Capítulo 8
Al Recibir La Investidura
Recibir a Cristo en el templo requiere sacrificio, pero ese sacrificio comienza y perpetúa un ciclo de cambio absoluto en la vida. Empezamos a amar aquello por lo cual nos sacrificamos y comenzamos a sacrificarnos por aquello que amamos.
Mi mamá enseñó segundo grado en la escuela primaria por veinte años mientras mis hermanos y yo pasamos por la infancia y la adolescencia. Aprendimos que tener una madre maestra ofrecía tanto beneficios como desventajas. Por ejemplo, nos resultaba provechoso cuando ella nos ayudaba con las tareas de la escuela, pero nuestras aptitudes gramaticales y sintácticas eran constantemente evaluadas bajo una lupa. Por ejemplo, se nos corregía cada vez que decíamos: “yo y él vamos a…” en vez de “él y yo”. Hasta en la iglesia mamá era implacable, aclarándonos regularmente que en el himnario no son las páginas las que están numeradas sino los himnos. Exigía que llamáramos a las cosas por su nombre correcto y no del modo por el que más comúnmente se les conocía, y cuando fallábamos, mamá nos sometía a una gentil cátedra. Sin embargo, el más grave de los pecados en la mente de nuestra mamá maestra era decir que la gente “sacaba” la investidura en el templo. “La investidura es un obsequio divino”, nos recordaba. “Un obsequio no se saca, sino que se recibe”.
Con las palabras de mamá resonando en mis oídos, desde que era joven, yo siempre he dicho que las personas reciben las investiduras. No obstante ello, no fue sino hasta más adelante en mi vida que empecé a darme cuenta de que había algo más que exactitud idiomática en el uso de esos términos. A aquellos que verdaderamente reciben las correspondientes investiduras les aguarda una gran lección espiritual, así como “poder de lo alto” (D. y C. 38:32).
El élder David A. Bednar enseña que recibir el Espíritu Santo no es una consecuencia automática de haber sido confirmado miembro de la Iglesia, sino que debemos sinceramente desear, invitar de un modo apropiado, y obedecer fielmente la influencia de ese tercer miembro de la Deidad. “Estas cuatro palabras, ‘Recibe el Espíritu Santo’, no son un pronunciamiento pasivo, sino que más bien constituyen un requerimiento del sacerdocio —una admonición acreditada a actuar por uno mismo y no para que se actúe sobre la persona (véase 2 Nefi 2:26)” (Increase in Learning pág. 47). La investidura la recibimos de la misma manera.
El emplear una analogía de los deportes tal vez no sea del todo apropiado para este tema, debido a que existen marcadas diferencias entre los deportes y el templo. Sin embargo, en algunos casos me ha servido al comparar el recibir en el templo con un jugador de fútbol que recibe un pase. El jugador debe tomar ciertas acciones para controlar el pase; de ningún modo podría él esperar que la pelota le cayera exactamente en los pies. Para él, la acción de recibir el pase es un hecho deliberado, un esfuerzo consciente, y una técnica importante que debe practicar y mejorar continuamente. Lo mismo sucede con cada uno de nosotros en el templo.
RECIBIR POR DECISIÓN PROPIA
La investidura, al igual que todas las bendiciones que recibimos como miembros de la Iglesia, no le es impuesta a ninguna persona. Ir en una misión es una elección personal, y también lo es el pagar el diezmo. Quienes optan por hacer esas cosas generalmente se alegran de haberlo hecho, pero a nadie se le obliga a hacerlo. A aquellos que reciben su propia investidura y después vuelven al templo para participar en la obra vicaria en favor de personas fallecidas siempre se les da la oportunidad de excluirse a sí mismos. Al comienzo de cada sesión así se indica, concediendo a los participantes el derecho de salir de la sala, ya sea por considerarse indignos o por no estar dispuestos a asumir las responsabilidades relacionadas con las bendiciones. Personalmente, nunca he visto a nadie ponerse de pie y salir —al menos no físicamente— pero es bastante fácil hacerlo mentalmente. Cuando yo asisto a una sesión y llego a ese momento de silencio, trato de usarlo como recordatorio de que tengo el pleno derecho de permanecer, de prestar atención y de participar activa y conscientemente en la experiencia. Al tomar esa decisión, siempre hallo un significado más profundo en la ordenanza.
