LAS SAGRADAS
ORACIONES REVELADAS
Élder Mark E. Petersen
Mediante la revelación, el Señor ha dado a la Iglesia tres oraciones fijas para nuestras ordenanzas sagradas. Con la excepción de estas oraciones, el Señor parece esperar que nosotros expresemos nuestros sentimientos con nuestras propias palabras al allegarnos a Él en suplicación.
Estas tres oraciones reveladas se relacionan con el sacrificio del Señor Jesucristo, Su crucifixión, y Su sepultura y resurrección. Todas las ordenanzas en las cuales las utilizamos nos ponen bajo solemne convenio y obediencia a Dios. Me refiero al sacramento de la Cena del Señor y a la ordenanza del bautismo.
El sacrificio del Salvador constituyó el suceso más sagrado de la historia del hombre: fue el cenit de toda experiencia mortal; la totalidad de la vida gira en torno a ese suceso. Nuestro progreso eterno se hizo posible gracias a ese sacrificio.
Puesto que somos hijos de Dios, nuestro Padre Celestial nos ha concedido el privilegio de llegar a ser como Él y nos ha provisto un plan mediante el cual podemos lograr ese privilegio. Como mortales de un conocimiento finito, no podemos comprender el alcance de tal bendición infinita, pues aún “vemos por espejo, oscuramente” (1 Corintios 13:12), y nuestra comprensión es imperfecta. Más esto sí sabemos: Somos los hijos de Dios, y nos es posible llegar a ser como Él. Sin embargo, sin el sacrificio de nuestro Salvador no hubiera sido posible alcanzar dicho logro, pues la expiación es la puerta que nos da acceso a esta gran oportunidad.
Como hijos de Dios, nos reunimos en un gran concilio en nuestra vida preexistente y allí se nos explicaron los privilegios que nuestro Padre propuso para nosotros. Cuando escuchamos Su plan, “alababan todas las estrellas del alba, y se regocijaban todos los hijos de Dios” (Job 38:7).
En esa oportunidad se nos manifestó claramente que esta sería una etapa esencial en nuestro progreso eterno, que vendríamos a la tierra revestidos de una condición mortal a fin de ser probados, y que tendríamos que enfrentar todo tipo de oposición y quedaríamos expuestos a la decisión de seguir el camino del bien o el del mal; la realidad del pecado cobraría dimensión ante nosotros: la muerte física sería un hecho irrevocable.
Si se nos hubiera privado del control celestial, tanto el pecado como la muerte hubieran cortado todas nuestras posibilidades de llegar a ser como Dios; era, por lo tanto, esencial que nos salváramos de ambos. Pero tal proceso requeriría los servicios de un Salvador con la capacidad de conquistar el pecado y destruir la muerte.
En el mencionado concilio preterrenal, Jehová fue escogido como nuestro Salvador. El Señor reveló este gran suceso a Moisés, y lo hizo con las siguientes palabras:
«Y yo, Dios el Señor, le hablé a Moisés, diciendo: Ese Satanás, a quien tú has mandado en nombre de mi Unigénito, es el mismo que existió desde el principio; y vino ante mí, diciendo: Heme aquí, envíame. Seré tu hijo y rescataré a todo el género humano, de modo que no se perderá una sola alma, y de seguro lo haré; dame, pues, tu honra.
“Mas he aquí, mi Hijo Amado, aquel que fue mi Amado y mi Electo desde el principio, me dijo: Padre, hágase tu voluntad, y sea tuya la gloria para siempre.
“Pues, por motivo de que Satanás se rebeló contra mí, e intentó destruir el albedrío del hombre que yo, Dios el Señor, le había dado, y también quería que le diera mi propio poder, hice que fuese echado fuera por el poder de mi Unigénito;
“Y llegó a ser Satanás, sí, aun el diablo, el padre de todas las mentiras, para engañar y cegar a los hombres, aun a cuantos no escucharen mi voz, llevándolos cautivos según la voluntad de él.” (Moisés 4:1-4)
Abraham agregó los siguientes detalles:
“Y el Señor me había mostrado a mí, Abraham, las inteligencias que fueron organizadas antes que el mundo fuese; y entre todas éstas había muchas de las nobles y grandes;
“Y Dios vio estas almas, y eran buenas, y estaba en medio de ellas, y dijo: A éstos haré mis gobernantes —pues estaba entre aquellos que eran espíritus, y vio que eran buenos— y él me dijo: Abraham, tú eres uno de ellos; fuiste escogido antes de nacer.
