Revelación de Dios, Verdadero Conocimiento
por el élder John Taylor, el 7 de octubre de 1865
Volumen 11, discurso 25, páginas 157-166
Es bueno reunirnos como lo estamos en esta ocasión. Es bueno hablar de la bondad de Dios, y es placentero e instructivo escuchar; disfrutamos de un privilegio que no poseen ninguno de los habitantes de la tierra excepto nosotros; un privilegio que, cuando es comprendido correctamente por los Santos, lo estimarán como mayor que cualquier otra bendición terrenal que pueda otorgárseles. Nos reunimos en una capacidad diferente a la de cualquier otro pueblo; nos congregamos aquí como los representantes de Dios sobre la tierra.
Sin embargo, ocupando la elevada posición en la que estamos, bendecidos con la luz de la verdad, con el Santo Sacerdocio, con la plenitud del Evangelio eterno; en posesión de luz e inteligencia que no es impartida a otros y de la cual ellos son ignorantes, nos encontramos enfáticamente como los elegidos de Dios, como Sus representantes en la tierra. Al mismo tiempo, entre nosotros hay una gran cantidad de debilidad, flaqueza y necedades, y necesitamos constantemente la ayuda, la enseñanza y la protección del Dios Todopoderoso para gobernarnos, guiarnos, conducirnos y dirigirnos por el camino correcto.
Como mencioné anteriormente, ocupamos una posición diferente ante el Todopoderoso y ante el mundo en comparación con cualquier otro pueblo. A nosotros Dios nos ha revelado Su voluntad; nos ha abierto los cielos; entre nosotros ha organizado el Santo Sacerdocio y nos ha revelado aquellos principios que existen en el mundo eterno; de nosotros ha hecho mensajeros de vida y salvación, y a nosotros nos ha comunicado Su ley. De nosotros espera obediencia y una cooperación dispuesta con Él para llevar a cabo los grandes eventos que deben ocurrir en la edificación y el establecimiento del reino de Dios en los últimos días.
El Señor está ansioso por hacernos bien, por iluminar nuestras mentes, por informar nuestro juicio, por revelarnos Su voluntad y por fortalecernos y prepararnos para los grandes eventos que deben acontecer en estos últimos días. Desea mostrarnos cómo salvarnos, cómo bendecirnos a nosotros mismos temporal y espiritualmente, intelectual, moral, física y políticamente, y en toda forma posible en la que Él pueda otorgar Sus bendiciones a la humanidad caída.
Desea llevar a cabo una gran obra sobre la tierra, provocar una gran revolución entre los hombres, establecer principios correctos de todo tipo y hacer que la tierra y sus habitantes cumplan con la medida de su creación, y preparar a todos aquellos que sean capaces o dignos para recibir la vida eterna y la exaltación en el reino celestial donde Él mora. Él desea hacernos Sus instrumentos en el desarrollo de esta gran obra en la que está comprometido.
Hemos tenido la costumbre de leer las palabras de los profetas en relación con el establecimiento del reino de Dios, lo que han dicho y el Espíritu por el cual fueron inspirados. Hemos reflexionado mucho sobre lo que el Señor haría para establecer principios correctos sobre la tierra en los últimos días. Hemos leído acerca de estas cosas y, en parte, las hemos creído; y a medida que el Espíritu de Dios ha iluminado nuestras mentes, últimamente hemos podido comprender más plenamente algunas de las cosas sobre las que los profetas de la antigüedad escribieron, pero de las cuales entendieron muy poco. Nosotros solo podemos comprenderlas en la medida en que se nos enseñe; solo podemos entender los designios de Dios en la medida en que Él nos los revele; solo podemos conocer nuestro deber cuando el Espíritu de Dios nos lo manifiesta, ya sea a través de los élderes de Israel, por medio de las revelaciones de Dios para nosotros mismos, o ambas.
Es en vano que los élderes de Israel enseñen los principios de la verdad si el pueblo no está preparado para recibirlos; y es en vano que el Señor comunique Su voluntad al pueblo si este no posee una porción de Su Espíritu para comprender algo de esa voluntad y de los designios de Dios hacia ellos y hacia la tierra en la que habitan. Tampoco puede el Señor obrar con ellos a menos que estén preparados para cooperar con Él en el establecimiento de Su reino sobre la tierra.
