Los Artículos de Fe

Capítulo 22
LIBERTAD Y  TOLERANCIA RELIGIOSAS

Artículo 11.—Nosotros reclamamos el derecho de adorar a Dios Todopoderoso conforme a los dictados de nuestra propia conciencia, y concedemos a todos los hombres el mismo privilegio: adoren cómo, dónde o lo que deseen.

El Derecho del Hombre de Adorar Sin Restricción. Los Santos de los Últimos Días declaran que se ad­hieren incondicionalmente a los principios de libertad y tolerancia religiosas. Afirman que la libertad de adorar a Dios conforme a los dictados de la conciencia es uno de los derechos inherentes e inalienables de la huma­nidad. Los inspirados fraguadores de la constitución norteamericana proclamaron al mundo, como verdad patente, que el común patrimonio del género humano le otorga a todo individuo el derecho a la vida, la liber­tad y la felicidad. Para aquel a quien le es negada la libertad de adorar como desea, la felicidad es cosa ex­traña, la libertad sólo un nombre y la vida un desengaño. Ninguna persona que siente respeto hacia Dios puede estar conforme si lo restringen en el cumplimiento del deber más noble de su existencia. ¿Podría uno ser feliz, aunque viviera en un palacio, rodeado de toda comodidad material y toda facilidad para su placer intelectual, si se le impidiera comunicarse con el ser que más amara?

¿Qué es Adoración?La derivación de la palabra ofrece una respuesta. Se compone de dos voces latinas, ad, que quiere decir a o hacia, y orare, cuyo significado es el mismo que orar, en castellano. La indicación es, entonces, orar hada, orar a cierto objeto. La capacidad del individuo para adorar. Dará orar a, depende de cómo entiende el mérito con que está revestido el objeto de su reverencia. La habilidad del hombre para adorar constituye la medida de su conocimiento de Dios. Cuanto más completa esta interpretación y más íntima la comuni­cación entre Dios y el adorador, tanto más completo y sincero será su homenaje. Cuando decimos que uno adora lo bueno, lo hermoso, lo verdadero, queremos decir que ese hombre tiene un concepto más profundo del mérito que señala el objeto de su adoración, que otro cuya percepción no tiende a hacerlo reverenciar esas virtudes ennoblecedoras.

De manera que el hombre adorará conforme al con­cepto que tenga de los poderes y atributos divinos; y dicho concepto se aproxima al verdadero en proporción a la luz espiritual que ha recibido. No puede haber adoración verdadera donde no hay reverencia o amor hacia el objeto. Esta reverencia podrá estar mal fundada; la adoración podrá ser una especie de idolatría; el objeto podrá, por cierto, carecer de mérito; sin embargo, debe decirse que el devoto está adorando, si su concien­cia ha revestido al ídolo con ese atributo de mérito. Hemos hablado de «adoración verdadera», aunque la expresión es un pleonasmo. Adoración, como se ha afirmado ya, es la reverencia, nacida del corazón, que se le tributa al objeto como consecuencia de un con­cepto sincero que se tiene de su mérito; si la manifesta­ción de reverencia es ocasionada por una convicción inferior, no es sino una imitación. Puede ser tachada de falsa tal adoración, si así se desea, pero téngase presente que la adoración es por fuerza verdadera; no es menester añadir un adjetivo a la palabra para ampliar su significado o atestiguar su legitimidad. Adora­ción,  así  como  la oración,  no  es  cosa  de  forma.   No consiste en postura, ni en ademanes, ni en rituales o credos. Se puede rendir la más profunda adoración sin ninguno de los accesorios artificiales de la ritualidad: puede servir de altar la piedra del desierto; los picos de los collados eternos son como torres de templos; la bóveda del cielo es, de todas las cúpulas de catedrales, la más admirable.

