La Oraciónpor 18 Autoridades Generales

LA ADVERSIDAD Y LA ORACIÓN

Obispo H. Burke Peterson


Una joven madre me comentó en una oportunidad: “Nunca podemos navegar sobre aguas mansas. Cuando no es uno de los niños que está enfermo, hay una lección de Primaria que preparar, o un automóvil que se descompone justo antes de la reunión, o un lavamanos tapado; hemos padecido todos los problemas que pueda imaginar”. Supongo que hay muchas personas cuyo estilo de vida es un fiel reflejo del comentario anterior, aun cuando las particularidades puedan ser diferentes.

A causa de los innumerables problemas que nos rodean y de las pruebas y tribulaciones a las que nos enfrentamos, lo he considerado importante volver a tratar el tema de por qué tenemos adversidades y lo que podemos hacer para vencerlas. Parecería que la vida estuviera colmada de experiencias difíciles que nos ponen constantemente a prueba.

Debemos comprender que una vida con problemas no hace distinción de edad ni de condición social. Nuestra existencia puede estar llena de pruebas, sin tomar en consideración el cargo que uno tenga en la Iglesia ni la condición social dentro de la comunidad; las vicisitudes de la vida se presentan ante los jóvenes y ante los ancianos; afectan tanto al rico como al pobre, al esforzado estudiante como al prestigioso científico, al granjero, al carpintero, al abogado o al médico; los fuertes padecen pruebas al igual que los débiles, los enfermos tanto como quienes gozan de salud. Sí, las pruebas se presentan tanto para el niño como para el Profeta de Dios, y a menudo parecen ser más de lo que podemos aguantar.

Hay quienes dicen: “Un Padre Celestial que nos llama sus hijos, quien dice amarnos por sobre todas sus creaciones, que dice desear sólo lo mejor para nosotros, que quiere que seamos felices y disfrutemos de la vida en su plenitud —¿por qué permite que nos acontezcan estas cosas si en verdad le somos tan queridos?” Las Escrituras y los profetas tienen para nosotros algunas buenas respuestas.

En el libro de Helamán leemos: “Y así veremos que si el Señor no castiga a su pueblo con numerosas aflicciones, sí, a menos que lo visite con muerte, con terror, con hambre y toda clase de pestilencias, no se acordarán de él.” (Helamán 12:3.)

En una reciente conferencia de estaca, el presidente de ésta llamó a un joven padre que había sido recientemente ordenado élder para que dejara su testimonio. Este padre había sido activo en la Iglesia desde jovencito, mas a lo largo de su adolescencia, en cierta forma, se había apartado de los principios que le habían sido inculcados en su niñez. Tras regresar del servicio militar, se había casado con una encantadora jovencita y recibieron la bendición de los hijos en su hogar. Un día, sin la más mínima advertencia, una trágica enfermedad azotó a su pequeña hija de cuatro años, que al poco tiempo debió ser internada en estado crítico en el hospital. En medio de una angustiosa desesperación y por primera vez en muchos años, el padre se arrodilló a orar pidiendo fervorosamente que la vida de su hija fuera preservada. A medida que la condición de la niña empeoraba y al darse él cuenta de que no viviría, el tono de sus oraciones cambió; ya no pidió más por la prolongación de la vida de su hija, sino por una bendición de comprensión personal: “Hágase tu voluntad”, oraba; al poco tiempo, su hija entró en estado de coma, lo cual indicaba que el lapso de su vida en la tierra se acercaba al fin. Fortificados con comprensión y confianza, los jóvenes padres pidieron al Señor un favor más: que permitiera que la niña recobrara el conocimiento, aunque fuera una vez, para poder estrecharla junto a su pecho. Los ojos de la pequeña se abrieron, sus frágiles bracitos se extendieron hacia su madre y luego hacia su papá para un abrazo final. Cuando el padre la depositó sobre la almohada, supo que sus oraciones habían sido contestadas; un Padre Celestial bondadoso y comprensivo había satisfecho sus necesidades. Su voluntad se había cumplido: a ambos les invadía la determinación de llevar la clase de vida que les permitiera vivir junto a la niña nuevamente en la eternidad.

Recordaréis las palabras del Señor al profeta José Smith cuando éste se enfrentaba a la mayor prueba de fe de su vida, en la cárcel de Liberty. En esa oportunidad, el Señor le dijo: “Si te es requerido pasar tribulaciones…” y a continuación enumeró una serie de posibilidades que pondrían a un hombre a prueba hasta el límite de sus fuerzas. Entonces concluyó diciendo: “… entiende, hijo mío, que por todas estas cosas ganarás experiencia, y te serán de provecho” (D. y C. 122:5, 7).

Es interesante advertir que los más hermosos y clásicos pasajes de Escritura contemporánea han emanado de lo más profundo de las pruebas y el desconsuelo, y no de las circunstancias fáciles y cómodas. Quizás este sea también el caso en nuestra propia vida; de las pruebas emana la belleza refinada.

Podríamos citar a Beethoven, a Abraham Lincoln, a Demóstenes; este último se sobrepuso a tremendas dificultades en el habla para transformarse en un magnífico orador. Pero para citar un caso que nos toca más de cerca, mencionemos la grandiosa belleza y la sabiduría en la oratoria y enseñanza del presidente Spencer W. Kimball, al ver el precio que ha pagado para que nuestra vida fuera bendecida. Al referirse al Salvador, las Escrituras nos dicen: “Y aunque era Hijo, por lo que padeció aprendió la obediencia” (Hebreos 5:8). También de la Epístola a los Hebreos extraemos el siguiente pasaje: “Hijo mío, no menosprecies la disciplina del Señor, ni desmayes cuando eres reprendido por él; porque el Señor al que ama, disciplina, y azota a todo el que recibe por hijo” (Hebreos 12:5).