Volviendo ahora a la analogía de los deportes, quien recibe un pase en un partido de fútbol, por mejor que ese pase sea, no va a lograr nada si se queda parado y no hace ningún intento por controlar la pelota. En el templo sucede lo mismo. Si la persona se va a quedar cómodamente sentada en su silla sin hacer absolutamente nada por aprender las cosas de la eternidad, poco o nada le aprovechará estar en ese sagrado lugar. Esas sillas no son un lugar para observar, sino que constituyen el campo de juego mismo, y es nuestra responsabilidad hacer lo que debemos hacer para aportar a lo que allí está teniendo lugar.
En muchas de las grandes catedrales e iglesias del mundo, a los turistas se les permite entrar, explorar, y tomar fotografías — aun durante los servicios de adoración. No sucede lo mismo en los templos. En las capillas damos la bienvenida a todos cuantos quieran entrar, pero nadie va al templo sólo para visitar el lugar, sino que entramos en él para participar.
Algunas personas que no son de nuestra fe se sienten ofendidas al enterarse de que no todos pueden entrar en los templos, y hasta nos tildan de “culto” por tener requisitos tan estrictos en ese sentido. En una ocasión asistí a una conferencia para la juventud en la que se había programado que los jóvenes realizaran bautismos por los muertos. Una de las jovencitas que asistía al evento, aunque había participado en actividades de la Iglesia por años, aún no era miembro, ya que sus padres no le permitían bautizarse hasta que cumpliera los dieciocho años.
Al dirigirse los jóvenes hacia la entrada del templo, una de las líderes apartó a la jovencita del resto del grupo y le dijo que tendría que aguardar afuera. Sorprendida, preguntó por qué.
“Bueno”, dijo la líder, “como aún no has sido bautizada, no puedes hacer bautismos por los muertos”.
“Está bien”, dijo la jovencita, “me conformo con mirar”.
Entonces la líder le explicó que tampoco eso sería posible, lo cual alteró mucho a la adolescente. “Entiendo que no pueda participar, pero ¿por qué no puedo entrar al menos?”.
Con dificultad para encontrar las palabras apropiadas, la líder finalmente respondió: “Porque no eres digna”.
“Para que sepa”, dijo la jovencita, “vivo las normas de la Iglesia mucho mejor que algunas de las chicas que acaban de entrar por esa puerta”.
La pobre líder no sabía qué más decir, así que entró deprisa al templo y regresó acompañada de un anciano obrero cuya cabellera igualaba la blancura de su traje. “¿Cómo puedo ayudar?”, preguntó el hombre en tono bondadoso.
La joven explicó: “Yo sé que no puedo hacer bautismos, pero no entiendo por qué razón no puedo entrar al templo por lo menos”.
“Sí que puedes”, dijo el obrero. A espaldas de la jovencita la líder gesticulaba desesperadamente para comunicarle que ella no era miembro. El hombre sonrió y continuó con la explicación: “Podrás entrar cuando estés pronta. Las puertas del templo no están cerradas para nadie. Al igual que con las más prestigiosas universidades, el templo está abierto para cualquier persona que esté dispuesta a prepararse para entrar. Todos pueden ir a una universidad, pero primero deben ir a la escuela primaria, a la secundaria y a la preparatoria, y más tarde pasar un examen de admisión”.
La joven sonrió al finalmente entender.
¿Acaso las universidades no admiten a personas porque la trigonometría es un secreto? Por supuesto que no, pero sí requieren que los estudiantes completen los requisitos necesarios para entrar. Para quienes no estén preparados, la trigonometría tendrá escasa relevancia. Si La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días es un culto por fijar requisitos para entrar al templo, entonces cualquier universidad en el mundo estaría dentro de esa misma categoría. El templo es “la universidad del Señor” (Andrew C. Skinner, Temple Worship, pág. 176), y aquellos que son asignados al mostrador de las recomendaciones no están allí para evitar que ciertas personas tengan acceso, sino para dar la bienvenida a todos cuantos estén preparados para entrar y aprender.
RECIBIR CON ESFUERZO
Una vez que un estudiante es admitido en una universidad, no tiene garantizado que vaya a recibir una educación. Eso requiere un gran esfuerzo, y aprender en el templo es algo similar. Brigham Young declaró que la investidura es algo que se debe experimentar (véase Journal of Dscourses,2:31), y llegamos a hacerlo cuando nos compenetramos mental y espiritualmente, al pensar, meditar y asumir responsabilidad por nuestro propio progreso. Antes de empezar un partido de fútbol o durante el entretiempo, un entrenador podría decir: “La cantidad de puntos que se lleven irá en proporción a lo que dejen en la cancha”. El presidente Boyd K. Packer enseñó: “Lo que sacamos del templo dependerá en gran medida de lo que llevemos a él en lo relacionado con humildad, reverencia y deseo de aprender. Si somos dóciles, el Espíritu nos enseñará en el templo” (The Holy Temple, pág. 7).
