Una obra maravillosa y un prodigio

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La visita del Padre y del Hijo


En la mañana de un hermoso día de la primavera de 1820, ocurrió uno de los acontecimientos más importantes y trascendentales de la historia de este mundo. Dios el Eterno Padre y su Hijo Jesucristo aparecieron a José Smith y le dieron instrucciones concernientes al establecimiento del reino de Dios sobre la tierra en estos últimos días. José Smith nos ha relatado detalladamente esta gloriosa experiencia:

La propia historia de José Smith

Debido a las muchas noticias que personas mal dispuestas e insidiosas han circulado acerca del origen y progreso de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Ultimos Días, con las cuates sus autores han intentado combatir su reputación como Iglesia y su progreso en el mundo, se me ha persuadido a escribir esta historia para sacar del error a la opinión pública y presentar a los que buscan la verdad los hechos tal como han sucedido, tanto en lo concerniente a mí, así como a la Iglesia, y lo hago hasta donde el conocimiento de estos hechos me lo permite.

En este relato presentaré con verdad y justicia los varios sucesos que con esta Iglesia se relacionan, tal como han sucedido, o como en la actualidad existen, siendo ocho, con éste, tos años que han transcurrido desde la organización de dicha Iglesia.

Nací en el año de nuestro Señor, mil ochocientos cinco, el día veintitrés de diciembre, en el pueblo de Sharon, Condado de Windsor, Estado de Vermont. Tendría yo unos diez años de edad cuando mi padre, que también se llamaba José Smith, salió del Estado de Vermont y se trasladó a Palmyra, Condado de Ontario (hoy Wayne), Estado de Nueva York. Como a los cuatro años de la llegada de mi padre a Palmyra, se mudo con su familia a Manchester, en el mismo Condado de Ontario.

Once personas integraban su familia, a saber, mi padre José Smith; mi madre, Lucy Smith (cuyo apellido de soltera era Mack, hija de Solomon Mack); mis hermanos Alvin (fallecido el 19 de noviembre de 1824, a los veintisiete años de edad), Hyrum, yo, Samuel Harrison, William, Don Carlos; y mis hermanas, Sophronia, Catherine y Lucy.

Durante el segundo año de nuestra residencia en Manchester, surgió en la región donde vivíamos una agitación extraordinaria sobre el tema de la religión. Empezó entre los metodistas, pero pronto se generalizó entre todas las sectas de la comarca. En verdad, parecía repercutir en toda la región, y grandes multitudes se unían a los diferentes partidos religiosos, ocasionando no poca agitación y división entre la gente; pues unos gritaban: “¡He aquí!”; y otros: “¡He allí!” Unos contendían a favor de la fe metodista, otros a favor de la presbiteriana y otros a favor de la bautista.

Porque a pesar del gran amor expresado por los conversos de estas distintas creencias al tiempo de su conversión, y del gran celo manifestado por los clérigos respectivos, que activamente suscitaban y fomentaban este cuadro singular de sentimientos religiosos —a fin de lograr convertir a todos, como se complacían en decir, pese a la secta que fuere— sin embargo, cuando los convertidos empezaron a dividirse, unos con este partido y otros con aquél, se vio que los supuestos buenos sentimientos, tanto de los sacerdotes como de los prosélitos, eran mas fingidos que verdaderos; porque siguió una escena de gran confusión y malos sentimientos —sacerdote contendiendo con sacerdote, y prosélito con prosélito— de modo que toda esa buena voluntad del uno para con el otro, si alguna vez la abrigaron, ahora se perdió completamente en una lucha de palabras y contienda de opiniones.

Por esa época tenía yo entre catorce y quince años de edad. La familia de mi padre se convirtió a la fe presbiteriana; y cuatro de ellos ingresaron a esa iglesia, a saber, mi madre Lucy, mis hermanos Hyrum y Samuel Harrison, y mi hermana Sophronia.

Durante estos días de tanta agitación, invadieron mi mente una seria reflexión y gran inquietud; pero no obstante la intensidad de mis sentimientos, que a menudo eran punzantes, me conservé apartado de todos estos grupos, aunque concurría a sus respectivas juntas cada vez que la ocasión me lo permitía. Con el transcurso del tiempo llegué a favorecer un tanto la secta metodista, y sentí cierto deseo de unirme a ella, pero eran tan grandes la confusión y contención entre las diferentes denominaciones, que era imposible que una persona tan joven como yo, y sin ninguna experiencia en cuanto a los hombres y las cosas, llegase a una determinación precisa sobre quién tendría razón y quién no.

Tan grande e incesante eran el clamor y alboroto, que a veces mi mente se agitaba en extremo. Los presbiterianos estaban decididamente en contra de los bautistas y de los metodistas, y se valían de toda la fuerza del razonamiento, así como de la sofistería, para demostrar 108 errores de aquéllos, o por lo menos, hacer creer a la gente que estaban en error. Por otra parte los bautistas y metodistas, a su vez, se afanaban con el mismo celo para establecer sus propias doctrinas y refutar las demás.