Hay muchas cosas de las que hablamos que parecen ser muy simples y, en la estimación de algunos, innecesarias para discutir. En esta Conferencia hemos escuchado informes de diferentes partes del Territorio sobre sus cosechas, sobre la manera en que se cultiva la tierra, sobre las mejoras que está realizando la gente, sobre las perspectivas que tienen para sostenerse con los productos básicos necesarios para la vida, etc. Y algunas personas piensan que cuando nos reunimos deberíamos hablar de otras cosas—de algo que ellos considerarían más espiritual.
Nos reunimos como hombres inteligentes, como hombres con necesidades naturales, que poseen cuerpos naturales, los cuales deben ser vestidos, alimentados y provistos de lo necesario; nos reunimos como individuos racionales y como cabezas de familia, que tienen hijos que crecen y que, en primer lugar, necesitan ser instruidos en las leyes comunes de la vida y en aquellas cosas necesarias para promover nuestro bienestar común.
La primera obligación de todo ser humano, hasta donde puedo comprenderlo, es proveer los medios para su propio sustento. Uno de los primeros mandamientos que Dios le dio a Adán, cuando lo colocó en el jardín, fue que lo labrara y lo cultivara para que pudiera proveer para sus necesidades. El decreto del Todopoderoso, cuando Adán fue expulsado del Jardín del Edén, fue: “Con el sudor de tu rostro comerás el pan”; y esto no lo podemos evitar.
Por esta ley inescrutable estamos obligados a atender algunos de los primeros asuntos esenciales de la vida, o bien, careceremos de pan y moriremos. Por lo tanto, cuando hablamos de tierras y posesiones, de una herencia, etc., hablamos de cosas que son algunas de las primeras necesidades relacionadas con la existencia humana.
Vivimos respirando el aire que Dios nos da, bebiendo el agua que Él hace fluir para nuestro sustento y cultivando la tierra para poder consumir sus productos. Este es uno de los primeros deberes del hombre y, por lo tanto, cuando nos reunimos para formar nuevos asentamientos como parte del cuerpo político—como parte del reino de Dios—es responsabilidad de todos nosotros determinar cómo podemos sustentarnos en la posición en la que nos encontramos.
Por eso, cuando escuchamos sobre dificultades, como las que se han reportado en el sur en varias ocasiones y desde otras fuentes, que afectan la existencia del hombre, esto causa un sentimiento de preocupación en todo el pueblo que forma parte del reino de Dios; porque si un miembro del cuerpo sufre, todos sufren con él; y si un miembro del cuerpo se regocija, los demás se regocijan con él.
Cuando escuchamos desde el sur, como en este momento, que están produciendo su pan y que hay una perspectiva razonable de que podrán sostenerse a sí mismos, nos sentimos consolados por el informe. Cuando escuchamos desde el norte sobre la destrucción causada por las primeras heladas y, aun así, a pesar de este desastre, sobre las perspectivas que tienen y el ánimo que nos transmiten acerca de la prosperidad de sus asentamientos y su capacidad para proveer para sí mismos, nos sentimos reconfortados por ello y damos gracias al Dios de Israel porque Él está proveyendo y cuidando a Sus Santos.
Creemos que el reino de Dios es un reino temporal, así como también es un reino espiritual y eterno, usando esta expresión según nuestra comprensión; y cuando los hombres son privados de las necesidades básicas de la vida y no tienen con qué sustentarse, les queda muy poco tiempo para atender los asuntos religiosos, y no pueden ser de mucha utilidad para sus hermanos en la tarea de establecer el reino de Dios sobre la tierra.
