La Oraciónpor 18 Autoridades Generales

¿QUÉ DEBEMOS PEDIR
EN NUESTRAS ORACIONES?

Élder Neal A. Maxwell


¡En las Escrituras hay tantos ejemplos instructivos acerca de la oración! Esta variedad misma de ejemplos requiere que hagamos una selección de los elementos esenciales con respecto al propósito de nuestras peticiones y al contenido de nuestras oraciones.

En el Libro de Mormón podemos leer lo que dijo el Señor al respecto:
“Y cuanto le pidáis al Padre en mi nombre, creyendo que recibiréis, si es justo, he aquí, os será concedido.” (3 Nefi 18:20; cursiva agregada).

Este es uno de los conceptos más significativos que se nos presentan en todas las Escrituras. Aun cuando pidamos algo con fe, a menos que sea bueno para nosotros, Dios se reserva el derecho de decidir si debe concedérnoslo o no. Un padre perfecto, amoroso y omnisciente no haría otra cosa. Por lo tanto, además de tener fe, debemos pedir lo que sea justo. El mismo concepto aparece en las revelaciones contemporáneas. El Señor le dijo al profeta José Smith:
“Cualquiera cosa que le pidiereis al Padre en mi nombre os será dada, si fuere para vuestro bien.” (D. y C. 88:64).

El Señor se reserva el derecho de determinar lo que es mejor para nosotros, no sea que en nuestra ingenuidad espiritual pidamos algo que no esté de acuerdo con la voluntad de Dios. Nefi, el profeta, comprendió la importancia de la precisión y forma adecuada de la oración. Por felices experiencias pasadas sabía que Dios le daría libremente si él, Nefi, no pidiera “impropíamente” (2 Nefi 4:35). Vemos entonces la importancia de lo que el profeta José Smith nos ha dicho.

El presidente Joseph F. Smith afirmó que el desarrollo espiritual incluye “la educación de nuestros deseos”. Tenemos la obligación de llegar a un punto tal en nuestro progreso que nuestros deseos sean justos a la vista de Dios; y cuando arribemos a esa condición poseeremos la “mente de Cristo” (1 Corintios 2:6). Quienes posean la mente de Cristo ofrecerán oraciones perfectas.

Continuando con los elementos esenciales, digamos que debemos tener con nosotros el Espíritu Santo para que Él nos incite a orar por lo que es justo. Nefi nos dice que el Espíritu enseña al hombre a orar (2 Nefi 32:8). Existe, por lo tanto, una conexión definitiva entre nuestra justicia y la capacidad para recurrir al Espíritu, a fin de que podamos así pedir lo que debemos pedir. El Señor le dijo a José Smith en 1831:
“Y si sois purificados y limpiados de todo pecado, pediréis lo que quisiereis en el nombre de Jesús y se hará.
“Más entended esto, que os será manifestado lo que debéis pedir…” (D. y C. 50:29-30; cursiva agregada).

Es indudable que este tipo de oración refleje un elevado nivel de espiritualidad. Para aquellos de nosotros que todavía nos encontremos rezagados en el camino de la oración, estos conceptos podrían parecer, al principio, bastante desalentadores; porque aun cuando las promesas son válidas, nos sentimos muy distantes del punto en el que nos será manifestado lo que debemos pedir. Aun así, debemos comprender el significado de esas escrituras si deseamos avanzar en este camino, aprendiendo a orar por cosas correctas, a la vez que desarrollamos nuestra fe. Solamente entonces nuestras oraciones merecerán ser caracterizadas como una consulta con el Señor “en todos [nuestros] hechos” (Alma 37:37).

Podríamos preguntarnos: ¿Por qué es necesario que el Espíritu Santo nos impulse, aun en nuestras oraciones? Uno de los motivos es que sólo con su ayuda podemos ser elevados por encima del pequeño y estrecho escenario de nuestra propia experiencia, más allá de nuestros egoístas deseos y de los límites de la pequeñez de nuestras células conceptuales. Con hermoso lenguaje, Jacob nos recuerda que el Espíritu (que también nos enseña a orar) “habla la verdad, y no miente. Por tanto, habla de las cosas como realmente son y como realmente serán” (Jacob 4:13).

“El Espíritu escudriña aun lo profundo de Dios” (1 Corintios 2:10), pero las oraciones superficiales no producirán semejantes resultados.

