La Restauración de Todas las Cosas


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El Sello del Martirio


Objeto: “Porque donde hay testamento, necesario es que intervenga muerte del testador.” (Heb. 9:16)

La tragedia en Carthage

El 27 de junio de 1844, José Smith y su hermano Hyrum dieron sus vidas como mártires por el testimonio de Jesús. Habían levantado sus voces con un solo deseo: la salvación de sus semejantes. Desinteresadamente proclamaron a un mundo incrédulo que los cielos se habían abierto; que el Señor nuevamente se había comunicado con el hombre y que el evangelio había sido restaurado. Se ha dicho de ellos: “Vivieron como hombres de Dios. Murieron puros y santos, sellando su testimonio con su sangre”. Nadie sufrió mayores persecuciones que ellos; ninguno fue menos comprendido por su generación. Siempre ha sido así. La verdad ha debido recorrer un camino pedregoso, un camino difícil, y siempre ha hallado a los dragones del odio y la intolerancia estorbando su paso.

¿Cuándo ha habido un profeta que haya sido honrado en su día? ¿No reprendió el Salvador a los judíos porque profesaban creer en Moisés y en los profetas, y decían: “Si hubiéramos vivido en los días de nuestros padres, no hubiéramos sido sus cómplices en la sangre de los profetas”? (Mateo 23:30)
Sin embargo, crucificaron al Hijo de Dios cuando fue enviado a ellos.

El testimonio sellado con sangre

En el libro de Hebreos está escrito: “Porque donde hay testamento, necesario es que ocurra muerte del testador. Porque el testamento con la muerte es confirmado; de otra manera, no es válido entre tanto que el testador vive”. (Heb. 9:16–17)
En una revelación dada a Brigham Young, el Señor dijo, aludiendo a José Smith: “Hay muchos que se maravillan de su muerte; mas fue menester que sellase su testimonio con su sangre, a fin de que él sea honrado y los inicuos condenados”.

José Smith y su hermano Hyrum han tomado su lugar con los otros mártires “que han salido de grande tribulación, y han lavado sus ropas y las han emblanquecido en la sangre del Cordero”.

Los antepasados de José Smith, tanto paternos como maternos, se distinguieron en la Guerra de la Independencia norteamericana. Eran de los ciudadanos más prominentes de sus comunidades, y todos los honraban y respetaban. Toda persona hablaba bien de ellos, hasta ese gran día en que José Smith declaró que había visto una visión del Padre y del Hijo. Desde ese momento todo cambió: el amor hacia ellos y su familia se tornó en odio. Sus nombres fueron despreciados por los inicuos, se esparcieron calumnias de toda clase y la persecución fue su destino.

Descripción del Profeta

El presidente George Q. Cannon, quien conocía al Profeta, escribió sobre él:

“Su estatura física era digna habitación de su noble espíritu. Medía 1.83 metros (6 pies) y tenía el pecho y la musculatura bien desarrollados. Su figura era robusta y bien proporcionada. Su cabeza, coronada abundantemente con cabello suave y ondulado, era majestuosa. Su rostro tenía una tez de tal claridad y transparencia que el alma parecía brillar a través de ella.
No acostumbraba llevar barba, y la fuerza y belleza completas de su fisonomía impresionaban a primera vista. Sus ojos parecían leer el corazón de los hombres. En su boca se combinaban la fuerza y la dulzura. Su majestuosidad era natural, no afectada.

Aunque, cuando la ocasión lo exigía, sabía conducirse con toda dignidad personal y profética, en otras ocasiones podía ser tan feliz y libre como un niño. Esta era una de sus características más notables, de la cual, en muchas ocasiones, se burlaban sus críticos, viendo con malos ojos que el hombre escogido de Dios se asociara a veces como un hombre común con sus hermanos terrenales”.

