E. Wallace, Michelangelo: The Artist, the Man and His Times).

De un modo similar, Cristo nos firma a nosotros, pues somos Su obra y Su gloria (véase Moisés 1:39). Él no creó las inteligencias y los espíritus de la misma manera que Miguel Ángel no creó el mármol, pero nos da forma, nos refina y nos pule. En el libro Discursos sobre la fe leemos que el propósito del Señor es hacemos semejantes a Él… asimilados por Su imagen. Él nos hace Su obra maestra. Ciertamente, como se nos enseña en el Nuevo Testamento, “… somos hechura suya, creados en Cristo Jesús” (Efesios 2:10). Cuando hacemos y renovamos convenios, es como si en nuestro corazón Él escribiera: “Jesucristo de Nazaret está haciendo esto”. No llama la atención que el rey Benjamín haya dicho: “Quisiera que os acordaseis de conservar siempre escrito [el nombre de Cristo] en vuestros corazones” (Mosíah 5:12).

“En los nombres, especialmente aquellos de naturaleza divina, se concentra el poder divino” (Truman G. Madsen, The Temple, pág. 138). En el nombre de Cristo hay poder para hacer a un lado las cosas de este mundo y buscar las de uno mejor. Al tomar ese nombre divino por medio de un convenio, recordamos quiénes somos, lo que representamos, y a quién pertenecemos.

NOMBRES DE INVESTIDURA

Todos recibimos un nombre al nacer y un nombre nuevo cuando estamos prontos. Al hacer convenios con Cristo, tomamos Su nombre sobre nosotros y luego en Su santa casa somos investidos con poder.

Algunos nombres son dados con la mira puesta en el presente, mientras que otros extendiendo la visión hacia el futuro. Como lo sugiere una antigua expresión romana, nomen est ornen o “el nombre es destino”. Los nombres de los niños pueden representar lo que son pero también pueden referirse a su potencial. Lo mismo sucede con las instituciones.

Poco después de la Guerra Civil de los Estados Unidos de América, los líderes de muchos colegios, institutos y academias empezaron a llamar a sus instituciones universidades (véase Christine DeVinne, “Tune that Name”). Eso no se debió a que tales entidades hubiesen cumplido con todos los requisitos generalmente aceptados para recibir la distinción de universidad, sino porque después de la guerra la gente estaba descorazonada y había perdido toda esperanza. Necesitaban algo que sirviera para restaurar su fe en el futuro, en la educación y en ellos mismos. Los líderes llamaron a sus colegios universidades a fin de inspirar al cuerpo docente, a los estudiantes y a las comunidades a trabajar hasta que esas instituciones se desarrollaran, crecieran y alcanzaran la medida de su nombre. El nombre mismo definía un nuevo futuro para tales instituciones y ofrecía una declaración de misión que guiaba a todas las personas envueltas en ello hasta que finalmente alcanzaran su objetivo.

Los nombres pueden lograr tal cosa. Pueden inspirar y elevar. Pueden abrir una ventana de posibilidades. Ante el velo que se levanta entre nosotros y los cielos, el Señor nos pedirá que le demos nuestro nombre, no para ver si lo conocemos, sino para ver si por medio de ese nombre hemos llegado a conocerlo a Él (véase TJS, Mateo 7:33; 25:11). Entonces, en acentos tiernos y sagrados, Él nos investirá con un nombre final —un nombre que tanto en la antigüedad como en el día actual “no se podría repetir, a excepción de en contextos rituales” (Truman G. Madsen, The Temple, pág. 150). Con ese nombre Él ofrece una visión clara de todo cuanto tenemos por delante, incluyendo la salud, el vigor, y la justa influencia que será una bendición en la vida de nuestros hijos y los hijos de ellos. Las personas con una misión tal caminan con la cabeza erguida y viven mejor, pues comprenden que no existen sólo para el presente ni para sí mismas.

YA NUNCA SEREMOS LOS MISMOS

Los nombres de pila, los nombres nuevos, los nombres de convenio y los nombres de investidura tienen el poder de ayudarnos a “[desechar] las cosas de este mundo y [buscar] las de uno mejor” (D. y C. 25:10). Tienen el poder de sostenernos a lo largo del proceso de la continua conversión. Quienes reciben e interiorizan esos nombres nunca vuelven a ser los mismos. Sus vidas son diferentes porque ellos recuerdan quiénes son y lo que representan; recuerdan a quién pertenecen y todo cuanto pueden llegar a ser por medio de Él.

