LA FORMA DE ORAR
Élder Carlos E. Asay
Hace poco, cuando dos de mis nietos se pusieron a mi lado para la oración familiar, les indiqué que se arrodillaran, cruzaran los brazos e inclinaran la cabeza cerrando los ojos, lo cual hicieron. Al orar yo en representación de la familia, el mayor de los niños, de dos años de edad, comenzó a imitar las palabras de mi oración; poco después, el menor de ellos, de tan solo un año, se encontraba haciendo lo mismo. Los sonidos que emitían eran tal vez poco más que un simple balbuceo; sin embargo, su torpe pero sincera intención de orar, junto con su forma particular de expresión en la oración, resultó ser una emotiva experiencia que llegó al corazón de todos los presentes.
Esa experiencia con ellos me hizo reflexionar acerca de otra emotiva escena registrada en el Libro de Mormón. En ese caso, el Salvador había instruido a la multitud nefita y sanado a sus enfermos, después de lo cual les enseñó y administró a los niños. Está escrito que “les soltó la lengua, y declararon cosas grandes y maravillosas a sus padres, cosas mayores que las que él había revelado al pueblo… sí, aun los más pequeñitos abrieron su boca y hablaron cosas maravillosas” (3 Nefi 26:14, 16).
Al meditar acerca de la experiencia que tuve con mis nietos durante la oración familiar, me vienen a la mente tres cosas: (1) el deseo inherente de cada persona, especialmente de los pequeños, de comunicarse con el Dios que les dio la vida; (2) la necesidad de poseer una fe y pureza similares a las de los niños como forma de expresar una reverencia verdadera y aceptable; y (3) la responsabilidad que tengo de enseñarles a mis hijos y nietos a “orar y a andar rectamente delante del Señor” (D. y C. 68:28).
No creo tener muchas responsabilidades que sean más importantes que la de alentar a mis nietos, al igual que a otras personas, a orar de una forma aceptable al Padre Celestial. Si guardo la esperanza de poder sentirme satisfecho algún día con los resultados de mis obligaciones paternas, debo hacer lo que sea necesario para establecer un diálogo con Dios y ayudar a mis seres amados a lograr lo mismo; porque a menos que mediante la oración logremos establecer un nexo entre la tierra y el cielo, nuestra vida tendrá ínfimo propósito y dirección.
Puedo detectar un profundo significado en las mencionadas palabras del Salvador: “…y les soltó la lengua, y declararon cosas grandes y maravillosas a sus padres…” (3 Nefi 26:14). ¿Cómo les soltó la lengua? ¿Cómo abrimos la boca de los niños y de los hombres y hacemos que hablen cosas maravillosas? La respuesta a estas preguntas es evidente: enseñando la verdad, fortaleciendo la fe y enseñando al pueblo a orar.
Recordaréis la oportunidad en que los discípulos del Señor le dijeron: “Señor, enséñanos a orar” (Lucas 11:1). Lo mismo podrían haberle dicho: “Suelta nuestra lengua y enséñanos a hablar con nuestro Padre Celestial”. El Señor respondió diciendo: “Vosotros, pues, oraréis así…” (Mateo 6:9), y fue entonces que les dio lo que se conoce como la Oración del Señor (Mateo 6:9-13). En otra oportunidad, enseñó a los nefitas la forma de orar (3 Nefi 13:9-13).
Las Escrituras contienen varios relatos donde el Maestro y sus discípulos proveyeron instrucciones inspiradas concernientes a la oración. Ahora recurrimos a estas selectas escrituras para lograr el conocimiento necesario acerca de la forma correcta y el idioma aceptado en la oración.
Normas de divina excelencia.
Antes de bosquejar y analizar las normas de la oración, debemos destacar algunas instrucciones preliminares. Estas podrían bien servir de prólogo y canalizar nuestro pensamiento a medida que se presenta la norma de la oración.
El Señor dijo: “…para que no seáis engañados, os daré una norma para todas las cosas; porque Satanás anda por la tierra engañando a las naciones…” (D. y C. 52:14). También dijo: “Os digo estas cosas para que podáis comprender y saber cómo habéis de adorar y a quién; y para que podáis venir al Padre en mi nombre, y en el debido tiempo recibir de su plenitud” (D. y C. 93:19). A menos que conozcamos a Dios y estemos familiarizados con su forma de hacer las cosas, ¿cómo podemos “adorar en espíritu y en verdad”? (Juan 4:24). ¿Cómo podemos lograr la salvación mediante nuestra adoración, a menos que conozcamos al Dios verdadero y viviente y estemos preparados para recurrir a Él en sincera oración?
