La Restauración de Todas las Cosas


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El Significado de la
Visión del Profeta


Objeto: Entender la importancia vital que tienen para cada alma las cuatro declaraciones contenidas en la historia relatada por el profeta José Smith tocante a su visión, y estudiar la primera declaración respecto a las personas distintas que componen la Trinidad.

Revelaciones Importantes en la Visión

En la primavera del año 1820, cuando José Smith proclamó al mundo que había recibido una visión del Padre y de su Hijo, su historia llegó con tal fuerza que dejó asombrado al mundo religioso, a pesar de la tierna edad del joven que la relataba.
Aun en la mente de aquellos que ridiculizaron y combatieron su declaración, parecía sentirse el temor de que aquello provocara un desastre en la doctrina que entonces prevalecía respecto a Dios y su relación con el hombre.

Este temor se manifestó en odio y persecución, que surgieron inmediatamente después de que reveló su visión. El hecho de que esta afirmación —salida de la boca de un jovencito— haya provocado tanta consternación y rencorosa oposición solo puede entenderse de una manera: que lo que dijo era la verdad.
Su declaración contiene cuatro puntos que son de importancia vital para toda alma. Son los siguientes:

Primero: que el Padre y el Hijo son personas separadas y distintas.
Segundo: que el hombre fue creado a imagen corporal de Dios.
Tercero: que el canon de las Escrituras no está completo.
Cuarto: que la Iglesia de Jesucristo no se hallaba sobre la tierra.

En esta ocasión tan solo se considerará el primero de estos puntos. Esta sorprendente declaración se oponía directamente a las doctrinas de todas las iglesias cristianas existentes en ese entonces. La doctrina concerniente a Dios que prevalecía en aquella época no se originó en los días de nuestro Señor, sino en el cuarto siglo de la era cristiana. La siguiente declaración se ha tomado de ese credo:

El Credo Católico

“Y la fe católica es ésta: que adoramos a un Dios en Trinidad y Trinidad en Unidad, sin confundir las personas ni dividir la substancia; porque hay una persona del Padre, otra del Hijo y otra del Espíritu Santo. Pero la divinidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo es una sola, la gloria igual, la majestad coeterna.

Como el Padre, tal es el Hijo y tal el Espíritu Santo. El Padre increado, el Hijo increado y el Espíritu Santo increado. El Padre incomprensible, el Hijo incomprensible y el Espíritu Santo incomprensible.

El Padre eterno, el Hijo eterno y el Espíritu Santo eterno. Y, sin embargo, no hay tres eternos, sino un eterno; como tampoco hay tres increados ni tres incomprensibles, sino un increado y un incomprensible. Del mismo modo, el Padre es todopoderoso, el Hijo todopoderoso y el Espíritu Santo todopoderoso; y, sin embargo, no hay tres todopoderosos, sino un solo todopoderoso.

Así, el Padre es Dios, el Hijo es Dios y el Espíritu Santo es Dios; sin embargo, no hay tres Dioses, sino un solo Dios. Igualmente, el Padre es Señor, el Hijo es Señor y el Espíritu Santo es Señor; y, sin embargo, no son tres Señores, sino un solo Señor. Pues así como la verdad cristiana nos obliga a reconocer que cada persona es, por sí, Dios y Señor, de igual manera la religión católica nos prohíbe decir que hay tres Dioses o tres Señores.”

El Credo Protestante

Las iglesias cristianas protestantes han aceptado este credo en substancia. En el primer artículo de religión de la Iglesia Metodista Episcopal se expone la doctrina de la Trinidad de la siguiente manera:

“No hay sino un Dios viviente y verdadero, sempiterno, sin cuerpo, partes o pasiones; de infinito poder, sabiduría y bondad, hacedor y preservador de todas las cosas, visibles e invisibles; y en la unidad de esta divinidad hay tres personas, de la misma substancia, poder y eternidad: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.” (Methodist Doctrines and Discipline, edición de 1908, pág. 1)

Según las enseñanzas presbiterianas, la doctrina se expresa de esta manera:

“No hay sino un Dios viviente y verdadero, infinito en ser y perfección, espíritu santísimo, invisible, sin cuerpo, partes o pasiones, inmutable, infinito, eterno, incomprensible, omnipotente, sapientísimo, santísimo, el más libre, el más absoluto, que obra todas las cosas de acuerdo con el consejo de su propia inmutable y justísima voluntad, para su propia gloria.

Sumamente amoroso, generoso, misericordioso, longánime, lleno de bondad y verdad, perdonador de la iniquidad, la transgresión y el pecado; galardonador de aquellos que diligentemente lo buscan; y, con todo, muy justo y terrible en sus juicios, aborrecedor de todo pecado, y que en ningún sentido absolverá al culpable.” (Presbyterian Confession of Faith, cap. 2)

La Falsedad de la Creencia Universal

Se presentan estas declaraciones para mostrar la naturaleza de la creencia que era aceptada universalmente cuando José Smith hizo su relato de la visitación del Padre y del Hijo. Comprendo que hay millones de personas devotas que sinceramente aceptan esta doctrina de la Trinidad, tal como se ha transmitido durante estos muchos siglos; pero el hecho de que sea aceptada no quiere decir que sea verdadera.

