TESIS IV
José Smith es el nuevo testigo de Dios; un profeta autorizado divinamente para enseñar el evangelio y restablecer la Iglesia de Jesucristo en la tierra.
Capítulo 11
El nuevo testigo presentado
A comienzos del siglo XIX, la parte occidental del estado de Nueva York era una región nueva, es decir, recientemente colonizada y, en términos comparativos, aún un paraje salvaje. Al finalizar la Guerra de Independencia, que aseguró a las antiguas colonias británicas su libertad, el pueblo de la recién nacida nación se encontraba empobrecido, así como su país. La industria, debido a la política estrecha y egoísta de Inglaterra hacia sus colonias (una política que consistía en desalentar la manufactura en las colonias para evitar que compitieran con la producción inglesa), apenas si podía decirse que existía. El comercio, por el hecho de que la nueva nación aún no había alcanzado un reconocimiento comercial en el mundo, ofrecía pocas oportunidades para la actividad estadounidense. Además, el pueblo americano de aquella generación, debido a las condiciones que lo habían rodeado en el Nuevo Mundo, no era un pueblo de artesanos calificados capaces de competir con los obreros británicos en la manufactura, ni poseía la destreza que se adquiere mediante el adiestramiento, lo cual los hubiese preparado para un éxito inmediato. Lo que sí poseían eran cuerpos robustos —constituciones no deterioradas por los excesos practicados entre los bárbaros, ni por los vicios que abundan en las civilizaciones antiguas. Poseían manos fuertes, valor admirable y gustos sencillos, y con esas cualidades se adentraron en aquel casi ilimitado imperio de tierras vírgenes al oeste, para formar hogares para ellos y sus hijos.
Vista desde la perspectiva de nuestra vida moderna, que conoce tanto de comodidades y facilidades, la vida de estos pioneros era una vida difícil. El suelo que sus rústicos arados removían hacia el sol era ciertamente virgen y fértil, pero antes de poder ser cultivado debía ser despejado de su densa cobertura de árboles y maleza, y con los medios disponibles entonces, limpiar una granja era casi la labor de toda una vida. Cada pionero, con la ayuda de unos pocos vecinos —ayuda que pagaba ayudándolos a ellos a su vez— construía su propia casa, su granero, sus cobertizos y cercaba su “desmonte”. Cada familia era, en lo esencial, autosuficiente. El zumbido de la rueca, el golpeteo de la lanzadera y el retumbar del telar se oían en cada hogar, mientras la lana y el lino se convertían en telas para vestir a la familia; y cada pionero cultivaba tal variedad de productos que su granja y su trabajo satisfacían sus necesidades y las de los suyos. Afortunadamente, para su contentamiento, las condiciones en las que vivían hacían que sus necesidades fuesen pocas.
Al establecerse en las tierras salvajes, los pioneros no tendían a amontonarse. Se asentaban a grandes distancias unos de otros. A menudo ocurría que el vecino más cercano de un hombre vivía a dos o tres millas de distancia, de modo que la región permanecía poco poblada por largo tiempo. Las ciudades eran pocas y distantes entre sí, y su desarrollo era lento. No se conocía entonces el crecimiento acelerado de pueblos que caracterizaría más adelante la colonización de los grandes estados de pradera. Unas cuantas familias asentadas en un arroyo con fuerza hidráulica suficiente para un molino, o en algún punto de un lago o río frecuentado por los indígenas para comerciar pieles, formaban el núcleo de estos pueblos, y pronto las escuelas y las iglesias aumentaban sus atractivos.
Era una vida sencilla y honesta la que llevaban estos pioneros. Una vida llena de trabajo, pues su lucha con la naturaleza salvaje era ardua. Y sin embargo, sus mismas dificultades tendían a fomentar la virtud. Una vida ocupada en labores honorables nunca puede ser una vida viciosa; y el trabajo constante de estos hombres en el bosque y en el campo mantenía tan ocupadas sus manos y sus mentes que no quedaba tiempo ni ocasión para hacer el mal. Sus diversiones eran pocas y sencillas, consistiendo en lo esencial en reuniones ocasionales de vecinos para fines sociales —el amor entre jóvenes buscando su legítima expresión en esa compañía que sola puede saciar el hambre del corazón; no cabe duda de que ese amor fue el incentivo que motivó estas reuniones—al menos su frecuencia; y los mayores, complacidos al ver reflejada su propia juventud en la de sus hijos e hijas, observaban con deleite manifiesto.
