Un Testimonio de Cristo

 Conferencia General Octubre 1974

Un Testimonio de Cristo

por el élder Joseph Anderson
Asistente al Consejo de los Doce


La mayor necesidad de la humanidad hoy en día es una convicción sincera de que Jesucristo fue y es en verdad el Salvador y Redentor del mundo; que Él es el Hijo del Padre, el primogénito en el espíritu y el Unigénito en la carne; que era necesario y parte del plan de Dios, antes de que el mundo fuera creado, que Él viniera a la tierra, tomara sobre sí la mortalidad, remediara la ley quebrantada por Adán y Eva, y proveyera el plan para que pudiéramos resucitar de la tumba y regresar a la presencia de nuestro Padre Celestial, de donde vinimos.

Leemos en el primer capítulo del evangelio según San Juan: “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. Este era en el principio con Dios” (Juan 1:1-2). Esto indicaría que Cristo, Jehová, el Gran Yo Soy, estaba con el Padre en aquel primer estado de existencia; fue el primogénito de Sus hijos espirituales. Fue enseñado por el Padre durante aquel tiempo incalculable.

Antes de venir aquí, vivíamos en los cielos en estado espiritual como hijos de nuestro Padre Celestial. El poeta Wordsworth captó un destello de esta verdad eterna cuando escribió:
“Nuestro nacimiento es sólo un sueño y un olvido:
El alma que asciende con nosotros, la estrella de nuestra vida,
Ha tenido otro lugar,
Y viene de lejos:
No en un total olvido,
Ni en total desnudez,
Sino arrastrando nubes de gloria venimos
De Dios, quien es nuestro hogar.”
“Oda: Intimaciones de Inmortalidad desde los Recuerdos de la Infancia”

Conocíamos al Padre de nuestros espíritus tan bien como conocemos a nuestro padre terrenal aquí. Conocíamos a nuestro hermano mayor, Jehová, y también conocíamos a Lucifer, quien también fue un hijo de la mañana. Vivíamos por vista en aquel tiempo. Ese conocimiento visual, el recuerdo de ese estado, ha sido borrado de nuestra mente, y ahora se nos requiere vivir por fe. Como se menciona en el himno:
“Con sabio y glorioso propósito
Nos pusiste aquí en la tierra
Y nos ocultaste el recuerdo
De nuestros amigos y nacimiento.”
Himnos, no. 138

Es un plan glorioso, instituido en los concilios de los cielos, que nos permite tener el privilegio bendito de tomar sobre nosotros la mortalidad, sus desafíos y experiencias.

En aquella existencia anterior teníamos nuestro albedrío. En los concilios donde se consideró la creación y el poblamiento de esta tierra, el Padre presentó un plan desinteresado. Había sido utilizado en otros mundos. Jehová dijo: “Padre, hágase tu voluntad, y tuya sea la gloria para siempre” (Moisés 4:2).

Lucifer, sin embargo, luchó por una enmienda al plan en la cual todos seríamos salvados mediante la compulsión. Esto era contrario al albedrío. Su propuesta era ambiciosa y buscaba que él, Lucifer, recibiera el honor que le pertenece al Padre. Las Escrituras nos dicen que dijo: “Heme aquí, envíame a mí, seré tu hijo y redimiré a toda la humanidad para que ni una sola alma se pierda, y ciertamente lo haré; por tanto, dame tu honor” (Moisés 4:1). Esto destruiría el derecho al albedrío y la oportunidad de crecimiento y desarrollo. Sería contrario al propósito del Padre, quien dio a Sus hijos la oportunidad de llegar a ser como Él a través de su propia fidelidad y esfuerzo. Fue una propuesta egoísta y presuntuosa.