Dios ve las cosas como realmente son y como llegarán a ser, mas a nosotros no nos sucede lo mismo. A fin de descubrir tan preciosas perspectivas durante nuestras oraciones, debemos confiar en la inspiración del Espíritu Santo. Teniendo acceso a ese tipo de conocimiento, oraríamos por lo que nosotros y otras personas debiéramos tener. Contando con la inspiración del Espíritu, no pediremos en vano.

Teniendo acceso al Espíritu, se expandirán nuestros círculos de interés. La extraordinaria oración pronunciada por Enós comenzó con una comprensible preocupación con respecto a su familia, después por sus enemigos, y luego la extendió hacia las generaciones futuras.

A menos que alguien llegue a desilusionarse prematuramente como consecuencia de las normas inferiores de nuestras oraciones, cabe decir que, al igual que sucede en todas las demás cosas, podemos desarrollarnos en experiencia con la oración. El profeta José Smith dijo en una oportunidad:
“Una persona podrá beneficiarse si percibe la primera impresión del espíritu de la revelación: Por ejemplo, cuando sentís que la inteligencia pura fluye en vosotros, podrá repentinamente despertar en vosotros una corriente de ideas… y así, por conocer y entender el Espíritu de Dios, podréis crecer en el principio de la revelación hasta que lleguéis a ser perfectos en Cristo Jesús” (Enseñanzas del Profeta José Smith, pág. 179).

Cuando nuestras oraciones son inspiradas, en realidad aprendemos de nuestras propias peticiones, tal como lo expresó el presidente Marion G. Romney, quien dijo que cuando habla bajo inspiración, siempre aprende algo de lo que dice.

El poder descubrir la comprensión divina con respecto al contenido de nuestras peticiones, llega a ser, por lo tanto, sumamente importante. De otro modo, podemos orar por un puesto de empleo que tal vez no sea bueno para nosotros; podríamos pedir “impropíamente” que se nos quite un desafío, cuando lo que se necesita es ayuda para poder sobrellevar y vencer el problema. Muchas son las formas en las que debemos ser guiados, aun en el contenido de nuestras oraciones. No es suficiente arrodillarnos, por importante que esto sea, o tener fe, por esencial que esto también resulte. Debemos doblegar nuestra voluntad y subyugarla a la voluntad de Dios, para que en nuestras oraciones lleguemos a una comunión real con nuestro Padre Celestial y podamos así pedir aquello que sea realmente justo.

El Señor nos ha dicho con respecto a la verdad, lo que presumiblemente incluiría verdades acerca de nosotros mismos y nuestras propias circunstancias —cosas por las que tan a menudo oramos— que: “…la verdad es el conocimiento de las cosas como son, como eran y como han de ser” (D. y C. 93:24). Este relacionar de las circunstancias pasadas con las presentes y las futuras provee una convergencia de la verdad que nos puede brindar una preciosa perspectiva acerca de nosotros mismos y nuestras circunstancias. Tal perspectiva indudablemente alteraría los objetivos de nuestra petición, muchas veces pequeña y obtusa, al igual que nuestras solicitudes ingenuas al Padre Celestial. Sería de desear que nunca olvidáramos que “todas las cosas, pasadas, presentes y futuras… están continuamente delante del Señor” (D. y C. 130:7).

Mientras tanto, no debe causarnos desánimo el hecho de que existen graduaciones de percepción espiritual. La gente puede observar el mismo fenómeno y comprenderlo en diversas formas o grados. En una de sus maravillosas oraciones, Jesús oró con tal intensidad y poder que se oyó una voz de los cielos que se refirió a la glorificación del nombre de Dios. Las Escrituras dicen de cuando se oyó la voz de los cielos:
“Y la multitud que estaba allí, y había oído la voz, decía que había sido un trueno. Otros decían: Un ángel le ha hablado.
“Respondió Jesús y dijo: No ha venido esta voz por causa mía, sino por causa de vosotros.” (Juan 12:29-30).
Tal vez entre la multitud hubiera quienes no oyeron nada; otros que escucharon el sonido pero creyeron que era un trueno; otros que reconocieron que se trataba de una voz, mas no comprendieron las palabras; hubo algunos que creyeron que se trataba de la voz de un ángel; pero otros supieron que se trataba de la voz de Dios.

