La Oraciónpor 18 Autoridades Generales

PREPARACIÓN PARA LA ORACIÓN

Élder Marion D. Hanks


De acuerdo con la ley divina, las bendiciones de la oración, al igual que la salvación, son disfrutadas por cada individuo en la misma medida en que esté “dispuesto a recibir”, más bien que una inescrutable efusión o incomunicación de los cielos. Nuestro Padre Celestial desea nuestro gozo eterno y sabe que dicho gozo acompaña el verdadero carácter cristiano que sólo puede ser desarrollado mediante el adecuado ejercicio de nuestro libre albedrío, motivo por el cual puso a nuestra disposición las reglas para la felicidad eterna, con su Espíritu para guiarnos. Él nos provee circunstancias donde exista la oposición en todas las cosas y permite que el hombre actúe por sí mismo.

Bajo estos principios, mediante nuestra ignorancia voluntaria, desobediencia o egoísmo o falta de fe, ponemos un límite a lo que Dios puede hacer por nosotros. Hablando de quienes no llenan los requisitos para ninguno de los reinos de su gloria, sino que aceptan un reino sin gloria, el Señor nos ha dicho mediante un profeta:
“… volverán otra vez a su propio lugar, para gozar de lo que quieren recibir, porque no quisieron gozar de lo que pudieron haber recibido.
“Porque, ¿en qué se beneficia un hombre a quien se confiere un don, si no lo recibe? He aquí, ni se regocija con lo que le es dado, ni se regocija en aquel que es el donador.” (D. y C. 88:32-33).

Este principio se aplica también a la oración si es que hemos de disfrutar de las bendiciones que estamos dispuestos a recibir.
Las Escrituras repetidamente nos amonestan e invitan a orar, pero algunos jamás aceptamos esa invitación. Otros buscan orar de cuando en cuando, mas quedan con un sentimiento de desánimo, su petición al parecer desatendida. Para muchos, la oración puede ser tan sólo por fórmula o hábito. Tal vez la forma de oración más común, aun cuando sea más infrecuente, es la de la súplica abrumada por la angustia, mediante la cual se implora la intervención divina con respecto a calamidades presentes o inminentes, o para impedir las consecuencias de algún acto irresponsable o alguna decisión apresurada.

Pero también se encuentran quienes tienen ricas experiencias con respecto a la oración; quienes viven una vida de oración plena; quienes observan una relación recompensadora con el Señor, llevada a cabo en una forma real y de mutua correspondencia. ¿Cómo se producen las bendiciones? ¿Cómo podemos desarrollar ese tipo de relación basada en la oración? Consideremos las siguientes diferentes experiencias relacionadas con la oración y los resultados de cada una de ellas, y tratemos de definir dónde podríamos encontrarnos individualmente dentro del programa.

1.Seguramente que si no oramos no habremos de recibir las bendiciones resultantes de la oración. Al igual que alguien que jamás ha disfrutado de la belleza de un gran poema o de un buen libro, una pintura o una sinfonía, o tal vez de una simple puesta de sol, viviremos ignorando, perdiéndonos algo, o tal vez aún desdeñando lo que no queremos disfrutar. En lugar de eso, experimentamos las consecuencias de lo que estamos dispuestos a recibir.

2. Las profundas crisis personales motivan algunas de las oraciones más fervorosas que podamos ofrecer. El pecado, el temor, la ansiedad, los dolores insoportables, todos estos elementos nos empujan hacia la oración en lugar de guiarnos a ella. Cuando sentimos las presiones que sobre nosotros ejercen las grandes aflicciones o nos sentimos amenazados en nuestra vida personal, cuando nos encontramos atribulados, es cuando nos volvemos hacia Dios. Todos los que hayamos tenido experiencias con la oración, y quienes hayamos vivido lo suficiente para experimentar las complejidades y tragedias de la vida, comprendemos el tipo de esfuerzo que se realiza para llegar al Señor. Sabemos lo que significa el recurrir a Dios en desesperada penitencia, en profunda necesidad, o quizás manifestando gratitud. La espontaneidad de estas expresiones —este “gemir” dentro de sí— del alma es normal y natural, y procede de una relación con nuestro Padre Celestial, ya sea o no nutrida o reconocida por el individuo en sus “buenos momentos”. Tales oportunidades por lo general no son premeditadas o preconcebidas; surgen de lo más profundo de nuestro ser, de la angustia, de la desesperación, la vergüenza o de la humilde gratitud, a menudo con lágrimas, y dan testimonio de la realidad de aquello que en cada ser humano es más que humano, algo que nos identifica con un poder y espíritu mucho más elevado y hermoso que el nuestro, con un Padre amoroso con quien nos relacionamos como sus amados hijos.

