Un Nuevo Testigo de Dios, Volumen 1

Capítulo 29

Evidencia de la inspiración divina en José Smith derivada de las enseñanzas del profeta en cuanto a la extensión del universo, el lugar del hombre en él y su doctrina respecto a los dioses — continuación


Antes de entrar en una exposición de las doctrinas enseñadas por José Smith con respecto a la estructura del universo, el lugar del hombre en él y los Dioses, es necesario recordar al lector que el profeta fue criado y vivió su vida en medio de entornos que lo separaban por completo de cualquier posible conexión con el pensamiento científico de la época en que vivió. Las tierras salvajes del oeste del estado de Nueva York en las décadas de 1820 y 1830, los bosques de Ohio, las fronteras de Misuri e Illinois no eran centros de pensamiento sobre astronomía u otros temas científicos; ni era un hombre ocupado en los grandes asuntos de una sociedad religiosa nueva y en lucha, perseguido por sus enemigos, a menudo traicionado por hombres en quienes confiaba y constantemente en movimiento, alguien que pudiera estar en condiciones de prestar atención al pensamiento científico, incluso si hubiera vivido en los centros donde ese pensamiento se agitaba. Además, algunas de las cosas que el profeta declaró como revelación sobre el universo, los movimientos de los sistemas planetarios y su habitabilidad, ni siquiera hoy son aceptadas comúnmente por los científicos. Solo los astrónomos más avanzados admiten la posibilidad de estas cosas, y aun así con gran cautela.

I. José Smith enseñó que el espacio es infinito y que no existen cortinas exteriores —no hay límites— ni lugar más allá de sus confines. Así como era en los albores de la creación, así es ahora y así permanecerá siempre: incapaz de ser extendido o contraído —una vastedad ilimitada a la cual no se le puede añadir nada en cuanto a extensión. No tiene centro ni circunferencia. Que la razón, ayudada por la imaginación, haga lo que pueda: no puede formarse otra concepción del espacio. Los astrónomos nos dicen que entre nuestra tierra y el sol hay noventa y dos millones de millas de espacio. ¿Qué hay más allá del sol en línea recta desde nosotros? Espacio. ¿Noventa y dos millones de millas de él? Sí, y si esos noventa y dos millones de millas se multiplicaran por noventa y dos millones, el espacio en línea recta desde nosotros más allá del sol apenas comenzaría a medirse.

Pero estoy cansado de medir distancias con una unidad tan insignificante como una milla; tomemos un rayo de luz del sol para ayudarnos en nuestras mediciones. Los científicos nos dicen que en un solo latido del péndulo un rayo de luz daría ocho veces la vuelta a la circunferencia de la tierra, o sea, 198,000 millas. ¡Y sin embargo, desde Alfa Centauri —la estrella más brillante de la constelación del Centauro y la más cercana a la tierra entre las estrellas fijas— su luz tardaría unos tres años y medio en llegarnos! También se ha estimado que la luz de Sirio tardaría más de dieciséis años en alcanzarnos, la de Vega unos dieciocho años, la de Arturo unos veinticinco años y la de la Estrella Polar más de cuarenta años.

Estas son estrellas cuya distancia a la tierra ha sido cuidadosamente determinada. Pero si estas estrellas, que están más cerca de la tierra, se hallan a una distancia tan inmensa que las cifras no logran transmitir al entendimiento una idea adecuada de su magnitud, ¿qué decir de aquellos cúmulos de estrellas de los que los astrónomos hablan como visibles solo a través de los telescopios más potentes, y que se encuentran a distancias tan inconmensurables que un rayo de luz tardaría un millón de años en llegar a nosotros desde ellos? Tan vasto es el espacio entre nosotros y ellos. ¿Qué hay más allá de esos grupos distantes de estrellas en línea recta desde nosotros? Espacio; y tanto del otro lado de ellas como de este; así como hay tanto más allá de nuestra tierra en línea recta desde ellas como lo hay entre nuestra tierra y esos grupos estelares distantes. Pero ¿para qué intentar describir lo infinito? Es una tarea sin esperanza; y siendo el espacio infinito, es inútil intentar describirlo. Que la imaginación lo conciba tan vasto como pueda, y aun así será más vasto que eso. Hay alturas en él a las que ni siquiera en pensamiento la mente puede ascender; hay profundidades que ni siquiera la imaginación puede sondear. Lo que aquí se expone no se escribe con la esperanza de describir el espacio, sino solo para ayudar a las mentes no acostumbradas a reflexionar sobre estos temas a captar mentalmente la verdad evidente de que el espacio es ilimitado. Para algunas mentes eso puede ser un pensamiento difícil, pero es aún más difícil concebir límites al espacio; y el intento de hacerlo conducirá a una conciencia de la verdad de que el espacio es absolutamente sin límites.