El hombre es, en su corazón, expresión parcial de lo que adora. El salvaje que no conoce mayor triunfo que el de la sangrienta victoria sobre su enemigo, que considera las hazañas y la fuerza física como las cualida­des más deseables de su raza y quien ve en la venganza y la represalia las gratificaciones de la vida, atribuye estas cualidades a su dios, y le tributa su más profunda reverencia en sanguinarios sacrificios. Las repugnantes prácticas de la idolatría emanan de los pervertidos con­ceptos que se tienen del mérito humano, y se reflejan en las horrendas creaciones, inspiradas del diablo y fabricadas por el hombre, que hacen llamar deidades. Por otro lado, el hombre cuya alma iluminada ha recibido la impresión del amor puro e inmaculado atribuirá a su Dios las cualidades de ternura y cariño, y dirá en su corazón: «Dios es amor». Por consiguiente, el cono­cimiento es esencial a la adoración; el hombre no puede, en la ignorancia, servir a Dios como conviene, y cuanto mayor su conocimiento de la personalidad divina, tanto más completa y verdadera será su adoración. Puede aprender a conocer al Padre, y al Hijo que fué enviado; y este conocimiento es la garantía que el hombre tiene de la vida eterna.

Adoración es el homenaje voluntario del alma. Por compulsión, o para fines de ostentación, uno podrá hi­pócritamente cumplir con todas la ceremonias exteriores de un sistema establecido de adoración; podrá recitar las palabras de oraciones prescritas y profesar un credo con los labios. Sin embargo, este intento no es sino burlarse de la adoración, y la práctica, un pecado. Dios no pide homenaje maldispuesto ni alabanza forzada. Se acepta el formalismo en la adoración únicamente al grado que lo acompaña una devoción inteligente, y es genuino sólo cuando sirve de ayuda a la devoción es­piritual que conduce a la comunicación con Dios. La oración expresada no es sino un sonido hueco, si en todo sentido no es una indicación del volumen del justo anhelo del alma. Las comunicaciones que van dirigidas al Trono de la Gracia deben llevar el sello de la sinceri­dad, si es que van a llegar a su exaltado destino. La forma de adoración más aceptada es aquella que se basa en un cumplimiento ilimitado de las leyes de Dios, según el adorador se va enterando del significado de ellas.

Intolerancia Religiosa.La Iglesia sostiene que el derecho de adorar conforme a los dictados de la con­ciencia es algo que el hombre ha recibido de una autori­dad superior a cualquiera que hay en el mundo, y, por tanto, ningún poder terrenal puede impedir, con justicia, su ejercicio. Los Santos de los Últimos Días tienen por inspirado el decreto constitucional que defiende la liber­tad religiosa en los Estados Unidos norteamericanos: que jamás se expedirá ninguna ley «concerniente al establecimiento de religión, o que prohiba el libre ejercicio de la misma»; y con toda confianza creen que al irse extendiendo la luz por todo el mundo, toda nación ofrecerá una  garantía  semejante.   La  intolerancia  ha sido el mayor obstáculo del progreso en todas las épocas; sin embargo, bajo el manto aterciopelado de un celo religioso pervertido, las naciones, mientras se jactan de su civilización, y los que profesan ser ministros del Evangelio de Cristo han manchado las páginas de la historia del mundo con el relato de tan atroces actos de persecución que arrancan lágrimas a los cielos. En este sentido, el así llamado cristianismo debería esconder la cara de vergüenza ante las crónicas de la tolerancia pagana. Mientras Roma fué, bien que arrogantemente pero con toda eficacia, el ama del mundo, concedió a sus subditos vencidos el derecho de la libertad de culto, exigiéndoles solamente que se refrenaran de molestar a otros o a sí mismos en el ejercicio de dicha libertad.

Los hijos de Israel prosperaron, mientras efectiva­mente fueron adoradores de Jehová; pero no tardaron en hacerse intolerantes, considerándose seguros de una posición exaltada, y despreciando como inferiores a todos aquellos que no eran del pueblo del pacto. Durante su ministerio entre ellos, Cristo vió con tristeza compasiva la esclavitud espiritual e intelectual de aquellos tiempos, y les declaró la palabra salvadora: «La verdad os liber­tará». Oyendo esto, ciertos provocadores, justificadores de sí mismos, se airaron y respondieron con jactancia: «Simiente de Abraham somos, y jamás servimos a nadie: ¿cómo dices tú: Seréis libres?» Entonces el Maestro censuró su fanatismo: «Sé que sois simiente de Abra­ham, mas procuráis matarme, porque mi palabra no cabe en vosotros.»