La verdadera oración, el tipo de oración que exalta el alma y abre los cielos, se basa en la fe en Dios, el Eterno Padre, y en su Hijo Jesucristo. Además de poseer esa fe, debemos saber cómo recurrir a Él y hablarle en la forma aprobada. El élder Bruce R. McConkie nos aconseja lo siguiente:
“Se espera que las oraciones de los santos sean adaptadas a una norma prescrita de divina excelencia; además, deben ajustarse al modelo aprobado de la oración adecuada.” (Mormon Doctrine, Bookcraft, 2da. edición, pág. 581.)
Salutaciones.
Hablando a sus discípulos, Jesús les dijo: “Vosotros, pues, oraréis así: Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre” (Mateo 6:9). Aquí encontramos un simple y al mismo tiempo majestuoso saludo, concentrado en una corta frase. Así, los discípulos fueron instruidos con respecto a la forma de comenzar sus oraciones y a quién debían dirigir sus palabras. No se les enseñó que debían dirigirse a alguna misteriosa y desconocida deidad, sino que se les dijo que hablaran con su Padre Celestial, el Padre de todos los espíritus. El presidente Marion G. Romney hizo el siguiente comentario:
“Existe una enorme diferencia entre la actitud de aquel que ora en una forma comprensible a nuestro Padre que está en los cielos y la de aquel cuya oración se dirige a algún dios desconocido, considerado ‘energía cósmica’, ‘conciencia universal’ o ‘la primera gran causa’. Ninguna persona puede orar a un dios teórico con la fe y la esperanza de que su pedido reciba una consideración personal, llena de comprensión; sin embargo, se puede orar en forma comprensiva al Dios verdadero y viviente con la seguridad de que las oraciones serán oídas y contestadas. Cuando existe la creencia de que Dios es nuestro Padre Eterno, podemos, hasta cierto grado, comprender nuestra relación con Él, ya que le consideramos el Padre de nuestro espíritu, un Padre amoroso que se encuentra profundamente interesado en forma individual en sus hijos, quienes le pueden amar de todo corazón, poder, mente y fuerza.” (Look to God and Live, Deseret Book Co., 1973, pág. 201.)
Siempre me intrigaron los relatos de las casi satánicas adoraciones de los zoramitas. Ellos no solamente acusaban en forma directa a Cristo en sus oraciones, sino que también se dirigían en forma pomposa a un dios falso. Fijémonos en el lenguaje de sus oraciones: “¡Santo, santo Dios: creemos que eres Dios, y que eres santo, y que fuiste espíritu, y eres y que serás espíritu para siempre!” (Alma 31:15).
No es extraño que Alma y sus hermanos se quedaran atónitos y apesadumbrados ante tal tipo de adoración. Estos misioneros nefitas tienen que haberse sentido como Pablo cuando observó la adoración supersticiosa llevada a cabo por los hombres de Atenas, quienes honraban al “dios desconocido”. Pablo no vaciló en corregir a los atenienses ni escatimó palabras para expresar la siguiente advertencia: “…Dios, habiendo pasado por alto los tiempos de esta ignorancia, ahora manda a todos los hombres en todo lugar, que se arrepientan” (Hechos 17:22-30).
A nosotros se nos enseña y es nuestra responsabilidad enseñar a toda persona, en todo lugar, a dirigir las oraciones a nuestro Padre Celestial. Debemos evitar en nuestras saludaciones el agregar descripciones floridas e innecesarias. ¿Qué otras palabras pueden dotar de más dignidad u honor a la sagrada expresión “nuestro Padre que estás en los cielos”?
He aquí dos advertencias: Al orar a nuestro Padre Celestial debemos evitar el término “Señor”. Esto es confuso y nos hace difícil saber si nos dirigimos al Padre o a su Hijo Jesucristo. Segundo, debemos evitar la repetición innecesaria del nombre de la Deidad. El uso repetido de frases tales como “nuestro Padre”, “querido Padre”, puede llegar a constituir un tipo de falta de respeto y de vana repetición. Royal L. Garff expresó esta concreta declaración:
“Las repeticiones innecesarias cambian los sagrados significados de las oraciones, convirtiéndolas en expresiones redundantes.”