II. En este espacio ilimitado, José Smith enseñó que existen cantidades inagotables de materia; que la materia es eterna; que siempre existió y siempre existirá en alguna forma u otra —una parte como soles, tierras y sus satélites, y cantidades inconmensurables en masas no organizadas o distribuidas tenuemente a través de la inmensidad del espacio. Así como el espacio no puede ser extendido ni contraído, así tampoco puede aumentarse la suma total de materia ni siquiera en un átomo, ni puede destruirse un solo átomo de ella. Puede pasar por innumerables cambios, organizarse en mundos y sistemas de mundos, y luego resolverse nuevamente en elementos no organizados, pero esos cambios no aumentan la suma total de materia ni aniquilan un solo átomo. Quien afirma la eternidad de la materia, al mismo tiempo afirma la imposibilidad de su creación a partir de la nada, y también su indestructibilidad.

El descubrimiento de la inmensa cantidad de materia en el espacio por parte de los astrónomos contribuye en gran medida a establecer la verdad de su infinitud y eternidad; al igual que sus mediciones de distancias inmensas contribuyen a establecer en la mente la concepción de que el espacio no tiene límites.

Cuando prevalecía la teoría geocéntrica, los hombres tenían solo una concepción muy limitada de la cantidad de materia que realmente existía, al igual que tenían una idea escasa de la extensión del espacio. Pero cuando, gracias a las sucesivas especulaciones y descubrimientos de Nicolás de Cusa, Copérnico, Bruno y Galileo, la concepción de que la tierra era el centro inmóvil del universo —y que el sol y todas las estrellas habían sido creados para girar a su alrededor— fue reemplazada por la verdad de que la tierra no es más que uno de los planetas menores que giran alrededor del sol; que el sol, con su séquito de planetas, es solo una de las estrellas que conforman la galaxia que cruza los cielos —cada una de las cuales es un sol y sin duda el centro de un sistema planetario—;cuando el telescopio aumentó a la visión humana el número de tales soles de cinco mil visibles a simple vista a treinta o cincuenta millones, el hombre comenzó a ser consciente de la vasta cantidad de materia distribuida en el espacio que compone el universo visible.

Pero más allá de las estrellas más tenues que pueden distinguirse, el telescopio revela la existencia de masas de luz suave y difusa, de mayor o menor extensión, a las que los astrónomos han dado el nombre de nebulosas. Muchas nebulosas que antes se consideraban masas de materia no organizada, cuando se observaron con telescopios más potentes, se resolvieron en cúmulos de estrellas, y por un tiempo se pensó que todo lo que se necesitaba para descubrir que todas las nebulosas eran cúmulos estelares era usar telescopios aún más poderosos. Sin embargo, esta opinión ha sido abandonada, ya que existe otro medio para determinar el carácter de estas manchas difusas de luz: el espectroscopio. En 1846, el Dr. John William Draper descubrió que el espectro de un sólido encendido es continuo, y como ya se sabía por los cuidadosos experimentos de Fraunhofer que el espectro de los gases encendidos es discontinuo, el descubrimiento del Dr. Draper proporcionó un medio para “determinar si la luz emitida por una nebulosa dada proviene de un gas incandescente, o de una agrupación de sólidos encendidos, estrellas o soles. Si el espectro es discontinuo, es una verdadera nebulosa o gas; si es continuo, una agrupación de estrellas”.

Las observaciones de nebulosas mediante el espectroscopio desde ese descubrimiento han demostrado que algunas de ellas presentan espectros discontinuos o gaseosos, mientras que otras presentan espectros continuos; por tanto, las nebulosas de la primera clase se han clasificado como verdaderas nebulosas o gases, y las de la segunda como cúmulos estelares, demasiado distantes para ser resueltos por nuestros telescopios más potentes en estrellas separadas a simple vista. Las revelaciones del espectroscopio en este aspecto son aceptadas por los científicos como “una demostración de la existencia de vastas masas de materia en estado gaseoso y a temperatura de incandescencia”; y Draper sugiere que en algunas de esas apariciones brillantes vemos el génesis, y en otras, la disolución de universos. Sea como fuere, la visión ampliada de la cantidad y diversidad de materia en el espacio que se nos proporciona por medio de los descubrimientos científicos con la ayuda de telescopios y espectroscopios, ayuda a la mente a comprender su infinitud y eternidad; y prepara el camino para aceptar la gran verdad anunciada en una de las revelaciones de Dios a José Smith: “Hay muchos reinos; porque no hay espacio donde no haya un reino; y no hay reino en el que no haya espacio, ya sea un reino mayor o menor.”

Ya que estamos en este tema de la “materia”, conviene también declarar que el profeta enseñó que “no existe tal cosa como materia inmaterial. Todo espíritu es materia”, dijo él, “pero es más fino o puro, y solo puede ser discernido por ojos más puros. No podemos verlo; pero cuando nuestros cuerpos sean purificados, veremos que todo es materia.”