Recordemos que las pruebas son evidencia del amor de nuestro Padre: se nos dan como una bendición y una oportunidad para progresar.

Lo que hay que determinar ahora es: ¿cómo les hacemos frente? ¿cómo nos sobreponemos a ellas? ¿cómo podemos ser mejorados por ellas? Parece haber una razón que determina nuestra pérdida de compostura ante la adversidad, que nos da la idea de que no podemos hacer frente ya a nada más en esta vida; hay una razón por la cual nos damos por vencidos, por la que “nos voltea el primer viento”, por así decirlo. La razón puede ser tan simple que escape a nuestra vista. Quizás sea porque, de a poco, perdemos contacto con nuestra mayor fuente de fortaleza, nuestro Padre Celestial. Él es la clave que nos permite sentir gozo, aun en medio de la adversidad, el conducto que nos fortalece aun en los momentos de tribulación; Él, y nadie más que Él. A modo de reafirmación, leamos lo que dice el Nuevo Testamento:

“No os ha sobrevenido ninguna tentación que no sea humana; pero fiel es Dios, que no os dejará ser tentados más de lo que podéis resistir, sino que dará también juntamente con la tentación la salida, para que podáis soportar” (1 Corintios 10:13).

¿Captáis el significado de esta promesa? No tendremos ninguna tentación ni seremos sometidos a ninguna prueba que sobrepase nuestra capacidad de vencerla. Nuestro Padre proveerá un modo para que superemos cualquier tribulación que se interponga en nuestro camino.

Quisiera sugeriros la mejor manera que conozco de mantenernos cerca del origen de esta gran fuente de fortaleza: es la oración. No hay nadie que pueda hacer frente por sí solo a las complicaciones que ofrece la vida. A menudo, en medio del descorazonamiento, nuestras oraciones se hacen esporádicas y a veces hasta cesan; llegamos a olvidarlas o simplemente les restamos importancia.

Algunos pueden pensar que por tener algún problema con la Palabra de Sabiduría, por haber sido deshonestos o de alguna forma inmorales, por no haber orado por muchos años, o por muchas otras razones, son ahora indignos. Es así que escuchamos a muchos decir: “Ya es demasiado tarde. He cometido muchos errores; así que, ¿para qué tratar siquiera?” A tales comentarios lo único que nos queda por responder es: “Por vuestro propio bien, daos una oportunidad más”.

La oración sincera es el nervio motor de una vida feliz y productiva. La oración fortalece la fe, es la antesala de los milagros y abre la puerta que nos conduce a la felicidad eterna. Nuestro Padre es un Ser personal quien constantemente espera escuchar nuestra voz, como cualquier Padre amoroso desea oír a sus hijos. Para aprender a comunicarnos con Él, para aprender a orar eficazmente, se requiere diligencia, dedicación y deseo de nuestra parte. A menudo me pregunto si en verdad estamos dispuestos a pagar el precio por recibir una respuesta del Señor.

Al aprender a establecer esta comunicación mutua, las condiciones de nuestra vida mejorarán, veremos las cosas con mayor claridad, nos esforzaremos para hacerlo todo mejor y llegaremos a ver la dicha que producen las pruebas y los sacrificios. Aun cuando siempre tendremos problemas, abundará a nuestro alrededor la paz, el contentamiento y la verdadera felicidad.

A medida que sentís la necesidad de confiar en el Señor o de mejorar la calidad de vuestra comunicación con Él —o sea, de orar— quisiera sugeriros un proceso: Id a un lugar donde podáis estar a solas, donde podáis sumergiros en vuestros pensamientos, donde podáis arrodillaros y hablar en voz alta con el Señor. El dormitorio, el cuarto de baño o la despensa pueden resultar apropiados. Luego, imaginadlo: tened presente con quién estáis hablando, controlad vuestros pensamientos (no permitáis que sean divagantes), dirigíos a Él como vuestro Padre y amigo, decidle las cosas que verdaderamente sentís por ti, sin frases rebuscadas de poco significado, más con un corazón sincero; confiad en Él, pedidle perdón, volcad en Él vuestra alma: disfrutad con Él, agradecedle, expresadle vuestro amor, y entonces preparaos para escuchar sus respuestas. El saber escuchar constituye una parte esencial de la oración. Las respuestas del Señor llegan de una forma sutil; de hecho, muy pocos escuchan su respuesta de una forma audible, con los oídos humanos. Debemos escuchar atentamente o jamás reconoceremos tales respuestas; la mayoría de ellas se sienten en el corazón como una sensación cálida y apacible, o tal vez puedan llegar en forma de pensamiento a nuestra mente. Pero siempre llegan solo a aquellos que están preparados y son pacientes.

Sí, las tribulaciones no nos abandonarán; mas con la compañía del Espíritu, nuestro enfoque de las pruebas convertirá las frustraciones y los desconsuelos en verdaderas bendiciones.

Tan solo por un momento pensad conmigo. Olvidad los obstáculos que se interponen en vuestro camino en la actualidad, echad una mirada retrospectiva hacia las pruebas que debisteis enfrentar el año pasado, hace cinco años, hace diez. ¿Qué ganasteis de ellas? ¿Qué aprendisteis? ¿No estáis acaso mejor preparados a causa de esas pruebas?

Os testifico que el Señor está listo y aguarda poder ayudarnos; mas por nuestro propio bien debemos ser nosotros quienes demos el primer paso, y ese paso es la oración.