“Y estaba entre ellos uno que era semejante a Dios, y dijo a los que se hallaban con él: Descenderemos, pues hay espacio allá, y tornaremos estos materiales, y haremos una tierra en donde éstos puedan morar;
“Y así los probaremos, para ver si harán todas las cosas que el Señor su Dios les mandare.
“Y a los que guardaren su primer estado les será añadido; y aquellos que no guardaren su primer estado no recibirán gloria en el mismo reino con los que lo hayan guardado; y quienes guardaren su segundo estado, recibirán aumento de gloria sobre sus cabezas para siempre jamás.
“Y el Señor dijo: ¿A quién enviaré? Y respondió uno semejante al Hijo del Hombre: Heme aquí; envíame. Y otro contestó, y dijo: Heme aquí; envíame a mí. Y el Señor dijo: Enviaré al primero.
“Y el segundo se enojó, y no guardó su primer estado; y muchos lo siguieron ese día.” (Abraham 3:22-28)
No hay ser humano que pueda estimar la magnitud de la elección de Jehová como nuestro Salvador; sin Su sacrificio, todos los mortales hubieran quedado permanentemente sujetos al poder del mal y nuestro cuerpo hubiera permanecido para siempre en la tumba, para no levantarse jamás, pues no habría resurrección. Sin Su sacrificio jamás podríamos llegar a ser como nuestro Padre Celestial.
Mas, mediante el acto de gracia de Jehová, el más amado de los hijos de Dios, se hizo posible todo el progreso que nos fue prometido. Por sí mismo, expresó Su entrega total para llegar a ser una ofrenda vicaria en nuestro beneficio, primeramente para librarnos de las ataduras del pecado, y luego para vencer la muerte y hacer surgir la gloriosa resurrección de nuestro cuerpo. Es así que, mediante Su gracia, podemos levantarnos de nuestro estado caído, recibir la redención del sepulcro y continuar nuestro camino por la eternidad, para que, por nuestros propios esfuerzos, podamos llegar a ser como nuestro Padre Celestial.
El Salvador fue el Creador de los universos y proveyó esta tierra como morada mortal para nosotros. Una vez terminada esa creación, los hijos espirituales de Dios comenzaron a venir, revestidos de tabernáculos físicos, tal como el Señor lo había planeado; y comenzaron a transitar por la experiencia de la mortalidad, siendo puestos a prueba, recibiendo enseñanza y luz; tentados por el pecado, mas también invitados al gozo de cosas mejores y más elevadas mediante el poder del Espíritu Santo.
En el meridiano de los tiempos, el Salvador mismo nació a este estado mortal. Las huestes de los cielos comprendieron el significado de Su nacimiento y manifestaron Su gozo en aquella noche de la primera Navidad. Los ángeles anunciaron este gran acontecimiento a los pastores, quienes a su vez encontraron el lugar del nacimiento y adoraron al Rey recién nacido; los magos de Oriente se enteraron del suceso, siguieron a la nueva estrella, y le llevaron al Niño regalos de oro, incienso y mirra. Sin embargo, la humanidad en general no fue plenamente consciente del nacimiento más importante jamás acaecido.
El Cristo creció hasta alcanzar la madurez; al llegar a sus treinta años de edad, comenzó Su ministerio.
Su prédica consistía en asegurar que “…el reino de Dios se ha acercado; arrepentíos, y creed en el evangelio” (Marcos 1:15).
¡Cuán importante fue ese llamado al arrepentimiento! Para ganar las bendiciones de Su expiación, todos debemos responder al mismo. Sin Él no existiría la redención del pecado. El Salvador lo explicó de ese modo al profeta José Smith:
“Por tanto, te mando que te arrepientas; arrepiéntete, no sea que te hiera con la vara de mi boca, y con mi enojo, y con mi ira, y sean tus padecimientos dolorosos, cuán dolorosos no lo sabes, cuán intensos no lo sabes; sí, cuán difíciles de aguantar no lo sabes.