Expresiones de agradecimiento.
Durante la segunda visita del Salvador a los nefitas, Él se apartó de su presencia un poco, inclinándose hasta la tierra y diciendo: “Padre, gracias te doy porque…” (3 Nefi 19:20). Poco tiempo después, oró nuevamente y, dirigiéndose al Padre, dijo: “Padre, gracias te doy porque…” (3 Nefi 19:28). Aquí nos encontramos con una significativa parte del modelo aprobado de oración. Esto es para reconocer las bondades de Dios y hacerle llegar nuestro agradecimiento por las bendiciones recibidas.
Se nos ha dicho que la ingratitud es un pecado. Si dejamos de reconocer los beneficios recibidos por parte de padres amorosos y generosos, indudablemente nos convertiremos en hijos ingratos. ¿Qué padre no se sentiría ofendido ante un hijo ingrato que esperase recibir, mas considerara por demás inconveniente el agradecer? En la forma en que actuamos o servimos, ponemos de manifiesto nuestra gratitud; sin embargo, las palabras de gratitud deben ser incluidas en nuestros himnos de alabanza y oraciones de agradecimiento.
Así cantó el salmista: “Entrad por sus puertas con acción de gracias, por sus atrios con alabanza; alabadle, bendecid su nombre” (Salmos 100:4).
“…oh, cómo deberíais dar gracias a vuestro Rey Celestial!” dijo el rey Benjamín, agregando: “Os digo, mis hermanos, que si diereis todas las gracias y alabanzas, con todo el poder de vuestras almas enteras, a ese Dios que os ha creado, guardado y conservado, y ha hecho que os regocijéis, y os ha concedido vivir en paz el uno con el otro…digo que si lo sirviereis con toda vuestra alma, todavía seríais servidores inútiles” (Mosíah 2:19-21; cursiva agregada).
Peticiones.
Refiriéndonos una vez más a las oraciones de Jesús entre los nefitas, encontramos otra parte fundamental del modelo de la oración. Ya se ha mencionado el hecho de que Él se dirigió al Padre y le agradeció por las bendiciones recibidas; después utilizó expresiones como: “Padre, te ruego, que des…” “y ahora, Padre, te pido por ellos…” y “Padre, no te ruego por el mundo, sino por los que me has dado del mundo” (3 Nefi 19:21, 23, 29). Estas palabras nos enseñan que las oraciones pueden incluir peticiones adecuadas en beneficio de otras personas y ruegos de asistencia divina, perdón de pecados, dirección e intervenciones especiales.
Es común escuchar a los santos orar por el Profeta, las Autoridades Generales y sus líderes locales del sacerdocio. Aquellas oraciones a Dios en las que se pide que sea preservada la salud de los líderes de la Iglesia, que su vida pueda ser prolongada y que continúen disfrutando de la inspiración del Espíritu Santo, son también adecuadas conforme a sus necesidades. No obstante, todas esas peticiones deberían ser inspiradas por sentimientos sinceros y no expresadas simplemente porque otras personas lo hayan hecho antes.
A menudo escuchamos a gente que ora por los misioneros. Esto también es adecuado y aceptable, condicionado al hecho de que las oraciones sean sinceras. El presidente Spencer W. Kimball nos ha exhortado a orar que las puertas de las naciones sean abiertas a la obra misional; nos ha rogado que hagamos todo lo que podamos, dentro de nuestras posibilidades, para abrir esas puertas; pero comprende que en algunos casos será necesaria la intervención divina.
Una vez que Enós logró el perdón de sus pecados, sintió el deseo profundo de rogar por el bienestar de sus hermanos, los nefitas; eso le llevó a verter su alma entera ante Dios por ellos (Enós 5-9).
Cuando hablamos de pedir a Dios, en forma casi instintiva pensamos en el clásico testimonio de Amulek, el cual incluye pensamientos relativos a la oración; en él exhortaba al pueblo:
“Sí, implorad su misericordia…
“Orad a él cuando estéis en vuestros campos, sí, por todos vuestros rebaños.
“Rogadle en vuestros hogares, sí, por todos los de vuestra casa…
“Sí, imploradle contra el poder de vuestros enemigos;
“Sí, contra el diablo, que es el enemigo de toda justicia.