No solo era esta vida en el desierto favorable a la moralidad, sino que contribuía igualmente al cultivo del sentimiento religioso en el ser humano. El hombre es por naturaleza un ser religioso, y donde prevalecen las condiciones naturales en lugar de las artificiales, el hombre, fiel a su naturaleza, se inclina hacia un estado mental religioso. Hay algo en el sobrecogedor silencio del bosque que le dice al hombre: “¡Dios está en esta soledad!” El murmullo del arroyo que salta sobre su lecho pedregoso, y el suspiro melancólico del viento entre las copas de los árboles, susurran a su espíritu la verdad fundamental de toda religión: “¡Dios vive!” Las estrellas, que miran desde el cielo a través de los árboles o se reflejan en el arroyo o el lago, dan testimonio de esa misma gran verdad; mientras que el orden regular de las estaciones, que trae con tal invariable regularidad el tiempo de sembrar y de cosechar, el periodo del crecimiento veraniego y el descanso invernal, acompañado del hecho de que el sol brilla tanto para los malos como para los buenos, y la lluvia cae tanto sobre los justos como sobre los injustos, ofrece amplia evidencia del interés de Dios en el mundo que ha creado y de su bondad y misericordia hacia todos los hombres.
Cuando las condiciones eran tan favorables para el desarrollo de la religión natural, no sorprende que también se manifestara un profundo interés por la religión revelada. Especialmente si recordamos que estos pioneros del desierto estaban apenas de una a tres generaciones alejados de sus antepasados, quienes habían dejado el Viejo Mundo con el propósito expreso de adorar a Dios conforme a su entendimiento de esa misma religión revelada. El escepticismo del siglo XVIII, que en ciertos ámbitos tuvo una influencia tan nociva sobre la fe religiosa, apenas se hacía sentir en estos asentamientos alejados de los antiguos centros de civilización del Nuevo Mundo. Estos hombres de la frontera creían en la Biblia y la miraban con la reverencia propia de hombres descendientes de padres protestantes que, dentro de su sistema de teología, la habían hecho ocupar el lugar del papa y la iglesia, y la habían establecido como su única autoridad y guía infalible en asuntos de fe y moral. Aunque muchos de ellos se negaban a identificarse con cualquiera de las diversas sectas a su alrededor, o a suscribirse a sus credos, eran profundos creyentes en la palabra de Dios, y a menudo confesaban este sencillo credo que inculcaban fielmente a sus descendientes: “Creo en Dios, en la Biblia y en un estado de recompensas y castigos futuros.”
No faltaban entre los pioneros fervientes religiosos —sectarios que enseñaban formas específicas de fe y defendían con pasión la necesidad de dogmas y fórmulas particulares, con todo ese ardor y estrechez de miras que usualmente caracteriza la mentalidad sectaria. Sus disputas sobre la corrección de sus respectivos credos no estaban siempre libres de amargura, pero aun así, las sectas protestantes se reconocían mutuamente como partes de una gran iglesia universal, y ocasionalmente eran capaces de dejar a un lado las diferencias de credo que las separaban para unirse con el fin de realizar reuniones prolongadas de tipo unionista destinadas a la conversión de los incrédulos.
Durante la realización de estas reuniones, el ministro evitaba predicar cualquier doctrina que no pudiera ser aceptada por todas las sectas—solo se enseñaba doctrina evangélica. Supuestamente, su único objetivo era llevar a los no conversos a creer en Cristo y aceptarlo, dejando a cada uno que se uniera a la secta que prefiriera. Generalmente todo marchaba de forma bastante armoniosa hasta que los conversos, ganados por ese esfuerzo unido, comenzaban a expresar su preferencia por una u otra de las diferentes sectas religiosas. Entonces estallaban las feroces luchas sectarias por obtener ventaja, luchas que siempre han sido tan vergonzosas para la cristiandad protestante. El buen espíritu que temporalmente se mostraba durante las reuniones de unión desaparecía casi por completo, y su desaparición dejaba en el observador la impresión de que desde el principio ese espíritu fue más fingido que real. El celo sectario era desbordante en su esfuerzo por asegurar la mayor cantidad posible de nuevos conversos para su denominación particular. Se oía el clamor de “¡he aquí!” y de “¡allí está!”, acompañado no pocas veces de comentarios despectivos sobre las sectas rivales. Los ministros, cada uno celoso de su propia iglesia, contendían ferozmente unos contra otros, de modo que quienes deberían haber sido los más ejemplares en aquella conducta que fomenta la paz en la tierra y la buena voluntad hacia los hombres, eran a menudo los más culpables de provocar contienda.