Habiendo tratado estos elementos esenciales, veamos ahora lo que aprendemos de las Escrituras acerca de las oraciones adecuadas en lo que se refiere al contenido de estas peticiones.
La verdad obvia es que podemos orar por muchas cosas: por perdón, fortaleza, guía relacionada con nuestros asuntos diarios, por nuestros líderes, por la familia y por la humanidad en general. El propósito de algunas de nuestras oraciones puede ser tan solo adoración pura. Pero después de haber generalizado, examinemos los registros en busca de modelos apropiados.
Después de haber sido testigo del pecado de Israel, su pueblo le pidió a Moisés: “…ruega a Jehová que quite de nosotros estas serpientes. Y Moisés oró por el pueblo” (Números 21:7). Resulta significativo el hecho de que Moisés orara por su pueblo a pesar de que muchos de ellos eran indignos de las bendiciones prácticas que solicitaban; habían fracasado en utilizar el instrumento que se les había provisto (la serpiente de bronce sobre el asta), para que si los mordían las terribles serpientes, lo miraran a fin de ser sanados. Sin embargo, Moisés oró.

En el Libro de Mormón encontramos un ejemplo que guarda cierto paralelo con la historia anterior, en el que Mormón oró por el pueblo, pero reconoció que se trataba de una oración sin fe como consecuencia de la extremada indignidad de su gente. Aun así, continuó orando (Mormón 3:2).

También es bueno que oremos por los líderes y aquellos que ocupan posiciones de responsabilidad. Jesús lo hizo cuando oró por sus discípulos: “No ruego que los quites del mundo, sino que los guardes del mal” (Juan 17:15). El Señor no pidió una exención para sus seguidores. El orar que otras personas puedan vencer en sus luchas nos indica que no debemos pedir que todas las tentaciones y pruebas sean quitadas de nuestro camino. Las oraciones no deben ser como grandes aplanadoras que automáticamente allanen nuestro camino de toda interferencia.

En el Libro de Mormón se registran las palabras de Jesús cuando instruyó a sus seguidores a orar por sus esposas y niños (3 Nefi 18:21). Debemos hacerlo, y hacer mención de los nombres de las personas por quienes oramos, para que los miembros de nuestra familia escuchen esos nombres y sepan que se está orando por ellos.

Debemos orar cuando se escogen líderes. En la selección de Saúl, hecha por el profeta Samuel bajo la inspiración de los cielos, podemos comprobar la sistemática búsqueda llevada a cabo en pos de un nuevo rey. Esa fue, en verdad, una tarea difícil, ya que familia tras familia se presentó delante del profeta. Después de preguntarle al Señor, Este le indicó cuál era el hombre que debía ser coronado.
“Entonces corrieron y lo trajeron de allí; y puesto en medio del pueblo, desde los hombros arriba era más alto que todo el pueblo” (1 Samuel 10:22-23).

Por ejemplo, casi todos los fines de semana las Autoridades Generales de la Iglesia oran con respecto a hombres que son elegidos para presidir sobre estacas. Se trata de un motivo apropiado de oración y en realidad de una necesidad.

El profeta José Smith oró para pedir el perdón de sus pecados. Él dijo en una oportunidad: “…después de haberme retirado a mi cama, me puse a orar, pidiéndole al Dios Todopoderoso perdón de todos mis pecados e imprudencias; y también una manifestación, para saber de mi condición y posición ante Él…” (José Smith 2:29).
Es indudable que cada uno de nosotros se vea enfrentado a oportunidades en las que tales peticiones son necesarias.

Daniel fue un profeta estimado. Las Escrituras nos dicen que se trataba de un espíritu superior (Daniel 6:3). Evidentemente él oraba de rodillas por lo menos tres veces por día, de frente hacia Jerusalén y agradeciendo a Dios. Las oraciones de Daniel eran de agradecimiento, sinceras y constantes antes de que fuera echado en el foso de los leones. Es sumamente interesante el hecho de que el rey Darío, que en realidad no deseaba echar a Daniel a los leones, ayunara por la seguridad de éste y no durmiera. La regularidad en las oraciones no significa que ellas deban ser ritualizadas o convertidas en una rutina.