Pero, por otro lado, cuando vemos que los Santos son bendecidos en el norte, en el sur, en el este y en el oeste; cuando los vemos industriosos, perseverantes, diligentes y usando todos los medios legítimos para proveer para sí mismos, sus familias y aquellos que dependen de ellos; y cuando los vemos cultivando el Espíritu de Dios en ellos y viviendo su religión, aferrándose al Todopoderoso y obteniendo bendiciones de Su mano, entonces reconocemos la mano de Dios en todas las cosas y sentimos el deseo de bendecir el nombre del Dios de Israel. Cada una de estas cosas es de gran importancia para los Santos de Dios, y nos sentimos interesados en todos estos asuntos.
¿Prosperan en el sur? Reconocemos la mano de Dios en ello. ¿Se templa el clima en el norte? Reconocemos la mano de Dios en ello. ¿Descienden las lluvias sobre nuestra tierra reseca y hacen que produzca en abundancia? Reconocemos la mano de Dios en ello; y así lo hacemos en todo lo que vemos y en todo lo que nos concierne, porque leemos que “la ira del Todopoderoso se enciende solo contra aquellos que no reconocen Su mano en todas las cosas”.
Nos hemos reunido aquí como un pueblo peculiar; diferimos, como mencioné antes, en casi todos los aspectos del mundo de la humanidad que nos rodea. El Señor les da a ellos tiempo de siembra y cosecha, verano e invierno, y derrama las ricas bendiciones del cielo en sus regazos; les da talento mecánico e ingenio; los inspira con conocimiento en las artes y las ciencias; ha estado derramando sobre ellos las ricas bendiciones de la inteligencia y de la abundancia durante siglos, pero ellos no reconocen Su mano.
Los hombres se jactan de su propia inteligencia, de su propia sabiduría, de su propio poder, fuerza y entendimiento; esta es una regla general, con pocas excepciones. Se sienten mucho como el rey de Babilonia cuando, en su orgullo, se levantó y dijo: “¿No es esta la gran Babilonia, que yo he edificado? ¿Acaso no he hecho estas cosas por mi sabiduría, por mi inteligencia, por mi poder y fuerza?”
Para nosotros es diferente. Estamos en deuda con Dios por los primeros rayos de luz e inteligencia que alguna vez iluminaron nuestro entendimiento. ¿Quién de nosotros conocía los primeros principios del Evangelio de Cristo hasta que los escuchamos de los élderes de Israel? No hay un solo hombre entre nosotros que los haya conocido antes; no hay un solo hombre en existencia hoy que los conozca, sino solo en la medida en que le han sido comunicados por Dios.
¿Quién nos dijo que era correcto ser bautizados en el nombre de Jesús para la remisión de los pecados? ¿Quién nos enseñó que era correcto recibir el Espíritu Santo por la imposición de manos? ¿Quién nos enseñó que era necesario que Dios otorgara autoridad a los hombres para que pudieran oficiar legalmente en Su nombre, y que todo lo que se asemejara a religión en la tierra, sin esa autoridad, era falso y no provenía de Él?
Fue comunicado a José Smith mediante la apertura de los cielos, por el ministerio de santos ángeles y por la voz de Dios. Hasta que esa voz fue escuchada, hasta que esas comunicaciones fueron dadas a conocer, los habitantes del mundo estaban envueltos en la ignorancia; no sabían nada acerca de Dios, ni de los principios de la eternidad, ni del camino para salvarse a sí mismos ni a nadie más.
No tenemos nada de qué jactarnos en este aspecto. No hablo de estas cosas para alardear, sino para reconocer la mano y la misericordia de Dios hacia nosotros como pueblo. ¿Qué daría un hombre a cambio de su alma? Se nos dice que un hombre dará todo lo que tiene por su vida; ¿qué dará entonces a cambio de su alma, o tiene algo con qué canjearla?
¿Qué es lo que nos ha liberado de las cadenas de la ignorancia, el error, la superstición y la necedad con las que estábamos atados? Es la luz del cielo, las revelaciones de Dios, el ministerio del Santo Sacerdocio lo que nos ha impartido inteligencia respecto a estas cosas; sin ello, nos habría sido imposible seguir cualquier camino en relación con estos temas.