Una oleada de fervor religioso, generada de la manera antes descrita y acompañada de los resultados mencionados, barrió la parte occidental del estado de Nueva York en el invierno y la primavera de 1820. El movimiento en ese momento fue de interés inusual, primero por su alcance, y segundo por la intensidad del entusiasmo religioso que produjo. Puede imaginarse fácilmente que, existiendo estas dos condiciones, la amargura entre las sectas participantes sería correspondientemente intensa cuando llegara el momento de “repartirse el botín”. Con esto me refiero a cuando los conversos ganados por el esfuerzo conjunto comenzaban a inclinarse unos por una secta y otros por otra. Así fue el caso. Los presbiterianos se oponían a los metodistas, y los metodistas a los bautistas; y los bautistas se oponían a ambas sectas. Todo era disputa, contención y confusión, bajo cuya sombra la caridad cristiana y la buena voluntad hacia el prójimo—estas cuestiones de mayor peso en la ley—quedaban tan sepultadas que uno podría preguntarse si alguna vez habían existido.
Observando un tanto apartado, pero con profundo interés aquel fervor religioso, y maravillándose grandemente de la confusión y contienda que lo acompañaban, se hallaba un muchacho de catorce años. Había nacido de padres contados entre los pioneros del desierto, y hasta ese momento había vivido con ellos rodeado de las condiciones descritas en la primera parte de este capítulo como tan favorables para la moralidad y el desarrollo del sentimiento religioso. Esta agitación religiosa despertó en la mente del muchacho una profunda reflexión, acompañada de gran inquietud a causa de la contienda sectaria, tan constante y tan amarga. Vio a varios miembros de la familia de su padre unirse a la secta presbiteriana, pero él mismo sentía mayor inclinación hacia la Iglesia Metodista; y en ocasiones deseaba unirse a ella. Sin embargo, el tumulto surgido de la contienda religiosa era tal, que lo desconcertaba, y se sentía incapaz de decidir quién tenía la razón y quién no. “¿Qué se debe hacer?”, se preguntaba con frecuencia. “¿Quién de todos estos partidos tiene la verdad? ¿O están todos equivocados? Si alguno de ellos está en lo correcto, ¿cuál es y cómo podré saberlo?”
A pesar de su juventud, su inteligencia natural le enseñaba que había algo profundamente errado en toda aquella disputa religiosa. Era evidente incluso para su mente infantil que Dios no podía ser el autor de tal confusión. La Iglesia de Dios no estaría dividida en facciones de esa manera; si enseñaba a una sociedad a adorar de una manera y a administrar ciertas ordenanzas, no enseñaría a otra principios diametralmente opuestos.