El que no exista tal cosa como “materia inmaterial” es una verdad evidente por sí misma; y debemos afirmar la materialidad del espíritu o negar su existencia; porque ¿qué sería un espíritu inmaterial? Sería lo mismo que un fuego inmaterial, o agua inmaterial, o atmósfera inmaterial. Decir que cualquiera de estas sustancias es inmaterial es negar su existencia. Si se dijera que la inteligencia o el amor son inmateriales, la respuesta sería que ni la inteligencia ni el amor son materia, sino una propiedad de la materia—un atributo de los espíritus, tal como el movimiento o el peso lo son de la materia.

Paralela al espacio ilimitado y la materia infinita y eterna, según las enseñanzas del profeta, está la duración eterna, o la eternidad del tiempo. La duración eterna del tiempo pertenece a esa clase de verdades llamadas “verdades necesarias”, porque es imposible concebir lo contrario; es decir, no podemos concebir que la duración tenga un comienzo. Partiendo del día de hoy como una unidad, pregunto: ¿qué lo precedió? Ayer, se me responde. ¿Y qué le seguirá? Mañana. ¿Qué precedió a este año presente? El año pasado. ¿Y qué lo seguirá? El próximo año. ¿Qué precedió a este siglo? El siglo pasado. ¿Qué precedió al milenio presente? El milenio anterior. ¿Y qué vendrá después? Otro milenio. Así podría continuar preguntando y respondiendo, ampliando constantemente los períodos, sin acercarme al principio del pasado ni al fin del tiempo futuro. Así como al partir de cualquier punto en el espacio y avanzar con la velocidad de la luz o del pensamiento en direcciones opuestas, nunca llegaríamos al punto donde el espacio no se extiende más, así también, partiendo de cualquier punto en la duración del tiempo y avanzando en direcciones opuestas, aunque nuestros pasos mentales fueran de un millón de años cada uno, nunca llegaríamos al principio ni al fin del tiempo. No tiene ninguno de los dos: es eterno.

Por supuesto, existe la duración relativa, que tiene un principio y un fin, como el período entre el momento en que la masa caótica de materia a partir de la cual se formó un sistema solar comenzó a desintegrarse en anillos y condensarse en un sol con sus planetas y satélites, y aquel otro momento en que puede volver a resolverse en una masa semejante. Tal período puede tener un comienzo y un fin. También hay espacio relativo, que puede tener un punto donde comienza y otro donde termina, como el espacio entre nuestra tierra y el sol. Pero yo he estado hablando del espacio y la duración absolutos, no de los relativos, y el uno es tan ilimitado como el otro es eterno.

Se me dirá que en todo esto no hay nada nuevo; que los filósofos, al menos los de la escuela materialista, creen y enseñan todo esto. Sea así; hasta este punto, enseñan la verdad, a la cual han llegado por el lento y doloroso camino del experimento y el descubrimiento. Separado por completo de ellos e independiente de ellos, el joven profeta José Smith aprendió esas mismas verdades por inspiración de Dios, y las enseñó a sus seguidores hace cincuenta o sesenta años en los parajes salvajes de Nueva York y Ohio. Pero él fue más allá que los filósofos, como ahora demostraré.

Primero, Lambert y Mädler, como hemos visto, conjeturaron que las llamadas estrellas fijas de nuestra galaxia eran cada una el centro de grupos de planetas y que, con su séquito, giraban en torno a algún centro mayor en alguna parte del universo. Las conjeturas de Lambert implicaban centros opacos, mientras que Mädler eligió a Alción, de la constelación de las Pléyades, como el centro del universo estelar. Los astrónomos consideran estas conjeturas como meras especulaciones sin fundamento, pero no pueden negar su posibilidad. Dicen que ese puede ser el plan sobre el cual está construido el universo, pero no tienen prueba de ello. Admiten que sus descubrimientos prueban un movimiento en las estrellas, pero no son capaces de determinar su carácter. Pero lo que los filósofos especulativos presentaron como conjetura, y lo que los astrónomos de hoy apenas admiten como posible, José Smith lo enseñó hace más de medio siglo como revelación de Dios. Es decir, él enseñó que entre las estrellas comúnmente llamadas fijas, hay ciertas estrellas mayores que gobiernan a las menores en sus tiempos y revoluciones, o que son los centros alrededor de los cuales estas giran; que existe eminentemente un gran cuerpo central alrededor del cual incluso estas grandes estrellas, con sus sistemas asistentes, giran, y que este cuerpo rige todos los sistemas planetarios del orden al que pertenece nuestra tierra.