“Rogadle por las cosechas de vuestros campos, a fin de que prosperen.
“Sí, y cuando no estéis invocando al Señor, dejad que rebosen vuestros corazones, orando constantemente por vuestro propio bienestar así como por el bienestar de los que os rodean.” (Alma 34:13, 20-24, 27.)
Siempre me impresionó el siguiente consejo: “…invoquéis su santo nombre, y veléis y oréis incesantemente para que no seáis tentados más de lo que podáis resistir, a fin de que el Espíritu Santo os pueda guiar…” (Alma 13:28).
Tales pensamientos y humildes expresiones son indudablemente apropiados cuando suplicamos a Dios. Las palabras del Salvador fueron: “Y no nos dejes caer en tentación, mas líbranos del mal” (3 Nefi 13:12).
Se nos ha prometido que nuestro Padre Celestial nos perdonará por nuestros pecados si nosotros perdonamos a aquellos que hayan pecado contra nosotros. Por lo tanto, resulta adecuado que tomemos el modelo del Maestro y oremos diciendo: “Y perdona nuestras deudas, como nosotros perdonamos a nuestros deudores” (3 Nefi 13:11).
Advertencias relacionadas con este asunto.
Debemos mencionar dos advertencias. Primero, debemos estar dispuestos a condicionar nuestros pedidos a la voluntad de nuestro Padre Celestial. Recordaréis la oración expresada por el Señor en el Jardín de Getsemaní, donde, abrumado por el dolor, la agonía, la transpiración de sangre y las lágrimas, oró diciendo: “…pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lucas 22:41). En este caso Él aplicó personalmente lo que había enseñado antes a sus discípulos, porque les había instruido con respecto a la oración: “Sea hecha tu voluntad en la tierra como se hace en el cielo” (3 Nefi 13:10). Cada vez que decimos “sea hecha tu voluntad” o “si es tu voluntad”, debemos hacerlo con convicción y no tan solo “de los labios hacia afuera”.
Segundo, debemos ponernos en armonía con el Espíritu para que nuestras peticiones se encuentren en completa armonía con la voluntad divina. Observemos las siguientes escrituras y las palabras en cursiva:
“…Todo lo que pidiereis en oración, creyendo, lo recibiréis” (Mateo 21:22).
“Y cuanto le pidáis al Padre en mi nombre, creyendo que recibiréis, si es justo, he aquí, os será concedido” (3 Nefi 18:20).
“Cualquiera cosa que le pidiereis al Padre en mi nombre os será dada, si fuere para vuestro bien” (D. y C. 88:64).
Hay personas que leen la promesa del Señor contenida en la primera de las escrituras mencionadas, y consideran que mediante sus oraciones de fe recibirán casi automáticamente las bendiciones que desean. Tales personas pueden dar por sentado que lo que piden es justo y que todo lo que tienen que hacer es expresar su oración; esta consideración sería adecuada y correcta si el que pide fuera completamente justo, estuviera en total armonía con el Espíritu, y se sintiera inspirado para conocer perfectamente la voluntad del Señor y para pedir lo que no fuera contrario a la voluntad de Dios.
Ojalá que todos fuéramos dignos de recibir las bendiciones pronunciadas sobre Nefi, el hijo de Helamán:
“Bienaventurado eres, Nefi, por la obra que has hecho; porque he visto cómo has declarado infatigablemente a este pueblo la palabra que te he dado. Y no les has tenido miedo, ni has cuidado de tu vida, sino que has procurado mi voluntad y el cumplimiento de mis mandamientos.
Y porque has hecho esto con tanta perseverancia, he aquí, te bendeciré para siempre, y te haré poderoso en palabras y hechos, en fe y obras; sí, hasta cumplirse en ti todas las cosas según tu palabra, porque no me pedirás lo que fuere contrario a mi voluntad” (Helamán 10:4-5; cursiva agregada).
La promesa que todos tenemos es: “Y si sois purificados y limpiados de todo pecado, pediréis lo que quisiereis en el nombre de Jesús y se hará. Mas entended esto, que os será manifestado lo que debéis pedir…” (D. y C. 50:29-30).
“En mi nombre.”