En medio de esta guerra de palabras y tumulto de opiniones, a menudo me decía a mí mismo: ¿Qué se puede hacer? ¿Cuál de todos estos partidos tiene razón; o están todos en error? Si uno de ellos es verdadero, ¿cuál es, y cómo podré saberlo?

Agobiado bajo el peso de las graves dificultades que provocaban las contiendas de estos partidos religiosos, un día estaba leyendo la Epístola de Santiago, primer capítulo y quinto versículo, que dice: Y si alguno de vosotros tiene falta de sabiduría, pídala a Dios, el cual da a todos abundantemente, y sin reproche, y le será dada.

Ningún pasaje de las Escrituras jamás penetró el corazón de un hombre con más fuerza que éste en esta ocasión, el mío. Pareció introducirse con inmenso poder en cada fibra de mi corazón. Lo medité repetidas veces, sabiendo que si alguien necesitaba sabiduría de Dios, esa persona era yo; porque no sabía qué hacer, y a menos que pudiera obtener mayor conoci­miento del que hasta entonces tenía, jamás llegaría a saber; porque los maestros religiosos de las diferentes sectas interpretaban los mismos pasajes de las Escrituras de un modo tan distinto, que destruía toda esperanza de resolver el problema recurriendo a la Biblia.

Finalmente llegué a la conclusión de que tendría que permanecer en tinieblas y confusión, o de lo contrario, hacer lo que Santiago aconsejaba, esto es, recurrir a Dios. Al fin tomé la determinación de pedir a Dios”, habiendo decidido que si El daba sabiduría a quienes carecían de ella, y la impartía abundantemente, y sin reprochar, yo podría intentarlo.

Por consiguiente, de acuerdo con esta resolución mía de recurrir a Dios, me retiré al bosque para hacer la prueba. Fue en la mañana de un día hermoso y despejado, a principios de la primavera de 1820. Era la primera vez en mi vida que hacía tal intento, porque en medio de toda mi ansiedad, hasta ahora no había procurado orar vocalmente.

Después de apartarme al lugar que previamente había designado, mirando a mi derredor y encontrándome solo, me arrodillé y empecé a elevar a Dios el deseo de mi corazón. Apenas lo hube hecho, cuando súbitamente se apoderó de mí una fuerza que me dominé por completo, y surtió tan asombrosa influencia en mí, que se me trabé la lengua, de modo que no pude hablar. Una espesa niebla se formé alrededor de mí, y por un tiempo me pareció que estaba destinado a una destrucción repentina.

Mas esforzándome con todo mi aliento para pedirle a Dios que me librara del poder de este enemigo que se había apoderado de mí, y en el momento en que estaba para hundirme en la desesperación y entregarme a la destrucción—no a una ruina imaginaria, sino al poder de un ser efectivo del mundo invisible que ejercía una fuerza tan asombrosa como yo nunca había sentido en ningún otro ser—precisamente en ese momento de tan grande alarma vi una columna de luz, más brillante que en sol, directamente arriba de mi cabeza; y esta luz gradualmente descendió hasta descansar sobre mí.

No bien se apareció, me sentí libre del enemigo que me había sujetado. Al reposar sobre mí la luz, vi en el aire arriba de mí a dos Personajes, cuyo fulgor y gloria no admiten descripción. Uno de ellos me habló, llamándome por mi nombre, y dijo, señalando al otro: Este es mi Hijo Amado: ¡Escúchalo!

Habla sido mi objeto recurrir al Señor para saber cuál de todas las sectas era la verdadera, a fin de saber a cuál unirme. Por tanto, luego que me hube recobrado lo suficiente para poder hablar, pregunté a los Personajes que estaban en la luz arriba de mí, cuál de todas las sectas era la verdadera, y a cuál debía unirme.

Se me contestó que no debía unirme a ninguna, porque todas estaban en error; y el Personaje que me habló dijo que todos sus credos eran una abominación a su vista; que todos aquellos profesores se hablan pervertido; que con sus labios me honran, pero su corazón lejos está de mí; enseñan como doctrinas los mandamientos de hombres, teniendo apariencia de piedad, mas negando la eficacia de ella”.

De nuevo me mandó que no me afiliara con ninguna de ellas; y muchas otras cosas me dijo que no puedo escribir en esta ocasión. Cuando otra vez volví en mí, me encontré de espaldas mirando hacia el cielo. AL retirarse la luz, me quedé sin fuerzas, pero poco después, habiéndome recobrado hasta cierto punto, volví a casa. Al apoyarme sobre la mesilla de la chimenea, mi madre me preguntó si algo me pasaba. Yo le contesté: “Pierda cuidado, todo está bien; me siento bastante favorecido.” Entonces le dije: “He sabido a satisfacción mía que el presbiterianismo no es verdadero.” Parece que desde los años más tiernos de mi vida el adversario sabía que yo estaba destinado a perturbar y molestar su reino; de lo contrario, ¿por qué habían de combinarse en mi contra los poderes de las tinieblas? ¿Cuál era el motivo de la oposición y persecución que se desató contra mí casi desde mi infancia?