En varias ocasiones durante Su ministerio mortal, Cristo enseñó en forma directa, por ejemplo, en el Sermón del Monte (véase Mateo 5). Otras veces lo hizo indirectamente, tal como cuando compartió parábolas con quienes tenían “oídos para oír” (Mateo 11:15). Algunas lecciones en el templo se enseñan directamente, mientras que otras en forma indirecta. No se espera que éstas sean entendidas plenamente la primera vez que uno las experimenta. En Predicad Mi Evangelio se nos dice: “Aunque es muy importante aprender de un buen maestro, es más importante que usted tenga experiencias significativas de aprendizaje por su propia cuenta” (págs. 17-18). El templo nos ofrece esa oportunidad.
Un antiguo dicho chino explica muy bien el valor del aprendizaje significativo: “Dime, y olvidaré. Muéstrame, y recordaré. Inclúyeme, y entenderé”. Todos oímos discursos en la iglesia que nos dicen muchas cosas, pero no siempre podemos recordar el tema central a menos que el orador haya ilustrado sus palabras con un ejemplo, una experiencia personal o una ayuda visual particularmente memorable. Pero si se trata del tema del último discurso que nosotros dimos, por lo general no tendremos problema en recordar de qué hablamos.
No es poco común oír a un maestro decir: “Creo que yo seré el que mayor provecho sacará de esta lección”, y generalmente es cierto ya que la persona que prepara y enseña una lección tiene una mayor participación y llega a entender el contenido más profundamente. En una ocasión se llevó a cabo un estudio en el cual se les pidió a niños del cuarto grado de escuela que enseñaran a otros del segundo grado qué se necesita para escribir bien. Cuando quienes efectuaban el estudio evaluaron el trabajo de los dos grupos, descubrieron que habían sido los niños del cuarto grado quienes aprendieron y progresaron más (véase Kelli R. Paquette, “Integrating the 6 + 1 Writing Traits Model”, págs. 28-38).
Hace varios años se me pidió que acompañara a un destacado educador en una gira por la Universidad Brigham Young. Lo llevé por todo el campus y después fuimos hasta el Centro de Capacitación Misional y al Templo de Provo. El hombre quedó admirado con el templo pero cuando vio dos capillas en las proximidades, señaló el templo y me preguntó: “¿Por qué simplemente no construyeron ésta más grande?”.
Brevemente le expliqué la diferencia entre una capilla y un templo, tras lo cual señaló a las dos capillas muy próximas la una de la otra y dijo: “¿Entonces por qué no construyeron una de esas más grande?”.
“¿Le gustan los edificios enormes?”, le pregunté. “Voy a llevarlo al Centro de Conferencias en Salt Lake, pero sólo usamos ese enorme edificio unas pocas veces al año”. Le expliqué que la nuestra es una iglesia de participación. “No vamos a reuniones apenas para escuchar a otras personas hablar, enseñar y dirigir; todos tomamos parte, aun los niños y los adolescentes. El tener dos capillas una junto a la otra significa que hay más gente activa que pasiva, personas que participan en vez de sólo observar.
Dibujando una amplia sonrisa ese respetado educador dijo: “¡Qué genialidad!, ¡pura genialidad!”.
Es mucho más que una genialidad; es la forma como el Señor hace las cosas. En el templo, las lecciones de la investidura al estilo de parábolas permiten a cada persona tomar una parte más activa en el proceso de aprendizaje. Los símbolos del templo, como es el caso de las ayudas visuales, nos permiten recordar lo que aprendemos de una manera que las solas palabras jamás lograrían. Pero tal participación requiere esfuerzo.
No podemos esperar que otras personas nos den de comer en la boca. Sin embargo, el aprender de esta manera es agradable para el alma pues nos invita, no sólo a recordar las verdades eternas, sino a aplicarlas e interiorizarlas.
El élder Bruce C. Hafen escribió: “Efectuar la ordenanza de la investidura en favor de personas fallecidas hace posible que quienes las llevamos a cabo también nos beneficiemos grandemente. Al seguir ese modelo divino, los convenios del templo continuamente refuerzan la doctrina y la práctica de la vida de un discípulo” (“Pools of Living Water”, pág. 64).