El objetivo se hace más obvio en algunas oraciones que en otras; algunos motivos son sutiles y ensanchan el alma. Por ejemplo, una de las formas de probarnos es preguntarnos cuán a menudo hemos seguido el consejo del Salvador en el que nos indicó que debemos orar por los que nos desprecian y persiguen (Mateo 5:44). ¿Cuántas veces hemos orado específicamente por quienes se aprovechan y abusan de nosotros, nos dominan y explotan? ¿Cuán a menudo alabamos a Dios con una oración de loor y agradecimiento? (D. y C. 136:28). Como lo destacamos anteriormente, algunas oraciones son simplemente oraciones de adoración pura; la adoración ausente de toda petición, aunque fuera ocasionalmente, sería mejor que las oraciones constantes llenas de exigencias y exentas de reverencia y aprecio.

Un cuidadoso análisis de la Oración del Señor (utilizando los modelos que se nos brindan en el Nuevo Testamento y en el Libro de Mormón) nos indica la necesidad de un saludo reverente al comienzo de la oración; nuestro deseo expreso de que la obra y la voluntad de Dios sean cumplidas, una solicitud de nuestro pan cotidiano (no de un sueldo o una pensión que no hayamos ganado), un pedido de perdón recíproco (sería totalmente ilógico que rogáramos ser perdonados a menos que nosotros mismos tuviéramos la disposición de perdonar); el deseo de evitar tentaciones y ser librados del mal; una indicación de sumisión en la que reconocemos que el reino es de Dios y Suya es la gloria. En nuestra propia pequeña escala, tal como Jesús lo dijo, debemos orar para que ciertas “copas amargas” pasen de nosotros; pero también debemos hacerlo como Él lo hizo, diciendo:

“Padre mío, si es posible pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú.” (Mateo 26:39).

Podemos orar como lo hizo Jesús en su oración sumo-sacerdotal (Juan 17), en la que en realidad hizo un repaso de su mayordomía con un amoroso Padre Celestial; también oró por sus discípulos y por la unidad entre ellos.

¿Cuán a menudo hacemos nosotros un repaso de nuestra mayordomía de manera similar, especialmente en voz alta? ¡Cuán apropiado resultó que Jesús hiciera un repaso de su mayordomía poco antes de la traición!

Podemos y debemos orar por la eficacia de nuestro ministerio, para que podamos declarar la palabra de Dios con convicción, ya sea que se trate de una maestra de la Primaria, de un misionero o de cualquier otra posición. Eso hicieron los santos en asamblea después de la ascensión de Jesús, al decir:

“Y ahora, Señor, mira sus amenazas, y concede a tus siervos que con todo denuedo hablen tu palabra.” Y después de esa oración “el lugar en que estaban congregados tembló, y todos fueron llenos del Espíritu Santo, y hablaban con denuedo la palabra de Dios.” Es interesante notar que, al existir tal comunión y entrega espiritual total en oración, “la multitud de los que habían creído era de un corazón y un alma…” (Hechos 4:29, 31-32; cursiva agregada).

Pablo nos insta: “…sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias” (Filipenses 4:6). En el Libro de Mormón somos instruidos a orar por nuestros campos y rebaños. En otra parte del mismo libro se nos dice que busquemos el consejo del Señor en todos nuestros hechos (Alma 34:37). Dios jamás considerará trivial nada que sea importante para nuestra salvación. Él nos sonríe, pero jamás se burlaría de la simplicidad de nuestras oraciones, aun cuando sea nuestra obligación desarrollarlas en seriedad. ¿Podemos pedir cosas inadecuadas? Claro que podemos hacerlo. Podemos pedir al mismo tiempo cosas malas y felicidad; una elevada condición social, y también humildad. El Señor dijo que Martin Harris no debía importunarle más (véase D. y C. 5:26-28). Existe una marcada diferencia entre importunar al Señor por algo que no es correcto y hacerlo por algo que es correcto. La prueba la constituye la propiedad de la petición y no el período de tiempo en el cual ésta se haga. Muchas veces se hace necesaria la repetición de solicitudes (cuando son justas), ya que la persistencia es frecuentemente necesaria para nuestro desarrollo.

Debemos orar para pedir la confirmación de decisiones que estamos por tomar, teniendo en cuenta que primero debemos estudiar el asunto nosotros mismos en nuestra mente (D. y C. 9:8). Muchos de nosotros, en nuestra indolencia, tratamos de utilizar a Dios como un ayudante que investigue nuestras posibilidades.