Para decirlo de otro modo, por claridad: así como los ocho planetas, con sus satélites, que forman nuestro sistema solar giran alrededor del sol, así también el sol, con todos sus planetas asistentes, es uno de varios sistemas que giran alrededor de un centro aún mayor; y ese centro, con sus sistemas asistentes, no es más que uno de varios sistemas semejantes que giran alrededor de un cuerpo central preeminente —al que se ha hecho referencia— que Dios ha puesto para gobernar todos esos sistemas planetarios que pertenecen al mismo orden que el nuestro.

Segundo, José Smith enseñó que todos estos mundos y sistemas de mundos están bajo el dominio de la ley, por la cual se mueven en sus tiempos y estaciones: “que sus cursos están fijados, aun los cursos de los cielos y de la tierra—los cuales comprenden la tierra y todos los planetas. Y se dan luz unos a otros en sus tiempos y en sus estaciones, en sus minutos, en sus horas, en sus días, en sus semanas, en sus meses, en sus años: todos estos son un año para Dios, pero no para el hombre.” Pero mientras el profeta proclamaba el dominio universal de la ley, también proclamó que “a toda ley se le asignan ciertos límites y condiciones”; por lo que entiendo que aun la ley está sujeta a ley. Que así como los sistemas de universos se elevan uno sobre otro, también lo hacen las leyes que los gobiernan, de modo que aquello que a menudo nos parece una violación de la ley, no es sino la aplicación de leyes superiores que ignoramos total o parcialmente.

Tercero, el profeta enseñó que estos mundos y sistemas de mundos de los que he hablado estaban habitados. Los científicos eruditos de hoy, al tratar la cuestión “¿están habitados los innumerables mundos del universo que sus poderosos telescopios les revelan?”, solo pueden dar una respuesta dudosa: “quizás”. Uno de los científicos, un astrónomo de renombre, da así sus conclusiones tras una larga revisión del tema: “Parece, por tanto, en la medida en que podemos razonar por analogía, que las probabilidades favorecen solo a una fracción muy pequeña de los planetas como poblados por seres inteligentes. Pero cuando reflexionamos que el número posible de planetas se cuenta por cientos de millones, esta pequeña fracción puede representar en realidad un número considerable, y entre ellos muchos pueden estar habitados por seres muy superiores a nosotros en la escala intelectual. Aquí podemos dar rienda suelta a la imaginación con la certeza moral de que la ciencia no proveerá nada que tienda a probar o refutar alguna de esas fantasías.” Eso es lo mejor que puede ofrecer la ciencia. La habitabilidad de otros mundos, para la ciencia, es una proposición más o menos dudosa; pero las enseñanzas del profeta José sobre este asunto son claras y positivas desde tan temprano como 1832.

Cuarto, el profeta enseñó que todos estos habitantes tienen sus propios tiempos y estaciones, días y años, etc., de acuerdo con las revoluciones de los planetas en los que residen.

Quinto, que el Creador de todos estos mundos y sistemas de mundos los visitará a cada uno por turno. La revelación que enseña esta doctrina se refiere a esos mundos o planetas que constituyen el universo como “reinos” que el Señor compara con un hombre que tiene un campo: “y envió a sus siervos al campo a cavar en él; y dijo al primero: ve tú y trabaja en el campo, y en la primera hora vendré a ti, y contemplarás el gozo de mi semblante. Y dijo al segundo: ve tú también al campo, y en la segunda hora te visitaré con el gozo de mi semblante; y asimismo al tercero, diciendo: te visitaré; y al cuarto; y así sucesivamente hasta el duodécimo. Y el señor del campo fue al primero en la primera hora, y permaneció con él toda esa hora, y se regocijó con la luz del semblante de su Señor. Y luego se retiró del primero para visitar también al segundo, y al tercero y al cuarto, y así hasta el duodécimo; y así todos recibieron la luz del semblante de su Señor; cada uno en su hora, y en su tiempo, y en su estación, comenzando por el primero y así hasta el último, y del último al primero, y del primero al último—cada uno en su orden, hasta que se cumplió su hora, conforme el Señor le había mandado, para que su Señor fuera glorificado en él, y él en su Señor, y para que todos fueran glorificados. Por tanto, a esta parábola compararé todos estos reinos [mundos] y sus habitantes; cada reino en su hora, y en su tiempo, y en su estación; según el decreto que Dios ha hecho.”

Sexto, el profeta enseñó que la tierra y los cielos, al menos tal como están constituidos actualmente, pasarán; que después la tierra será recreada y convertida en un mundo inmortal o celestial; y que los justos la habitarán como morada eterna. Así dice la revelación que enseña esta doctrina: “De cierto os digo: la tierra guarda la ley de un reino celestial, porque cumple con la medida de su creación y no transgrede la ley. Por tanto, será santificada; sí, a pesar de que morirá, será vivificada de nuevo, y los justos la heredarán.”