RECIBIR MEDIANTE LA PRÁCTICA
Con la práctica, los jugadores de fútbol mejoran sus destrezas de control de la pelota al recibir pases. Lo mismo sucede con aquellos que reciben la investidura. Una habilidad didáctica que mejora con la práctica es la de hacer preguntas y reflexionar en las respuestas. La totalidad de la experiencia del templo de hecho empieza con una serie de preguntas y respuestas a la cual conocemos como la entrevista para la recomendación del templo. La mayoría de la gente ve ese proceso sólo como una forma de determinar la dignidad, pero también puede presentar una oportunidad de practicar esa técnica de inquirir a fin de ganar un entendimiento más profundo en el templo.
Las preguntas de la recomendación parecen ser lo suficientemente directas a primera vista —preguntas hechas por líderes del sacerdocio que se pueden responder con un sí o un no. Pero no es necesario que las preguntas y las respuestas se acaben al ser firmada la recomendación. Otras preguntas que requieran más que una respuesta afirmativa o negativa nos permiten ver las cosas desde una perspectiva distinta y cobrar nuevo entendimiento. En la obra musical La novicia rebelde, María declara: “Cada vez que el Señor cierra una puerta, en alguna parte Él abre una ventana”. Eso es exactamente lo que puede suceder al aprender sobre el templo.
Al reflexionar en la entrevista para la recomendación, una pregunta de puerta cerrada sería: “¿Cuál es el orden prescrito de las preguntas en la entrevista?”. Una pregunta de ventana abierta sería: “¿Por qué las preguntas se prescriben en ese orden?”. Una pregunta de puerta cerrada: “¿Cuáles mandamientos se recalcan en la entrevista?”. Preguntas de ventana abierta: “¿Por qué se recalcan algunos mandamientos más que otros?”, “¿de qué modo esos diferentes mandamientos han ganado un nuevo significado en diferentes momentos de mi vida?”, “¿qué valor ha tenido para mí el poder responder esas preguntas honestamente?”.
Si pienso en la entrevista de la recomendación, tal vez me sienta tentado a decir: “Ya he oído todo eso antes”, o “lo he hecho tan a menudo que ya me lo sé todo de memoria”. Tales observaciones indican que yo estoy viendo puertas cerradas en vez de buscar ventanas abiertas. Considere la siguiente pregunta: “¿Tiene un testimonio de la expiación de Jesucristo y de Su función como Salvador y Redentor?”. Uno puede responder esa pregunta con una puerta cerrada de sí o no cuando habla con un líder del sacerdocio, pero también le puede llevar a algunas preguntas propias de ventana abierta: “¿Por qué es tan esencial tener un testimonio de la Expiación?”. “¿Qué es diferente entre esta pregunta y la anterior en la cual declaré tener fe en y un testimonio de la Deidad?”. “¿Cómo son las funciones salvadoras y redentoras de Cristo similares y cómo son diferentes?”. “¿De qué se priva la gente si no puede responder esa pregunta afirmativamente?”. “¿Cómo ha cambiado mi vida el testimonio que tengo de la expiación de Cristo?”. “¿Cómo puedo compartir ese testimonio más eficazmente con otras personas?”.
Otra pregunta de puerta cerrada en la entrevista es: “¿Paga usted un diezmo íntegro?”, pero bien puedo buscar las ventanas abiertas: “¿Por qué pago el diezmo; lo hago por hábito, por deber o por amor?”. “¿Cómo se relaciona este mandamiento con la ley de consagración?”. “¿Qué sucedería si nadie pagase el diezmo?”. “¿Qué tal si cada miembro en toda la Iglesia lo pagara?”. “¿Qué bendiciones —temporales y espirituales— he visto en mi vida por estar dispuesto a obedecer este mandamiento en forma constante?”.
Al igual que con las preguntas y las respuestas de la entrevista para la recomendación, algunos aspectos de la investidura al principio podrían aparecer como puertas cerradas. El relato de la Creación y de Adán y Eva en el Jardín de Edén nos es familiar a la mayoría de nosotros. Yo veo algo más profundo en él al hacer preguntas de ventanas abiertas: “¿Cómo se relacionan los diferentes períodos de la creación de la tierra a mi propio crecimiento y desarrollo eternos?”. “¿Cómo me ayuda el templo a establecer prioridades?”. “Si todas las cosas fueron creadas espiritualmente antes de serlo temporalmente, ¿qué es lo que eso me enseña sobre mi desarrollo personal?”. “¿Por qué tentó Satanás a Adán y Eva?”. “¿Qué tal si la Caída no hubiera ocurrido?”. “¿Por qué dio Dios a nuestros primeros padres mandamientos aparentemente contradictorios?”.
