
La Fe Precede al Milagro
Basado en discursos de
Spencer W. Kimball
Capítulo diecisiete
EL PERDON.
“A menos que os ARREPINTÁIS. . .”
Siempre constituye un placer para mí el visitar los hogares de los dirigentes de las misiones, barrios y estacas de Sión, y aprecio profundamente el hecho de que la mayoría de nuestra gente se está esforzando por guardar los mandamientos del Señor. Realmente me admiro de los muchos miembros de nuestra Iglesia que viven tan cerca de la perfección. No obstante, al visitar las diferentes áreas geográficas, también he encontrado a personas que necesitan arrepentirse de la forma en que viven y en esto doy gracias al Señor por darnos el glorioso principio del arrepentimiento.
Encuentro a padres que han perdido el afecto natural por sus hijos, e hijos que desconocen y niegan a sus padres, evadiendo toda responsabilidad hacia ellos. Encuentro a esposos que abandonan a sus esposas e hijos utilizando cualquier clase de pretexto para justificar tal acción. Asimismo encuentro esposas exigentes, indignas, contenciosas y que con su comportamiento desacomedido, egoísta y mundano provocan el mal trato que reciben de sus esposos. Otros participan en chismes o habladurías y levantan falso testimonio contra sus vecinos. Hay quienes se citan ante los tribunales por asuntos triviales que podrían arreglarse entre ellos mismos. Y también se dan casos en que hermanos por consanguinidad, al disputarse alguna herencia familiar, se demandan ante los juzgados locales, poniendo al descubierto del público los secretos más personales e íntimos de sus familias, sacándose los trapitos al sol, acabando con todo lo que antes había sido sagrado, faltándose al respeto mutuo, buscando únicamente sus propios intereses, afanados solamente por lo que pudieran conseguir con tales acciones.
Sé del caso de una familia que se desintegró totalmente, quedando divididos la mitad de los hermanos por un lado y los demás por el otro, por la más vergonzosa enemistad. En el servicio funeral que tuvieron, la mitad de ellos se sentó de un lado y la otra mitad del otro, sin ni siquiera dirigirse la palabra. Por una propiedad de unos cuantos miles de dólares, los miembros de aquella familia se declararon enemigos acérrimos.
He visto a miembros de algunos barrios y ramas mal interpretar las intenciones de sus otros hermanos en la fe, haciendo “ofensor al hombre por una palabra” (2 Nefi 27:32) que dijeron. También he visto la desintegración de algunas ramas a causa de los chismes y habladurías entre sus miembros. En lugar de llevar a las reuniones el Espíritu de Cristo, estos hermanos han llevado el del adversario.
He visto esposos y esposas que, viviendo bajo el mismo techo, se comportan egoístas, inflexibles e implacables que, con sus malos entendidos, han endurecido sus corazones y envenenado sus mentes. Casos similares se han dado en que los miembros se han sentido ofendidos por algo que dijeron o que pensaron que habían dicho sus autoridades eclesiásticas, es decir sus dirigentes de barrio, estaca, misión, de las organizaciones auxiliares o del sacerdocio.
A los hijos que son ingratos con sus padres, el Señor les dirige estas palabras: “El que maldiga al padre o a la madre, muera irremisiblemente”. (Mateo 15:4.) A los intolerantes, Dios les dice: “Lo que Dios limpió, no lo llames tú común”. (Hechos 11:9.) A los murmuradores, Él les ha dicho desde el Monte Sinaí: “No hablarás. . . falso testimonio”. (Éxodo 20:16.) A los que mal interpretan las intenciones de otros, les dice: “No juzguéis, para que no seáis juzgados”. (Mateo 7:1.) Y a aquellos que critican a las autoridades de la Iglesia, poniéndolas como obstáculos como excusa para inactivarse, que se ausentan de las reuniones de adoración y dejan de pagar sus diezmos y otras obligaciones por causa de ofensas imaginarias, me gustaría leerles la palabra del Señor:
Malditos sean todos los que alcen el calcañar contra mis ungidos, dice el Señor, clamando que han pecado cuando no pecaron delante de mí. . . .
Mas los que gritan transgresión lo hacen porque son siervos del pecado, y ellos mismos son hijos de la desobediencia.
Y los que juran falsamente contra mis siervos. . . .
Su cesta no se llenará, sus casas y graneros desaparecerán, y ellos mismos serán odiados de quienes los lisonjeaban.
No tendrán derecho al sacerdocio, ni su posteridad después de ellos de generación en generación. (DyC 121:16-18, 20-21.)
Al leer las Escrituras, me doy cuenta de que el Señor condena todos los pecados que existen y llama al arrepentimiento a todos los pecadores.
Por tanto, es mi voluntad que todo hombre se arrepienta; porque todos están bajo pecado, salvo los que he apartado para mí, hombres santos de los cuales no sabéis. (DyC 49:8.)