En vista de esta enseñanza universalmente aceptada, no es razonable suponer —en caso de que el relato de José Smith hubiese sido falso, o el producto de su imaginación, o inventado con el fin de engañar— que él hubiera presentado una doctrina que tan directamente se oponía a la creencia popular de aquel tiempo. No cabe duda de que él estaba familiarizado con esta doctrina, que en todas las iglesias se enseñaba.

Cuando los grandes maestros religiosos desde los días de Atanasio —entre ellos los directores de la revolución protestante, frecuentemente llamada la “Reforma”— no pudieron comprender la verdad concerniente a Dios y perpetuaron un error que nació en los tenebrosos días de la apostasía de la fe verdadera, es irrazonable creer que José Smith, a la edad de catorce años, tuviese por sí mismo mayor sabiduría que estos hombres ilustrados.

Suponer que acertó con la verdad por casualidad, o aun intencionalmente, tampoco tiene fundamento. Jamás se habría atrevido a contradecir las doctrinas de todo el mundo cristiano si su relato hubiese sido un fraude. Ciertamente tenía la inteligencia suficiente para saber que impugnar tan osadamente una doctrina de aceptación universal sería fatal para su mensaje, en caso de que no fuera verdadero.

Además, si los teólogos no habían descubierto que aquella doctrina aceptada por el mundo no era bíblica, ciertamente José Smith, con su conocimiento limitado, difícilmente podría haber descubierto este hecho sin ayuda divina.

La Historia del Profeta es Apoyada

Si su relato hubiese sido falso, y si fuera verdadera la doctrina concerniente a la Trinidad en la que generalmente se creía, habría sido cosa muy sencilla para aquellas personas doctas mostrar el error de las enseñanzas de este muchacho presuntuoso y decirle:

“Tu doctrina contradice la Escritura; por tanto, es falsa.”

Pero el hecho es que, cuando recurrieron a “la ley y al testimonio”, estos maestros de religión con los cuales hablaba —y que eran quienes dudaban de sus afirmaciones—, llenos de sorpresa descubrieron que estaban confundidos, y que aquel jovencito podía apoyar sus afirmaciones por medio de lo que estaba escrito. Se cumplió la profecía de Isaías concerniente a la restauración del Evangelio:

“Porque perecerá la sabiduría de sus sabios, y se desvanecerá la prudencia de sus prudentes.”

Más tarde, en el año 1831, el Señor habló a José Smith y le dijo:

“Por tanto, yo, el Señor, sabiendo de las calamidades que vendrían sobre los habitantes de la tierra, llamé a mi siervo José Smith, hijo, le hablé desde los cielos y le di mandamientos;

Y también les di mandamientos a otros para que proclamasen estas cosas al mundo; y todo esto para que se cumpliese lo que escribieron los profetas:

“Lo débil del mundo vendrá y derribará a lo fuerte, para que el hombre no se aconseje con su prójimo, ni ponga su confianza en el brazo de la carne.” (Doctrina y Convenios 1:17–19)

Aquí ciertamente tenemos un caso notable en el que lo débil confundió a lo fuerte y poderoso. Un muchacho de catorce años de edad restituyó a un mundo en error la doctrina verdadera concerniente a Dios.

Me atrevo a decir que no hay, dentro de las cubiertas de la Biblia, un solo pasaje que propiamente pueda interpretarse para apoyar la popular pero incorrecta doctrina de que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son en substancia uno solo: un espíritu o esencia, sin cuerpo, partes ni pasiones, incomprensible e invisible.

Al contrario, sostengo que en las Escrituras hay abundante evidencia —en numerosos pasajes— que enseña que el Padre Eterno, su Hijo Jesucristo y el Espíritu Santo son entidades separadas, completamente distintas e independientes en persona, el uno del otro.

Esta es la doctrina que claramente enseñó nuestro Salvador. Es la doctrina que sus discípulos proclamaron en sus epístolas a los santos de la antigüedad. Toda doctrina contraria contradice lo que claramente está escrito, y es una interpretación errónea de estas enseñanzas. No había confusión en la mente de los apóstoles Pedro, Juan o Pablo. Consideremos lo que está escrito en las Escrituras.

De Acuerdo con las Escrituras

Ante todo, tenemos la ocasión del bautismo de nuestro Señor. Según San Mateo, cuando Jesús fue bautizado:

“Subió luego del agua; y he aquí, los cielos le fueron abiertos, y vio al Espíritu de Dios que descendía como paloma y venía sobre él.