No debe causar mucho asombro el que los primeros cristianos, llenos de celo por la nueva fe en que se habían bautizado, y recién convertidos de la idolatría y supers­ticiones paganas, se hayan considerado superiores al resto del género humano que aún yacía en las tinieblas y la ignorancia. Aun San Juan, conocido tradicionalmente como el Apóstol de Amor, pero quien, sin embargo, junto con su hermano Santiago, recibió del Señor el sobrenom­bre Boanerges, o Hijos del Trueno, manifestó intolerancia así como rencor hacia aquellos que no seguían su camino; y en más de una ocasión fué reprendido por su Maestro. Notemos este suceso: «Y respondióle Juan, diciendo: Maestro, hemos visto a uno que en tu nombre echaba fuera los demonios, el cual no nos sigue; y se lo prohi­bimos, porque no nos sigue. Y Jesús dijo: No se lo prohi­báis; porque ninguno hay que haga milagro en mi nombre que luego pueda decir mal de mí. Porque el que no es contra nosotros, por nosotros es. Y cualquiera que os diere un vaso de agua en mi nombre, porque sois de Cristo, de cierto os digo que no perderá su recompensa.» En otra ocasión, mientras viajaban con su Señor por Samaría, los apóstoles Santiago y Juan se enojaron por la falta de respeto de los samaritanos hacia el Maestro, y le imploraron que les permitiese llamar fuego del cielo para consumir a los incrédulos; pero el Señor inmediata­mente corrigió su deseo vengativo, diciéndoles: «Vos­otros no sabéis de qué espíritu sois; porque el Hijo del hombre no ha venido para perder las almas de los hombres, sino para salvarlas.»

Las Escrituras Ni Autorizan Ni Apoyan la Intole­rancia.Las enseñanzas de nuestro Señor exhalan el es­píritu de indulgencia y amor, aun hacia los enemigos. Toleró, pero sin aprobar, a los paganos en sus prácticas idólatras; a los samaritanos y sus costumbres degeneradas de adorar; a los Saduceos, amantes de los lujos, y a los Fariseos, ceñidos a la ley. Ni contra los enemigos per­mitió el odio. Sus instrucciones fueron: «Amad a vues­tros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultra­jan y os persiguen; para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos: que hace que su sol salga sobre malos y buenos, y llueve sobre justos e injustos.» Mandó a los Doce saludar con su bendición la casa donde solici­taran hospedaje. Muy cierto, si el pueblo los rechazaba a ellos y el mensaje, tendría que sobrevenir una retribu­ción; sin embargo, la imposición de este anatema habría de ser prerrogativa divina. En la parábola del trigo y la ci­zaña, Cristo enseñó la misma lección de la indulgencia. Los siervos ansiosos querían arrancar la hierba en el acto, pero les fue prohibido porque no arrancasen con ella el trigo, y se les aseguró que se efectuaría una separa­ción al tiempo de la cosecha.

A pesar del sobresaliente espíritu de tolerancia y amor que tan palpablemente se manifiesta en las ense­ñanzas del Salvador y sus apóstoles, se ha intentado justi­ficar la intolerancia y la persecución por medio de las Escrituras. A las duras palabras de San Pablo a los Gála-tas se ha dado una interpretación enteramente distinta del espíritu que las provocó. Amonestando a los santos en contra de los falsos maestros, dijo así: «Como antes hemos dicho, también ahora decimos otra vez: Si alguno os anunciare otro evangelio del que habéis recibido, sea anatema.» Basándose en esta enérgica advertencia y de­nunciación, algunos han tratado de justificar la persecución por motivo de diferencias de religión; pero esta inter­pretación errada debe imputarse a la lectura superficial y el prejuicio inicuo. ¿Acaso no fué, o no es lógico decir que cualquier hombre o grupo de hombres, cualquier secta, denominación o iglesia que predica sus propios conceptos como el Evangelio auténtico de Jesucristo, incurre en una blasfemia y merece la maldición de Dios? San Pablo inequívocamente expresa la naturaleza del evangelio que con tanto brío defendió, como lo hacen constar sus siguientes palabras: «Mas os hago saber, hermanos, que el evangelio que ha sido anunciado por mí, no es según hombre; pues ni yo lo recibí, ni lo aprendí de hombre, sino por revelación de Jesucristo.»  Téngase presente que al Señor corresponden la venganza y la retribución.

La intención de las palabras de consejo que San Juan dirigió a la señora elegida también ha sido pervertida, y los perseguidores y fanáticos han convertido en refugio las enseñanzas del autor de la epístola. Previniéndola contra los ministros del Anticristo que afanosamente diseminaban sus herejías, el apóstol escribió: «Si alguno viene a vosotros, y no trae esta doctrina, no lo recibáis en casa, ni le digáis: ¡bienvenido! Porque el que le dice bien­venido, comunica con sus malas obras.» Ninguna in­terpretación justa puede hallar en estas palabras licencia para la intolerancia, la persecución y el odio.