Y en verdad, todo hombre tiene que arrepentirse o padecer, porque yo, Dios, soy sin fin. (DyC 19:4.)
El arrepentimiento es una ley de bondad y misericordia. Es tan extensa y tan amplia. Posee muchos elementos, incluyendo un pesar por el pecado cometido, la confesión, abandono y restitución del mismo y la consiguiente observancia de los mandamientos del Señor, tomando en cuenta el perdón hacia otros, aun de los que pecan contra nosotros.
Al pecador le corresponde hacer restitución. Es obvio que un asesino no puede devolver una vida que ha quitado; un libertino no puede restaurar la virtud que ha violado; al murmurador le puede ser imposible anular y contrarrestar los daños causados por su lengua viperina; sin embargo, el pecador debe hacer todo lo que esté dentro de su alcance por restituir y reparar el daño causado.
Uno de los elementos más importantes del arrepentimiento es la observancia de los mandamientos del Señor o el arrepentimiento continuo, pues el que continúa en su pecado se encuentra bajo terrible condenación, tal como “el perro vuelve a su vómito”. (2 Pedro 2:22.)
Ahora bien, el “guardar los mandamientos” incluye muchas buenas obras, siendo uno de sus aspectos más importantes el de la purificación de nuestros propios corazones y el perdón hacia aquellos que nos han ofendido.
Para obtener el perdón de nuestros pecados, debemos perdonar nosotros primero. Leed las Escrituras que se nos han dado sobre este punto: “Antes sed benignos unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a otros, como Dios también os perdonó a vosotros en Cristo”. (Efesios 4:32.) En el Padrenuestro dado a los de Jerusalén, Él dijo: “Padre nuestro que estás en los cielos. . . perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores.” (Ver Mateo 6:9-12.) A los nefitas también les aclaró el Señor este principio en el continente americano:
Porque si perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre Celestial; mas si no perdonáis a los hombres sus ofensas, vuestro Padre tampoco perdonará vuestras ofensas. (3 Nefi 13:14-15.)
Nuevamente en el libro de Doctrina y Convenios, el Señor dice:
En la antigüedad mis discípulos buscaron motivo el uno contra el otro, y no se perdonaron unos a otros en su corazón; y por esta maldad fueron gravemente afligidos y castigados.
Por tanto, os digo que debéis perdonaros los unos a los otros; pues el que no perdona las ofensas de su hermano, queda condenado ante el Señor, porque en él permanece el mayor pecado. (DyC 64:8-9.)
El Salvador le recordó a su pueblo la antigua ley mosaica y luego les habló de la ley nueva y mayor:
Oísteis que fue dicho: Ojo por ojo, y diente por diente.
Pero yo os digo: No resistáis al que es malo; antes a cualquiera que te hiera en la mejilla derecha, vuélvele también la otra; y al que quiera ponerte a pleito y quitarte la túnica, déjale también la capa; y a cualquiera que te obligue a llevar carga por una milla, ve con él dos.
Oísteis que fue dicho: Amarás a tu prójimo, y aborrecerás a tu enemigo.
Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen. (Mateo 5:38-41, 43-44.)
¿A qué se debe que el Señor nos pida que amemos a nuestros enemigos y devolvamos bien por mal? Lo hace para que recibamos el beneficio de ello.
Cuando sentís odio hacia alguna persona, a ésta no le afecta mayormente, especialmente si se encuentra lejos y no la volvéis a ver. Sin embargo, ese odio y resentimiento que sentís sí puede carcomer vuestro implacable corazón.
Otra gran bendición que reciben los que perdonan y aman tanto a sus vecinos como a sus enemigos es la siguiente:
Para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos. . . .
Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tendréis? ¿No hacen también lo mismo los publicanos? …
Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto. (Mateo 5:45-46, 48.)
Posiblemente Pedro haya conocido a personas que lo ofendían incesantemente y por eso preguntó:
Señor, ¿cuántas veces perdonaré a mi hermano que peque contra mí? . . .
Y el Señor le contestó: No te digo hasta siete, sino aun hasta setenta veces siete. (Mateo 18:21-22.)
… y cuantas veces vuestro enemigo se arrepienta de las ofensas que haya cometido contra vosotros, lo perdonaréis, hasta setenta veces siete. (DyC 98:40.)
Para nosotros, los mortales, esto parece muy difícil y, sin embargo, existen otras cosas más difíciles de hacer. Cuando nuestros ofensores se han arrepentido y vienen a nosotros a pedirnos perdón de rodillas, a la mayoría de nosotros nos es fácil perdonar, pero el Señor requiere que perdonemos aun a aquellos que no se arrepientan ni nos pidan perdón.
