EL AYUNO Y LA ORACIÓN
Élder Robert L. Simpson
Una de las leyes más descuidadas, pero más necesitadas para esta perturbada generación en nuestro moderno mundo de aceleración y alboroto, es la ley del ayuno. El ayuno y la oración han sido mencionados como una sola función desde los tiempos antiguos. La generación de Adán ayunó y oró, tal como lo hizo Moisés en el Sinaí (Dt. 9:9-11).
El profeta Elías viajó al monte Horeb bajo la influencia del ayuno y la oración, y allí recibió la palabra del Señor; su preparación no fue en vano (1 Reyes 19:8). El consejo de Ester a Mardoqueo, al encontrarse el pueblo judío en peligro en Susa, destacó el hecho de que él y su pueblo no deberían comer ni beber por tres días, ni de noche ni de día (Ester 4:16). Ese era verdadero ayuno, la abstinencia de alimento tanto como de bebida. Esta continúa siendo la forma de ayuno en la actualidad.
Durante la misión de Cristo en la mortalidad, se llevaron a cabo cambios muy significativos; la ley del sacrificio, por ejemplo, fue reemplazada por una ley superior. Se nos dice que después de la visita del Maestro al hemisferio occidental, se le dijo al pueblo que continuara perseverando en el ayuno y la oración, reuniéndose a menudo tanto para orar como para escuchar la palabra del Señor (4 Nefi 12). El pueblo obedecía Sus mandamientos tan completa y sinceramente que cesaron las contiendas entre los habitantes de todo el país y los discípulos de Jesús hacían grandes milagros (4 Nefi 13). ¿No sería acaso maravilloso disfrutar de tal condición en la actualidad?
La ley de Cristo ha sido confirmada en la actualidad, por medio de un profeta contemporáneo. Él dijo en el año 1832: “También os doy el mandamiento de perseverar en la oración y en el ayuno, desde ahora en adelante.” Luego mencionó las enseñanzas del evangelio casi como el producto fundamental del proceso del ayuno y de la oración, diciendo:
“Y os mando que os enseñéis el uno al otro la doctrina del reino.
“Enseñaos diligentemente, y mi gracia os atenderá, para que seáis más perfectamente instruidos en teoría, en principio, en doctrina, en la ley del evangelio, en todas las cosas que pertenecen al reino de Dios, que os es conveniente comprender.” (D. y C. 88:76-78)
Nadie puede esperar poder enseñar cosas espirituales a menos que el Espíritu le dirija.
“Y se os dará el Espíritu por la oración de fe; y si no recibiereis el Espíritu, no enseñaréis.
“Y observaréis todo esto para hacerlo como yo he mandado, concerniente a vuestras enseñanzas, hasta que se reciba la plenitud de mis Escrituras.
“Y al elevar vuestras voces por el Consolador, hablaréis y profetizaréis conforme a mí me plazca;
“Porque, he aquí, el Consolador sabe todas las cosas, y da testimonio del Padre y del Hijo.” (D. y C. 42:14-17.)
¡Qué maravilloso sería que cada maestro pudiera comprender el espíritu de esta promesa y reclamar este ofrecimiento de sociedad con el Señor, disponible para todo aquel que se encuentre dedicado a la enseñanza de toda verdad!
No hay mejor ejemplo de enseñanza por medio del Espíritu que el de los hijos de Mosíah. El Libro de Mormón nos dice de ellos:
“…se habían fortalecido en el conocimiento de la verdad; porque eran hombres de sana inteligencia, y habían escudriñado diligentemente las Escrituras para poder conocer la palabra de Dios.
“No solo eso; habían orado y ayunado mucho; por tanto, tenían el espíritu de profecía y el de revelación, y cuando enseñaban, lo hacían con poder y autoridad de Dios” (Alma 17:2-3).
¿Existe acaso algún líder del sacerdocio, o de una organización auxiliar en cualquier lugar de esta Iglesia, que no estuviera dispuesto a dar todas sus posesiones a cambio de tal poder, tal seguridad? Recordad que, por encima de todo y de acuerdo con lo expresado por Alma, ellos se entregaron a mucho ayuno y oración. Como podréis ver, existen ciertas bendiciones que se pueden ver cumplidas solamente si nos conformamos a una ley en especial. El Señor lo expresó de forma muy clara mediante el profeta José Smith cuando declaró:
“Porque todos los que quisieren recibir una bendición de mi mano han de cumplir con la ley que rige esa bendición, así como con sus condiciones, las cuales quedaron instituidas desde antes de la fundación del mundo” (D. y C. 132:5).
No creo que el Señor pudiera haber declarado en forma más clara su posición y, en mi opinión, hay muchos padres Santos de los Últimos Días que en la actualidad se privan, y privan a sus hijos, de unas de las experiencias espirituales más dulces que nuestro Padre Celestial ha puesto a su disposición.
Además de los ayunos ocasionales dedicados a un propósito especial, se espera que cada miembro de la Iglesia deje de comer dos comidas durante el domingo de ayuno. El abstenerse de dos comidas consecutivas y participar de la tercera, por lo general constituye aproximadamente un período de veinticuatro horas. Ese es el consejo. Primero, la ciencia médica nos dice que nuestro cuerpo se beneficia con ayunos periódicos; esta es la bendición número uno y tal vez la menos importante. Segundo, contribuimos con el dinero ahorrado de las comidas de las que nos abstenemos como parte de la ofrenda de ayuno, para que el obispo lo utilice para ayudar a los pobres y a los necesitados. Tercero, cosechamos un cierto beneficio espiritual que no podríamos conseguir de ninguna otra forma. Esto constituye para nosotros una santificación del alma, del mismo modo que lo fue para algunos pueblos selectos que vivieron hace dos mil años.