Un renombrado escritor cristiano de nuestros días ha presentado con lucidez y vigor el verdadero signifi­cado del apóstol. Después de lamentar «la estrecha into­lerancia de un dogmatismo ignorante», dice lo siguiente: «El Apóstol de Amor habría contradicho todas las cosas sublimes de sus propias enseñanzas si a sabiendas hubiera disculpado, más aún, fomentado la furiosa into­lerancia . . . Por otro lado, esta expresión incidental de la breve epístola de San Juan no se presta a tan enorme perversión. Lo que San Juan en verdad dice, y real­mente da a entender, es algo completamente diferente. Abundaban los falsos maestros, quienes, profesando ser cristianos, despojaban a la naturaleza de Cristo de todo aquello que daba su eficacia a la expiación y su signifi­cado a la encarnación. Estos maestros, así como otros misioneros cristianos, viajaban de pueblo en pueblo y, no habiendo mesones públicos, se hospedaban en las casas de los convertidos cristianos. San Juan amonesta a esta señora cristiana a quien se dirige, que con ofrecer su hospitalidad a aquellos peligrosos emisarios que co­rrompían las verdades fundamentales del cristianismo, estaría manifestándoles públicamente su aprobación; y haciendo eso y deseándoles felicidades, ella tomaría parte directa en el perjuicio que causaban. Esto es razonable, y no hay en ello ninguna falta de benevolencia. Nadie está obligado a apoyar la propagación de enseñanzas que tiene por erróneas, en lo que respecta a las doctrinas más esenciales de su propia fe. Menos oportuno habría resultado hacer esto en los días cuando los centros cristianos eran tan pequeños y débiles. Pero interpretar estas palabras como casi en todas las edades las han in­terpretado—pervirtiéndolas en una especie de manda­miento de exagerar las pequeñas diferencias en opiniones religiosas, y perseguir a aquellos cuyas opiniones no concuerdan con las nuestras — convertir nuestras ideas en prueba conclusiva de la herejía, y decir, como Corne-lio a Lapide, que estas palabras condenan ‘toda con­versación,   toda   relación,   todo   trato   con   herejes’,   es interpretar las Escrituras con el deslumbramiento de la parcialidad y la vanidad espiritual, y no leerlas a la luz del amor santo.»

Tolerancia No es Aceptación.—La flaqueza humana de pasar de un extremo a otro, en lo que concierne a pensamientos y hechos, pocos ejemplos más notorios puede hallar que aquellos en que se ven las relaciones del hombre con sus semejantes en asuntos religiosos. Por un lado, está propenso a juzgar que la fe de otros no solamente es inferior a la suya, sino que ni siquiera merece ser respetada; o, por otro lado, se hace creer a sí mismo que para todas las sectas hay igual justifica­ción en cuanto a sus enseñanzas y prácticas, y por tanto, no existe un orden distintamente verdadero de religión. En ningún sentido es incompatible el que los Santos de los Últimos Días proclamen con valor la convicción de que su Iglesia es la aceptada, la única que merece la designación «Iglesia de Jesucristo», el único repositorio terrenal del Sacerdocio eterno en la época actual, y sin embargo, que estén tan bien dispuestos a ser benevolentes y a reconocer la sinceridad de propósito de toda alma o secta que honradamente profesa a Cristo, o que simple­mente muestra respeto hacia la verdad y manifiesta un deseo sincero de vivir de acuerdo con la luz que ha recibido. La fidelidad del autor de la presente obra a la Iglesia que ha elegido se basa sobre una convicción de la validez y legitimidad de su alta afirmación de ser la única Iglesia que posee la autoridad dada por Dios. Sin embargo, considera otras sectas como sinceras hasta que manifiesten lo contrario, y está dispuesto a defenderlas en sus derechos.