En nuestra propia dispensación, el Señor ha dicho:
Y si os agravia y no se arrepiente la primera vez, aun así lo perdonaréis.
- si os agravia la segunda vez, y no se arrepiente, aun así habéis de perdonarlo.
- si os agravia por tercera vez, y no se arrepiente, también habéis de perdonarlo.
Mas si os agravia la cuarta vez, no lo habéis de perdonar, sino que traeréis estos testimonios ante el Señor; y no serán borrados hasta que se arrepienta y os reponga con cuatro tantos en todas las cosas en que él os haya agraviado.
Y si hace esto, lo perdonaréis de todo corazón. . . . (DyC 98:41-45.)
Debe quedar claro, entonces que, a pesar de todo, debemos perdonar sin represalias ni venganza, porque el Señor hará por nosotros lo que sea necesario. “Mía es la venganza, yo pagaré, dice el Señor”. (Romanos 12:19.) El resentimiento daña al que lo siente, pues endurece, consume y carcome.
No juzguéis, para que no seáis juzgados.
Porque con el juicio con que juzgáis, seréis juzgados, y con la medida con que medís, os será medido.
¿Y por qué miras la paja que está en el ojo de tu hermano, y no echas de ver la viga que está en tu propio ojo?
¿O cómo dirás a tu hermano: Déjame sacar la paja de tu ojo, y he aquí la viga en el ojo tuyo?
¡Hipócrita! saca primero la viga de tu propio ojo, y entonces verás bien para sacar la paja del ojo de tu hermano. (Mateo 7:1-5.)
Otro ejemplo impresionante de lo que es un juicio injusto se nos da en la parábola del Señor referente al Siervo Despiadado, quien debía a su señor diez mil talentos y que viéndose imposibilitado para pagar, su señor mandó venderlo a él, a su esposa, hijos y todo lo que tenía para que se le pagase la deuda. Postrado de rodillas, entonces, el siervo le suplicó a su señor que le concediera una moratoria. Después de que el Señor del siervo fue movido a compasión y lo soltó y le perdonó la deuda, el siervo malvado halló en su camino a uno de sus consiervos que le debía cien denarios. Tomándolo del cuello, le exigió que le pagara toda la deuda, pero como aquél no pudo hacerlo, éste lo llevó a la cárcel. Cuando el señor se enteró de la cruel injusticia, castigó al despiadado siervo:
. . . Siervo malvado, toda aquella deuda te perdoné, porque me rogaste.
¿No debías tú también tener misericordia de tu consiervo, como yo tuve misericordia de ti?
Entonces su señor, enojado, le entregó a los verdugos, hasta que le pagase todo lo que le debía.
Así también mi Padre Celestial hará con vosotros si no perdonáis de todo corazón cada uno a su hermano sus ofensas. (Mateo 18:32-35.)
De acuerdo con las anotaciones de mi Biblia, el denario romano es igual a una octava parte de una onza de plata, mientras que el talento es igual a 750 onzas. Esto significaría que el talento equivalía a 6,000 denarios y que por lo tanto 10,000 talentos comparados con los 100 denarios vendrían a ser como comparar 600,000 a uno. De modo que al siervo despiadado se le habían perdonado 600,000 unidades, mientras que él no fue capaz de perdonar una sola a su consiervo.
Hace algún tiempo conocí a cierta mujer de cuyos labios sólo se podían escuchar exigencias y críticas hacia otros. Acusaba a su presidente de estaca de ser demasiado severo y hasta expresó que, de poder hacerlo, ella lo hubiera destituido de su puesto. Había cometido adulterio y no reparando en su grandiosa deuda comparable a sesenta millones de denarios, tuvo el atrevimiento de criticar a su director espiritual cuya deuda podría haber sido el equivalente a cien denarios. Otro caso similar es el de un joven que se quejaba de su obispo y se sentía ofendido por la falta de conocimientos gramaticales de su líder, olvidándose de que él, en su propia vida, tenía pecados comparables a la deuda de los talentos. No obstante, el muchacho tuvo el descaro de acusar a su obispo de debilidades tan sólo comparables a los denarios.
Todos los que hemos cometido pecados —de gravedad o de menor seriedad— haríamos bien en cantar con frecuencia los bellos himnos: “Sé prudente, oh hermano”, cuya letra es del presidente Charles W. Penrose, y “Que cada hombre aprenda a conocerse a sí mismo”,* que tanto cantaba el presidente Heber J. Grant.
Recordad que debemos perdonar aun cuando nuestros ofensores no se hayan arrepentido ni nos hayan pedido perdón. Esteban, ya desde temprana edad, dominaba este principio. Sus acusadores, incapaces de encontrar ningún cargo en su contra, más que falsas blasfemias, lo apedrearon hasta la muerte. Sin esperar que ellos se arrepintieran, Esteban mostró su santidad haciendo uso de su último suspiro para perdonarlos, diciendo: “Señor, no les tomes en cuenta este pecado. . .”. (Hechos 7:60.) A pesar de que estos hombres le habían quitado la vida, Esteban todavía los perdonó. El profeta José Smith avanzó hacia la hora de su muerte inminente con el mismo espíritu de perdón en su corazón.