Otros, que jamás comprendieron la belleza de sus doctrinas, también quedaban favorablemente impresionados. Josiah Quincy dijo de él:

“El forastero instintivamente consideraría bien parecido a este notable individuo que había preparado el molde en el cual se iba a dar forma a los sentimientos de tantos millares de sus semejantes. Pero Smith era más que esto, y uno no podía resistir la impresión de que la capacidad y la ingeniosidad eran naturales en su robusta persona.

Ya he mencionado su parecido a Elisha R. Potter, del estado de Rhode Island, a quien conocí en Washington en 1806. La semejanza no es de la clase que se observa luego en una pintura, sino más bien la que se haría sentir en una emergencia grave.

De todos los hombres que he conocido, estos dos parecían estar mejor dotados de esa real facultad que dirige, como si fuera por derecho intrínseco, a las almas débiles y confundidas que buscan orientación”.

La mano de la persecución

Difícilmente pasaba un día en la vida de José Smith, desde el momento en que por primera vez proclamó que se habían abierto los cielos hasta que cayó por las balas de los asesinos, en que estuviera libre de los ataques de sus enconados enemigos.
Casi cincuenta veces fue llevado ante tribunales llenos de prejuicio para responder por acusaciones falsas, ninguna de las cuales jamás se comprobó, a pesar del rencor tanto del juez como de los acusadores. Él y sus seguidores fueron expulsados de sus propiedades, atropellados y amenazados.

A fuerza de bayonetas fueron echados de sus casas en el condado de Jackson, Misuri, y toda su propiedad fue confiscada o destruida. Cuando se trasladaron a una sección casi desierta de ese estado, donde creían que podrían vivir en paz, sus enemigos los siguieron. Los funcionarios del estado conspiraron contra ellos.

El gobernador, que se había asociado con sus enemigos, envió la milicia estatal para exterminarlos o expulsarlos del estado, después de haberlos acusado de todo delito imaginario, incluso de traición. Actuando bajo las órdenes del gobernador, la milicia aprehendió a los líderes de la Iglesia, saqueó sus casas, les robó la propiedad y los atropelló como lo haría cualquier populacho.

Detención ilegal de José y Hyrum

El comandante de esta fuerza dio órdenes de arrestar a José y Hyrum Smith y a varios otros. Cuando los prisioneros llegaron al campamento, varios miles de soldados, que parecían salvajes, “empezaron a aullar —dice el hermano Pratt— como sabuesos que olfatean su presa”. Pusieron a los prisioneros en manos de guardias bien armados y los obligaron a permanecer a la intemperie, en pleno invierno, sin protección contra el frío. Los guardias blasfemaban, se burlaban del Salvador, exigían milagros y decían:

“Vamos, Smith, muéstranos un ángel; danos una de tus revelaciones; muéstranos un milagro. Anda, que se halla en el campamento uno de tus hermanos, a quien aprehendimos ayer en su propia casa, y le abrimos la cabeza con su propio rifle que hallamos sobre la chimenea; está agonizando y sin poder hablar. Di la palabra y sánalo, entonces todos creeremos. O si son apóstoles o hombres de Dios, líbrense, y entonces todos seremos “mormones”“.

Un paralelo significativo

En una época anterior, también los hombres se habían burlado y dicho: “A otros salvó, a sí mismo no puede salvar; si es el rey de Israel, descienda ahora de la cruz, y creeremos en él”.

Después de un simulacro de juicio ante un consejo de guerra, los prisioneros fueron condenados a muerte. Se expidió la siguiente orden:

General de Brigada Alejandro W. Doniphan

Muy señor mío: Sírvase tomar a José Smith y los otros prisioneros a la plaza pública de Far West y fusilarlos mañana a las 9 de la mañana.

General de División Samuel D. Lucas

El general Doniphan respondió a esta orden diciendo a su superior:

Sería asesinar a sangre fría. No obedeceré la orden. Mi brigada partirá para Liberty mañana a las 8 de la mañana, y si usted ejecuta a estos hombres, lo haré responder ante un tribunal terrenal. Así Dios me salve.