“Porque, he aquí, yo, Dios, he padecido estas cosas por todos, para que no padezcan, si se arrepienten.
“Mas si no se arrepienten, tendrán que padecer aún como yo he padecido;
“Padecimiento que hizo que yo, aun Dios, el más grande de todos, temblara a causa del dolor, y echara sangre por cada poro, y padeciera, tanto en el cuerpo como en el espíritu, y deseara no tener que beber la amarga copa y desmayar.
“Sin embargo, gloria sea al Padre, participé, y acabé mis preparaciones para con los hijos de los hombres.
“Por lo que otra vez te mando que te arrepientas, no sea que te humille con mi omnipotencia; y confiesa tus pecados para que no sufras estos castigos de que he hablado, los cuales probaste en mínimo grado cuando retiré mi Espíritu.” (D. y C. 19:15-20).
Se provee la remisión de los pecados para todos aquellos que en verdad se arrepientan; mas si nos rebelamos contra Dios, sabiendo la verdad, y rehusamos obedecerle, perdemos el derecho a la salvación. El profeta Abinadí explicó este principio de la siguiente manera:
“Mas he aquí, temed y temblad ante Dios; porque tenéis razón para temblar; pues el Señor no redime a ninguno de los que se rebelan contra Él, y mueren en sus pecados: sí, todos aquellos que han perecido en sus pecados desde el principio del mundo, que voluntariamente se han rebelado contra Dios, y que, sabiendo los mandamientos de Dios, no quisieron observarlos, éstos son los que no tienen parte en la primera resurrección.
“¿No deberíais temblar pues? Porque ninguno de éstos alcanza la salvación, por cuanto el Señor a ninguno de ellos ha redimido; ni tampoco puede redimirlos: porque el Señor no puede contradecirse a sí mismo ni puede negarle a la justicia su derecho.” (Mosíah 15:26-27).
El Señor nos dio el bautismo como medio por el cual obtenemos el perdón a nuestros pecados, y explicó la ordenanza con las siguientes palabras:
“De cierto os digo que de este modo bautizaréis a quien se arrepintiere de sus pecados a causa de vuestras palabras, y desearé ser bautizado en mi nombre: He aquí, iréis y entraréis en el agua, y en mi nombre lo bautizaréis.
“Y he aquí las palabras que pronunciaréis, llamando a cada uno por su nombre:
“Habiéndoseme dado autoridad de Jesucristo, yo te bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén.
“Y entonces lo sumergiréis en el agua, y volveréis a salir del agua.
“Y de esta manera bautizaréis en mi nombre, porque he aquí, de cierto os digo que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son uno. “Y yo soy en el Padre, y el Padre en mí, y el Padre y yo somos uno.” (3 Nefi 11:23-27).
El bautismo es el medio por el cual somos admitidos en la Iglesia del Señor, y al mismo tiempo nos provee la remisión de los pecados para que podamos entrar en Su reino libres de toda culpa. Sin embargo, el significado del bautismo va mucho más allá de esto: es un recordatorio constante de la muerte, sepultura y resurrección del Señor Jesucristo, y es administrado teniendo eso presente. Por lo tanto, debe ser llevado a cabo por inmersión.
En el modo apropiado de bautismo somos sepultados en el agua a la manera en que Cristo fue sepultado en la tumba; salimos de la misma forma en que Cristo resucitó del sepulcro. De este modo, el bautismo se transforma en un símbolo y un constante recordatorio de la victoria alcanzada por Cristo sobre la muerte y de la seguridad que Él nos da de que toda la humanidad habrá de levantarse una vez más, aun como Él lo hizo, en forma física e íntegra; pues así como en Adán todos mueren, en Cristo todos serán vivificados (1 Corintios 15:22).