José Smith, el primer profeta de la dispensación actual, reprendiendo a algunos de los hermanos por mostrarse intolerantes hacia las creencias que otros estimaban, les enseñó que hasta el idólatra debería ser protegido en su adoración; que, aun cuando era el rigu­roso deber de cualquier cristiano encauzar sus esfuerzos a la instrucción de almas tan extraviadas, no habría justificación para que por la fuerza se privara aun a los paganos de su libertad de adorar. En la vista de Dios la idolatría es sumamente detestable; sin embargo, él es tolerante con aquellos que, no conociéndolo, ceden a su instinto heredado de adorar y rinden homenaje aun a los palos y las piedras. Por grave que le parezca a aquel a quien ha llegado la luz, el pecado de la adoración de ídolos, aquello podrá representar, para el salvaje, la adoración más sincera de que es capaz. La voz del Señor ha declarado que los paganos que no han cono­cido ninguna ley tendrán parte en la primera resu­rrección.

El Hombre es Responsable de sus Hechos.—La ilimi­tada liberalidad y tolerancia que la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días extiende a otras deno­minaciones religiosas, y las enseñanzas de la Iglesia rela­tivas a la certeza de la redención final de todos los hombres — salvo los cuantos que habrán cometido el pecado imperdonable, por lo que han llegado a ser hijos de Perdición — pueden sugerir la errónea conclu­sión de que nosotros creemos que todos los redimidos recibirán igual poder, privilegios y gloria en el reino de los cielos. Todo lo contrario, la Iglesia proclama la doctrina de muchos y diversos grados de gloria que los redimidos heredarán conforme a sus méritos.   Nosotros no creemos en ningún plan general de perdón o recom­pensa universales, mediante el cual todos aquellos que cometieron pecados, ya graves ya leves, quedarán exentos de los efectos de sus hechos, mientras que por otro lado, los justos son recibidos en el cielo, todos glorificados en igual medida. Como se ha dicho ya, los paganos, cuyos pecados son los de la ignorancia, se levantarán con los justos en la primera resurrección; mas esto no indica que esos hijos de razas menos civilizadas van a heredar la gloria preparada para los capaces, los valientes y fieles en la causa de Dios sobre la tierra.

Nuestra condición en el mundo venidero será estricta­mente una consecuencia de la vida que llevemos durante esta probación, así como sabemos, por la luz de la verdad revelada sobre el estado preexistente, que nuestra situa­ción actual queda determinada por la fidelidad que manifestamos en nuestro primer estado. Las Escrituras declaran que el hombre segará el fruto natural de sus hechos durante su vida, sean buenos o sean malos, o como lo ha expresado el Padre en el eficaz lenguaje con que anima y aconseja a sus débiles hijos: Cada uno será premiado o castigado según sus obras. En la eternidad el hombre disfrutará o abominará «el fruto de sus manos».

Glorías Graduadas.—Las enseñanzas de Cristo indi­can que los privilegios y glorias del cielo serán graduados para corresponder a las varias capacidades de los bien­aventurados. A los apóstoles expresó: «En la casa de mi Padre muchas moradas hay: de otra manera os lo hubiera dicho:   voy, pues, a preparar lugar para vosotros. Y si me fuere, y os aparejare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo: para que donde yo estoy, vosotros también estéis.»

Esta declaración es reforzada por las palabras de San Pablo, quien en estos términos habla de condiciones graduadas en la resurrección: «Y cuerpos hay celes­tiales, y cuerpos terrestres; mas ciertamente una es la gloria de los celestiales, y otra la de los terrestres. Otra es la gloria del sol, y otra la gloria de la luna, y otra la gloria de las estrellas: porque una estrella es dife­rente de otra en gloria. Así también es la resurrección de los muertos.»

En la dispensación actual se ha impartido un conoci­miento más completo de este tema. Una revelación dada en 1832r nos hace saber que se han establecido tres grandes reinos o grados de gloria, conocidos como el Celestial, el Terrestre y el Telestial. Muy lejos del último y más pequeño de éstos, queda el estado de castigo eterno preparado para los hijos de Perdición.