¿Quién en el mundo entiende algo acerca de Dios o de Su voluntad? No se les puede encontrar; no saben nada de Él. Sería innecesario hablar de la necedad de muchos de sus sacerdotes y de sus ideas y nociones sobre estos asuntos. ¿Qué saben ellos de Dios? Nos dicen que es un espíritu. ¿Qué más? Que es un ser sin “cuerpo, partes ni pasiones”. Algunos nos dicen que está sentado en la cima de un trono sin base, etc. No es necesario entrar en estos temas; los conocemos, y en este momento no deseamos reflexionar sobre ellos.
Estoy simplemente reflexionando sobre mi propia ignorancia cuando fui uno de ellos. Cuando estuve entre ellos, fui maestro, ¿y qué sabía? Absolutamente nada. No sabía nada acerca de Dios, ni de los principios de la verdad y la vida eterna, y no pude encontrar a nadie en ningún lugar que supiera más que yo.
Estoy en deuda con el “mormonismo”, con la luz de la verdad, con las revelaciones de Dios, con el ministerio del Santo Sacerdocio, por todo el conocimiento, la luz y la inteligencia que pueda poseer en relación con estos temas; y esto es el caso con todos nosotros. Antes de que los cielos se abrieran a José Smith y de que la plenitud del Evangelio se revelara a través de él, todos estábamos en la misma ignorancia acerca de Dios, del Santo Sacerdocio y del camino para obtener la vida eterna.
Y la misma ignorancia que oscureció nuestras mentes antes de la restauración del Evangelio sigue nublando al resto del mundo en la actualidad. No saben a dónde van ni de dónde vienen.
Solía hacerme preguntas como las siguientes: ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Cuál es el propósito de mi existencia? ¿Quién organizó el mundo y con qué propósito fue organizado? ¿Podía responderlas? No. Y nadie más podía responderlas por mí, porque no sabían nada acerca de estas cosas: ni sacerdotes, ni filósofos, ni estadistas, ni ningún hombre con quien pudiera asociarme podía dar respuesta a estas preguntas; no podían explicar el porqué ni el propósito de estas cosas tan simples que nos han sido dadas a conocer.
El Evangelio, se nos dice en un lugar, es “la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús”, y “nos ha librado de la ley del pecado y de la muerte”. Se nos dice en otro lugar que es “buenas nuevas y alegres noticias”; pero si lo comprendemos correctamente, el Evangelio contiene las llaves, a través del Sacerdocio, de los misterios de Dios; el Evangelio “saca a luz la vida y la inmortalidad”; y dondequiera que exista, en el corazón en que habite, cualquiera que participe en la propagación del Evangelio tiene conocimiento de la vida y la inmortalidad.
El Evangelio es lo que abre los cielos, y sin él, los hombres son ignorantes en cuanto al futuro y a esa salvación de la que tanto hablan. El Evangelio pone a los hombres en comunicación con el Señor, para que puedan entender algo de Dios y algo de Su ley; y sin el Evangelio, no pueden entender nada acerca de Él, y por eso unos piensan una cosa acerca de Él y otros piensan otra.
Quienquiera que haya poseído el Evangelio, ya sea en tiempos antiguos o modernos, el Evangelio ha sacado a luz la vida y la inmortalidad para ellos; les muestra quiénes son y qué son; les muestra algo acerca de Dios; y en tiempos pasados se dijo que “esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado”.
Sin el Evangelio, sería imposible que los hombres tuvieran algún conocimiento de Dios o de Jesucristo, a quien Él ha enviado.
Por lo tanto, cuando Jesús hizo la pregunta a Sus discípulos: “¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?” ellos le respondieron: “Algunos dicen que eres Elías, otros que eres Moisés, y otros que eres uno de los profetas resucitados de entre los muertos”.
“Pero vosotros, ¿quién decís que soy?” Pedro respondió: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente”.
Jesús le dijo: “Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás; porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo también te digo que tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella”.
¿Cómo supo Pedro que Jesús era el Cristo? Lo supo por revelación; tenía el Evangelio, y el Evangelio saca a luz la vida y la inmortalidad, y revela a la familia humana la existencia de Dios y su relación con Él. Estamos en deuda con Dios por la luz, por la inteligencia que disfrutamos, por el conocimiento del Evangelio que se nos ha puesto al alcance.
