La Oraciónpor 18 Autoridades Generales

ENSEÑEMOS A NUESTROS
HIJOS A ORAR

Élder Vaughn J. Featherstone


En verdad, la familia como unidad es la organización más importante tanto en esta vida como en la eternidad. El presidente David O. McKay dijo: “Ningún éxito en la vida podrá compensar el fracaso en el hogar”. El presidente Harold B. Lee declaró: “El trabajo u obra más grande que jamás habremos de hacer tendrá lugar dentro de las paredes de nuestro propio hogar”.

Me consta que todo joven tiene una creencia básica en cuanto a la oración. Nosotros, como padres y mediante el ejemplo, debemos enseñarles a nuestros hijos a orar, o sea, proveerles una estabilidad y seguridad que perdure con ellos por el resto de su vida. Los niños que ven a otros miembros de la familia recurrir al Señor en oración aprenden a confiar en la comunión con el Padre Celestial cuando ellos mismos se encuentran en problemas o tienen necesidades.

Yo no crecí en un hogar donde se nos enseñara a orar, ni donde tuviéramos oraciones familiares. Mi padre, aunque miembro de la Iglesia, era inactivo; y mi madre se hizo miembro de la Iglesia cuando sus hijos ya éramos algo mayores. Recuerdo que cuando tenía ocho o nueve años de edad fui en varias oportunidades invitado a asistir a la Primaria: recuerdo muy bien las lecciones que allí aprendí sobre la oración. No sabía orar y por lo tanto memoricé la Oración del Señor; en algunas ocasiones sentía como si necesitara decirla varias veces antes de percibir que establecía comunicación con el Padre Celestial. ¡Qué bendición habría sido si hubiera aprendido desde entonces a orar adecuadamente! ¡Cómo desearía haber aprendido los cuatro simples pasos de una oración tal como las maestras de la Primaria los enseñan en la actualidad!

  1. Nos dirigimos a nuestro Padre Celestial.
  2. Expresamos nuestra gratitud y amor por Él.
  3. Pedimos bendiciones especiales.
  4. Finalizamos nuestras oraciones en el nombre de Jesucristo.

Tales oraciones, simples y dulces, son escuchadas por nuestro Padre Celestial. Aun a pesar de envejecer, jamás habremos de alcanzar el fin de nuestro desarrollo en relación con nuestra habilidad para expresarnos en las oraciones. Las preocupaciones que imponen nuestra salud, trabajo, bienestar personal, frustraciones, desánimos y vicisitudes, aumentan la intensidad de nuestras oraciones.

¡Qué dulce es la experiencia de que los niños y adolescentes se unan a nosotros en nuestras oraciones familiares! ¡Qué bendición es para ellos el saber que sus oraciones individuales son escuchadas y contestadas por un Padre Celestial bondadoso, sabio y amoroso; y que ellos pueden presentarle sus problemas -sin importar cuán simples puedan parecer- en una oración sincera!

Mi esposa y yo tenemos siete hijos, seis varones y una mujer. Cada uno de ellos aprendió a orar tan pronto como su edad le permitió arrodillarse. Algunas de las oraciones más dulces ofrecidas en nuestro hogar fueron expresadas por nuestros hijos. Nosotros, como adultos, muchas veces olvidamos cuán maleables son los niños y cuánto pueden aprender si les damos la guía y el aliento adecuados. A veces los padres son muy liberales y no ejercen la disciplina adecuada en la enseñanza, pensando que sus hijos no están en condiciones de comprender; pero la verdad es que comprenden mucho más de lo que nosotros suponemos. Ellos pueden aprender a orar aun de pequeños.

Mi esposa se ha arrodillado con nuestros hijos en oración y les ha enseñado cosas específicas que deben decir, conceptos que habrán de fortalecerlos en su vida. Nuestro hijo Paul, por ejemplo, tiene tan solo dos años y medio de edad y ha estado haciendo sus oraciones por cerca de un año. También se ha estado arrodillando desde que tenía nueve o diez meses. (Claro que alguien tenía que sostenerlo).

Nosotros siempre oramos por otros miembros de la familia, y formulamos pedidos con las siguientes palabras: “Padre Celestial, ayúdanos a estar preparados y ser dignos para ser llamados a servir como misioneros; ayúdanos a ser puros y dignos para poder casarnos en el templo.” Mi esposa enseña a nuestro pequeño hijo a incluir esta frase: “Padre Celestial, yo te quiero y sé que tú me quieres a mí.” ¡Qué maravillosa fortaleza habrán de generar esas palabras cuando él tenga que enfrentarse a las pruebas de la vida!