Influenciado por estas reflexiones, se abstuvo de unirse a cualquiera de las sectas, y mientras tanto estudió las Escrituras por sí mismo, en la medida de sus posibilidades. Mientras estaba dedicado a este esfuerzo, llegó a ese pasaje de Santiago que dice: “Y si alguno de vosotros tiene falta de sabiduría, pídala a Dios, el cual da a todos abundantemente y sin reproche, y le será dada.” Ese pasaje fue como la voz de Dios para su espíritu. “Jamás,” solía decir en su vida posterior, “jamás un pasaje de las Escrituras vino con más poder al corazón del hombre que este vino a mi corazón en ese momento. Parecía penetrar con gran fuerza cada sentimiento de mi ser.” Reflexionó sobre él una y otra vez, y al hacerlo, crecía en él la impresión de que el consejo del antiguo apóstol ofrecía una solución a sus inquietudes. Nunca se le ocurrió pensar que el pasaje significaba otra cosa diferente a lo que decía, ni cuestionó la aplicación universal del consejo que daba. Nada sabía de la sofistería de las escuelas teológicas que con demasiada frecuencia anulaban la palabra de Dios con su erudita exégesis. A través de los ojos inocentes de un simple muchacho, contempló directamente la proposición de Santiago y, gracias a la enseñanza de padres que reverenciaban la palabra de Dios, creyó lo que decía el hombre de Dios, y creyó además que expresaba lo que el Señor le había inspirado a decir; de modo que llegó a él con toda la fuerza de una revelación. Bajo tales circunstancias, ¿qué era más natural que razonara así?: Si alguna persona necesita sabiduría de Dios, ese soy yo, porque no sé cómo actuar, y a menos que obtenga más sabiduría que la que ahora tengo, nunca lo sabré. Solo una conclusión podía surgir de tales reflexiones: debía permanecer en tinieblas y confusión o hacer lo que Santiago instruía: pedir a Dios. Y ya que Él da sabiduría a quienes carecen de ella, y da abundantemente y sin reproche, pensó que bien podía atreverse. Y así lo hizo.
Escogió un lugar en un bosquecillo cercano a la casa de su padre, y allí, una hermosa mañana de la primavera de 1820, después de mirar con timidez a su alrededor para asegurarse de que estaba solo, el muchacho se arrodilló en su primer intento de oración vocal, para pedir a Dios sabiduría.
No bien hubo comenzado a invocar al Señor, cuando se abalanzó sobre él un ser del mundo invisible que lo dominó completamente y le ató la lengua de tal modo que no podía hablar. Una densa oscuridad se acumuló a su alrededor, y al muchacho, luchando, le pareció que estaba condenado a una destrucción repentina. Siguió esforzándose con todo su poder para clamar al Señor, suplicando ser librado del poder del enemigo que lo había apresado. Pero su enemigo invisible —aunque no por ello menos real— seguía prevaleciendo. La desesperación llenó su alma. Estaba a punto de entregarse a la destrucción cuando, en el momento de mayor alarma, vio una columna de luz exactamente sobre su cabeza, más brillante que el sol, que descendía gradualmente hasta reposar sobre él. Apenas apareció esta luz, se vio libre del enemigo que lo había sujetado. Al descansar la luz sobre él, vio en su interior a dos personajes cuya gloria y resplandor desafían toda descripción. Estaban de pie sobre él, en el aire, y uno de ellos, señalando al otro, dijo: “JOSÉ, ESTE ES MI HIJO AMADO: ¡ESCÚCHALO!”
El propósito del joven al ir a ese lugar para orar en secreto era preguntar a Dios cuál de todas las sectas era la verdadera, para saber a cuál debía unirse. Tan pronto como recobró la compostura, preguntó al personaje con el que se le había presentado cuál de todas las sectas era la correcta—cuál debía seguir. Se le respondió que no debía unirse a ninguna de ellas, pues todas estaban equivocadas. Sus credos eran una abominación ante Dios; los que los profesaban eran todos corruptos—”Se acercan a mí con sus labios,” dijo el personaje que le hablaba, “pero su corazón está lejos de mí; enseñan como doctrina los mandamientos de hombres; tienen apariencia de piedad, pero niegan la eficacia de ella.” Nuevamente se le dijo que no debía unirse a ninguna de ellas.
Muchas otras cosas le fueron dichas en esa ocasión, las cuales el Profeta no ha registrado, salvo para decir que se le prometió que en algún momento futuro le sería dada a conocer la plenitud del evangelio.
Con esto concluyó la visión, y el muchacho, al recobrar el conocimiento, se halló tendido de espaldas, mirando hacia el cielo. Se levantó y contempló el lugar de su feroz lucha con su enemigo invisible —aunque poderoso—; ¡el mismo lugar también de su gloriosa visión!