Cuando los padres de “Kay” Devenport le pusieron ese nombre, quizá no sabían que éste quería decir fuego o fogosa, y por cierto que no podrían haber escogido un nombre más apropiado para su radiante e independiente hija.

En 1970 Kay vivía en Jackson, Tennessee, estaba casada con un ministro metodista y era madre de dos hijas. Ella estaba sumamente envuelta en las actividades de su iglesia y realmente no le interesaba agregar nada más a su vida por el momento. Entonces dos jóvenes misioneros llamaron a su puerta y se presentaron como representantes de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Kay dijo más adelante: “Lo único que conocía de los mormones era el magnífico Coro del Tabernáculo, así que los invité a pasar y escuché su mensaje”.

Los élderes le ofrecieron a Kay un ejemplar del Libro de Mormón y testificaron que Cristo había visitado el Nuevo Mundo después de Su muerte y resurrección en la Tierra Santa. Kay les preguntó si ellos se estaban refiriendo a Quetzalcoatl, ya que había viajado por México con su esposo y le fascinaban las leyendas que había oído del gran dios blanco que bendijo a la gente y prometió un día regresar. Los misioneros le dijeron que tal vez las antiguas leyendas sobre aquel gran dios blanco se referían ni más ni menos que a Jesucristo. La posible conexión dejó a Kay fascinada y aceptó el libro. En realidad los élderes nunca habrían imaginado que la esposa de un ministro de otra religión fuera a leer el Libro de Mormón y a orar en cuanto e él, pero eso fue precisamente lo que Kay hizo.

Su esposo, dotado de una gran formación académica, y quien hablaba seis idiomas, no se mostró tan impresionado con aquellos jóvenes misioneros y su libro como lo estaba Kay. Los dos años siguientes fueron los más estresantes de su vida. Vez tras vez Kay le imploraba a su esposo que fuera de criterio un poco más amplio, que leyera el Libro de Mormón y orara en cuanto a la veracidad de su mensaje. El respondía: “No tengo interés en hablar con los misioneros porque no saben nada. No puedo discutir el hebreo con ellos. Lo único que tienen es su “testimonio”, y eso no es suficiente para mí”. Con el tiempo ellos se divorciaron y Kay se bautizó en la Iglesia el 9 de noviembre de 1972.

Ese día ella tomó sobre sí el nombre del Salvador por medio de un convenio y recibió el don del Espíritu Santo. Algunos miembros de su barrio le preguntaron: “¿Cómo pudo desprenderse de tanto sólo para unirse a la Iglesia?”, a lo cual ella les recordaba que no se trataba de “cualquier” iglesia, sino de la Iglesia verdadera. “La verdad requiere sacrificios” agregaba, “pero son sacrificios que bien valen la pena hacer”.

El ex esposo de Kay se mudó a otra casa que quedaba cerca para seguir teniendo contacto regular con sus hijas. Dentro del círculo social de Kay había muchos amigos de su ex marido y sus respectivas esposas quienes notaban el cambio producido en Kay debido a su nueva religión. En privado, una de ellas le comentó: “Tienes una confianza interior que nunca habías mostrado antes. Es como si irradiaras un brillo —una luz que se refleja en tu rostro”. Otra le escribió una carta en la que le decía: “Sé que todos en nuestra comunidad están disgustados por haberte divorciado de tu esposo y unido a una nueva iglesia, pero lo único que yo puede decir es que se te ve mucho más realizada”.

Ella misma reconoció los cambios positivos que se habían producido en su vida desde su bautismo. Ella y sus hijas eran felices, y Kay podía sentir que el Espíritu guiaba sus pasos. Entonces, un día ella sintió que debía mudarse a Utah, lo cual le causó gran consternación, puesto que nunca tan siquiera le había cruzado la mente el mudarse a ninguna parte, mucho menos a un lugar tan distante y desconocido como Utah. No obstante ello, no podía negar las fuertes impresiones que estaba recibiendo. Pidió el consejo de su obispo y de otros líderes de la Iglesia, quienes estuvieron de acuerdo con que en su caso tal vez sería algo positivo pues le daría la oportunidad de rehacer su vida. El pasaje de 1 Nefi 3:7 adquirió un significado especial para ella: “Iré y haré lo que el Señor ha mandado, porque sé que él nunca da mandamientos a los hijos de los hombres sin prepararles la vía”.