Nuestro Padre Celestial es accesible a todos nosotros, se trate de jóvenes o mayores. En mi propia vida ha habido muchos momentos en los que he sentido una necesidad absoluta y abrumante de la intervención de un bondadoso Padre Celestial. Nuestros hijos aprenden a tener gran confianza en la oración cuando compartimos con ellos estas valiosas experiencias personales.

Cuando nació nuestro quinto hijo, Lawrence, mi esposa tuvo complicaciones en el parto, y el doctor tuvo que permanecer a su lado constantemente. Ella había tenido un sueño que la había asustado mucho: en éste, vio a dos hombres vestidos de negro que se le aproximaban, lo que le hizo temer que se tratara de una advertencia de que no habría de salir con vida del parto. Ya tarde esa noche, el médico me pidió que saliera del cuarto, pues la iba a examinar nuevamente. Profundamente preocupado por mi esposa, me dirigí hacia una de las ventanas que daban hacia la ciudad, y con lágrimas en los ojos, le rogué al Señor que protegiera su vida. Mientras me encontraba orando de esa forma alguien vino corriendo por el pasillo en el que me encontraba; vi a una enfermera que se dirigía rápidamente hacia el cuarto de mi esposa, del que poco después salió también precipitadamente para volver con un tanque de oxígeno y entrar de nuevo al cuarto.

Entonces comprendí que mi esposa se encontraba en gran peligro; aunque pensaba que había orado con todo mi corazón, repentinamente comprendí que podía orar con mucho más humildad y súplica, y le prometí al Señor que haría cualquier cosa que me pidiera hacer en la Iglesia, si Él le preservaba la vida. Las palabras de mi oración brotaron de cada una de las partículas de mi ser.

A los pocos momentos se abrió la puerta por la que salieron rumbo a la sala de partos. Mi hijo Lawrence nació unos instantes después, sano y robusto, y su madre se recuperó en poco tiempo. Nuestras oraciones habían sido contestadas.

Cuando Lawrence tenía trece años estábamos esperando nuestro séptimo hijo y nuevamente comencé a preocuparme por la salud de mi esposa. Traté de no alarmar a la familia; sin embargo, le conté a mi hijo algunas de las dificultades que su madre había experimentado durante el nacimiento de él, lo cual le afectó en gran manera. Cuando llevé a mi esposa al hospital, reuní a mis hijos y les dije que les llamaría y les haría saber del estado de su madre, y si tenían un hermanito o hermanita. Después de nacer Paul, llamé a casa y Lawrence contestó el teléfono; le di las buenas nuevas y le dije que al poco tiempo estaría en casa. Al llegar, les conté a todos mis hijos acerca de su hermanito y les dije que la madre estaba perfectamente bien. Esa tarde, al salir de casa rumbo al hospital, Lawrence me dio una carta para que la entregara a su madre; cuando llegué, después de darle un beso, le entregué la carta. Sus ojos se humedecieron al leerla, después de lo cual me la pasó para que yo la leyera. La carta decía:

“A mi más amada y predilecta madre. ¡Felicitaciones! Cuando papá nos llamó por teléfono y nos dijo que teníamos un hermanito, me puse muy contento. Después que saliste para el hospital me fui a uno de los cuartos y me arrodillé para orar y pedirle al Padre Celestial que te bendijera para que todo saliera bien. Bueno, mi oración fue contestada. Después que papá volvió a casa nos contó los sufrimientos que pasaste durante el parto y cómo te caían las lágrimas del dolor y que aún así fuiste muy valiente. Todavía tengo como un nudo en la garganta.

“Estoy preparándome para rendir una de las pruebas de los Boy Scouts esta semana. Te quiero. Lawrence.”

Muy a menudo, la fe es más pura en los niños que en los mayores. Los adultos muchas veces sentimos la tendencia a justificar nuestra falta de fe con nuestro sentido pragmático. Muy a menudo y casi sin pensarlo tenemos preguntas y dudas que llevan a los niños a ir perdiendo su fe hasta que queda al nivel de la nuestra.

Pero los niños en verdad tienen una confianza dulce y segura en el Padre Celestial, que debemos ayudarles a mantener viva.

En la época en que nuestro segundo hijo, David, tenía 12 años de edad, se encontraba solo en la casa una tarde cuando sonó el teléfono. Se trataba de una de las laureles de nuestro barrio que tenía un problema con su automóvil; se le había desinflado una rueda y no podía encontrar a nadie que le pudiera ayudar para arreglarla, por lo que llamaba para saber si a mi esposa, que en esa época era la Presidenta de las Mujeres Jóvenes del barrio, la podía ayudar. David le dijo: “Estoy solo en casa, pero puedo ir en la bicicleta y ayudarle a cambiar la rueda”. Cuando colgó el teléfono, comprendió que no le había preguntado dónde estaba. Se dirigió entonces a su dormitorio, se arrodilló y le pidió al Señor que lo guiara hasta donde se encontraba la jovencita. Entonces salió en la bicicleta y pedaleó directamente hacia donde ella estaba.