Richard y Kathleen Walker, ex presidente y directora de las obreras del Templo de Salt Lake City, escribieron: “Al tratar de encontrar… un mayor entendimiento, hemos creado una pequeña fórmula que llamamos ‘El principio, el Salvador, y yo’” (House of Leaming, pág. 56). Los hermanos Walker sugieren que al escuchar los diferentes componentes de la presentación de la investidura en el templo, nos preguntemos: “¿Cuál es el principio doctrinal que se está enseñando? ¿Cómo se relaciona con el Salvador?”, y por último, “¿Qué tiene esto que ver conmigo?, ¿cómo puedo aplicarlo en mi vida?”. Al principio éstas pueden parecer preguntas de puertas cerradas con una sola respuesta correcta pero, en realidad, son preguntas de ventanas abiertas que se deben analizar. El presidente y la hermana Walker escribieron: “Por medio de esta sencilla fórmula… hemos descubierto que entramos en el templo con más entusiasmo y con un mayor deseo de aprender. Hay veces que nos sentimos como si estuviéramos sentados en el borde de nuestros asientos debido a estar escuchando con tanto interés y propósito” (House of Leaming, pág. 64).
RECIBIR A CRISTO
El élder Robert E. Wells escribió lo siguiente sobre el templo: “No hay otro lugar en la tierra donde obtengamos un entendimiento más claro y completo del Salvador, de nuestra dependencia de Él y de la forma como Él influye en nuestra vida. Por cierto que nuestros sentimientos en cuanto al templo son los indicadores más verídicos de aquellos más profundos que tenemos hacia Cristo” (Hasten My Work, pág. 85).
Al fin de cuentas, recibir la investidura en el templo significa recibir a Cristo y aceptar Su gran sacrificio. Él mismo ha dicho: “Si me recibís en el mundo, entonces me conoceréis y recibiréis vuestra exaltación; para que donde yo estoy vosotros también estéis” (D. y C. 132:23). Cuando Cristo apareció en el Nuevo Mundo, fueron aquellos que se congregaron ante el templo quienes pudieron oír Su voz, se le acercaron, metieron las manos en su costado, y sintieron las marcas de los clavos en Sus manos, a fin de saber con certeza que Él era el “Dios de Israel, y el Dios de toda la tierra” (3 Nefi 11:14). En esta dispensación el Señor también ha declarado: “Me manifestaré a mi pueblo en misericordia en [mi] casa” (D. y C. 110:7).
Después de recibir la investidura, una hermana me comentó: “Me sentí decepcionada de no haber visto más de la expiación de Cristo”. Quedé atónito; era como si me hubiera dicho que acababa de caminar por medio de un bosque pero no había visto ningún árbol. Al continuar con nuestra conversación resultó claro que lo que ella habría esperado era haber visto representaciones del sufrimiento de Cristo en el Jardín de Getsemaní, ilustraciones de Él sobre la cruz, y figuras de Su sepulcro vacío, así que se mostró sorprendida cuando ninguna de tales cosas fueron mostradas directamente.
Le expliqué que en la investidura, en vez de ver una representación de esos momentos específicos, aprendemos por qué fueron necesarios en primer lugar y se nos asegura que fueron planeados desde el principio. Se nos enseña sobre la ilimitada libertad y las múltiples oportunidades que nos aguardan gracias a la expiación de Cristo. En muchas iglesias y catedrales cristianas esa hermana podría haber visto hermosos retratos de la pasión de Cristo, pero sólo en el templo ella puede aprender el propósito de dicha pasión.
El presidente Russell M. Nelson escribió: “Las ordenanzas y los convenios del templo enseñan sobre el poder redentor de la Expiación” (“Prepare for the Blessings of the Temple”, pág. 49). En forma similar, Andrew C. Skinner enseñó que “la conexión entre el templo y la Expiación no es tenue ni débil en lo más mínimo” (Temple Worship, pág. 52; énfasis en el original). Algunas veces tales conexiones son obvias, mientras que en otros casos debemos buscarlas. De cualquier manera, “todas las cosas que han sido dadas por Dios al hombre, desde el principio del mundo, son símbolos de él” (2 Nefi 11:4).