General de Brigada A. W. Doniphan

Justa reprensión

Habiendo recibido esta respuesta, el general no tuvo el valor de hacer cumplir su orden. Sin embargo, los prisioneros fueron encarcelados, primeramente en Richmond y más tarde en Liberty, donde sufrieron insultos y abusos. Parley P. Pratt relató lo siguiente:

“Una de esas noches tediosas nos hallábamos acostados como si estuviésemos durmiendo hasta después de la medianoche, y nuestros oídos y corazones se hallaban hastiados de escuchar durante tantas horas los cuentos obscenos, horribles imprecaciones, espantosas blasfemias e inmundas palabras de nuestros guardias, al mando del coronel Price.

Mientras se relataban el uno al otro sus hechos de rapiña, asesinatos, pillajes, etc., que habían cometido entre los ‘mormones’ en Far West y sus alrededores, se jactaban hasta de haber deshonrado esposas, hijas y vírgenes, y de haber dado balazos a hombres, mujeres y niños, o haberles partido el cráneo.

Los había estado oyendo hasta quedar tan disgustado, hastiado, horrorizado y tan lleno del espíritu de la justicia ofendida, que difícilmente podía refrenarme de ponerme en pie y reprender a los guardias. Pero no se lo había dicho a José ni a ninguno de los otros, aunque yo estaba acostado al lado de él y sabía que estaba despierto. Repentinamente se puso de pie y habló como con voz de trueno, o el rugido del león, y pronunció —hasta donde puedo recordar— las siguientes palabras:

“¡Silencio, demonios del abismo infernal! En el nombre de Jesucristo os increpo y os mando callar. No viviré un momento más para escuchar semejante lenguaje. Cesad de hablar de esa manera, o vosotros moriréis, o yo, este mismo instante.”

Cesó de hablar. Permaneció erguido en su terrible majestad. Encadenado y sin armas, tranquilo, impávido y con la dignidad de un ángel, se quedó mirando a los guardias acobardados, que bajaron o dejaron caer sus armas al suelo, y, golpeándose las rodillas una contra otra, se retiraron a un rincón, o echándose a sus pies le pidieron que los perdonase, y quedaron callados hasta que se cambiaron los guardias.

He visto a los ministros de justicia, investidos con su magistrado, y a los criminales ante ellos mientras la vida dependía de un hilo, en los tribunales de Inglaterra; he presenciado un Congreso en sesión solemne para decretar leyes para las naciones; he tratado de imaginarme reyes, cortes reales, tronos y coronas, y emperadores que se reúnen para decidir los destinos de reinos. Pero dignidad y majestad no he visto sino una sola vez: en cadenas, a la medianoche, en el calabozo de una aldea desconocida de Misuri”.

Esto sucedió en Richmond. Más tarde los prisioneros fueron separados, y parte de ellos, entre quienes se hallaban José y Hyrum Smith, fueron llevados a Liberty, donde permanecieron seis meses en la cárcel, sufriendo las mismas indignidades y abusos, esperando ser llamados a juicio mientras sus enemigos buscaban algún pretexto para condenarlos.

Durante su encarcelamiento en Liberty, testificaron que varias veces se les administró veneno, del cual casi murieron, y sólo el poder del Señor los salvó.

La humilde oración del Profeta

Durante el tiempo en prisión, y después de sufrir muchos meses, José Smith, con la angustia de su alma, dirigió al Señor la siguiente oración:

“¡Oh Dios, ¿en dónde estás? Y ¿dónde está el pabellón que cubre tu escondite?

¿Hasta cuándo se detendrá tu mano, y desde los cielos eternos verá tu ojo —sí, tu ojo puro— los sufrimientos de tu pueblo y de tus siervos, y penetrarán sus llantos tus oídos?

Sí, oh Señor, ¿hasta cuándo sufrirán estas injurias y opresiones ilícitas, antes que tu corazón se ablande y se llenen tus entrañas de compasión hacia ellos?