“No obstante, ayunaban y oraban frecuentemente, y se volvieron más y más fuertes en su humildad, y más y más firmes en la fe de Cristo, hasta henchir sus almas de alegría y consolación; sí, hasta purificar y santificar sus corazones; santificación que viene por entregar a Dios el corazón” (Helamán 3:35). ¿No querríais que esto también os aconteciera a vosotros? Sabéis que puede sucederos. La escritura dice que quienes hacían esto henchían sus almas de alegría y consolación. Como se puede comprobar, el mundo en general piensa que el ayuno es un momento de tristeza, de pena, una oportunidad en la que debemos tener aspecto de dolor y piedad; mas, al contrario de lo que el mundo piensa, el Señor nos amonesta a lo siguiente:
“Cuando ayunéis, no seáis austeros, como los hipócritas; porque ellos demudan sus rostros para mostrar a los hombres que ayunan; de cierto os digo que ya tienen su recompensa.
“Pero tú, cuando ayunes, unge tu cabeza y lava tu rostro,
“Para no mostrar a los hombres que ayunas, sino a tu Padre que está en secreto; y tu Padre que ve en lo secreto te recompensará en público.” (Mateo 6:16-18.)
Veamos ahora la parte más importante de esta gran ley. Hasta ahora hemos examinado solamente los aspectos que nos benefician directamente, pero el gozo verdadero se origina en las bendiciones que reciben los pobres y necesitados. Es en el cumplimiento de este maravilloso acto cristiano cuando practicamos la religión “pura y sin mácula”, de la cual nos habla Santiago. Yo no puedo pensar en una función cristiana mejor ni más perfecta que la de la religión pura y sin mácula.
Hablando por medio de Moisés, el Señor declaró:
“Cuando haya en medio de ti menesteroso de alguno de tus hermanos en alguna de tus ciudades, en la tierra que Jehová tu Dios te da, no endurecerás tu corazón ni cerrarás tu mano contra tu hermano pobre.
“Sino abrirás a él tu mano liberalmente, y en efecto le prestarás lo que necesite.
“Sin falta le darás, y no serás de mezquino corazón cuando le des; porque por ellos te bendecirá Jehová tu Dios en todos tus hechos, y en todo lo que emprendas.
“Porque no faltarán menesterosos en medio de la tierra; por eso yo te mando, diciendo: Abrirás tu mano a tu hermano, al pobre y al menesteroso en tu tierra.” (Dt. 15:7-8, 10-11.)
Después de instruir al pueblo durante algún tiempo sobre varios asuntos vitales, Amulek dirigió sus pensamientos hacia los pobres y los necesitados, diciendo a la congregación que, aunque fueran diligentes en todas las cosas, si despreciaban al necesitado y al desnudo, no visitaban al enfermo y al afligido, y no daban de sus bienes, si los tuvieran, a los indigentes, “os digo que si no hacéis ninguna de estas cosas, he aquí, vuestra oración será en vano y no os valdrá nada, mas seréis como los hipócritas que niegan la fe” (Alma 34:28).
Sí, la ley del ayuno es una ley perfecta y no podemos ni siquiera comenzar a acercarnos a la perfección hasta que decidamos integrarla a nuestra vida. El momento en que comencéis y finalicéis el ayuno depende totalmente de vosotros; pero, ¿no sería bueno finalizar el ayuno encontrándonos en el momento espiritual más elevado para la reunión de testimonios?
La cantidad de dinero que entreguéis al obispo como donación depende también de vosotros. Pero, ¿no es maravilloso saber que vuestra deuda con el Señor ha sido pagada por vuestra propia voluntad y en forma precisa?
El motivo que os impulse a ayunar también depende de vosotros. Pero imaginaos que el motivo principal sea simplemente el hecho de que deseáis ayudar a alguien que esté necesitado, ser parte activa de la “religión pura y sin mácula”. ¿No aumentaría así vuestra fe y os sentiríais santificados? Es indudable que así sucedería; y además, ¿habéis notado la gran satisfacción que experimentamos en lo más profundo de nuestro ser cuando somos obedientes a los deseos y a la voluntad de nuestro Padre Celestial? Nada puede igualar a la paz mental que sentimos como recompensa por la obediencia a la verdad.
El mundo necesita autodisciplina, y ésta se puede encontrar por medio del ayuno y la oración. Nuestra generación está enferma por falta de autocontrol; el ayuno y la oración ayudan a inculcar esta virtud. El futuro del mundo depende de un impostergable retorno a la unidad familiar; el ayuno y la oración ayudarán a garantizarlo. Cada persona tiene una necesidad mayor de la guía divina, y para eso tampoco existe nada mejor que el acercarse a Dios. Todos necesitamos vencer los poderes del adversario; recordemos que su influencia es incompatible con el ayuno y la oración.
No puede haber mayor gozo que el ayudar a los demás, porque “de cierto os digo que en cuanto lo hicisteis a uno de éstos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis” (Mateo 25:40).
Y ahora, quisiera unir mi testimonio al del profeta de la antigüedad cuando declaró:
“He aquí, os testifico que yo sé que estas cosas de que he hablado son verdaderas. Y ¿cómo suponéis que tengo esta certeza?
“He aquí, os digo que el Santo Espíritu de Dios me las ha hecho saber. He aquí, he ayunado y orado por muchos días para poder saber estas cosas por mí mismo. Y ahora sé por mí mismo que son verdaderas; porque el Señor Dios me las ha manifestado por su Santo Espíritu; y éste es el espíritu de revelación que está en mí.” (Alma 5:45-46.)

