Como respuesta a una pregunta formulada por Tomás, Jesús dijo: “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí” (Juan 14:6). Mientras instruía a los nefitas poco después de su resurrección, también dijo: “…por tanto, siempre debéis orar al Padre en mi nombre” (3 Nefi 18:19). En los tiempos contemporáneos, el Señor declaró: “Continuarás invocando a Dios en mi nombre…” (D. y C. 24:5).
Desde los mismos comienzos, aun en los días de Adán, se dio al hombre la siguiente indicación: “Por consiguiente, harás cuanto hicieres en el nombre del Hijo, y te arrepentirás e invocarás a Dios en el nombre del Hijo para siempre jamás” (Moisés 5:8).
El presidente Marion G. Romney dijo:
“Relacionada con la creencia en Dios, el Eterno Padre, se encuentra la creencia en su Hijo Jesucristo y la aceptación de su divina misión como Redentor del mundo. Esta creencia es tan básica para la verdadera oración como lo es la creencia en Dios, el Eterno Padre. Esto es así, puesto que Jesús es nuestro Redentor y, por lo tanto, nuestro abogado para con el Padre: y ese es el motivo por el cual debemos orar siempre al Padre en su nombre.
Nuestro corazón se encuentra lleno de una gratitud imposible de expresar por lo que el Salvador hizo por nosotros. A menudo cantamos con fervor: ‘Cuán asombroso es que Él amarme y rescatárame…’ Cada vez que participamos del sacramento testificamos ante el Padre que estamos dispuestos a tomar sobre nosotros el nombre de su Hijo. Una oración que no sea ofrecida en Su nombre sugiere falta de sinceridad o de entendimiento.” (Look to God and Live, págs. 201-202; cursiva agregada.)
Debemos finalizar nuestras oraciones pidiendo en el nombre de Jesucristo; sin embargo, no debemos dar fin a las oraciones diciendo “en tu nombre”, pues eso da lugar a confusiones y provoca la pregunta: “¿En el nombre de quién? ¿Del Padre o del Hijo?”
Amén.
De acuerdo con las normas del Salvador, todas las oraciones deben finalizar con la palabra Amén. Se utiliza esta palabra para expresar una solemne ratificación, aceptación o sincera aprobación. Cuando una persona dice “Amén” al final de una oración, en cierto sentido se compromete con las palabras expresadas.
Las oraciones pronunciadas en representación de un grupo deben reflejar el sentir, las necesidades y los deseos de todos y no solo los de aquel que sirve de representante. Es de esperar que la persona que ora en favor de los demás haya pensado con anticipación con respecto a la asignación y reciba así el espíritu correspondiente. Al finalizar la oración entonces, el “Amén” de la persona que ora constituye una señal para que todos expresen una respuesta audible. Este “Amén” combinado demuestra que los miembros del grupo están de acuerdo con la oración y son partícipes de lo que ha expresado.
Lenguaje reverente.
Hace algunos años se le formuló al presidente Joseph Fielding Smith la siguiente pregunta: “¿Es importante que utilicemos cierta formalidad cuando nos dirigimos a la Deidad en oración, o es correcto hacerlo utilizando palabras más modernas y comunes?” La respuesta de él fue la siguiente:
“Nunca debemos dirigirnos en oración a nuestro Eterno Padre y a su Hijo Unigénito Jesucristo con expresiones comunes y vulgares, utilizadas para dirigirnos a los seres humanos. El Padre y el Hijo deben ser siempre honrados en nuestras oraciones con extrema humildad y reverencia. El cambio de las palabras bíblicas para ajustarnos al idioma popular de la actualidad, tanto en mi opinión como en la de las demás Autoridades Generales, ha sido una gran pérdida en el desarrollo de la fe y la espiritualidad, en la mente así como en el corazón de los pueblos.” (Answers to Gospel Questions, Deseret Book Co., 1958, 2:15-17.)
Otro profeta contemporáneo, el presidente Spencer W. Kimball, escribió:
“Es conveniente que en todas nuestras oraciones utilicemos los pronombres tú y tuyos en lugar de su y suyos, ya que de esa forma expresamos un respeto familiar especial.” (Faith Precedes the Miracle, Deseret Book Co., 1972, pág. 201.)
En la reunión general del sacerdocio, el 6 de octubre de 1951, el presidente Stephen L. Richards declaró:
“Hemos descubierto… una falta de enseñanza adecuada con respecto a la oración. Yo mismo me he sentido alarmado al escuchar a misioneros que han sido llamados para ofrecer oraciones, quienes parecieran no haber tenido ninguna experiencia o capacitación con respecto al uso del lenguaje propio de las oraciones.