La Gloria Celestial es para aquellos que merecen los honores más altos del cielo. En la revelación ya mencio­nada leemos: «Estos son los que recibieron el testimonio de Jesús, y creyeron en su nombre, y fueron bautizados según la manera de su entierro, siendo sepultados en el agua en su nombre — y esto de acuerdo con el manda­miento que él ha dado, de que por guardar los manda­mientos pudiesen ser lavados y limpiados de todos sus pecados, y recibir el Espíritu Santo por la imposición de las manos de aquel que ha sido ordenado y confirmado para ejercer este poder—y son los que vencen por la fe, y los que sella el Santo Espíritu de la promesa, el cual el Padre derrama sobre todos los que son justos y fieles. Ellos son la Iglesia del Primogénito. Son aquellos en cuyas manos el Padre ha entregado todas las cosas—son sacerdotes y reyes, quienes han recibido de su plenitud y de su gloria, y son sacerdotes del Altísimo, según el orden de Melquisedec, que fué según el orden de Enoc, que fué según el orden del Hijo Unigénito. De modo que, como está escrito, ellos son dioses, aun los hijos de Dios — por consiguiente, todas las cosas son suyas, sea vida o muerte, cosas presentes o cosas futuras, todas son suyas, y ellos son de Cristo, y Cristo es de Dios . . . Estos morarán en la presencia de Dios y de su Cristo para siempre jamás. Son los que él traerá consigo cuando venga en las nubes del cielo para reinar en la tierra sobre su pueblo. Estos son los que tendrán parte en la primera resurrección, y quienes saldrán en la resurrección de los justos. . . . Son hombres justos hechos perfectos mediante Jesús, el mediador del nuevo convenio, quien obró esta perfecta expiación derramando su propia sangre. Son aquellos cuyos cuerpos son celes­tiales, cuya gloria es la del sol, aun la gloria de Dios, el más alto de todos, de cuya gloria está escrito que el sol del firmamento es típico.»

La Gloria Terrestre.Habrá muchos, cuyas obras no merecen el óptimo premio, que alcanzarán este grado menor. Leemos que éstos «son los de lo terrestre, cuya gloria se distingue de la gloria de la Iglesia del Primo­génito, quienes han recibido de la plenitud del Padre, aun así como la gloria de la luna es diferente de la del sol en el firmamento. He aquí, éstos son los que murie­ron sin ley; y son también los espíritus encerrados en prisión, a quienes visitó el Hijo y predicó el evangelio, para que pudieran ser juzgados según los hombres en la carne; los que no recibieron el testimonio de Jesús en la carne, mas después lo recibieron. Estos son los hombres honorables de la tierra que fueron cegados por las artimañas de los hombres. Estos son los que reciben de su gloria, mas no de su plenitud; los que reciben de la presencia del Hijo, mas no de la plenitud del Padre. Por consiguiente, son cuerpos terrestres y no son cuer­pos celestiales, y difieren en gloria como la luna es diferente del sol. Estos no son valientes por el testi­monio de Jesús; así que, no obtienen la corona en el reino de nuestro Dios.»

La Gloria Telestial.La revelación sigue diciendo: «Y además, vimos la gloria de lo telestial, que es la gloria de lo menor, así como la gloria de las estrellas es diferente de la gloria de la luna en el firmamento. Estos son los que no recibieron el evangelio de Cristo, ni el testimonio de Jesús; los que no niegan al Espíritu Santo; los que son arrojados al infierno. Estos son los que no serán redimidos del diablo, sino hasta la última resu­rrección, hasta que el Señor, aun Cristo el Cordero, haya cumplido su obra.» También se nos informa que los habitantes de este reino van a ser divididos en grados, pues se componen de todos los indoctos de las diversas sectas y divisiones contendientes de los hombres, y de los pecadores de muchas clases cuyas ofensas no son de completa perdición: «Porque como una estrella es diferente de otra en gloria, aun así difieren uno y otro en gloria en el mundo telestial; porque son los que dicen ser de Pablo, y de Apolos, y de Cefas; aquellos que decla­ran ser unos de uno y otros de otro—algunos de Cristo, otros de Juan, unos de Esaías, otros de Elias, éstos de Moisés, ésos de Isaías, aquéllos de Enoc—mas no reci­bieron el evangelio, ni el testimonio de Jesús, ni a los profetas, ni el convenio sempiterno.» Evidentemente, una parte muy considerable de la familia humana no alcanzará más gloria que la de un reino telestial, porque nos es dicho: «Mas, he aquí, vimos la gloria de los habi­tantes del mundo telestial, y eran tan innumerables como las estrellas en el firmamento del cielo, o las arenas sobre las playas del mar.» Por tanto, no son desechados total­mente; cada uno de sus méritos será respetado: «Porque serán juzgados de acuerdo con sus obras, y cada hombre recibirá, conforme a sus propias obras, su dominio correspondiente en las mansiones que son preparadas; y serán siervos del Altísimo; mas a donde Dios y Cristo moran, no podrán venir, mundos sin fin.»