Algunas personas ven en un arco iris nada más que una luz, mientras que otros ven en él una señal del convenio del Señor (véase Génesis 9:13). Los israelitas vieron en la serpiente ardiente nada más que una culebra en una vara (véase Números 21:6-9). Otros vieron al Salvador levantado sobre la cruz (véase Helamán 8:14-15). En el momento del nacimiento de Cristo, algunas personas deben haber visto la estrella como nada más que algo extraño en el firmamento, pero los “magos [que] vinieron del oriente” (Mateo 2:1) reconocieron la “estrella nueva” (Helamán 14:5) y la siguieron para encontrar al niño rey. Puesto que vieron a Cristo en la señal, con el tiempo vieron a Jesús. Al aprender a reconocer a Cristo en las ordenanzas, las señales y los símbolos del templo, nos preparamos para un día reconocerlo a EL
En los templos de la antigüedad, los sacerdotes se lavaban con agua. La ley de Moisés requería varios lavados, simbólicos de la máxima purificación de la Expiación. Los sacerdotes se lavaban en preparación para su servicio en el templo (véase Éxodo 29:4; 40:12). Al sumo sacerdote se le instruía que lavase “su cuerpo con agua en un lugar santo, y después de ponerse sus vestidos, [saliera y ofreciera] su holocausto” (Levítico 16:24).
Los sacerdotes eran ungidos con aceite sagrado, tal como se hacía con reyes y profetas (véase 1 Samuel 10:1, 24; Salmo 105:15). Se llevaba a cabo tal unción para santificarlos (véase Exodo 40:13; 28:40-41; Levítico 8:12), santificación que se hacía posible únicamente mediante la expiación de Cristo, el gran Mesías, que significa “el ungido” (véase Hechos 4:27; 10:38). También simbólico de la Expiación era el aceite de oliva empleado en la unción. Getsemaní era un huerto de olivos, nombre que traducido del hebreo significa “lagar”.
La vestimenta sagrada del templo recordaba a los sacerdotes de la antigüedad en cuanto a Jesús. Quienes entraban al templo en aquellos días vestían ropas blancas. Cuando Cristo visitó a los nefitas, “estaba vestido con una túnica blanca” (3 Nefi 11:8). En Apocalipsis 7:13-14 se deja en claro que cuando los santos están “vestidos de ropas blancas” es porque “han lavado sus ropas y las han blanqueado en la sangre del Cordero”.
Estoy endeudado con Donald W. Parry y Jay A. Parry por gran parte de lo que he aprendido y compartido en este capítulo sobre los antiguos templos y sacrificios (véase Temples of the Ancient World, y Symbols and Shadoivs). Me resultó fascinante descubrir que la vestimenta sagrada usada por los antiguos sacerdotes era vital para su adoración. Parte de las vestiduras del sacerdote consistía de sencilla ropa interior de lino. Cuando Adán y Eva descubrieron su desnudez en el Jardín de Edén, Dios le pidió a Jesús que hiciera túnicas de pieles para cubrirlos (véase Génesis 3:21). Cuando pensamos en una túnica, lo que nos viene a la mente es, tal como la define el diccionario, una “vestidura exterior amplia y larga”. Sin embargo, John Bytheway me explicó una vez que la palabra traducida como túnica se refería más bien a una prenda interior usada contra el cuerpo (véase Levítico 16:4), también empleada por mujeres, generalmente con mangas, llegándoles hasta las rodillas. El uso de esas vestiduras especiales era simbólico de ceñir a Cristo sobre ellos y permitir que Su expiación les cubriera (véase Romanos 13:14; Gálatas 3:27).
Junto con esa prenda interior, el sacerdote también ponía una tiara de lino sobre la cabeza y se cubría con un pectoral, un efod, un manto, una mitra y una faja (véase Ezequiel 44: 18; Éxodo 28:4). Para el término hebreo traducido como faja también se podría emplear delantal (véase Génesis 3:7). Isaías escribió: “Dios… me vistió con vestiduras de salvación, me cubrió con manto de justicia” (Isaías 61:10; véase también Job 29:14). Antiguamente, si alguien llevaba calzado en sus pies, indicaba que se trataba de una persona libre y no de un esclavo. Quitarse el calzado en el templo servía de reconocimiento no sólo de que la persona se hallaba en un lugar santo (véase Éxodo 3:5; Josué 5:15) sino que además estaba dispuesta a servir a Dios. Las vestiduras del templo eran consideradas tanto de naturaleza real como sacerdotal (véase Éxodo 19:6). Así como Nefi escribió de su “reinado y ministerio” (1 Nefi 10:1), la vestimenta del templo también recordaba a quienes la usaban en cuanto a su potencial de reinar como Jesucristo, el Rey de reyes (véase 1 Timoteo 6:15), y de ministrar como Jesús, el gran sumo sacerdote (véase Hebreos 6:20; 9:11).