“…Creo, mis hermanos, que tanto en los quórumes como en las clases y en el hogar deberíais enseñar el lenguaje correcto de la oración que es tú y tus, en lugar de usted. Me resulta decepcionante oír que alguien se dirige a nuestro Padre Celestial tratándolo de usted. Es sorprendente cuán común es esto… Creo que deberíais tomar nota de ello y aprovechar toda oportunidad que tengáis para enseñar el sagrado y reverente lenguaje de la oración.”
Nosotros no solo adoramos al Dios verdadero y viviente, sino que también damos al mundo nuestro testimonio de su realidad; por lo tanto, nuestra adoración y testimonio deben desarrollar en la mente y en el corazón de los hombres el respeto y la reverencia por Dios. Debemos dirigirnos a Él con extrema humildad y reverencia, e invitar a los demás a hacer lo mismo. El lenguaje de nuestra oración debe ser sagrado y reflejar así la fe y el incuestionable respeto y devoción que sentimos por la Deidad.
Vanas repeticiones.
“Y orando”, enseñó el Salvador, “no uséis vanas repeticiones como los gentiles, que piensan que por su palabrería serán oídos.
“No os hagáis, pues, semejantes a ellos; porque vuestro Padre sabe de qué cosas tenéis necesidad, antes que vosotros le pidáis.” (Mateo 6:7-8.)
Esta es una estricta advertencia en contra del uso excesivo de expresiones innecesarias, vacías o inútiles. A veces hablamos sin significado alguno; otras veces nos sentimos tentados a expresarnos ampulosamente o a utilizar términos ajenos a nuestro vocabulario que hayan sido acuñados por otras personas. Tales prácticas deben ser evitadas. El presidente Ezra Taft Benson sugiere:
“Nuestras oraciones deben tener significado y ser pertinentes. No debemos utilizar las mismas frases en cada oración. A todos nos preocuparía o molestaría si un conocido o amigo utilizara siempre las mismas palabras cuando nos hablara, tratando la conversación como una obligación, como si estuviera ansioso de terminar de una vez para encender el televisor y olvidarse de nosotros.” (God, Family, Country, Deseret Book Co., 1974, págs. 121-122.)
Extensión de las oraciones.
Puede haber razones válidas y circunstancias adecuadas para oraciones extensas: una oración de dedicación puede ser más larga que las oraciones regulares; pero debemos tener cuidado de evitar la forma excesiva de expresarnos en nuestra adoración. Bien podríamos recordar las siguientes palabras:
“¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! porque devoráis las casas de las viudas, y como pretexto hacéis largas oraciones; por esto recibiréis mayor condenación.” (Mateo 23:14.)
Ni la ostentación ni la hipocresía tienen lugar en nuestras conversaciones con Dios.
Hace ya muchos años, el élder Francis L. Lyman dijo lo siguiente acerca de las oraciones extensas:
“No es necesario ofrecer oraciones largas y tediosas, ni para comenzar ni para finalizar. Esto no solo desagrada al Señor, sino que también desagrada a los Santos de los Últimos Días. Con una oración de dos minutos podemos dar comienzo a cualquier reunión y con otra de medio minuto podemos finalizarla… Ofreced oraciones cortas y evitad las vanas repeticiones…” (Discurso pronunciado en julio de 1892; impreso por la revista Improvement Era, abril de 1947, pág. 245.)
Es de esperar que las oraciones de apertura sean más largas y llenas de expresión. En estas, por lo general, invocamos el Espíritu del Señor (no tan solo parte de él) para que esté con nosotros, y tratamos de establecer el espíritu de la reunión. Por otra parte, las oraciones finales deben ser cortas y al grano; se puede expresar agradecimiento en forma apropiada por el desarrollo espiritual, al igual que pedir las bendiciones que se desean para la partida. Temo que en muchas de nuestras reuniones tenemos la tendencia a arrastrar las oraciones y llenarlas de expresiones excesivamente confiadas o vanas. Esta tendencia desalienta a la participación en las oraciones, especialmente entre los jóvenes, y promueve el deseo de que las reuniones se terminen de una vez. ¡Cuánto mejor sería que oráramos como los nefitas lo hacían! De ellos se dijo:
“…y no multiplicaban palabras, porque les era manifestado lo que debían de pedir, y estaban llenos de anhelo” (3 Nefi 19:24).