El bautismo, entonces, como símbolo de la parte vital de la expiación del Señor, llega a ser una de nuestras ordenanzas más sagradas y esenciales; el Señor mismo la ha salvaguardado contra toda disputa (véase 3 Nefi 11:28-30), contra todo cambio en la forma de administrarla, y aun contra aquellos que buscan eliminarla en forma total.
Parte de esa salvaguardia es la prescripción divina de las mismas palabras que deben ser pronunciadas por el poseedor del sacerdocio que oficia en la ocasión. No sirve cualquier palabra. El Señor no dejó esta ceremonia supeditada al deseo individual de cualquiera que desee llevarla a la práctica. El bautismo es vital e inalterable y debe ser ejecutado en la forma precisa que fue prescrita por intermedio de una revelación directa.
Puesto que la totalidad del procedimiento del bautismo fue tan cuidadosamente y explícitamente establecido por el Señor mismo, no debe llamarnos la atención que Él hubiera establecido el texto específico a utilizarse antes de sumergir a la persona en el agua. Por lo general, nos referimos a ese texto como una oración, aun cuando se le pronuncia más que nada como una sagrada declaración.
“El bautismo se debe administrar de la siguiente manera a todos los que se arrepientan:
“La persona que es llamada de Dios, y que tiene autoridad de Jesucristo para bautizar, entrará en el agua con el o la que se haya presentado para el bautismo, y dirá, llamándolo o llamándola por nombre: ‘Habiendo sido comisionado por Jesucristo, yo te bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén.
“Entonces lo sumergirá, o la sumergirá, en el agua y saldrá otra vez del agua.” (D. y C. 20:72-74.)
El bautismo así administrado se convierte en un convenio entre la persona y el Señor. En ese convenio, literalmente tomamos sobre nosotros el nombre de Cristo, con toda la responsabilidad que tal acto trae aparejada, y mediante la inmersión prometemos al cielo nuestra “determinación de servirle hasta el fin”. Ese es el convenio.
La escritura da la siguiente explicación:
“Además, por vía de mandamiento a la Iglesia concerniente al bautismo: Todos los que se humillen ante Dios, y deseen bautizarse, y vengan con corazones quebrantados y con espíritus contritos, testificando ante la Iglesia que se han arrepentido verdaderamente de todos sus pecados y que están listos para tomar sobre sí el nombre de Jesucristo, con la determinación de servirle hasta el fin, y verdaderamente manifiestan por sus obras que han recibido el Espíritu de Cristo para la remisión de sus pecados, serán recibidos en su Iglesia por el bautismo.” (D. y C. 20:37.)
Por lo tanto, el bautismo logra las siguientes cosas:
- Que reconozcamos y aceptemos el sacrificio expiatorio del Salvador.
- Al aceptarlo, “nos humillamos a nosotros mismos y llegamos ante Él con corazones quebrantados y espíritus contritos”, y manifestamos nuestro completo arrepentimiento de todos nuestros pecados, haciéndonos, de ese modo, acreedores a recibir la sangre de Cristo que nos limpiará de nuestra culpa.
- Recibimos una remisión de los pecados de los cuales nos hayamos arrepentido.
- Tomarnos sobre nosotros el nombre de Cristo.
- Nos determinamos a servirle por el resto de nuestros días.
- Nos hacemos acreedores a las ministraciones del Espíritu Santo.
- Llegamos a ser miembros de la Iglesia y reino del Señor aquí en la tierra.
Y todas estas cosas son presentadas mediante las pocas palabras que se proveen en la revelación, pronunciadas por el poseedor del sacerdocio que oficia en el nombre del Salvador. Ya sea que la llamemos una oración o una declaración, es de todos modos un acto de compromiso.
El profeta Ezequiel explicó con más detalles la actitud del Señor en cuanto a la remisión de los pecados cuando dijo:
“El alma que pecare, ésa morirá: el hijo no llevará el pecado del padre, ni el padre llevará el pecado del hijo; la justicia del justo será sobre él, y la impiedad del impío será sobre él.
“Mas el impío, si se apartare de todos sus pecados que hizo, y guardare todos mis estatutos e hiciere según el derecho y justicia, de cierto vivirá; no morirá.