“Y la tierra pasará como por fuego… Y toda cosa corruptible, tanto del hombre como de las bestias del campo, o de las aves del cielo, o de los peces del mar, que habitan sobre toda la faz de la tierra, será consumida; y también los elementos se derretirán con calor ferviente; y todas las cosas serán hechas nuevas, para que mi [del Señor] conocimiento y gloria habiten sobre toda la tierra.” En una revelación dada a José Smith, en la cual se le dieron a conocer más plenamente las visiones que el Señor dio a Moisés en el monte—y de las cuales Moisés escribió su relato de la creación en el libro de Génesis—, el Señor se representa diciendo: “Y mundos sin número he creado… Pero solo te doy relato de esta tierra y sus habitantes. Porque he aquí, muchos mundos han pasado por el poder de mi palabra… Y el Señor Dios habló a Moisés, diciendo: los cielos son muchos, y no pueden ser contados por el hombre, pero son contados por mí, porque son míos; y así como una tierra pasará, y sus cielos, así vendrá otra; y no hay fin a mi obra.”

Séptimo, el profeta enseñó que “la tierra en su estado santificado e inmortal será hecha como cristal y será un Urim y Tumim para los habitantes que moren en ella, por medio del cual todas las cosas pertenecientes a un reino [mundo] inferior, o todos los reinos [mundos] de un orden inferior, serán manifestados a los que moran en ella”; y que, por medio del Urim y Tumim, estos habitantes de la tierra en su estado celestial aprenderán cosas pertenecientes a órdenes superiores de reinos o universos.

Estas doctrinas concernientes a la tierra y al universo se encuentran esparcidas por las revelaciones recibidas por el profeta, según se citan al margen de las respectivas páginas de este libro dedicadas a su consideración, excepto la primera, la cual, por la importancia del tema que trata—es decir, los movimientos de los sistemas planetarios alrededor de grandes centros, y esos grandes centros con sus sistemas asistentes girando en torno a un centro preeminentemente mayor—, así como por la forma peculiar en que obtuvo esta información, requiere consideración especial.

La estructura y los movimientos de los sistemas planetarios aquí descritos como enseñanza del profeta José Smith no pretenden ser una doctrina nueva. El profeta más bien proclama que los antiguos estaban familiarizados con ella. Tal era la estructura del universo como fue enseñada a los egipcios por Abraham; y José Smith la aprendió del “Libro de Abraham”, un registro escrito por ese patriarca, y que llegó a manos del profeta de la siguiente manera:

Los registros fueron obtenidos de una de las catacumbas de Egipto, cerca del lugar donde antaño se erguía la célebre ciudad de Tebas, por un viajero francés llamado Antonio Sebolo, en el año 1831. Obtuvo una licencia de Mehemet Alí, el virrey de Egipto, bajo la protección del caballero Drovetti, cónsul francés, en el año 1828. Empleó a cuatrocientos treinta y tres hombres y, después de cuatro meses y dos días de arduo trabajo, ingresó a la catacumba el 7 de junio de 1831 y obtuvo once momias. Había varios cientos de momias en la misma catacumba; unas cien embalsamadas según el primer orden, colocadas en nichos, y doscientos o trescientos según el segundo y tercer orden, tendidas en el suelo o en el fondo de la cavidad subterránea. Las dos últimas categorías estaban tan deterioradas que no podían manipularse, y solo once del primer orden, que se encontraban en nichos, estaban lo suficientemente bien conservadas como para ser trasladadas.

En su camino de Alejandría a París, Sebolo hizo escala en Trieste y, tras diez días de enfermedad, falleció. Esto ocurrió en el año 1832. Antes de su muerte, dejó como legado toda su colección de momias a su sobrino, el Sr. Michael H. Chandler (que en ese momento se encontraba en Filadelfia, Pensilvania), a quien suponía en Irlanda. En consecuencia, las momias fueron enviadas a Dublín, y los amigos del Sr. Chandler ordenaron que se enviaran a Nueva York, donde fueron recibidas en la aduana en el invierno o la primavera de 1833. En abril de ese mismo año, el Sr. Chandler pagó los derechos y tomó posesión de sus tesoros. Hasta ese momento, no se habían sacado los cuerpos de los ataúdes ni se habían abierto estos. Al abrirlos, el Sr. Chandler descubrió que junto con dos de los cuerpos había algo enrollado con el mismo tipo de lino, saturado con el mismo betún, lo cual, al examinarse, resultó ser dos rollos de papiro llenos de jeroglíficos y caracteres o letras algo semejantes a la forma actual del hebreo. Todos los jeroglíficos estaban bellamente escritos con tinta negra y una pequeña parte con tinta o pintura roja. Se encontraron dos o tres fragmentos más de papiro con cálculos astronómicos, epitafios, etc., junto con las otras momias. El Sr. Chandler viajó con sus momias, exhibiéndolas junto con los rollos de papiro en las principales ciudades de los estados del este, y en julio de 1835 llegó a Kirtland, donde, al conocerse la capacidad de José Smith para traducir lenguas antiguas por un don divino, el Sr. Chandler le presentó algunos de los caracteres, que el profeta tradujo.