Algo más que meras palabras.
El élder James E. Talmage escribió: “Es bueno saber que las palabras no constituyen la oración: palabras que tal vez no expresen lo que uno quiere decir; palabras que tan frecuentemente disimulan las incongruencias; palabras que tal vez no tienen más profundidad que los órganos físicos del habla; palabras quizás pronunciadas para impresionar los oídos de los seres humanos. El mudo puede orar, y aun con la elocuencia que prevalece en el cielo. La oración se compone de los latidos del corazón y los justos anhelos del alma; de la súplica fundada en la admisión de que uno es el necesitado; de la contrición y el deseo puro.” (Jesús el Cristo, pág. 252.)
Tengo la impresión de que algunas de las oraciones más aceptables que han sido pronunciadas las han pronunciado personas limitadas en las habilidades del idioma. Las oraciones de los niños son simples; la de los mudos son silenciosos movimientos de las manos; las oraciones de los incapacitados pueden consistir tan solo de un ojo suplicante y una inocente mirada. Pero a menudo tales oraciones trascienden en belleza y establecen una diferencia con las oraciones pomposas y los sonidos complicados de un pseudo erudito.
Recuerdo con sumo cariño las oraciones de la hermana Bertha Piranian, esposa de mi presidente de misión, Badwagon Piranian. El idioma natal de la hermana Piranian era el alemán; el inglés era su segundo idioma y, por lo tanto, no lo hablaba muy bien. Cuando ella oraba o daba su testimonio en inglés, su idioma denotaba un marcado acento, era simple y salpicado de errores gramaticales; aun así, sus oraciones eran sumamente hermosas y reflejaban su bondad. Nadie que haya escuchado esas oraciones podría jamás haber dudado de su habilidad para comunicarse con la Deidad.
Con estos comentarios no quisiera dar a entender que no debemos ser elocuentes y utilizar un buen idioma en nuestras oraciones; en ellas debemos buscar la perfección, del mismo modo que tratamos de lograrla en otros aspectos de nuestra vida. Sin embargo, estos comentarios tratan de establecer el hecho de que la verdadera elocuencia se encuentra en los sentimientos más que en las palabras. Una oración aceptable es mucho más que simples palabras.
La obra Hamlet, de Shakespeare, incluye las siguientes palabras de Claudius cuando cesó de orar porque no lo hacía de corazón:
“Mis palabras se elevan, mis pensamientos permanecen; las palabras sin los pensamientos jamás alcanzan el cielo.” (Acto tercero, escena tercera.)
El Maestro expresó las siguientes palabras a las que deberíamos prestar atención:
“Este pueblo de labios me honra: mas su corazón está lejos de mí” (Mateo 15:8).
Conclusión.
Para finalizar, quisiera presentar un resumen de las normas de la oración. Estas pautas indican lo que se debe y lo que no se debe hacer con respecto a la forma aprobada y aceptable de orar:
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Salutaciones. Las oraciones deben dirigirse: “Padre Nuestro que estás en los cielos.” Al orar a nuestro Padre Celestial debemos evitar la utilización del término “Señor”. Debemos también evitar la innecesaria repetición del nombre de la Deidad.
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Expresiones de agradecimiento. Las oraciones pueden contener expresiones de loor y agradecimiento tales como: “Te agradezco tus…” y “Te agradezco porque…”. En las oraciones públicas hablamos por todo el grupo y utilizamos los pronombres nosotros y nuestro, mas nunca yo.
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Peticiones. Las oraciones pueden incluir solicitudes o peticiones relacionadas con la ayuda divina, el perdón de pecados, la inspiración, etc., tales como “Te ruego que me permitas…”. Debemos estar dispuestos a sujetarnos a la voluntad de nuestro Padre Celestial (“Que sea hecha tu voluntad y no la mía”). Debemos ser dignos para así saber lo que debemos pedir, en vez de solicitar cualquier cosa que pueda ser contraria a la voluntad de Dios.
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En mi nombre. Las oraciones deben ser hechas en el nombre de Jesucristo, porque Él nos instruyó que siempre oráramos al Padre en su nombre. Jamás debemos finalizar una oración diciendo: “En tu nombre.”