“Todas las transgresiones que cometió, no le serán recordadas; en su justicia que hizo vivirá.
“¿Quiero yo la muerte del impío? dice Jehová el Señor. ¿No vivirá, si se apartare de sus caminos?” (Ezequiel 18:20-23.)
Sin embargo, el Profeta también hace referencia a aquel que no se arrepiente cuando dice:
“Mas si el justo se apartare de su justicia y cometiere maldad, e hiciere conforme a todas las abominaciones que el impío hizo, ¿vivirá él? Ninguna de las justicias que hizo le serán tenidas en cuenta; por su rebelión con que prevaricó, y por el pecado que cometió, por ello morirá.” (versículo 24).
En el capítulo 33 del libro de Ezequiel también leemos:
“Diles: Vivo yo, dice Jehová el Señor, que no quiero la muerte del impío, sino que se vuelva el impío de su camino, y que viva. Volveos, volveos de vuestros malos caminos; ¿por qué moriréis, oh casa de Israel?
“Y tú, hijo de hombre, di a los hijos de tu pueblo: la justicia del justo no lo librará el día que se rebelare; y la impiedad del impío no le será estorbo el día que se volviere de su impiedad; y el justo no podrá vivir por su justicia el día que pecare.
“Cuando yo dijere al justo: De cierto vivirás, y él confiado en su justicia hiciere iniquidad, todas sus justicias no serán recordadas, sino que morirá por su iniquidad que hizo.
“Y cuando yo dijere al impío: De cierto morirás; si él se convirtiera de su pecado, e hiciere según el derecho y la justicia,
“Si el impío restituyere la prenda, devolviere lo que hubiere robado, y caminare en los estatutos de la vida, no haciendo iniquidad, vivirá ciertamente y no morirá. No se le recordará ninguno de sus pecados que había cometido; hizo según el derecho y la justicia; vivirá ciertamente.
«Luego dirán los hijos de tu pueblo: No es recto el camino del Señor; el camino de ellos es el que no es recto.
“Cuando el justo se apartare de su justicia, e hiciere iniquidad, morirá por ello.
“Y cuando el impío se apartare de su impiedad, e hiciere según el derecho y la justicia, vivirá por ello.” (Ezequiel 33: 11-19.)
La remisión de los pecados se recibe mediante la ordenanza del bautismo, y este, a su vez, se basa en la expiación de Cristo en el Calvario. Ese sacrificio permitió que la remisión de los pecados se hiciera realidad. Fue ese sufrimiento lo que pagó nuestra deuda, siempre que la aceptemos; de otro modo, no habría perdón para nuestros pecados.
Se nos enseña en las Escrituras que donde hay una ley, también hay un castigo en el caso de transgresión. Alma explicó esto a su hijo Coriantón cuando le dijo:
“Y no se podía realizar el plan de la misericordia sin que hubiese una expiación: por tanto, Dios mismo expía los pecados del mundo, para realizar el plan de la misericordia, para apaciguar las demandas de la justicia, para que Dios sea un Dios perfecto, justo y misericordioso también.
“Mas el arrepentimiento no podía llegar a los hombres sin que hubiese un castigo que fuera también tan eterno como la vida del alma, en oposición al plan de la felicidad, tan eterno también como la vida del alma. Y ¿cómo podría un hombre arrepentirse, si no hubiese pecado? ¿cómo podría pecar, si no hubiese ley? y ¿cómo podría haber ley, si no hubiese castigo?
“Mas se fijó un castigo, y se dio una ley justa para traer el remordimiento de conciencia al hombre.
“Pues de no haberse dado una ley, de que el hombre que mata debe morir, ¿tendría miedo de morir, si matase?
“Y si tampoco hubiese ley contra el pecado, los hombres no tendrían miedo de pecar.
“Y si no hubiese ley, ¿qué podría hacer la justicia si los hombres pecasen? ¿o la misericordia? Pues no tendrían derecho sobre el hombre.
“Mas se ha dado una ley, se ha fijado un castigo y se ha concedido un arrepentimiento, el cual la misericordia exige; de otro modo, la justicia demanda al ser viviente y ejecuta la ley, y la ley impone el castigo; pues de no ser así, las obras de la justicia serían destruidas, y Dios dejaría de ser Dios.