El hecho de que toda alma hallará su lugar en la otra vida, y que será juzgada y asignada de conformidad con lo que es, concuerda con las Escrituras así como con la razón. Heredará según su capacidad para recibir, disfrutar y utilizar. Una revelación, dada en 1832, aclara esto sublimemente: «Porque el que no puede sujetarse a la ley de un reino celestial, no puede sufrir una gloria celestial. Y el que no puede sujetarse a la ley de un reino terrestre, no puede sufrir una gloria terrestre. Y el que no puede sujetarse a la ley de un reino telestial, no puede sufrir una gloria telestial, por tanto, no es digno de un reino de gloria. Por con­siguiente, tendrá que sufrir un reino que no es de gloria.»

Los Reinos Con Respecto el Uno del Otro.-Los tres reinos de glorias tan diversas están individualmente organizados conforme a un plan de graduación. En el reino telestial hay subdivisiones; lo mismo sucede, según nos es dicho, en el celestial, y, por analogía, concluímos que una condición similar prevalece en el terrestre. De manera que se ha dispuesto una infinidad de glorias graduadas para los innumerables grados de mérito entre los del género humano. El reino celestial será infinita­mente honrado con el ministerio personal del Padre y del Hijo; por conducto del más alto será administrado el reino terrestre, sin una plenitud de gloria, mientras que el telestial será gobernado por ministración del terrestre, por conducto de «ángeles que son nombrados para ejercer su ministerio en favor de ellos».

A falta de revelación directa, sin la cual no se puede tener conocimiento absoluto del asunto, es razonable creer que de acuerdo con el plan de Dios de progreso eterno, habrá desarrollo dentro de cada uno de los tres reinos designados. Sin embargo, en cuanto a la posi­bilidad de progresar de un reino a otro, las Escrituras no hacen ninguna afirmación positiva. Es concebible el progreso eterno por diversas líneas. Podemos concluir que los grados y divisiones serán para siempre una de las características de los reinos de nuestro Dios. La eternidad es progresiva; la perfección, relativa. El atributo esencial del propósito viviente de Dios es el poder de aumento eterno que lo acompaña.

Los Hijos de Perdición.Tenemos conocimiento de otra clase de almas cuyos pecados los dejan fuera de la posibilidad actual de arrepentimiento y salvación. Estos se llaman hijos de Perdición, hijos del ángel caído que en un tiempo fué Lucifer, el Hijo de la Mañana, ahora Satanás o Perdición. Estos son los que han violado la verdad a la luz del conocimiento, los que, después de haber recibido el testimonio de Cristo y habiendo sido confirmados por el Espíritu Santo, entonces lo niegan y desafían el poder de Dios, crucificando de nuevo a Cristo y exponiéndolo a vituperio. Este, el pecado im­perdonable, lo pueden cometer solamente aquellos que han recibido el conocimiento y la convicción de la ver­dad, contra la cual entonces se rebelan: son compa­rables su pecado y la traición de Lucifer, cuando quiso usurpar el poder y la gloria de su Dios. Tocante a ellos y su terrible destino, el Señor ha dicho: «Estos son los hijos de perdición, de quienes digo que mejor hubiera sido para ellos no haber nacido; porque son vasos de enojo, condenados a padecer la ira de Dios con el diablo y sus ángeles en la eternidad; concerniente a los cuales he dicho que no hay perdón en este mundo ni en el veni­dero. … Y los únicos sobre los cuales tendrá poder alguno la segunda muerte. . . . Estos irán al suplicio sempiterno, que es suplicio sin fin, suplicio eterno, para reinar con el diablo y sus ángeles por las eternidades, en donde su gusano no muere y el fuego no se apaga, lo cual es su tormento—Y ningún hombre sabe ni su fin, ni su lugar, ni su tormento; ni tampoco fué, ni es, ni será revelado al hombre, salvo a quienes participan de ello; sin embargo, yo, el Señor, lo enseño en visión a muchos, pero luego lo retiro; por consiguiente, no com­prenden su fin, su anchura, su altura, su profundidad o su miseria, ni tampoco hombre alguno, sino aquellos que son ordenados para esta condenación.»1

Las doctrinas de la Iglesia explícitamente definen la relación entre la probación mortal y el estado futuro, y en igual manera enseñan la responsabilidad individual y el libre albedrío del hombre. La Iglesia afirma que en vista de la reponsabilidad que todo hombre tiene, como director de su propio curso, el individuo debe estar, y está libre para escoger en todas las cosas: desde la vida que conduce a la mansión celestial, hasta la carrera que no es sino la entrada a las miserias de la perdición. La libertad de adorar o de negarse a adorar es un derecho dado por Dios, y toda alma tendrá que someterse a las consecuencias de su elección.