El cambio no le resultó fácil. Kay encontró oposición en cada paso, pero cada vez que se levantaba una barrera delante de ella, otra bajaba. El primer desafío fue vender la casa en Tennessee. En esos momentos el mercado ofrecía serias desventajas para quienes vendían su propiedad y ella sabía que sería prácticamente imposible vender su casa por la cantidad que necesitaba. En poco tiempo, sin embargo, llegó un hombre y le dijo a Kay que en un sueño se le había indicado que comprara esa casa y que pagara en efectivo por ella. La transacción se llevó a cabo y Kay supo que Dios estaba velando por ella. Tras vender muchas de sus pertenecías y de unas cuantas despedidas en el barrio, acompañada de sus dos hijas, sus dos gatos y su perro, de nombre Nefi, Kay emprendió viaje hacia Utah.

El siguiente problema fue encontrar una casa para alquilar en las proximidades de la Universidad Brigham Young. El semestre había ya empezado y no había nada disponible. Ella se había puesto en contacto con varios agentes de bienes raíces pero ellos no pudieron encontrarle nada. Sin embargo, con la ayuda de un obispo local y su esposa, Ray y Joanne Baird, una cosa llevó a la otra y tras varios verdaderos milagros, Kay consiguió una casa. Tal como en el pasaje de 1 Nefi, Kay sabía que el Señor había preparado la vía para que ella pudiera concretar lo que Él le había mandado hacer.

Mientras tanto, el conductor del camión de mudanzas que ella había contratado estaba ya en camino con sus pertenencias, pero Kay no tenía un lugar donde él las pudiera entregar puesto que quienes ocupaban la casa hasta ese momento necesitarían una semana para mudarse. Kay pidió a Dios que la ayudará haciendo algo para que el conductor se demorara. Cuando finalmente llegó —exactamente una semana después— todo cuanto pudo hacer fue disculparse, diciendo: “Señora, realmente no sé por qué me llevó tanto tiempo llegar”. Kay ofreció una oración de gratitud en silencio.

Una vez que se hubieron instalado en su nueva casa, Kay y sus hijas hicieron muchos buenos amigos en el barrio al que asistían y con el tiempo Kay sirvió en un buen número de llamamientos. Sin embargo, ella seguía preguntándose por qué se había sentido tan resuelta a viajar a Utah siendo que también había tenido excelentes amistades y oportunidades de servir en Tennessee. Su pregunta se vio tal vez respondida en parte cuando se dio cuenta de cuánto más fácil le resultaba trabajar en su historia familiar al disponer de bibliotecas genealógicas y templos muy próximos. Ella había recibido sus investiduras un año después de ser bautizada y había empezado a investigar su genealogía, pero no había ningún templo en Tennessee en esos días. Kay explicó más adelante: “Dios sabía cuán importante el templo llegaría a ser en mi vida, así que tuvo que traerme a un lugar donde pudiera asistir asiduamente”.

Kay dedicó muchas horas a la tarea de preparar nombres e ir al templo a menudo para hacer la obra por sus seres queridos fallecidos. Una vez más, vecinos y amigos advirtieron un cambio en Kay. Una amiga le comentó: “Pareces una persona diferente. Tienes un vigor admirable hacia la obra del templo; has empezado una etapa completamente nueva en tu vida”. Alguien más dijo: “La pasión que muestras por la historia familiar y la obra del templo nos inspira a nosotros. Cuando te refieres a tus antepasados es como si hablaras de tus amigos más queridos. Conoces a esas personas; has escrito sus historias, y te has asegurado de que se haga la obra por ellas”.

Kay no sólo ha sido responsable por la preparación de miles de nombres para la obra en el templo a lo largo de los años, sino que su apego por la casa del Señor se les ha contagiado a sus dos hijas. Ambas se casaron en el templo y asisten regularmente con sus maridos. Hoy Kay tiene nueve nietos y tres bisnietos con quienes le encanta compartir los relatos de su historia familiar.