¡Oh Señor Dios Todopoderoso, Creador de los cielos, la tierra, los mares y cuantas cosas en ellos hay, tú que mandas y sujetas al diablo y al oscuro y tenebroso dominio del infierno, extiende tu mano! Deja que tu ojo penetre; que se descorra tu pabellón; que ya no quede cubierto tu escondite por más tiempo. Inclínese tu oído; ablándese tu corazón y conmuévanse tus entrañas con compasión hacia nosotros.

Acuérdate de tus santos que sufren, oh Dios nuestro; y tus siervos se regocijarán en tu nombre para siempre”.

A esta sincera súplica, el Señor respondió:

“Hijo mío, paz a tu alma; tu adversidad y tus aflicciones no serán más que por un momento.

Y entonces, si lo sobrellevas debidamente, Dios te ensalzará; triunfarás sobre todos tus enemigos.

Tus amigos te sostienen, y te saludarán de nuevo con corazones fervientes y manos de amistad.

No eres aún como Job: no contienden en contra de ti tus amigos, ni te acusan de transgredir, como a Job.

La esperanza de los que te acusan de transgresión será disipada, y sus proyectos se desvanecerán como desaparece el rocío ante los cálidos rayos del sol naciente.

Si las bravas olas conspiran contra ti, si el viento huracanado se hace tu enemigo, si los cielos se ennegrecen y todos los elementos se combinan para atajar la vía, y sí, sobre todo, si las puertas mismas del infierno se abren de par en par para tragarte, entiende, hijo mío, que por todas estas cosas ganarás experiencia, y te serán de provecho”.

Estas palabras consolaron grandemente al Profeta y a sus compañeros.

Después de salir de prisión, sin que se comprobara ninguna acusación contra él, el Señor le concedió algunos meses de paz con su familia. Entonces estalló una nueva ola de persecución. El mismo odio lo siguió, y por fin causó su muerte.

En la conferencia de abril de 1844 se expresó de la siguiente manera a sus hermanos:

“No siento enemistad contra ningún hombre. Os amo a todos, pero aborrezco algunos de vuestros hechos. Soy vuestro mejor amigo, y si las personas fracasan, es por su propia culpa. Si yo reprendo a un hombre y éste me odia, es un necio; porque yo amo a todos los hombres, especialmente a los que son mis hermanos y hermanas.

Me da gusto oír el testimonio de mis amigos ya entrados en años. Jamás he perjudicado a hombre alguno desde que nací en el mundo.

Siempre he alzado mi voz a favor de la paz. No puedo morir sino hasta que quede terminada toda mi obra. Nunca pienso mal ni hago nada que vaya a perjudicar a mis semejantes. Cuando sea llamado por la trompeta del arcángel y sea pesado en la balanza, entonces todos vosotros me conoceréis. No digo más. Dios os bendiga a todos. Amén”.

Esta fue, efectivamente, su despedida. Unas cuantas semanas antes había indicado a sus hermanos que su vida estaba llegando a su fin. Dos meses después de las palabras que acabamos de citar, fue asesinado por hombres perversos, con las caras pintadas de negro y portando las armas del estado.

El gobernador había empeñado su palabra y la del estado, asegurándole que sería protegido, pero esta promesa fue violada. Poco antes de morir, el Profeta dijo:

“Voy como un cordero al matadero; pero me siento tan tranquilo como una mañana veraniega. Mi conciencia se halla libre de ofensas contra Dios y contra todo hombre. Si me quitan la vida, moriré inocente y mi sangre clamará desde el suelo para ser vengada, y se dirá de mí: “Fue asesinado a sangre fría”“.

La gran obra del Señor que le fue confiada sigue adelante, y seguirá adelante hasta el día “En que el Señor vendrá para recompensar a cada hombre según sus obras, y a repartir a cada hombre conforme con la medida con la que haya repartido a su prójimo.”

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