REFERENCIAS

Se Requiere la Adoración del Verdadero  Dios  Viviente.- Véanse las referencias bajo Libre Albedrío, después del capítulo 3, para las Escrituras que se relacionan con el derecho del hom­bre de adorar y su capacidad para obedecer o desobedecer los mandamientos divinos, con la certeza de que sufrirá las con­secuencias de su elección.

  • No tendrás dioses ajenos delante de mí—Exo. 20:3; léanse los versículos 1-6; véase también 34:14.
  • El Señor mandó a Moisés y otros que subieran y lo adorasen—Exo. 24:1.
  • Si los israelitas servían a dioses ajenos, de cierto perecerían— Deut. 8:19.
  • Lo dejarás delante de Jehová tu Dios, e inclinarte has delante de Jehová tu Dios—Deut. 26:10.
  • A Jehová temeréis, y a éste adoraréis, y a éste haréis sacrificio —2 Reyes 17:36.
  • Tributad a Jehová la gloria debida a su nombre; postraos de­lante de Jehová en la hermosura de su santidad—1 Cron. 16:29; véase también Sal. 45:11.
  • No habrá en ti dios ajeno, ni te encorvarás a dios extraño—Sal, 81:9.
  • Ensalzad a Jehová nuestro Dios, y encorvaos al estrado de sus pies:   él es santo—Sal. 99:5; véase también el versículo 9.
  • Vendrá toda carne a adorar delante de mí, dijo Jehová—Isa.66:23.
  • Cristo dijo a Satanás:   Escrito está:   Al Señor tu Dios adora­rás y a él solo servirás—Mat. 4:10.
  • Así sirvo al Dios de mis padres—Hechos 24:14.
  • Los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren—Juan 4:24.
  • Juan el  Revelador vio en  visión  a los  ancianos  delante  del trono que adoraban al que vive para siempre jamás—Apo. 4:10; compárese con 5:14; 7:11; 11:16; 19:4.
  • Adora a Dios: porque el testimonio de Jesús es el espíritu de la profecía—Apo. 19:10.
  • A los pobres que no podían entrar en las sinagogas, Alma dijo que se aceptaría su adoración, dondequiera que se ofreciese, si era sincera—Alma, cap. 32; 33:2; 34:38.
  • Los neñtas hicieron sacrificios para poder adorar a Dios según sus deseos—Alma 43:9-11.
  • Los nefitas y los lamanitas convertidos tomaron las armas para mantener sus derechos, los privilegios de su iglesia y de su culto, y su independencia y libertad—3 Nefi 2:12.
  • La multitud nefita adoró al Cristo resucitado—3 Nefi 17:10; véase también 11:17.
  • Los santos profetas adoraron al Padre en el nombre de Cristo, como también lo hicieron los nefitas—Jacob 4:4, 5.
  • Y os postraréis y adoraréis al Padre en mi nombre—D. y C. 18:40.
  • Todos los hombres tienen que adorar al Padre en el nombre del Hijo—D. y C. 20:29.
  • Para que podáis comprender y saber cómo habéis de adorar y a quién; y para que podáis venir al Padre en mi nombre— D. y C. 93:19.
  • Adorad a aquel que ha hecho el cielo, la tierra, el mar y las fuentes de las aguas—D. y C. 133:39; Apo. 14:7.
  • Moisés se. negó a adorar a Satanás declarando que Dios le había dicho:   Adora a Dios, porque a él solo  servirás—Moisés 1:15, y también 12-20.
  • Abrahán adoró al Dios viviente, aunque sus padres se habían tornado a los ídolos—Abrahán 1:5.
  • Para las Escrituras relacionadas con la adoración de ídolos, véanse las referencias bajo Idolatría, después del capítulo 2.
  • Para las  que  se  refieren  a  los  diferentes  grados  en  la  vida venidera, véanse las referencias bajo Salvación que siguen el capítulo 4.

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