Ahora, avancemos un poco más en relación con estos asuntos. Dios desea beneficiarnos, y por esta razón nos ha revelado Su voluntad; por esta razón ha abierto los cielos y se ha comunicado con nosotros. Dios desea establecer Su ley, Su autoridad, Su reino, Su dominio entre los hombres. Desea que la familia humana le obedezca y que se sometan a Sus enseñanzas, a Su guía y a Su dirección. Desea establecer principios correctos entre la humanidad que los beneficien, que los bendigan, que los exalten y que los preparen para cumplir su destino en la tierra, y el primer paso que ha tomado es impartirles, a través de la obediencia a los principios del Evangelio de Cristo, el Espíritu Santo, y solo a través de esto pueden comprender a Dios o Sus leyes.
“Excepto que un hombre nazca de nuevo, no puede ver el reino de Dios; y excepto que un hombre nazca del agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios.”
A veces nos sentimos un poco indignados por las acciones de los hombres a nuestro alrededor; pensamos que actúan de manera extraña, y en efecto lo hacen. Pensamos que están llenos de prejuicios, y lo están; pensamos que son muy malvados y muestran un espíritu muy maligno hacia nosotros, y que desean hacernos daño, y con frecuencia nos ha sorprendido esto cuando hemos estado en el mundo. Hemos visto hombres y mujeres muy honorables y de elevados principios, que temen a Dios y practican la rectitud, y aun así hay tal acumulación de prejuicio y persecución en su contra que nos asombraría.
¿Qué ocurre? No ven las cosas como nosotros las vemos; hay un denso velo sobre ellos; son como las personas de quienes habló Jesús en su época, cuando oró: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.”
No conocen la luz ni la inteligencia del Espíritu Santo y, en consecuencia, no entienden nuestra posición, y son guiados por influencias que no comprenden. No ven el reino de Dios, ni pueden verlo. No importa cuánta sabiduría tengan, ni su inteligencia; no importa en qué escuela fueron educados, ni quién fue su maestro; no importa la magnitud de su capacidad, su lectura o su conocimiento adquirido o poseído; a menos que hayan recibido el Espíritu del Dios viviente, no pueden comprender los asuntos relacionados con el reino de Dios.
¿Pero acaso no hay muchos hombres muy honorables y de elevados principios en el mundo que no son Santos de los Últimos Días? Sí, los hay; pero no ven el reino de Dios más de lo que lo vio Nicodemo cuando acudió a Jesús de noche.
Nosotros estamos sobre una plataforma diferente a la de ellos, y debemos hacer muchas concesiones en cuanto a su conducta y acciones hacia nosotros. No entienden nuestros propósitos ni lo que buscamos.
¿Por qué nos hemos reunido? Porque Dios nos ha llamado y estamos dispuestos a obedecerle; porque Dios envió un mensaje a las naciones de la tierra, y nosotros poseíamos una porción del Espíritu de Dios; y cuando los élderes de Israel salieron a enseñarnos las palabras de vida, como dice Jesús: “Mis ovejas oyen mi voz, y me conocen”, etc., la palabra de vida fue esparcida entre miles y millones de personas, y al principio muchos creyeron en ella tanto como tú y yo; pero los afanes del mundo, el engaño de las riquezas y las influencias que los rodeaban ahogaron la preciosa semilla, y no pudo dar fruto.
Estas influencias, en mayor o menor medida, siguen afectando nuestras mentes en la actualidad, oscureciendo y entumeciendo nuestros sentimientos, e interponiéndose entre nosotros y nuestro Padre Celestial.
¿Hacia qué estamos apuntando y a quién estamos buscando hacer daño en el mundo? ¿A quién hemos perjudicado? No existe un hombre vivo que pueda decir la verdad y afirmar que ha sido perjudicado por este pueblo. No existe tal persona; y siempre que hagan declaraciones de ese tipo, pueden señalarlos como mentirosos.
¿Con quién hemos interferido? ¿A qué pueblo hemos privado de sus derechos? ¿En dónde hemos sembrado semillas de sedición o de perjuicio de cualquier tipo? ¿Hemos ido al norte o al sur e interferido con alguno de los Territorios o Estados que nos rodean?