Entendemos que en la preexistencia, en ese estado espiritual, los espíritus tenían albedrío, y había diferentes grados de obediencia y diversas gradaciones de rectitud. Lucifer ejerció su albedrío al rebelarse contra el Padre, pero tuvo que pagar la pena por esa rebelión y aún lo está haciendo, al igual que los espíritus que lo siguieron. A ellos se les negó el privilegio de tomar sobre sí la mortalidad, y esto ha sido una gran maldición y desilusión para ellos.

“¡Cómo caíste del cielo, oh Lucifer, hijo de la mañana!…
“Porque dijiste en tu corazón: Subiré al cielo.
“Exaltaré mi trono por encima de las estrellas de Dios…
“Subiré sobre las alturas de las nubes; seré semejante al Altísimo.
“Mas tú derribado eres hasta el Seol, a los lados del abismo” (Isa. 14:12-15).

Cuando los espíritus que siguieron a Jehová fueron enviados a la tierra para tomar sobre sí la mortalidad, no eran de igual capacidad ni similares en disposición. Había diferentes grados de fidelidad entre aquellos a quienes se les dio la oportunidad y la bendición de tomar la vida mortal. Sin embargo, fueron considerados suficientemente dignos para recibir esta experiencia terrenal y para demostrar si harían todas las cosas que el Señor su Dios les mandara. Al hacerlo, al rendir obediencia al plan de vida y salvación, recibirían la vida eterna, regresarían a la presencia de su Padre Celestial y recibirían Su aprobación y la recompensa de los fieles.

Dios, con Su presciencia y Su conocimiento de Sus hijos en su estado premortal, sabía que algunos sucumbirían a los engaños y tentaciones de Lucifer, y que muchos caerían por el camino. También se sabía, antes de que vinieran aquí, que por su propio albedrío y elección, Adán y Eva tomarían del fruto prohibido, lo cual abriría el camino para que los hijos espirituales de Dios tomaran sobre sí la mortalidad. Por lo tanto, se comprendía la necesidad de un Redentor y de una redención.

Era necesario que se efectuara una expiación por la transgresión de Adán, para que la humanidad no fuera requerida a sufrir por la transgresión de Adán, por la cual su posteridad no tenía responsabilidad alguna. La desobediencia de Adán fue una transgresión en la medida en que quebrantó una ley, pero se convirtió en una gran bendición al abrir el camino para que el hombre pudiera participar de la experiencia terrenal, y en relación con ella, ejercer su albedrío y trabajar en su propia salvación.

Dios estuvo dispuesto a que Su Hijo Amado tomara sobre sí la responsabilidad de esa misión, es decir, expiar por el pecado de Adán y Eva que causó la caída, y, además, que la humanidad pudiera recibir el perdón de sus propios pecados, siempre que guardaran los mandamientos sobre los cuales se basa la salvación y la exaltación.

Cuando Jesús estuvo en la tierra en la plenitud de los tiempos, muy pocos lo reconocieron como el Creador de los cielos y la tierra y como el Salvador y Redentor de la humanidad. Incluso Sus discípulos no comprendían plenamente Su misión y, aunque Él les dijo que daría Su vida por la salvación de la humanidad, que Él era y es el autor de la salvación para todos los que le obedecen, que resucitaría y vendría a una vida nueva como un ser resucitado, les resultaba difícil entender estas cosas.

No dependemos únicamente del relato dado por Sus apóstoles y otros en el Nuevo Testamento. Tenemos otros registros y testimonios. Tenemos el Libro de Mormón, que, según el prefacio de ese libro, fue dado “para mostrar al resto de la Casa de Israel las grandes cosas que el Señor ha hecho por sus padres; y para que conozcan los convenios del Señor, que no han sido desechados para siempre; y también para la convicción del judío y del gentil de que Jesús es el Cristo, el Dios Eterno, que se manifiesta a todas las naciones” (portada del Libro de Mormón).