Pero esos momentos de ansiedad, temor o exultación de espíritu, a pesar de lo sinceros e importantes que puedan resultar, serán como las ocasionales llamadas telefónicas, que pudiéramos hacer, al hogar en lugar de las visitas cariñosas y regulares que tan bienvenidas serían.

3. Tal vez de menos provecho sean los esporádicos esfuerzos que tienen lugar cuando pensamos que estamos muy cansados o demasiado ocupados, pero aun así somos movidos por los recuerdos de otros tiempos y circunstancias cuando nuestra fe era más simple o nuestras necesidades más inmediatas, y cuando no estábamos demasiado cansados u ocupados para orar con mayor constancia y confianza. Oramos porque sabemos que debemos hacerlo y somos suficientemente responsables para dedicar unos minutos a “adoptar la postura”.

4. Supongamos, empero, que oremos con regularidad, pero que lo hagamos simplemente como un hábito, con nuestros pensamientos fijos en otra cosa, ajenos a la comunicación que deberíamos establecer, sin poner el corazón en ello, expresándonos con palabras aprendidas de otras personas y que jamás han cambiado como consecuencia de cometidos o necesidades personales, ni madurado por la fortaleza espiritual. Muchos oran de esta forma. Decimos nuestras oraciones en forma rutinaria, como un rito, perdiendo gran cantidad del significado y propósito, y por lo tanto, su valor. Sin realmente creer, tal vez sin prestar atención siquiera, podemos repetir pequeñas frases de la niñez que no significan nada, palabras que no expresan reverencia, formulismos sin sentimiento, oraciones que escasamente escapan de nuestros labios, sin implicar emociones ni afectar a la mente ni al espíritu.

Podemos y debemos mejorarnos. Podemos abrir canales de consuelo y valentía y consolidar los poderes innatos de nuestra personalidad. Podemos poner en movimiento y en toque las fuerzas de las que tan sólo hemos oído hablar o con las que tan sólo hemos soñado, y jamás disponer de la fe necesaria para procurarlas o realmente creer en ellas ni esperar que redunden en nuestro propio beneficio.
Dos veces en los últimos años se han publicado artículos en los diarios de diferentes comunidades que sufrían de escasez de agua y de falta de presión en las cañerías. Estas comunidades llevaron a cabo costosos estudios y planearon grandes mejoras para el abastecimiento de este elemento, para más tarde descubrir por mera casualidad que la válvula principal de abastecimiento del sistema de agua se encontraba sólo parcialmente abierta. Habían estado sobreviviendo con muy poco, cuando podrían haber disfrutado de gran cantidad tan sólo abriendo la válvula.

Algo parecido sucede con la oración.
Hay profundos manantiales de aguas vivientes que se encuentran a nuestra disposición y a los que podemos tener acceso, ilimitadas fuentes de apoyo espiritual, de guía, consuelo y amor divino.

Podemos abrir esa válvula: y eso es lo que la preparación para la oración puede ayudarnos a lograr.

No estamos hablando de hacer la oración más difícil, o necesariamente más larga y rodeada de formalidades, ni de hacerla aparecer misteriosa. La oración es el simple acto de comunicación con Dios; es un acto de adoración y generalmente implica el hablar y el escuchar. También las ansiedades del corazón y los “gemidos del espíritu” llegan a Dios. Deberíamos orar cuando percibimos la necesidad de hacerlo y aun cuando no nos sentimos inclinados a orar, recordando que las formalidades poco le importan al Señor; lo importante es llegar hasta Él con fe y amor. Pero nuestras oraciones pueden tener mayor significado y ser más eficaces en cuanto a los propósitos del Señor para con nosotros, si tan sólo nos encontramos preparados para la experiencia en la forma en que Él nos lo ha indicado.

El antiguo profeta Samuel dijo, hablando a la Casa de Israel: “… preparad vuestro corazón a Jehová, y sólo a él servid…” (1 Samuel 7:3). Al gran baluarte de Dios, su siervo Job, se le dijo en medio de sus agonías, privaciones y dolor: “… Si tú dispusieres tu corazón, y extendieres a él tus manos…” (Job 11:13).
Se nos enseña que Dios, quien conoce nuestro corazón y necesidades antes de que nos acudamos a Él, nos ayudará a prepararnos de modo tal que podamos realmente hablarle cuando oramos. “Del hombre son las disposiciones del corazón; mas de Jehová es la respuesta de la lengua” (Proverbios 16:1).