El Señor Jesucristo también nos enseñó esa gran lección. Sin que aquellos hombres, afanados en su sangrienta crueldad, le pidieran perdón o mostraran algún signo de arrepentimiento, El halló lugar en su corazón para perdonarlos, con la súplica: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Nuestro Salvador no esperó hasta que los que lo crucificaron sufrieran un cambio de corazón, sino que les extendió su perdón cuando todavía se hallaban teñidos con el carmesí de su sangre.
Sucede a menudo que las ofensas se cometen cuando el ofensor no está consciente de ellas y los demás mal interpretan o tergiversan sus palabras o acciones. Los que se sienten ofendidos guardan en su corazón la ofensa, agregándole progresivamente otros elementos que encienden más el fuego y justifican sus juicios temerarios. Tal vez ésta sea una de las razones por las que el Señor requiere que el ofensor dé los primeros pasos hacia una reconciliación.
Y si tu hermano o hermana te ofende, lo tomarás o la tomarás entre tú y él o ella, a solas; y si él o ella confiesa, os reconciliaréis. (DyC 42:88.)
Lo mismo nos dice el Señor a los de esta dispensación, a los nefitas de este continente y también a sus discípulos de Judea: … si… tu hermano tiene algo contra ti, ve luego a tu hermano, y reconcíliate primero con él, y luego ven a mí con íntegro propósito de corazón, y yo te recibiré. (3 Nefi 12:23-24.)
Por tanto, si traes tu ofrenda al altar, y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar, y anda, reconcíliate primero con tu hermano, y entonces ven y presenta tu ofrenda. (Mateo 5:23-24.)
¿Seguimos nosotros ese mandamiento o nos encerramos en nuestros resentimientos, esperando que nuestro ofensor aprenda de ello y se arrodille de remordimiento ante nosotros?
La reconciliación de que hablo sugiere también el olvido. A menos que olvidéis, ¿podéis decir que habéis perdonado? Cierta mujer miembro de una rama del campo misional en la que había habido ciertas desavenencias, después de algún tiempo, cedió y dijo: “Sí, los perdonaré, pero tengo una memoria que es eterna.” Era evidente que aquella mujer no había cumplido plenamente con la ley del perdón. Con mucha frecuencia decimos que hemos perdonado a alguien, pero luego permitimos que el agravio continúe envenenándonos.
El Señor olvida después de que ha perdonado y, por lo tanto, nosotros también debemos hacer lo mismo. El inspiró a Isaías cuando éste dijo: “Yo, yo soy el que borro tus rebeliones por amor de mí mismo, y no me acordaré de tus pecados.” (Isaías 43:25.)
Si perdonamos con todo nuestro corazón, ningún asombro de resentimiento por desavenencias pasadas debe quedar en nuestra memoria. En tanto que abriguemos algún resentimiento y guardemos rencor hacia alguien y seamos impenitentes e implacables con otros, ¿nos creeremos dignos de participar de la Santa Cena? Leed otra vez lo que Dios ha dicho sobre el asunto:
De manera que cualquiera que comiere este pan o bebiere esta copa del Señor indignamente, será culpado del cuerpo y de la sangre del Señor.
Por tanto, pruébese cada uno a sí mismo, y coma así del pan, y beba de la copa.
Porque el que come y bebe indignamente. . . juicio come y bebe para sí. (1 Corintios 11:27-29.)
Si todos nosotros buscáramos la paz, tomando la iniciativa para solucionar cualquier problema —si perdonáramos y olvidáramos con todo nuestro corazón— si limpiáramos nuestras almas de todo pecado, rencor y culpabilidad antes de lanzar una piedra o acusación sobre nuestro prójimo —si perdonáramos toda ofensa real o falsa que se nos impugnara, antes de pedir perdón por nuestros propios pecados— si pagáramos todas nuestras deudas, mayores o menores, antes de poner presión sobre nuestros deudores, y si buscáramos la manera de quitar las vigas que hay en nuestros ojos antes de agrandar la paja en el ojo ajeno— entonces ¡ contaríamos con un mundo glorioso! El divorcio se reduciría a un mínimo; se descargaría a los tribunales de tanto indeseable proceso rutinario; la vida familiar sería celestial; la edificación del reino caminaría a paso acelerado; y esa paz que sobrepasa toda comprensión nos traería a todos un gozo y felicidad que apenas si ha “penetrado el corazón del hombre”.
