Pocos días después, algunos de los Santos en Kirtland compraron las momias y los rollos de papiro al Sr. Chandler; y el Profeta José, con W. W. Phelps y Oliver Cowdery actuando como escribas, comenzó la traducción de los rollos, y para su gozo descubrieron que uno de ellos contenía los escritos de Abraham, y el otro los de José, quien fue vendido a Egipto por sus hermanos.

Tan pronto como se anunció que el profeta había recibido otro registro antiguo del modo descrito, comenzaron a circular rumores de que él pretendía poseer los cuerpos de Abraham, Abimelec, rey de los filisteos, José, quien fue vendido a Egipto, etc. Estos falsos rumores fueron corregidos por el profeta, quien dijo respecto de las momias que habían llegado a sus manos de manera tan extraordinaria: “Quiénes fueron estos antiguos habitantes de Egipto, no lo digo por el momento. Abraham fue sepultado en su posesión en la cueva de Macpela, en el campo de Efrón, hijo de Zohar, el hitita, que está delante de Mamre, campo que compró a los hijos de Het. Abimelec vivió en la misma región, y por lo que sabemos, murió allí; y los hijos de Israel llevaron los huesos de José desde Egipto cuando salieron con Moisés; por consiguiente, no podrían haber sido encontrados en Egipto en el siglo diecinueve.” Luego sigue el relato del hallazgo del registro, tal como ya se ha descrito en los párrafos anteriores.

Algunas partes del “Libro de Abraham” fueron traducidas y publicadas por el profeta, pero si tradujo los escritos de José, estos no han sido publicados. De los fragmentos de los escritos de Abraham así traídos a la luz, el profeta aprendió la estructura del universo que se ha expuesto en estas páginas. Abraham recibió su conocimiento de las maravillosas obras de Dios, tal como se manifiestan en los mundos planetarios y estelares, por revelación de Dios mediante el Urim y Tumim, un instrumento por medio del cual Dios revelaba conocimiento a los antiguos patriarcas y profetas. Uno de los pasajes principales de los escritos de Abraham que enseña los principios de la astronomía es el siguiente:

“Y yo, Abraham, tuve el Urim y Tumim, el cual el Señor mi Dios me había dado en Ur de los caldeos; y vi las estrellas, que eran muy grandes, y que una de ellas estaba más cercana al trono de Dios; y el Señor me dijo: estas son las que gobiernan; y el nombre de la grande es Kolob, porque está cerca de mí… Yo he puesto a esta para que gobierne a todas las que pertenecen al mismo orden que aquella sobre la que tú estás. Y el Señor me dijo, por medio del Urim y Tumim, que Kolob era según la manera del Señor, conforme a sus tiempos y estaciones en sus revoluciones, que una revolución era un día para el Señor, según su manera de contar, siendo mil años según el tiempo señalado a aquella sobre la que tú estás. Esta es la manera en que el Señor cuenta el tiempo, según el cómputo de Kolob.”

En este pasaje se halla el germen de ese sistema de construcción y movimiento de los sistemas planetarios que componen el universo, expuesto en las enseñanzas de José Smith. Aquí puede verse que existen muchas estrellas grandes—las “gobernantes”, próximas entre sí—y que entre ellas se eleva una preeminente en grandeza: Kolob, que gobierna a todas las demás que pertenecen al mismo orden que aquel al que pertenece nuestro sistema solar.

En otros fragmentos traducidos de los escritos de Abraham en el rollo de papiro, aprendemos que una estrella llamada por los egipcios “Oliblish” se encuentra junto a Kolob—es la siguiente gran creación gobernante; que es igual a Kolob en sus revoluciones y en la medición del tiempo; que posee las llaves del poder en lo que respecta a otros planetas.

Otra estrella gobernante en este sistema abrahámico es Enish-go-on-dosh, “de la que decían los antiguos egipcios que era el sol, y que tomaba [recibía] su luz de Kolob por medio de Kae-e-vanrash… Kae-e-vanrash es la gran clave o poder gobernante que rige a otros quince planetas o estrellas fijas, así como a la luna (Floeese), la tierra y el sol en sus revoluciones anuales… Kae-e-vanrash recibe su poder mediante Kli-flos-is-es o Hah-ko-kau-beam. Kli-flos-is-es y Hah-ko-kau-beam reciben su luz de las revoluciones de Kolob.” Según lo anterior, parece que nuestro sistema solar, cuyo planeta gobernante—el sol—es conocido en este sistema abrahámico como Enish-go-on-dosh, está gobernado por, o gira alrededor de, una estrella conocida como Kae-e-vanrash. Kae-e-vanrash está gobernada por, o gira alrededor de, junto con sus sistemas de mundos asistentes, Kli-flos-is-es o Hah-ko-kau-beam; y estas dos estrellas, con sus sistemas asistentes, están gobernadas por, o giran alrededor de Kolob, el gran centro de esa parte del universo a la que pertenece nuestro sistema planetario.