Entonces tal vez tendría lugar la pregunta: “¿Qué razón existe para la oración si Dios conoce anticipadamente nuestras necesidades, y en realidad se habla a sí mismo mediante nosotros?” La respuesta es la misma que se aplica a todo lo que Él espera de nosotros: Él quiere que intervengamos directamente en las experiencias, que llevemos a cabo el esfuerzo necesario sabiendo que únicamente así podremos llegar a entender, dedicarnos de corazón y desarrollarnos.

Existen muchos casos típicamente clásicos de preparaciones que anteceden a la oración. Consideremos los siguientes:

1. Enós. Durante su juventud, Enós fue instruido “… en el conocimiento y amonestación del Señor”, y las enseñanzas de su padre “penetraron profundamente en [su] corazón”. Un día, mientras se encontraba cazando en el bosque, las enseñanzas que a menudo había oído de su padre relacionadas con “la vida eterna y el gozo de los santos” penetraron en su corazón de tal forma que “su alma tuvo hambre”, y fue entonces que él “se [arrodilló] ante [su] Hacedor, a quien [clamó] con ferviente oración y súplica por [su] propia alma”.
Las enseñanzas fiel y pacientemente brindadas, la silenciosa y tranquila contemplación, ese gran momento de necesidad en el que su alma tuvo hambre, se combinaron para crear las condiciones necesarias para que las oraciones de Enós a Dios engendraran la experiencia más maravillosa de su vida. Esas maravillosas consecuencias son enseñadas en un corto pero muy significativo capítulo como lo es el Libro de Enós del Libro de Mormón.

2. Nefi. Los registros nos enseñan de Nefi: “… siendo muy joven todavía… y teniendo un gran deseo de conocer los misterios de Dios, clamé al Señor; y he aquí que él me visitó y enterneció mi corazón, y creí todas las palabras que mi padre había hablado…” (1 Nefi 2:16). Esta es la historia de un joven que tuvo el gran deseo de saber por sí mismo, y en la intensidad de ese deseo se dirigió al Señor, de quien recibió respuesta.

3. Oliverio Cowdery. A Oliverio Cowdery se le prometió el conocimiento de los registros del Libro de Mormón, si él pedía con fe, con convicción y con un corazón honesto. No había lugar a dudas con respecto a la promesa. Por medio del Espíritu Santo y el espíritu de revelación él habría de sentir esa seguridad en su mente y corazón. Fue invitado a pedir el conocimiento de los misterios de Dios para que pudiera traducir y recibir el conocimiento de todos los antiguos registros que fueron escondidos y que son sagrados, con la promesa de que recibiría de acuerdo con su fe (D. y C. 8).

Oliverio trató de traducir, pero fracasó, y se le dijo que no había comprendido, sino que había supuesto que el Señor se lo concedería cuando no pensó sino en pedírselo.

“Pero, he aquí, te digo que tienes que estudiarlo en tu mente; entonces has de preguntarme si está bien; y si así fuere, causaré que arda tu pecho dentro de ti; por lo tanto, sentirás que está bien.
“Mas si no estuviere bien, no sentirás tal cosa, sino que vendrá sobre ti un estupor de pensamiento que te hará olvidar la cosa errónea…” (D. y C. 9:7-9, cursiva agregada).

4. Moroni. Moroni exhortó a los lamanitas a que cuando recibieran los registros traducidos del Libro de Mormón y “leyeran estas cosas”, debían recordar la misericordia del Señor para con sus hijos desde la creación de Adán hasta el presente, y “meditarlo” en su corazón. Después de haber recibido y leído, de haberse sentido agradecidos y de haber meditado estas cosas en el corazón, los exhortó a “preguntar a Dios el Eterno Padre en el nombre de Cristo, si no son verdaderas estas cosas”. Si le pedían a Dios entonces “con corazón sincero, con verdadera intención, teniendo fe en Cristo”, Él les manifestaría la verdad mediante el poder del Espíritu Santo (Moroni 10:3-5).

En todos estos relatos de las Escrituras podemos encontrar un mensaje invariable: La preparación para la oración puede ayudar a que la comunicación con el Señor se convierta en una experiencia llena de significado y amor, y puede ayudar a que se cumplan los propósitos de Dios al igual que los nuestros. Nuestro corazón debe estar preparado para la oración, ya que las instrucciones de que disponemos son que debemos allegarnos a Dios de todo corazón, con humildad, con sinceridad, honestidad y con un corazón contrito.