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Amén. Las oraciones deben ser concluidas con la palabra Amén, lo cual expresa aceptación o aprobación. Debemos decir “Amén” en voz alta, siempre que nos encontremos en grupo y alguien ore en nombre de todos.
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Lenguaje sagrado. Las oraciones deben ser efectuadas conforme al sagrado lenguaje que se encuentra en la Biblia. Debemos utilizar las reverentes palabras tú, tuyos y ti cuando nos dirigimos a la Deidad. No debemos recurrir al lenguaje popular de la actualidad ni utilizar usted o ustedes.
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Vanas repeticiones. Las oraciones deben ser significativas y pertinentes. No debemos usar vanas repeticiones, tales como el repetido uso del nombre de la Deidad. También debemos evitar el uso de términos y expresiones sin significado concreto.
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Extensión de las oraciones. Las oraciones deben adaptarse a la ocasión y ofrecerse en una forma concisa y sincera. No debemos ser ampulosos en nuestras oraciones ni hacerlas excesivamente largas, ni caer en el hábito de utilizar todo un palabre-río en el ejercicio de nuestra adoración. Las oraciones que comienzan una reunión son por lo general más largas y más llenas de expresión. En esas ocasiones invocamos el Espíritu del Señor (no tan solo una parte del mismo), para que permanezca con nosotros. Las oraciones finales son por lo general cortas y al grano.
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Algo más que meras palabras. Las oraciones son la expresión y el espejo del alma. Debemos tratar de lograr la elocuencia y la excelencia del lenguaje en nuestra comunión con Dios. Sin embargo, debemos comprender que la verdadera elocuencia de la oración se encuentra en el sentimiento que acompaña a las palabras. “Recordad que las oraciones de los santos deben adaptarse a las normas prescritas de divina excelencia; además, deben ajustarse al modelo aprobado de la oración adecuada.” (Élder Bruce R. McConkie) “No debemos hacer de la oración un formulismo. El Señor no aprueba las oraciones largas y llenas de hipocresía.” (Presidente Spencer W. Kimball) También debemos evitar las que son memorizadas, excepto en los casos de las oraciones bautismales o sacramentales que tienen un significado especial.
Hace ya algunos años, mientras me encontraba sirviendo como presidente de misión, decidí que comenzaría una serie de entrevistas con los misioneros formulando la siguiente pregunta: “¿Cuándo tuvo usted su última experiencia espiritual?” Las respuestas fueron variadas e interesantes. Algunos confesaron que no habían tenido ninguna experiencia especial en ese sentido. Otros dijeron que había pasado algún tiempo desde que habían sentido la cercanía del Espíritu. Otros, por otra parte, me contaron maravillosas experiencias que habían tenido lugar algunos días antes de la entrevista. La respuesta de un misionero, sin embargo, fue realmente especial. Él me dijo: “Esta mañana”, a lo que yo le pregunté: “¿Esta mañana? ¿Qué sucedió esta mañana?” Lentamente pero con confianza, él contestó: “Esta mañana, oré”. Me sentí maravillado con la respuesta del misionero y no dudé de sus palabras porque conocía su determinación, su naturaleza espiritual y su aptitud para orar.
Muchas veces a partir de aquel momento medité con respecto a la oración y a las experiencias espirituales, y llegué a la conclusión obvia: nuestro diálogo con la Deidad puede y debe constituir una experiencia espiritual muy especial. Se trata de una experiencia que podemos lograr si buscamos a Dios con humildad y sinceridad. Debemos dirigirnos a Él con una fe similar a la de un niño y orar de la misma forma.
Ruego que podamos seguir el verdadero modelo de la oración y emplear el sagrado y reverente lenguaje que corresponde. Que pueda decirse de nuestras oraciones del mismo modo que se dijo del Salvador:
“Jamás el ojo ha visto o el oído escuchado, hasta ahora, cosas tan grandes y maravillosas como las que vimos y oímos que Jesús habló al Padre;
Y no hay lengua que pueda hablar, ni hombre que pueda escribirlo, ni corazón de hombre que pueda concebir tan grandes y maravillosas cosas como las que vimos y oímos que habló Jesús; y nadie se puede imaginar el gozo que llenó nuestras almas cuando lo oímos rogar por nosotros al Padre:” (3 Nefi 17:16-17).

