Este registro da cuenta de la aparición del Salvador después de Su resurrección a Su pueblo en este continente, cuando les enseñó el evangelio y el plan de vida y salvación, similar a lo que dio a la gente en el continente oriental. El Libro de Mormón también relata las condiciones que existían en este hemisferio en el momento del nacimiento de Jesús en Belén y en el momento de Su muerte.

Al aparecer ante los nefitas, extendió Su mano y habló al pueblo diciendo:
“He aquí, yo soy Jesucristo, de quien los profetas testificaron que vendría al mundo.
“Y he aquí, soy la luz y la vida del mundo; y he bebido de esa amarga copa que el Padre me ha dado, y he glorificado al Padre al tomar sobre mí los pecados del mundo, en lo cual he sufrido la voluntad del Padre en todas las cosas desde el principio” (3 Nefi 11:10-11).

La Iglesia tiene además las Escrituras sobre el Unigénito y Su misión contenidas en la Perla de Gran Precio. ¡Qué afortunados somos de tener el relato bíblico, el relato del Libro de Mormón, y los relatos dados a Abraham, Enoc y Moisés, como se relata en la Perla de Gran Precio, acerca del nacimiento y muerte del Salvador y Su gran misión!

Este mismo Jesús, el Cristo resucitado, se ha aparecido al hombre en esta dispensación en varias ocasiones.

Tenemos el testimonio adicional de la veracidad de estas manifestaciones y del evangelio restaurado en su plenitud por medio de los susurros e inspiraciones del Espíritu Santo, pues el don del Espíritu Santo nos ha sido conferido por autoridad restaurada desde los cielos por aquellos que tenían ese poder y autoridad en la plenitud de los tiempos, a saber, Pedro, Santiago y Juan, y ese conocimiento es seguro y no puede ser refutado con éxito.

En La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días adoramos al Cristo viviente. Sabemos que Él salió de la tumba, que es un ser resucitado, que es nuestro abogado con el Padre, que solo a través de Él y mediante la obediencia al evangelio que nos ha dado podemos regresar a Su presencia y a la del Padre.

Jesucristo es nuestro Redentor y Salvador. Él fue engendrado por el Padre en el espíritu, el Primogénito del Padre, y es el Unigénito del Padre en la carne. Es nuestro hermano mayor. Es el segundo miembro de la Trinidad. Fue el Creador de los cielos y la tierra bajo la dirección del Padre. Es el Jehová del Antiguo Testamento. Es Jesús de Nazaret.

Él es el Camino, la Verdad y la Vida. Es la Luz del mundo. Es el Autor de nuestra salvación. Fue escogido antes de la fundación del mundo para ser el Cordero inmolado como ofrenda por nuestros pecados. En última instancia, toda rodilla se doblará y toda lengua confesará que Él es el Cristo. Murió en la cruz para expiar el pecado de Adán, para que podamos recibir el perdón de nuestros pecados si lo aceptamos y guardamos los mandamientos que nos ha dado, el plan de vida y salvación. Resucitó de la tumba, las primicias de la resurrección, haciendo así posible que toda la humanidad viva nuevamente en un estado resucitado después de la muerte mortal. Sí, “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16).

Es Su obra y Su gloria llevar a cabo la inmortalidad y la vida eterna del hombre, que es salvación y exaltación en la presencia de Dios el Padre y Su Hijo Jesucristo (ver Moisés 1:39).

Es nuestra misión y nuestra responsabilidad llevar este mensaje al mundo. Es nuestra obra y nuestra gloria asistir a nuestro Salvador en el cumplimiento de la misión que aceptó en el concilio de los cielos antes de que se creara la tierra.

Él vendrá nuevamente a la tierra, como predijeron los profetas, esta vez con poder y gran gloria, para reinar y gobernar mil años en paz y rectitud.

Doy testimonio de la veracidad de estas cosas. Sé que nuestro Redentor vive, y doy este testimonio con fe y toda sinceridad, en el nombre de nuestro Salvador y Redentor, Jesucristo. Amén.

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