Si en realidad dedicamos nuestro corazón al Señor, nos allegamos a Él con confianza, como dijo el salmista, “con expectativa en el Señor, creyendo totalmente que habremos de recibir”. Cuando aprendamos a “entregar el corazón” ante el Señor, recibiremos la plenitud de nuestras bendiciones y las respuestas a nuestras oraciones que realmente llevarán satisfacción al alma.

“No obstante, ayunaban y oraban frecuentemente, y se volvieron más y más fuertes en su humildad, y más y más firmes en la fe de Cristo, hasta henchir sus almas de alegría y consolación; sí, hasta purificar y santificar sus corazones; santificación que viene por entregar a Dios el corazón” (Helamán 3:35).

Dios espera que nos alleguemos a Él con espíritus dispuestos, para que así podamos entregarle nuestro corazón. Si lo hacemos, tenemos su promesa y recibiremos las bendiciones.
También nuestra mente debe estar preparada para la oración. Mediante la investigación y el estudio podemos comenzar a aprender lo que necesitamos saber; debemos pensar activa y constantemente, con tranquilidad, reflexión, honestidad, y un pensamiento profundo; después de todo eso, podemos allegarnos al Señor en busca de sabiduría, consuelo, fortaleza, misericordia o valor. Cuando conocemos nuestras propias necesidades, cuando sabemos que debemos estar agradecidos, cuando sabemos cuál es nuestra responsabilidad para con Dios y los demás, entonces, con un corazón vehemente y un sincero deseo, podemos enfrentarnos al Señor con preguntas fervientes, peticiones adecuadas y una mente agradecida.

Del mismo modo que nuestra mente y corazón deben estar preparados, nuestro espíritu debe ser sumiso y sensible si es que deseamos beber abundantemente del manantial eterno. Debemos recurrir a Él con confianza, creyendo que habremos de recibir. Juan nos asegura:

“Y esta es la confianza que tenemos en Él, que si pedimos alguna cosa conforme a su voluntad Él nos oye.
“Y si sabemos que Él nos oye en cualquiera cosa que pidamos, sabemos que tenemos las peticiones que le hayamos hecho” (1 Juan 5:14-15).

Existe otra forma de preparación que debe ser considerada para la oración. Esta radica en la condición de nuestra vida como testimonio de nuestra propia determinación y esfuerzo de obedecer sus mandamientos. Una de las promesas más hermosas hechas por el Señor a José Smith fue: “… si sois purificados y limpiados de todo pecado, pediréis lo que quisiereis en el nombre de Jesús y se hará” (D. y C. 50:29).

Las Escrituras nos enseñan repetidamente el hecho de que el Señor espera que nos enfrentemos a Él con las manos limpias, habiéndonos preparado para la visita. Debemos arrepentirnos, y abandonar los pecados, abandonar la maldad, aprender a guardar sus mandamientos y a permanecer en Él del mismo modo que su palabra permanece en nosotros.

Nuestra relación con los demás debe ser justa. Antes de llevar nuestros presentes al altar, debemos enmendar aquellas cosas que nos separen de nuestro prójimo. La amonestación indica que debemos perdonar a los demás y confesar nuestras faltas, orar el uno por el otro, del mismo modo que pedimos por nuestro propio perdón. El rey Benjamín enseñó a su pueblo que debía creer en Dios y en su poder absoluto, debía reconocer sus propias limitaciones, arrepentirse de sus pecados y olvidarlos, y que también debía humillarse delante de Dios y con sinceridad de corazón rogar su perdón (Mosíah 4:9-10). Los registros son claros y comprensibles. Debemos orar y tener siempre un corazón agradecido, para poder buscar constantemente su presencia y hablar con Él sobre los asuntos que nos conciernen, ya sean pequeños o de magnitud. Debemos recurrir a Él en los momentos de dolor y en los de regocijo, cuando necesitemos sabiduría, cuando nuestra alma está hambrienta, cuando necesitamos comunión con Él. Pero Dios espera que recurramos a Él con nuestra mente y corazón limpios y el espíritu en armonía, dispuestos a entregarle nuestro corazón.