Recuerdo una experiencia durante mi juventud que dejó profunda huella en mí, y quisiera compartirla con vosotros. Cuando yo era diácono en el Sacerdocio Aarónico, el miembro del obispado asesor del quórum de diáconos fue a una de nuestras reuniones el domingo anterior al día de Acción de Gracias y dijo: “Espero que no haya ni un solo miembro de nuestro quórum que no se arrodille en oración familiar para bendecir los alimentos el día de Acción de Gracias.” Era el año 1943 y nuestro país se encontraba en medio de la Segunda Guerra Mundial. En la clase reconocimos la necesidad de pedir una bendición divina para quienes se encontraban en el servicio militar, al igual que para hacer frente a las dificultades que afectaban a nuestra nación; también hablábamos de las bendiciones que cada uno de nosotros disfrutaba. Entonces se nos recordó nuevamente en cuanto a nuestra oración familiar.

Me sobrecogió un pesado sentimiento de frustración, pues no sabía cómo podría tener mi familia su oración. Mi padre bebía y mi madre no era miembro de la Iglesia en esa época; en nuestra casa jamás habíamos tenido una oración, ni siquiera para bendecir los alimentos. Después de la reunión del quórum continué pensando en lo que se nos había dicho y finalmente llegué a la conclusión de que nuestra familia no podría tener una oración.

Durante la reunión sacramental de esa tarde, el obispo se paró antes de finalizar la reunión y dijo: “Hermanos y hermanas, el jueves es el día de Acción de Gracias. Espero que no haya una sola familia en el barrio que no se arrodille en oración familiar. Debemos expresar nuestra gratitud por la bondad de nuestro Padre Celestial para con nosotros.” Más adelante pasó a enumerar las muchas bendiciones que teníamos. Nuevamente sentí que mi alma estaba llena de pesadumbre. Seguí tratando de pensar en una forma en que nuestra familia pudiera tener una oración, y continué pensando sobre el mismo problema el lunes, el martes, y el miércoles. El miércoles por la tarde, mi padre no regresó a casa del trabajo a la hora normal, y yo, sabiendo que se trataba del día de pago, comprendí que estaría satisfaciendo su sed de alcohol.
Cuando finalmente regresó a casa a las dos de la mañana, tuvo lugar una discusión. Esa noche me quedé despierto en la cama preguntándome cómo podríamos hacer para tener una oración familiar con tal tipo de contención en nuestro hogar.

En la mañana del día de Acción de Gracias no desayunamos para tener luego más apetito para la comida. Mis cuatro hermanos y yo salimos a jugar con algunos amigos y decidimos cavar un gran pozo estilo trinchera, para después cubrirlo y hacer una casa para jugar. Allí pasé toda la mañana, pensando en la oración familiar del día de Acción de Gracias y en si alguien tendría la valentía de sugerírselo a mis padres. Pero temía que yo no podría hacerlo. Me preguntaba si mi hermano mayor, quien había sido siempre mi ideal en la vida, se lo insinuaría a mis padres, como él había estado en la misma reunión sacramental y había escuchado la exhortación del obispo.

Finalmente, alrededor de las dos y media de la tarde, mi madre nos llamó para que nos laváramos y preparáramos para la comida. Más tarde todos nos sentamos a la mesa; mi padre en silencio total, ya que no se hablaba con mi madre a causa de la situación pasada. Mi corazón estaba por estallar cuando mi madre trajo una fuente con el hermoso y suculento pavo tradicional de esa celebración en los Estados Unidos. Pensé: ¿No habrá alguien que sugiera que hagamos una oración familiar? Pensé más de una vez acerca de lo que querría decir para hacer la sugerencia, pero las palabras no me salieron. Miré a mi hermano mayor con una oración desesperada de que él dijera algo. Todos se servían los diversos componentes de la cena mientras el tiempo pasaba indefectiblemente; sabía que si no se proponía la oración inmediatamente sería demasiado tarde. Entonces, como siempre, repentinamente todos comenzaron a comer.

La desesperación llenó mi alma, y aunque tenía mucho apetito —y mi madre era una cocinera maravillosa— no sentía deseos de comer, ¡sólo quería orar!
Aquel día tomé la resolución de que ninguno de mis hijos llegaría al colmo de desear orar y no poder hacerlo porque fuera retraído o no tuviera la valentía de sugerirlo. En nuestra familia tenemos oraciones familiares, oraciones personales y oraciones de bendición de cada comida. Por ser alguien que puede testificar acerca de la diferencia y el contraste entre las familias que no oran y las que lo hacen, conozco perfectamente el valor de la oración en el hogar y en la vida de cada niño y joven de la Iglesia.