SACRIFICIOS Y EL SALVADOR
Recibir a Cristo en el templo requiere sacrificio, pero ese sacrificio comienza y perpetúa un ciclo de cambio absoluto en la vida. Empezamos a amar aquello por lo cual nos sacrificamos y comenzamos a sacrificarnos por aquello que amamos. Con razón que Lehi valoró tanto el fruto del árbol de la vida que vio en su sueño; tuvo que sacrificarse por alcanzarlo. Tampoco llama la atención que deseara que sus seres queridos comieran de él ni que se sintiera tan abatido cuando se rehusaron (véase 1 Nefi 8:7-12, 35). El gran amor de Cristo por nosotros sólo está a la par de Su gran sacrificio en nuestro favor. Al nosotros sacrificarnos a fin de acercárnosle, nuestro amor por Él aumenta, y al éste crecer, estamos dispuestos a sacrificar cualquier cosa por el Señor (véase Omni 1:26).
Cuando serví como presidente de misión, tuvimos la bendición de que el Templo de Santiago Chile estuviera dentro de nuestros límites, lo cual nos permitía a mi esposa y a mí llevar misioneros a él en ciertas ocasiones. Una vez uno de los élderes permaneció en el salón celestial hasta que casi todos los demás se habían marchado. Se nos acercó y nos preguntó si teníamos tiempo de hablar con él sobre algunas escrituras que había estado estudiando. Fuimos hacia una de las esquinas del salón y le pregunté de qué deseaba hablar.
“Es que nunca había leído el Antiguo Testamento porque pensaba que no me iba a gustar pero, en realidad, es fascinante”. El élder, quien era un converso a la Iglesia, había hecho algunos nexos muy interesantes con el templo. Le aseguré que esas conexiones no eran coincidencia. El profeta José Smith testificó que las ceremonias del templo eran una restauración del “antiguo orden de las cosas” (History of the Church, 5:2).
El misionero dijo: “Presidente, he estado leyendo sobre cómo los altares del templo eran tan importantes que los sumos sacerdotes hacían grandes esfuerzos para asegurarse de que estuviesen apartados del mundo (véase Levítico 16:15-16, 27, 33). Los limpiaban, los santificaban y los hacían sagrados con sangre —en símbolo de la sangre de Cristo— para que cualquier cosa o persona que se les acercara también pudiera ser sagrada (véase Éxodo 29:36-37). ¡Eso me hace pensar sobre la Santa Cena y el templo!”.
Resultaba fácil percibir el entusiasmo del joven élder con respecto a todo lo que estaba aprendiendo, que así como Dios había dado instrucciones a Moisés de hacer un altar, prometiéndole que allí Él iría y lo bendeciría (véase Moisés 20:24), Dios también había dado instrucciones a José Smith de administrar la Santa Cena y edificar templos para que Él pudiera llegar a ellos y bendecirnos. El misionero me preguntó: “¿Cómo es posible que la gente no se dé cuenta de tan obvia correlación, presidente? A mí me resulta tan claro que los sacrificios de animales eran hechos a ‘semejanza del sacrificio del Unigénito del Padre, el cual es lleno de gracia y de verdad’ (véase Moisés 5:7). ¿Cómo fue, entonces, que los judíos de la antigüedad no entendieron que se estaba haciendo referencia a Cristo?”.
Le respondí que tal vez había unas cuantas razones para tal omisión, entre otras, el pecado y el orgullo, pero que quizá habían permitido que el proceso de los sacrificios se volviera tan habitual y rutinario que dejaron de pensar en ello. “Es posible que no se hayan dado cuenta por haber dejado de buscarlo”, agregué. Interiormente me pregunté si a veces nosotros mismos cometemos idéntico error.
En los templos de la actualidad no se llevan a cabo sacrificios de animales. El élder Neal A. Maxwell enseñó: “El verdadero sacrificio personal no ha consistido nunca en poner un animal sobre el altar, sino en la disposición de poner en el altar el animal que está dentro de nosotros y dejarlo que se consuma. Ese es el sacrificio al Señor de ‘un corazón quebrantado y un espíritu contrito’ (D. y C. 59:8)” (“Absteneos de toda impiedad”). Pablo dio la siguiente instrucción: “[Presentad] vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios (Romanos 12:1). Amalekí aconsejó: “Ofrecedle vuestras almas enteras como ofrenda” (Omni 1:26).
Pero el que no se lleven a cabo sacrificios de animales no quiere decir que la importante relación entre los sacrificios y el Salvador ya no se enseñe en la actualidad como se enseñaba antiguamente. Debemos tener “ojos que ven” (Lucas 10:23). Andrew C. Skinner confirmó que “en épocas antiguas, los templos del Señor eran lugares de sacrificio, y aún lo son” (Temple Worship, pág. 181).