¿Cómo debemos prepararnos entonces para la oración en nuestra vida personal, en nuestro hogar y en familia? De todas las formas mencionadas, y con estas sugerencias específicas:
Debemos leer las Escrituras. Cuando Nefi escribió el relato de la experiencia que tuvo su padre con el Señor, habló de la visión de Lehi, en la que una persona descendió de en medio del cielo y le entregó un libro “… mandándole que lo leyera. Y sucedió que mientras leía, se llenó del Espíritu del Señor” (1 Nefi 1:11-12).

Del mismo modo, nosotros recibimos el Espíritu del Señor cuando leemos las Escrituras. Los relatos de las Escrituras arriba mencionadas, al igual que cantidad de otros, nos ayudarán a lograr el espíritu de oración. Los Registros Sagrados nos dan conocimiento y comprensión, nos guían a un testimonio y nos ofrecen formas de aplicación individual; nos ayudarán a sentir la necesidad de orar y nos guiarán en la experiencia de la comunicación con Dios.

Debemos ayunar. Esta es una maravillosa forma de prepararnos para la oración. El ayuno y la oración van de la mano. El dominio del espíritu mediante la disciplina de los apetitos constituye una forma divinamente recomendada para lograr los propósitos de la oración.

Debemos meditar. Es necesario que pensemos conscientemente y en forma activa acerca del Señor y de nuestra relación con Él; acerca de sus bondades para con nosotros y nuestros antepasados, acerca de la gratitud que debemos sentir por todo lo que Él nos ha dado y continúa dándonos. El considerar y reflexionar sobre nuestras bendiciones constituye un ejercicio de gran valor y grandes beneficios.

Analizar estos asuntos con la familia antes de la oración familiar. Debemos llamar la atención a nuestros hijos, y a los hijos de ellos, acerca de las bondades especiales del Señor para con nosotros, manifestadas en sus dones, especialmente en el don de su sagrado Hijo y todo lo que Él significa para nosotros.
El pensar y hablar de los convenios solemnemente realizados en lugares sagrados, y renovados en forma regular mediante la participación del sacramento, será una bendición para toda la familia. Se pueden compartir sentimientos, impresiones y experiencias con nuestros seres más cercanos y queridos. Todo esto hecho antes de la oración, provocará sentimientos tiernos, humildes y espirituales.

Un tranquilo momento de conversación acerca de nuestras experiencias con nosotros mismos, con nuestra familia, con otras personas y con el Señor puede ser muy fructífero. ¿Cuáles fueron nuestras buenas acciones de hoy? ¿Cuáles fueron los hechos y expresiones no del todo buenos? ¿Cuál fue el origen de nuestro proceder de hoy, tanto el bueno como el malo? ¿Cómo se originó y cómo podemos hacer para seguirle el rastro y relacionarlo con pensamientos o actitudes anteriores, actitudes que tal vez necesiten ser examinadas? ¿Cómo podemos mejorar?

Hay también otras formas de preparación para la oración. La contemplación de la belleza del maravilloso mundo de Dios, entrando en comunión con la naturaleza en lugares hermosos, el experimentar la elevación espiritual de la buena música o literatura; éstas y otras formas amplían nuestra capacidad, nos alientan, fortalecen y ayudan en una actitud de agradecimiento, y nos predisponen para la oración.

En las tres relaciones esenciales de la vida (con nosotros mismos, con los demás y con Dios) debe existir la unidad e integridad si es que queremos alcanzar la felicidad. Siempre que, mediante la inspiración y la determinación, mediante la penitencia y la reconciliación, provoquemos una mayor integridad en cualquiera de estas relaciones, podemos acercarnos adecuadamente al Señor en busca de su santificado Espíritu, para que dé su divina aprobación a nuestros dignos esfuerzos.

Podemos allegarnos a Él en oración con la seguridad de que somos oídos y de que Él nos habrá de ayudar. En nuestros momentos de pesar, de desconsuelo y de debilidad moral, no podemos encontrar suficiente fortaleza en nosotros mismos. ¿Por qué no habremos de recurrir a Dios? Él es el origen de nuestro poder y se encuentra siempre a nuestra disposición. Él desea ayudarnos y lo hará de acuerdo con su gran sabiduría y gran amor, al igual que su gran conocimiento de nuestras necesidades. Sé esto sin ninguna duda, del mismo modo que sé que la preparación para la oración la convierte en una experiencia más dulce y significativa.

Que cada uno de nosotros pueda ser transformado por la renovación de nuestra mente y que pueda reconocer lo “bueno, aceptable y perfecto” a la vista del Señor.