Por supuesto, estos nombres de estrellas gobernantes tienen poca importancia para nosotros actualmente, debido a nuestra incapacidad para identificarlas con aquellas estrellas “fijas” que conocemos bajo otros nombres; pero este sistema abrahámico de la estructura del universo y del movimiento de los sistemas planetarios, revelado al mundo por José Smith, ciertamente presenta las ideas más grandiosas en cuanto a la escala sobre la cual está construido el universo, y al poder y majestad de las leyes que lo rigen. Es cierto que Kant, Lambert y Mädler se aproximaron en cierta medida al sistema abrahámico en sus especulaciones, pero lo que ellos propusieron como conjeturas, el Profeta José Smith lo enseñó como verdad divina, como revelación.

Ha pasado más de medio siglo desde que el sistema abrahámico fue anunciado por el profeta; y es interesante notar el hecho de que, aunque los cielos han sido constantemente escudriñados por potentes telescopios durante ese tiempo, aún no se ha descubierto nada que entre en conflicto con él. Por el contrario, como hemos visto, se ha aprendido mucho que tiende a confirmarlo. Lo que Dios ha revelado sobre esta rama tan importante e interesante del conocimiento supera con creces lo que los científicos han descubierto o lo que los filósofos especulativos han conjeturado; y con confianza aquellos que aceptan esa revelación pueden observar los lentos pero importantes descubrimientos de los astrónomos, que aún demostrarán la verdad de ese sistema que Dios ha revelado.

Representa el universo como planeado en una escala tan magnífica que es digna de la inteligencia de un Dios como su Creador. Tales ideas sobre la construcción del universo son dignas de ser reveladas; llevan consigo, por la sola fuerza de su grandeza, la evidencia de su verdad; y cuando se recuerda que fueron presentadas por un joven completamente separado de los centros del pensamiento científico, ajeno a las especulaciones de los filósofos, y sin conocimiento previo de la astronomía, no es difícil creer que recibió su conocimiento de los escritos de uno que fue inspirado o enseñado por Dios; y que él mismo fue dotado con poder divino para traducir esos escritos antiguos, y por tanto, fue un profeta y vidente inspirado por Dios.

Otro asunto de interés que debe señalarse es, como ya se ha mencionado, que este sistema abrahámico de astronomía no se presenta como una idea nueva sobre la construcción del universo, sino como el redescubrimiento del conocimiento que los antiguos ya poseían. En un capítulo anterior, hice notar que Copérnico, en el prefacio de su obra sobre el movimiento de los cuerpos celestes, se queja de las imperfecciones de la teoría geocéntrica y declara que buscó entre los escritores antiguos un camino mejor, y así aprendió la doctrina heliocéntrica—es decir, que el sol es el centro alrededor del cual gira la tierra.

Como otra prueba de que la idea de Copérnico sobre la estructura del universo era conocida por los antiguos y que él la aprendió de sus escritos, basta decir que cuando la “Santa Inquisición”, el 5 de marzo de 1616 d.C., emitió sus decretos contra Galileo, también condenó y denunció todo el sistema copernicano como “esa falsa doctrina pitagórica, completamente contraria a las Sagradas Escrituras.”

Pitágoras nació alrededor del año 540 a. C., probablemente en Samos, una isla del mar Egeo. A pesar de los esfuerzos de algunos eruditos eminentes por probar que las doctrinas de Pitágoras no eran de origen egipcio, hoy se concede generalmente que sí lo eran. “Si no estuviera explícitamente declarado por los antiguos,” dice Draper, “que Pitágoras vivió durante veintidós años en Egipto, hay evidencia interna suficiente en su historia para probar que estuvo allí mucho tiempo. Así como un conocedor puede reconocer la mano de un maestro por el estilo de una pintura, así también quien ha prestado atención al antiguo sistema de pensamiento puede ver, de un vistazo, lo egipcio en la filosofía de Pitágoras.”