Es conveniente que siempre compartamos con nuestros hijos historias o relatos que sirvan para promover la fe, y que se les pueda enseñar cómo reaccionar a las respuestas de las oraciones y escuchar los susurros del Espíritu. Una de esas historias la relató el presidente Harold B. Lee en la cual habló de que, cuando era muy joven, decidió ir a la propiedad de un vecino para explorar un viejo edificio; al escalar el muro de la propiedad oyó una voz que muy quedamente le decía que no fuera allí; obedientemente reaccionó e interrumpió su pequeña aventura. Como consecuencia de su obediencia, él jamás habría de saber cuál habría sido el precio que hubiera tenido que pagar de haber hecho caso omiso al impulso espiritual. Debemos enseñar a nuestros hijos que es mejor no averiguar algo que experimentar las consecuencias de la desobediencia. Satanás utiliza la curiosidad inherente en cada uno de nosotros para tentarnos y llevarnos por su propio camino. Hay cosas que no necesitamos saber o conocer. El presidente Lee no necesitó saber por qué debía permanecer lejos del viejo edificio.

Hace algún tiempo vino a verme a la oficina una pareja profundamente acongojada por algo muy triste que había acontecido a su familia. Tenían un hijo en edad de presbítero, un Scout muy diestro, ganador de varios premios en la Iglesia, buen estudiante, consciente tanto en los estudios como en su trabajo; pero una noche se fue de la casa y no regresó. Ya habían pasado varias semanas y estos padres se encontraban desconsolados.

Les pregunté si le habían rogado al Señor para que les hiciera saber del paradero de su hijo. Ellos me aseguraron que lo habían hecho; entonces les pregunté si habían orado con todas sus fuerzas; a esto también respondieron afirmativamente. Volví a preguntarles si habían orado y suplicado con cada partícula de su ser; entonces la duda los detuvo y me dijeron que tal vez no lo hubieran hecho con cada partícula de su ser. Les dije que volvieran a su hogar y que oraran nuevamente, esta vez con cada fibra de energía y fortaleza que de sí mismos pudiera brotar; ellos me prometieron que así habrían de hacerlo, y esa tarde a las tres la pareja se arrodilló y dedicó una hora a rogar al Señor de rodillas por su hijo… A las seis de la tarde sonó el teléfono. Era su hijo que llamaba de Banff, provincia de Alberta, Canadá; después de hablar con él por unos minutos y saber que se encontraba bien y que no estaba en peligro, le preguntaron por qué los había llamado, a lo que él contestó: “El obispo tuvo una impresión muy fuerte esta tarde de que yo debía llamar a casa. Vino a mi apartamento y me dijo que no se iría hasta que no los llamara.”

Debemos enseñar a nuestros hijos que hay cosas en esta vida que demandan nuestra súplica al Señor. Cuando llegamos a comprender que sin su ayuda no podremos lograr nuestros deseos, entonces debemos aprender a suplicar todo lo que sea necesario.

Como padres, nosotros les enseñamos a nuestros hijos a caminar en la luz cuando les enseñamos a orar, y grandes son las bendiciones que se forjan mediante la oración. El Dios de los cielos no esperaría que oráramos si no tuviera la intención de contestar nuestras oraciones. Una de las experiencias más notables de mi vida fue la de arrodillarme en oración con una pareja de cierta edad en la oficina del presidente Spencer W. Kimball; al arrodillarnos juntos sentí el extraordinario amor que el presidente Kimball tiene por nuestro Padre Celestial. Mucho fue lo que él nos enseñó acerca de la oración mediante su ejemplo en esa oportunidad. Como padres, enseñamos más y mucho mejor mediante el ejemplo que mediante el precepto.

En resumen, entonces, permitidme que os sugiera que debemos enseñar a nuestros hijos a orar desde su más temprana edad: ellos necesitan ser instruidos a fin de creer que las respuestas a nuestras oraciones son una realidad; necesitan ver en los padres un ejemplo permanente con respecto a la forma de orar; necesitan comprender que a veces debemos suplicarle al Señor, que debemos humillarnos hasta el polvo de la tierra antes de recibir la respuesta. Nuestros hijos deben aprender que debemos orar como si absolutamente todo dependiera de Dios, para después trabajar y esforzarnos como si todo dependiera de nosotros. Cuando cumplimos nuestra parte del convenio con nuestro Padre Celestial, las respuestas siempre llegan. Y como padres, podemos aprender de nuestros hijos a reconocer el poder que se encuentra en la fe simple, pura y segura. El Señor os bendiga como padres en el cumplimiento de estas sagradas responsabilidades.