Y he aquí, una voz de los cielos que decía: Este es mi Hijo Amado, en quien tengo contentamiento.”
(Mateo 3:16–17)

Este acontecimiento lo afirman también San Marcos y San Lucas; pero el evangelista Lucas es aún más explícito. Él dice que:

“Descendió el Espíritu Santo sobre él en forma corporal, como paloma, y fue hecha una voz del cielo que decía:

“Tú eres mi Hijo Amado; en ti me he complacido.”

¿Quién puede dudar de las entidades separadas del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo al analizar este acontecimiento sagrado?

Nuevamente, en Mateo 17:5, al relatar la historia de la transfiguración, dice que mientras Jesús y sus tres discípulos se hallaban con Moisés y Elías sobre el monte:

“He aquí, una voz desde la nube, que decía: Este es mi Hijo Amado, en quien tengo contentamiento; a él oíd.”

También esto es confirmado por San Marcos y San Lucas.

En otra ocasión, relatada en el capítulo 12 del Evangelio según San Juan, Jesús oraba a su Padre y dijo: “Ahora está turbada mi alma; ¿y qué diré? Padre, sálvame de esta hora. Mas para esto he venido a esta hora.
Padre, glorifica tu nombre. Entonces vino una voz del cielo: Lo he glorificado, y lo glorificaré otra vez.” (Juan 12:27–28)

Algunos de los que estaban presentes dijeron que había sido trueno; otros decían: “Un ángel le ha hablado.” Pero la naturaleza misma de la respuesta rechaza la idea de que pudo haber sido la voz de cualquier otro aparte de su Padre.

La Trinidad se Compone de Personas Separadas

Es imposible conciliar estas afirmaciones de las Escrituras con la idea que prevalece de que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo no son personas independientes y separadas. Nuestro Salvador no vino para engañar; no se valió de la ventriloquía para confundir y desorientar a los que estaban con Él.

Si vamos a usar nuestra facultad para razonar, tendremos que concluir que en cada ocasión en que el Padre habló al Hijo, Aquel se hallaba en algún otro sitio, y la voz no había procedido misteriosamente del Hijo.

En San Juan 14:28, el Salvador dijo a sus discípulos:

“Habéis oído cómo yo os he dicho: Voy, y vengo a vosotros. Si me amaseis, ciertamente os gozaríais, porque he dicho que voy al Padre; porque el Padre mayor es que yo.”

Por supuesto, su Padre era mayor, porque es el Padre. Y aquí nuevamente vemos las entidades separadas del Padre y del Hijo.

Tenemos también el testimonio de Pablo a los santos de Corinto, en el que dice que Cristo ha de reinar hasta que ponga a todos sus enemigos debajo de sus pies; y cuando lo haya efectuado, Cristo:

“Entregará el reino a Dios y al Padre.”

Además, cuando el último enemigo sea destruido y todas las cosas se pongan a los pies de Dios el Padre, San Pablo entonces dice:

“Luego que todas las cosas le fueren sujetas, entonces también el mismo Hijo se sujetará al que le sujetó a Él todas las cosas, para que Dios sea todas las cosas en todos.” (1 Corintios 15:28)

Cristo Oró al Padre

Por otra parte, ¿a quién estaba orando Cristo, como se ve en el capítulo 17 de San Juan, cuando dijo:

“Padre, la hora es llegada; glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo también te glorifique a ti… Ahora pues, Padre, glorifícame tú cerca de ti mismo con aquella gloria que tuve cerca de ti antes que el mundo fuese”?

Ciertamente no estaba orando a sí mismo. Es absurdo decir que la esencia misteriosa llamada el Hijo estaba orando a la misma esencia misteriosa llamada el Padre.

En el jardín, el Salvador dijo en su oración:

“Padre, si quieres, pasa este vaso de mí; empero, no se haga mi voluntad, sino la tuya.”

No podemos decir que Él estaba dirigiendo una oración como ésa a sí mismo.

Cuando María vino a la tumba, sin saber aún acerca de la resurrección del Señor, se encontró con el sepulcro vacío, aunque el Señor resucitado estaba cerca de ella. Pensando que era el jardinero, le dijo:

“Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto, y yo lo llevaré.”

Jesús le dijo: “¡María!”

Volviéndose ella, le dice: “¡Rabboni!” (que quiere decir, Maestro).

Jesús le dijo: “No me toques, porque aún no he subido a mi Padre; mas ve a mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios.” (Juan 20:15–17)

Naturalmente, si el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo fueran una y la misma persona, estas palabras del Señor a María Magdalena serían contradictorias. Por supuesto, nosotros debemos concluir que no es el Señor, sino más bien el hombre el que se contradice en su oscuridad espiritual. Cristo no podía ascender a sí mismo. No podía ser mayor que sí mismo.

Ciertamente, era tiempo de que los cielos se abrieran de nuevo en 1820 y que la verdad fuese revelada otra vez, porque ha dicho nuestro Redentor:

“Esta empero es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, al cual has enviado.” (Juan 17:3)

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