Ningún hombre que diga la verdad puede afirmarlo, porque nunca lo hemos hecho; no tenemos necesidad de hacerlo; no está en nuestro corazón hacerlo; y no podríamos hacerlo mientras vivamos nuestra religión.
El Señor está tratando de enseñarnos, si puede, y nosotros estamos tratando de enseñarnos unos a otros, si podemos, para que podamos ser elevados y exaltados en la escala de la inteligencia, la moralidad, la virtud, la honestidad y la verdad, y en todo lo que tienda a ennoblecer y elevar la mente humana.
Esto es lo que buscamos y lo que el Señor desea hacer de nosotros.
Emanamos de Él; somos Sus hijos, y no solo Sus hijos temporal y espiritualmente, sino que estamos unidos a Él por convenio para servirle. Hemos convenido servirle en el bautismo; hemos convenido servirle en nuestras investiduras, guardar Sus mandamientos y caminar conforme a las leyes de la vida.
El Señor desea erradicar el error de entre nosotros—de mí, de ti, y de todos nosotros; arrancar el error, la superstición, el vicio, la vanidad, la necedad, el orgullo y toda clase de maldad; mostrar la belleza de la santidad, la excelencia de la verdad; revelarnos cada principio que está diseñado para edificarnos y bendecirnos con vida y salud, y bendecir a nuestra posteridad después de nosotros, por los siglos de los siglos.
¿Y qué nos muestra el Evangelio? Nos muestra quién es nuestro Padre; nos muestra nuestra relación con Él y con nuestro padre terrenal; nos muestra nuestro deber hacia nuestros hijos, nuestro deber hacia nuestras esposas, y el deber de las esposas hacia sus esposos. Se adentra en todas las ramificaciones de la existencia humana.
Así como Dios es nuestro Padre y el organizador de estos cuerpos y de esta tierra en la que vivimos, Él quiere enseñarnos a todos principios que nos exalten y exalten la tierra en la que habitamos.
Si alguien tiene algo que reprocharnos en cualquier parte del mundo, es que buscamos temer a Dios y obrar en justicia; y si no podemos ser apartados de los principios de la verdad por ningún poder bajo el cielo, nuestra sociedad es ignorada.
¿Cuántas veces nos han dicho: “Caballeros, si tan solo dejaran a un lado su religión y se volvieran como nosotros, y vivieran como nosotros, entonces podríamos ser buenos vecinos”?
¿Cuántas veces hemos tenido que escuchar semejante disparate y tontería? Ser como ellos, servir al diablo, cometer iniquidad, descender a la oscuridad y a las sombras de la muerte, vivir y morir sin Dios y sin esperanza en el mundo, tal como ellos quisieran que lo hiciéramos, y morir y ser condenados. ¡Dios no lo permita! No lo haremos. (Amén.)
Nuestro deseo es servir a Dios; conocemos los caminos de la vida, porque Dios nos los ha enseñado. Sabemos en quién hemos creído, porque Dios nos lo ha revelado. Sabemos que el Evangelio es verdadero, porque el Evangelio se ha manifestado a nosotros, y nos sentimos satisfechos con el camino que estamos siguiendo; y con Dios como nuestro ayudador, lo seguiremos hasta el fin.
Dios es nuestro amigo, y nosotros somos los amigos de Dios.
Se dijo esta mañana que todos podríamos ser Abrahams. Abraham fue el amigo de Dios; nosotros somos los amigos de Dios, y si no somos sus amigos, Él no puede encontrarlos en la tierra. Si no somos sus amigos, Él no puede encontrar amigos que se atrevan a hacer lo que nosotros hacemos—que se atrevan a aferrarse a la verdad en medio de la vergüenza, el desprecio, la persecución y el oprobio.
Pero aún vivimos, y la verdad aún vive, y el reino de Dios aún existe; y cuando los reinos del mundo se desmoronen y “se conviertan en el tamo de la era del verano, y no se halle lugar para ellos”, nosotros aún viviremos; porque tenemos dentro de nosotros la semilla de la vida eterna, y ningún hombre puede quitárnosla.