Kay dijo una vez: “El día que fui bautizada supe que mi vida cambiaría drásticamente, y el día que entré en el templo por primera vez tuve un renacimiento similar y sentí que cambiaría para siempre. ¿Qué sería de mi vida sin la Iglesia en ella?”. Al haber observado la enorme cantidad de bien producido por esa increíble mujer y su familia a lo largo de los años, yo mismo me he preguntado, “¿qué sería de la Iglesia sin Kay en ella?”.

Kay recibió su nombre al nacer. Lo obtuvo de sus padres quienes, a su vez, recibieron los suyos de sus respectivos padres, y así sucesivamente. Kay ahora conoce a todas esas personas. Su corazón se ha vuelto a sus padres y el amor que siente por su familia es el nervio motor de todo cuanto ella hace. Kay tomó sobre sí el nombre de Cristo cuando fue bautizada, y ha sido una verdadera testigo de Él en todo momento y ha hallado fuerzas en su Salvador y en los convenios que ha hecho con Él. Al enfrentar pruebas y desafíos, ella ha buscado refugio en el templo. Recordar el nombre que recibió en la casa del Señor le ayuda a tener presente que Dios la conoce y que jamás la abandonará. En el templo Kay ha hallado esperanza, paz y perspectiva renovadas.

Cada nombre que Kay ha interiorizado ha influido en ella, permitiéndole, a su vez, ser una influencia para muchas otras personas. Un miembro de su barrio me comentó: “Kay rara vez se refiere a los actos de servicio que ella presta a los demás, y cuando alguna otra persona los menciona, ella afirma que sólo a Dios deben darse las gracias. De todos modos, creo que es importante que se sepa que hay muchos estudiantes extranjeros que nunca habrían obtenido sus títulos en la Universidad Brigham Young de no haber sido por la ayuda de Kay”. Otro amigo dijo: “Kay es una buena mujer, completamente devota a la Iglesia. A ella le produce una enorme satisfacción contribuir al sustento de misioneros, al fondo de los usuarios de los templos, a los lugares históricos de la Iglesia, y las estaciones de radio y televisión de la universidad”. A Kay también le gustan mucho las competencias deportivas de BYU y se apasiona cuando ve los juegos por televisión.

Creo que la mejor manera de describir el corazón de Kay es hablando de un accidente que ella tuvo una vez. Al salir de la clínica de una fisioterapeuta trató de asirse de un pasamano que estaba flojo y cayó, fracturándose una muñeca. Mientras se recuperaba, algunas personas sugirieron que demandara a la terapeuta, a lo cual Kay respondió: “Lo que ella necesita no es una demanda, sino un nuevo pasamano”. En vez de contratar a un abogado, Kay fue a la clínica de la terapeuta, le dio una suma suficiente de dinero y le dijo: “Haga que le instalen un nuevo pasamano para que nadie más se accidente”.

Habrá quienes oirán esta historia y dirán: “Ah, así es Kay. Esa es la clase de persona que ella es”. Pero no es así. El buen corazón de Kay no es simplemente el resultado de haber recibido un nombre que quiere decir fogosa. Ese buen corazón nació de la disposición de Kay de pasar por el fuego del Refinador. Su bondad se vio forjada por muchos años de dedicado discipulado y fue moldeada por los nombres que le fueron dados con el transcurso del tiempo —representando cada uno de ellos un encuentro más personal con el Señor en su conversión cada vez más profunda.

El hermano Russell T. Osguthorpe, ex presidente general de la Escuela Dominical declaró: “Seguimos [a Cristo] un paso a la vez, y con cada paso con que nos acercamos más a Él, cambiamos. El Señor sabía que el crecimiento espiritual no se produce de repente, sino de manera gradual. Cada vez que aceptamos Su invitación y escogemos seguirlo, progresamos por el camino de la plena conversión. La conversión es la meta… no es un evento de una sola vez. Se trata de un esfuerzo de toda la vida por llegar a ser más como el Salvador” (“Un paso más cerca del Salvador”).

Eso explica el trayecto de Kay y el que todos nosotros hemos emprendido. Paso a paso nos acercamos más al Señor, y Él nos ayuda a cambiar. Muy gradualmente vamos progresando a lo largo del camino que nos lleva a la conversión plena y avanzamos en nuestro intento por llegar a ser más parecidos al Salvador.

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