“Mas Dios no cesa de ser Dios, y la misericordia reclama al que se arrepiente; y la misericordia viene a causa de la expiación; y la expiación lleva a cabo la resurrección de los muertos; y la resurrección de los muertos hace que los hombres vuelvan a la presencia de Dios; y así son restaurados a su presencia, para ser juzgados según sus obras, de acuerdo con la ley y la justicia.“Pues he aquí, la justicia ejerce todos sus derechos, y también la misericordia reclama cuanto le pertenece; y así, nadie se salva sino el que verdaderamente se arrepiente.” (Alma 42:15-24.)
El apóstol Juan enseñó:
“Todo aquel que comete pecado, infringe también la ley: pues el pecado es infracción de la ley.” (1 Juan 3:4).
Y el Señor le dijo a José Smith: “…justicia y juicio son el castigo que prescribe mi ley.” (D. y C. 82:4).
Sin embargo, la misericordia divina entra en escena mediante la gracia de Cristo, quien por Su propia voluntad sufrió por nosotros si acaso nos arrepentimos. Tal como el Salvador mismo lo explicó: “Porque, he aquí, yo, Dios, he padecido estas cosas por todos, para que no padezcan, si se arrepienten.” (D. y C. 19:16).
Isaías, en sus maravillosas predicciones concernientes a Cristo, explicó claramente el sufrimiento vicario del Salvador en nuestro beneficio:
“Ciertamente llevó Él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores… El herido fue por nuestras rebeliones; molido por nuestros pecados… y por Su llaga fuimos nosotros curados… Jehová cargó en Él el pecado de todos nosotros… Por la rebelión de mi pueblo fue herido… habiendo Él llevado el pecado de muchos, y orado por los transgresores.” (Véase Isaías 53.)
Juan el Bautista dijo a sus seguidores al pasar Jesús por el lugar:
“He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo.” (Juan 1:29).
Por su parte, el apóstol Pedro escribió: “…fuisteis rescatados… no con cosas corruptibles… sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación, ya destinado desde antes de la fundación del mundo…” (1 Pedro 1:18-20).
Pablo dijo a los Corintios que “Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras” (1 Corintios 15:3); y a Timoteo declaró que Cristo “se dio a sí mismo en rescate por todos” (1 Timoteo 2:6).
Bien se sabe que Jesús sufrió en el Jardín de Getsemaní de tal forma que sudó sangre. Su agonía en la cruz trasciende toda descripción; mas allí murió por nosotros, para que si en verdad nos arrepentimos y le servimos, Su sufrimiento pague la pena de nuestras transgresiones.
Nos dio el sagrado símbolo de la crucifixión, de la misma forma que el de Su sepultura y Su resurrección. Ese símbolo es el sacramento de la Cena del Señor. Esta sagrada ordenanza fue instituida para que tuviéramos siempre presente lo que el Señor hizo por nosotros en el Calvario.
Como sabemos, el pan representa Su mutilada carne, mientras que el agua nos trae a la memoria Su sangre derramada en nuestro beneficio.
Con gran solemnidad, el Salvador partió el pan y lo dio a Sus discípulos, tanto en Palestina como en la antigua América:
“Y haréis esto”, les dijo, “en memoria de mi cuerpo que os he mostrado. Y será un testimonio al Padre de que siempre os acordáis de mí. Y si os acordáis siempre de mí, tendréis mi Espíritu con vosotros.
“Y sucedió que cuando hubo pronunciado estas palabras, mandó a Sus discípulos que tomaran del vino y bebieran de él, y que dieran también a los de la multitud para que bebiesen.
“Y aconteció que así lo hicieron, y bebieron, y fueron llenos; y dieron a los de la multitud, y éstos bebieron, y fueron llenos.
“Y cuando los discípulos hubieron hecho esto, díjoles Jesús: Benditos sois por esto que habéis hecho; porque esto cumple mis mandamientos y testifica al Padre que estáis dispuestos a hacer lo que os he mandado.