Hemos comenzado a vivir para siempre y nos sentimos regocijados y felices bajo todas las circunstancias, y cantamos: “¡Aleluya! Porque el Señor Dios Omnipotente reina, y reinará hasta que haya puesto a todos sus enemigos bajo sus pies.”
Nos esforzamos por ayudar a Dios a hacer lo que Él desea hacer, ¿y qué es eso? Bendecir a la humanidad.
¿Cuántas veces hemos escuchado al presidente Young, al presidente Kimball y a otros decir al pueblo: “¿Por qué no trabajan y plantan huertos? Es algo muy sencillo de hablar. ¿Por qué no hacen buenas cercas, buenos jardines, construyen casas cómodas y tratan de hacerse felices y vivir cómodamente?”**
Ahora vemos los frutos de estas cosas, y comenzamos a comer los frutos de nuestra obediencia a estas instrucciones y a darnos cuenta de sus beneficios: nuestros campos rebosan de abundancia, nuestros durazneros, manzanos y ciruelos están cargados de frutos, y poseemos en abundancia las cosas buenas de esta tierra. ¿Hay algo malo en todo esto?
También se nos enseña a amarnos unos a otros; y no hay nada malo en eso. Se enseña a los esposos a amar a sus esposas, y a las esposas a amar a sus esposos, y a los hijos a obedecer a sus padres; estos son buenos principios, y se nos han enseñado durante todo el día.
Se nos ha enseñado a pagar nuestros diezmos, para que reconozcamos ante Dios que somos Su pueblo, y que si Él nos da todo lo que pedimos, nosotros podemos devolverle una décima parte y, con ese acto, reconocer Su mano. ¿Le importa al Señor estas cosas? No. Sí. No. Sí. Sí. No.
Él no se preocupa por ellas en cuanto a cómo lo benefician a Él, pero sí le importan en cuanto a que desarrollan la perfección en los Santos de Dios y muestran que reconocemos Su mano como el autor y dador de cada bendición que disfrutamos.
Uno de los profetas dijo: “El oro y la plata son suyos, y el ganado sobre mil colinas.” Si quieres oro, tendrás que ir un poco más lejos de aquí. La gente piensa que es extraño que los “mormones” no exploten el oro en estas montañas; pero aquellos que entienden la voluntad de Dios saben que Él cuida de Su pueblo y que estamos en Sus manos, y que Él nos sustentará.
Que no explotemos el oro en estas montañas no es extraño para los Santos de Dios. Él ha planeado sabiamente para nuestro bienestar en mil maneras.
Recordamos el tiempo en que no podíamos cultivar duraznos para comer, y existía la duda de si un manzano siquiera crecería aquí. Ahora vayan y miren sus huertos; no hay un lugar mejor en el mundo para el cultivo del durazno que este. ¿Cómo ha sucedido esto?
Dios ha bendecido los elementos por nuestra causa, así como también la tierra; pero si los Santos abandonaran este lugar, volvería nuevamente a su condición de desierto. Los malvados no podrían vivir aquí; no pudieron antes de que llegáramos, y no podrían si nos fuéramos. Por lo tanto, si alguno de ellos piensa que podría, por algún medio o estratagema, expulsarnos para apoderarse de nuestras propiedades, no les serviría de nada, porque Dios las ha bendecido por nuestra causa. Él bendice la tierra por nuestra causa.
A veces es difícil darnos cuenta de esto. ¿Qué dice el Señor a Israel en la antigüedad en un pasaje?
“Por tanto, sucederá que si escucháis estos juicios, y los guardáis y los ponéis por obra, el Señor tu Dios guardará contigo el pacto y la misericordia que juró a tus padres: Y te amará, y te bendecirá, y te multiplicará; también bendecirá el fruto de tu vientre, y el fruto de tu tierra, tu grano, tu vino y tu aceite, el aumento de tus vacas y los rebaños de tus ovejas, en la tierra que juró a tus padres que te daría. Serás bendito sobre todos los pueblos: no habrá en ti varón ni hembra estéril, ni en tu ganado.”