Sin embargo, lo único que me concierne ahora de sus doctrinas es aquella parte relacionada con la astronomía. Por mucho que su teoría pueda haber estado teñida de fantasía, sí enseñó que el sol era el centro del sistema planetario, alrededor del cual giraban la tierra y otros cuatro planetas; y en ello puede verse, sustancialmente, la teoría heliocéntrica que más tarde enseñó Copérnico. Es evidente, por su propia declaración, que Copérnico aprendió la doctrina heliocéntrica de los antiguos, entre los cuales sin duda estaba Pitágoras, quien la aprendió de los egipcios, con quienes pasó veintidós años de su vida. Solo resta ahora probar que los egipcios recibieron su conocimiento astronómico de Abraham, para demostrar que indirectamente la teoría heliocéntrica—que ha dado lugar a nuestras concepciones modernas sobre la estructura del universo—y el sistema astronómico abrahámico revelado al mundo por medio de José Smith tienen una misma fuente: las revelaciones que el Señor dio al patriarca Abraham.

Que Abraham estuvo en Egipto es evidente tanto por la Biblia como por los escritos de Josefo. Este último, tras relatar todo lo que dice la Biblia, aunque con mayor detalle, añade al relato que el rey egipcio hizo a Abraham un gran presente en dinero; “y le dio permiso para conversar con los más sabios entre los egipcios; de esas conversaciones, su virtud y reputación se hicieron aún más notorias que antes. Pues, siendo que los egipcios estaban anteriormente aferrados a distintas costumbres y despreciaban los ritos sagrados y tradicionales de los demás, llegando a enojarse unos con otros por tal motivo, Abraham conversó con cada uno de ellos y refutó los razonamientos que usaban en defensa de sus propias prácticas, demostrando que tales razonamientos eran vanos y carecían de verdad; por lo cual fue admirado por ellos en aquellas conferencias, como un hombre muy sabio y de gran sagacidad, cuando hablaba sobre cualquier tema que abordara; y esto no solo al comprenderlo, sino también al persuadir a otros para que aceptaran sus puntos de vista. Les comunicó la aritmética, y les enseñó la ciencia de la astronomía; porque antes de que Abraham llegara a Egipto, ellos desconocían esas ramas del conocimiento; pues esa ciencia vino de los caldeos a Egipto, y de allí también a los griegos.”

Josefo no da su fuente para esta notable adición al relato bíblico de la estancia de Abraham en Egipto, pero no puede caber duda de la veracidad de su declaración ni de su suficiencia como autoridad para el hecho. Pues, como observa el Sr. William Osburn, autor de La Historia Monumental de Egipto: “No solo estaban en existencia los registros de los templos de Egipto en ese tiempo [cuando Josefo escribió sus Antigüedades], sino que la obra de Josefo estaba dirigida específicamente a los filósofos griegos y egipcios de Alejandría como una apología de su propia nación. Así que aventurarse a falsificar la historia de Egipto, desacreditando así su fama antigua y comprometiendo la credibilidad de su propio héroe, frente a antagonistas perfectamente capaces de desenmascararlo y profundamente interesados en hacerlo, habría sido una completa locura. Por lo tanto, sería casi imposible presentar una declaración mejor autenticada. Asumimos, entonces, como un hecho histórico, que Abraham llegó a Egipto en un tiempo en que la monarquía estaba convulsionada por una feroz contienda civil derivada de diferencias religiosas, la cual se apaciguó durante su estancia allí.” Y sobre la misma autoridad, respaldada por el mismo razonamiento, acepto también como hecho histórico que el patriarca enseñó a los egipcios aritmética y astronomía, de donde más tarde los griegos aprendieron algunos fragmentos de sus enseñanzas sobre esta última materia. Según el Libro de Abraham, sabemos que el patriarca fue a Egipto porque Dios le mandó ir, y con el propósito expreso de enseñar las cosas que había aprendido acerca de los cielos y la tierra.

La coincidencia entre la afirmación de José Smith de que aprendió lo que sabía sobre la estructura del universo a partir de los escritos de Abraham —hallados, como ya se describió, en Egipto— y el hecho histórico de que Abraham efectivamente vivió en Egipto y enseñó a los egipcios un sistema de astronomía, es una evidencia presuntiva muy fuerte de su veracidad. Esta se vuelve aún más evidente cuando se tiene en cuenta la falta de conocimientos históricos de José Smith en el momento en que anunció estas doctrinas por primera vez, ya en 1835. Y se refuerza aún más cuando se recuerda que los fragmentos de astronomía aprendidos por Pitágoras en Egipto constituyen el fundamento del sistema copernicano, el núcleo del cual se ha desarrollado, mediante las investigaciones de los astrónomos modernos, nuestro conocimiento del sistema solar y del plan de la estructura del universo. Y cuando también se recuerda que esos fragmentos, así como el sistema que de ellos se ha derivado, están en armonía con la información más completa que ha llegado por medio de la revelación a José Smith. Todo esto—estas coincidencias no intencionadas—constituyen una evidencia directa de que en este hombre, José Smith, existía un espíritu excelente de entendimiento, tan extraordinario en su carácter que no puede atribuirse a otro origen que las revelaciones de Dios para con él.

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