¿Qué puede decirse, entonces, de las piedras de tropiezo comunes que encontramos en nuestro camino cuando tenemos problemas con respecto a aquello por lo que debemos orar? Primero, existe en nosotros falta de comprensión con respecto al hecho de que en realidad podemos ser guiados en cuanto a esto. Tenemos la tendencia a volcar peticiones sin esperar que la inspiración nos guíe. Dios puede inspirarnos para que en nuestras oraciones pidamos solamente lo que es justo; Él puede educar nuestros deseos.

Muchas veces tampoco analizamos las cosas lo suficiente antes de orar y, de esa forma, fracasamos en la preparación de nuestras preguntas y peticiones. A menudo las solicitudes que formulamos se refieren directamente a la solución de nuestros problemas y no a la contemplación de ellos. Otras veces no prestamos atención a la inspiración que recibimos mientras oramos, cuando ello puede ser un esbozo del comienzo de nuestro aprendizaje en la oración y la revelación. De vez en cuando oramos erróneamente para que se nos aparte del mundo, en lugar de rogar que se nos guarde del mal y que podamos prevalecer en contra de él.

También muy a menudo oramos refiriéndonos a generalidades en lugar de tratar asuntos específicos; una oración vaga difícilmente podría calificarse como tal. Quizás podamos sentirnos avergonzados de presentar delante del Señor nuestras debilidades particulares, aun cuando de todos modos Él las conoce. Así impedimos el ser beneficiados con fortaleza al enfrentarlas y vencerlas. El admitir nuestras debilidades en voz alta (aun cuando sea en privado) y hacer la promesa de desecharlas, es mejor que limitarnos a pensar sobre el asunto. En este caso, una acción positiva al respecto es mucho mejor que simplemente orar para llegar a ser más justos.

La fatiga hace que muchas oraciones se excedan en generalidades; esto significa que, si oramos sólo antes de retirarnos al fin de un laborioso día, ello afectará adversamente el contenido de nuestras oraciones. Nuestra falta de voluntad para tratar valientemente nuestros propios problemas tiende a producir oraciones en las que los objetivos de nuestros ruegos se esfuman en generalidades.

Otros capítulos de este libro tratan acerca de la duración de nuestras súplicas, pero al igual que Enós, podríamos, si fuera necesario y estuviéramos preparados, pronunciar oraciones poderosas por espacio de muchas horas. Mientras tanto, la mayoría de nosotros debemos mejorar la calidad de nuestras breves oraciones; eso sería un comienzo. En el principio, los hombres comenzaron a “invocar el nombre de Jehová” (Génesis 4:26). Muchas veces oramos sin un propósito específico y tan sólo para ser vistos y oídos; es indudable que en esos casos ya tenemos nuestra insignificante recompensa, y que no deberíamos esperar otro resultado de tales oraciones vanas. El Señor catalogó de hipócritas a quienes oran de esta manera (Mateo 6:5-8).

Las vanas repeticiones también constituyen obstáculos, aun más que la repetición en sí misma; y debemos tener cuidado de no utilizar frases que denoten indolencia en lugar de originalidad.

Finalmente, si tuviéramos que consultar a alguien con respecto al contenido de nuestras oraciones, bien haríamos en consultar a nuestra propia conciencia. Al hacerlo, lo obvio resaltaría, y esto ayudaría a evitar el contenido inapropiado de una oración. Quizás, en algún momento, oramos y rogamos para que alguien nos comprenda, cuando (según la doctrina que se encuentra en Mateo 19:15) se nos dice que de nosotros depende el tomar la iniciativa para tratar de que esa persona pueda llegar a comprender. Nuestra propia conciencia puede impulsarnos a llevar a la práctica estos delicados asuntos.

Existe el riesgo real de que el orar por cosas equivocadas o pedir lo que no es justo llegue a inmovilizarnos espiritualmente, o a rebajar nuestro nivel de actuación de un modo tal que jamás podamos escalar las alturas a las que la verdadera oración podría llevarnos. Contamos con una admirable promesa que nos lleva nuevamente al tema de apertura de este capítulo. El Señor nos promete: “El que pide en Espíritu, pide según la voluntad de Dios; por lo tanto, es hecho conforme pide” (D. y C. 46:30; cursiva agregada). ¡Qué poder! ¡Qué acercamiento a Dios!

Es desde las profundidades de la verdadera oración que una persona puede elevarse a verdaderas alturas. Cuando Jesús “se postró sobre su rostro” en oración, se acercó al trono de su amado Padre y extrajo así la fortaleza para llevar a cabo y completar su divina misión, “de acuerdo con la voluntad de Dios”.