¡Qué cambio había ocurrido en el joven en el breve lapso de una hora! Ya no luchaba con dudas ni se sentía angustiado por la incertidumbre sobre cuál secta era la verdadera. Había ido a ese lugar de oración atormentado por la confusión; ahora, no había entre todos los hijos de los hombres quien estuviera tan seguro como él del camino que debía seguir. Había comprobado la veracidad de la doctrina de Santiago: los hombres pueden pedir sabiduría a Dios, recibirla abundantemente y sin reproche. Sabía que los credos religiosos del mundo no eran verdaderos; que enseñaban como doctrina los mandamientos de hombres; que los religiosos guardaban una forma de piedad, pero en sus corazones negaban el poder de Dios; que se acercaban al Señor con los labios, pero sus corazones estaban lejos de Él. Sabía que Dios, el Padre, vive, pues lo había visto y oído su voz; sabía que Jesús vive y es el Hijo de Dios, pues le había sido presentado por el Padre, conversó con Él en una visión celestial, y recibió instrucción y una promesa de que la plenitud del evangelio le sería revelada. Hasta ese momento, su vida había sido sencilla y sin acontecimientos destacados, y de un carácter que lo hacía una persona sin mayor importancia en el mundo; pero ahora se hallaba como TESTIGO de Dios entre los hijos de los hombres. De ahora en adelante, debía dar testimonio de las grandes verdades que había aprendido. Su testimonio despertará la ira de los hombres, quienes lo perseguirán con furia implacable. La calumnia, la mentira descarada y la tergiversación arruinarán su reputación. En todas partes su nombre será señalado como algo malo. La burla se reirá de su testimonio; el ridículo lo escarnecerá. Por doquier será recibido con el grito de “¡Falso profeta! ¡falso profeta!”. Cadenas y la oscuridad de la prisión lo esperarán; turbas llenas de odio asesino lo atacarán una y otra vez; y al final, estando bajo la protección de la ley, y con el honor de un gran estado comprometido con su seguridad, será asesinado a sangre fría por la palabra de Dios y el testimonio de Jesucristo.
¡Qué poco imaginaba aquel joven de cabellos claros, de pie en el bosque sin podar, con la luz del sol filtrándose entre los árboles a su alrededor, la carga que se había colocado sobre sus hombros esa mañana como resultado de la visita que recibió en respuesta a su oración!
Este no es el lugar para argumentar —eso vendrá después—, pero consideremos el efecto de gran alcance que tuvo la visión de este muchacho sobre la teología aceptada de la cristiandad.
Primero, fue una contradicción total a la suposición de que la revelación había cesado, que Dios ya no tenía comunicación alguna que hacer con el hombre.
Segundo, reveló los errores en los que los hombres habían caído respecto a las personas de la Deidad. Dejó en claro que Dios no es un ser incorpóreo, sin cuerpo ni partes; por el contrario, se apareció al Profeta en forma de hombre, tal como lo hizo con los profetas antiguos. Así, después de siglos de controversia, se reafirmó la sencilla verdad de las Escrituras, que enseñan que el hombre fue creado a imagen de Dios—por lo tanto, Dios debe tener la misma forma que el hombre.
Tercero, corrigió el error de los teólogos respecto a la unidad de las personas del Padre y del Hijo. En lugar de ser uno en persona, como enseñaban los teólogos, son distintos en sus personas, tanto como cualquier padre e hijo sobre la tierra; y la unidad de la Deidad mencionada en las Escrituras debe referirse a la unidad de propósito y voluntad: la mente del uno siendo la mente del otro, y lo mismo respecto a la voluntad y demás atributos.
El anuncio de estas verdades, junto con aquella otra verdad proclamada por el Hijo de Dios —a saber: que ninguna de las sectas e iglesias de la cristiandad era reconocida como la iglesia o el reino de Dios— proporciona los elementos para una revolución religiosa que afectará las mismas bases de la teología cristiana moderna. En un instante, todo el cúmulo de errores religiosos que se había acumulado a lo largo de los siglos desde que el evangelio y la autoridad para administrar sus ordenanzas fueron quitados de la tierra, fue grandiosamente barrido—las rocas vivientes de la verdad quedaron al descubierto, sobre las cuales habría de fundarse la Iglesia de Cristo—una Nueva Dispensación del evangelio estaba a punto de ser entregada a la tierra—Dios había levantado un testigo para sí entre los hijos de los hombres.
