“Y siempre haréis esto por todos los que se arrepientan y se bauticen en mi nombre; y lo haréis en memoria de mi sangre que he vertido por vosotros, para que podáis testificar al Padre de que siempre os acordáis de mí. Y si os acordáis siempre de mí, tendréis mi Espíritu con vosotros.” (3 Nefi 18:7-11.)
El Señor nos dio el texto exacto de las oraciones que deben usarse en la administración de la Santa Cena. Se les dio el texto a los nefitas (Moroni 4 y 5), y presumiblemente también se les dio a los cristianos de la Iglesia primitiva, puesto que el evangelio no varía.
Nosotros lo recibimos por medio de la revelación al profeta José Smith, siendo la primera de tales oraciones para la bendición del pan, y la segunda, como es evidente, para bendecir el agua. (Adviértase que el Señor nos instruyó en el sentido de que no usáramos el vino del mundo.)
“Oh Dios, Padre Eterno, en el nombre de Jesucristo, tu Hijo, te pedimos que bendigas y santifiques este pan para las almas de todos los que participen de él, para que lo coman en memoria del cuerpo de tu Hijo, y den testimonio ante ti, oh Dios, Padre Eterno, que desean tomar sobre sí el nombre de tu Hijo y recordarle siempre, y guardar sus mandamientos que Él les ha dado, para que siempre tengan Su Espíritu consigo. Amén.
“La manera de administrar el vino: Tomará también la copa y dirá:
“Oh Dios, Padre Eterno, en el nombre de Jesucristo, tu Hijo, te pedimos que bendigas y santifiques este vino para las almas de todos los que lo beban, para que lo hagan en memoria de la sangre de tu Hijo que fue vertida para ellos; para que den testimonio ante ti, oh Dios, Padre Eterno, de que siempre se acuerdan de Él, para que tengan Su Espíritu consigo. Amén.” (D. y C. 20:77-79.)
Estas oraciones nos señalan claramente el convenio en el que entramos al participar de los emblemas sacramentales:
- Comemos el pan en memoria de la carne del Señor.
- Bebemos de la copa en memoria de Su sangre, que fue derramada en nuestro beneficio.
- Declaramos que estamos dispuestos a tomar sobre nosotros el nombre de Cristo.
- Al participar de tales emblemas, declaramos que siempre le recordaremos. Hacemos convenio de guardar Sus mandamientos para poder tener Su Espíritu con nosotros.
¿Puede acaso existir un convenio más solemne que ése? Y es sellado mediante nuestra participación de tales emblemas de Su pasión, sufrimiento del que el Señor dijo:
“…hizo que yo, aun Dios, el más grande de todos, temblara a causa del dolor, y echara sangre por cada poro, y padeciera, tanto en el cuerpo como en el espíritu…” (D. y C. 19:18).
Por consiguiente, estas oraciones no solamente sirven para bendecir los emblemas sacramentales, sino que además nos ponen bajo solemnes convenios de obediencia. Esto debemos recordar cada semana al decir “Amén” cuando las oímos, sellando nuestra promesa mediante la participación de tales emblemas.
¿Hay acaso oraciones más significativas en todo el evangelio? ¿No necesitamos acaso ser más conscientes de su significado? ¿No necesitamos obtener un entendimiento más profundo y un mayor aprecio por la expiación del Señor, sobre la cual todo esto está basado?
Estas son, por lo tanto, las oraciones que el Señor nos ha dado mediante revelación: Las dos oraciones sacramentales y el texto para la ordenanza bautismal, al cual por lo general nos referimos como una oración.
El Señor nos invita a orar siempre, con nuestra familia, por nuestros negocios y en todas las cosas según lo expresó al decir:
“Acercaos a mí, y yo me acercaré a vosotros; buscadme diligentemente, y me hallaréis; pedid, y recibiréis; tocad, y se os abrirá;
“Cualquier cosa que le pidiereis al Padre en mi nombre os será dada, si fuere para vuestro bien;
“Y si pidiereis algo que no os conviniere, se tornará para vuestra condenación.” (D. y C. 88:63-65.)

