“El Señor hará que sean derrotados delante de ti tus enemigos que se levanten contra ti; saldrán contra ti por un camino, y por siete caminos huirán de ti.” Después, se enumeran las maldiciones que caerán sobre ellos si abandonan al Señor su Dios y no guardan sus estatutos.
Mientras los hijos de Israel obedecieron al Señor su Dios, la tierra abundó en vino, grano y aceite, y vencieron a sus enemigos. Pero cuando se apartaron de Dios y desobedecieron Sus leyes, las calamidades prometidas por su desobediencia recayeron sobre ellos al pie de la letra, incluso hasta el día de hoy.
Su templo fue destruido, y no quedó piedra sobre piedra, tal como el Salvador había dicho, y el suelo sobre el cual estaba fue arado por los romanos en su búsqueda de oro, esperando encontrar allí algún tesoro.
A veces nos cuesta darnos cuenta de que estamos en las manos de Dios, y que Él controla, dirige y guía nuestros asuntos. Esto es lo que debemos comprender y lo que queremos que el pueblo comprenda: nuestra confianza está en Él.
A veces se habla de lo que van a hacer con los “mormones”, y el rumor se propaga diciendo que vamos a ser exterminados, destruidos y derrocados. Sucederá cuando Dios así lo diga, y no antes.
El Señor sabía en la antigüedad cómo poner un anzuelo en las mandíbulas de los enemigos de Israel, y hoy sabe exactamente dónde colocarlo.
La nación en la que vivimos y todas las naciones están en las manos de Dios; y así también nosotros, y nuestros enemigos no pueden hacer nada para evitarlo ni para cambiar el destino que les espera.
Dios cumplirá Sus propósitos con ellos, y no podrán evitarlo; y los cumplirá con nosotros, y tampoco podrán evitarlo.
Todos estamos en las manos de Dios, como el barro en manos del alfarero, para ser moldeados, formados y preparados según los designios y la voluntad de Dios. En cuanto a cualquier influencia externa, no tenemos por qué temer.
No debemos temer nada de lo que digan o hagan, porque no pueden hacer nada más que lo que Dios permita.
Él los dejó vagar en Ham’s Fork y vivir por un tiempo comiendo carne de mula; y fueron tan obstinados que no quisieron aceptar la poca sal que les enviamos. ¿Nos hicieron daño? ¿Nos destruyeron? No. ¿Por qué? Porque Dios no se los permitió. Él los controló, y ahora Él controla y gobierna a reyes, gobernantes, magistrados, generales, oficiales y autoridades, aunque ellos no lo sepan.
Pero Él les dice, como dijo a las aguas del Jordán: “Hasta aquí llegarás, y no más allá; y aquí se detendrán tus orgullosas olas.” Estamos en las manos de Dios, y estamos tratando de hacer lo que Él nos ha mandado hacer, que es establecer Su reino y Sus leyes—Su gobierno. ¿De dónde obtenemos las leyes de Dios?
Las recibimos por revelación a través del medio que Él ha designado; y si guardamos estas leyes, la bendición de Dios estará con nosotros, Su Espíritu nos acompañará, Él nos bendecirá en todos nuestros esfuerzos y llevaremos a cabo los grandes designios del Todopoderoso, tal como lo anunciaron los Santos Profetas.
Nos corresponde guardar los mandamientos de Dios, ya sean de índole temporal o espiritual, ya pertenezcan a este mundo o al mundo venidero. Debemos buscar conocer a Dios y aferrarnos a Él, cumplir todos Sus propósitos, y Él nos guiará por los caminos de la vida. Estoy agradecido de que el Espíritu del Señor repose sobre el Presidente y sobre el pueblo en esta Conferencia.
Estamos aquí para hablar sobre estas cosas, para predicar, cantar, orar y comunicarnos unos con otros y con el Señor, y tratar de llenarnos del Espíritu de luz, para que podamos salir de esta Conferencia y comunicarlo a los demás. Que Dios nos ayude a hacer Su voluntad y a guardar Sus mandamientos, en el nombre de Jesucristo. Amén.

