Antiguamente, la persona que oficiaba el sacrificio ponía el animal sobre el altar con la cabeza hacia su derecha. Después declaraba su autoridad levantando el brazo derecho en forma de escuadra, de un modo similar a como un sacerdote de la actualidad efectúa un bautismo, diciendo: “Habiendo sido comisionado por Jesucristo” (D. y C. 20:73).
El siguiente paso en un sacrificio de animal en el Antiguo Testamento era que el que efectuaba el sacrificio debía sostener una copa en la cual caía la sangre del animal. La sangre, que es la fuente de la vida, (véase Levítico 17:14; Deuteronomio 12:23), representaba “la sangre expiatoria de Cristo” (Mosíah 4:2), con toda la nutrición, purificación y sanación que ofrece (véase Levítico 17:11; Hebreos 9:19-23). La copa era simbólica de aquella copa amarga de la cual Jesús habría de beber (véase Mateo 26:39; 3 Nefi 11:11; D. y C. 19:18). Mientras sostenía la copa en una mano, la persona que efectuaba el acto levantaba el cuchillo del sacrificio en la otra.
Después de dar muerte al animal, el sacrificador sostenía la copa de sangre en una mano y ponía la otra sobre la cabeza del animal. Esto simbolizaba la conexión entre el pecador y la víctima del sacrificio y servía para “transferir los pecados y la identidad personales al animal” (Andrew C. Skinner, Temple Worship, pág. 183; véase también Levítico 1:4). En Números 8:12 leemos: “Y los levitas pondrán sus manos sobre las cabezas de los novillos… para hacer expiación por los levitas”.
Al concluir el sacrificio, el oficiante oraba, levantando ambas manos sobre su cabeza. En Salmos 141:2 leemos: “Sea puesta mi oración delante de ti como el incienso, el alzar de mis manos como la ofrenda de la tarde”. Cuando Salomón dedicó el templo, se presentó ante la congregación “y extendiendo sus manos hacia el cielo, dijo: Oh Jehová Dios de Israel” (1 Reyes 8:22-23).
Ann N. Madsen ha señalado que en la antigüedad, después de terminados los sacrificios, los animales no siempre eran quemados, sino que algunos eran asados para ser comidos por quienes ofrecían los sacrificios (véase Opening Isaiah). Del mismo modo, las lecciones del sacrificio de Cristo jamás están completas hasta que son asimiladas. La Santa Cena no es completada hasta que ponemos los emblemas sacramentales dentro de nosotros.
En los tiempos del Antiguo Testamento, las personas que nunca habían visto sacrificios de animales deben haberlos hallado inusuales —hasta extraños y estrafalarios. Pero aquellos que estaban dispuestos a aprender lo que ellos simbolizaban veían esos sacrificios como sagrados. Hoy día, las personas que no están preparadas, inicialmente quizá vean la ordenanza de la investidura como algo diferente a cualquier otra forma de adoración. Sin embargo, cuando ellos ven cómo las “palabras clave, los signos y las señas” (Brigham Young, Journal of Discourses, 2:31) nos enseñan más sobre el Señor y nuestra relación de convenio con El, llegarán a valorar la investidura como algo increíblemente sagrado y excepcionalmente hermoso. La continua conversión requiere que perseveremos hasta el fin, y el poder para perseverar se halla en el templo. Aquellos que buscan al “Dios de Israel” allí, comprenderán que, tal como lo indica el himno, “las señas presentes están” (Himnos, N° 5).
Si alguna vez se encuentran con mi madre, por favor asegúrense de jamás decir que la gente “saca” sus investiduras, sino que las “recibe”. Aun cuando nunca tengan la oportunidad de conocer a una de las mejores maestras de segundo grado del mundo, espero que recuerden que el recibir nuestras investiduras requiere que escojamos, que hagamos un esfuerzo y que practiquemos. Recibir nuestras investiduras al fin y al cabo significa recibir a Cristo, aceptar Su gran y último sacrificio (véase Hebreos 7:26-28), y estar dispuestos a sacrificar por Él. “Allegaos a mí”, dijo el Salvador, “y yo me allegaré a vosotros; buscadme diligentemente, y me hallaréis; pedir, y recibiréis; llamad y se os abrirá” (D. y C. 88:63; véase también 124: 40-41).
