A los pocos días de haber visto esta visión, me encontré por casualidad en compañía de uno de los ministros metodistas, uno muy activo en la ya mencionada agitación religiosa; y hablando con él de asuntos religiosos, aproveché la oportunidad para relatarle la visión que yo había visto. Su conducta me sorprendió grandemente; no sólo trató mi narración livianamente, sino con mucho desprecio, diciendo que todo aquello era del diablo; que no había tales cosas como visiones o revelaciones en estos días; que todo eso había cesado con los apóstoles, y que no volvería a haber más.

Sin embargo, no tardé en descubrir que mi relato había despertado mucho prejuicio en contra de mí entre los profesores de religión, y fue la causa de una fuerte persecución, cada vez mayor; y aunque no era yo sino un muchacho desconocido, apenas entre los catorce y quince años de edad, y tal mi posición en la vida que no era un joven de importancia alguna en el mundo, sin embargo, los hombres en altas posicione8 se fijaban en mí lo suficiente para agitar el sentimiento público en mi contra y provocar con ello una amarga persecución: y esto fue general entre todas las sectas: todas se unieron para perseguirme.

En aquel tiempo me fue motivo de seria reflexión, y frecuentemente lo ha sido desde entonces, cuán extraño que un muchacho desconocido de poco más de catorce años, y además, uno que estaba bajo la necesidad de ganarse un escaso sostén con su trabajo diario, fuese considerado persona de importancia suficiente para llamar la atención de los grandes personajes de las sectas más populares del día; y a tal grado, que suscitaba en ellos un espíritu de la más rencorosa persecución y vilipendio. Pero, extraño o no, así aconteció; y a menudo fue motivo de mucha tristeza para mí.

Sin embargo, no por esto dejaba de ser un hecho el que yo hubiera visto una visión. He pensado desde entonces que me sentía igual que Pablo, cuando presentó su defensa ante el rey Agripa y refirió la visión, en la cual vio una luz y oyó una voz. Mas con todo, fueron pocos los que lo creyeron; unos dijeron que estaba mintiendo; otros, que estaba loco; y se burlaron de él y lo vituperaron. Pero nada de esto destruyó la realidad de su visión. Había visto una visión, y él lo sabía, y toda la persecución debajo del cielo no iba a cambiar ese hecho; y aunque lo persiguieran hasta la muerte, aún así sabía, y sabría hasta su último aliento, que había visto una luz así como oído una voz que le habló; y el mundo entero no pudo hacerlo pensar o creer lo contrario.

Así era conmigo. Yo efectivamente había visto una luz, y en medio de la luz vi a dos Personajes, los cuales en realidad me hablaron; y aunque se me odiaba y perseguía por decir que había visto una visión, no obstante, era cierto; y mientras me perseguían, y me censuraban, y decían falsamente toda clase de mal en contra de mí por afirmarlo, yo pensaba en mi corazón: ¿Por qué me persiguen por decir la verdad? En realidad he visto una visión, y ¿quién soy yo para oponerme a Dios? ¿o por qué piensa el mundo hacerme negar lo que realmente he visto? Porque había visto una visión; yo lo sabía, y comprendía que Dios lo sabía; y no podía negarlo, ni osaría hacerlo; por lo menos, sabía que haciéndolo, ofendería a Dios y caería bajo condenación. (P. de G. P., José Smith—Historia 125.)

Tal fue la primera visión del Profeta. De ella aprendemos, entre otras verdades, que Dios el Padre y su Hijo Jesucristo son dos Personas separadas y distintas, y que el hombre ha sido creado literalmente a imagen de Dios.

La adoración de dioses falsos

El gran pecado de las edades ha sido la adoración de dioses falsos. De ahí procede el primero de los Diez Mandamientos escritos por Dios mismo sobre tablas de piedra al compás de los truenos y relámpagos en el Monte de Sinaí: “No tendrás dioses ajenos delante de mí.” (Exodo 20:3.)

Cuando Moisés condujo a los hijos de Israel a la Tierra Prometida, les dijo que en las generaciones venideras serían esparcidos entre las naciones paganas. “Y serviréis allí a dioses hechos de manos de hombres, de madera y piedra, que no ven, ni oyen, ni comen, ni huelen.” (Deuteronomio 4:28.) Entonces les prometió que “en los postreros días”, cuando estuvieran en angustia, si se volvieran en pos del Señor su Dios, lo hallarían silo buscaban con todo el corazón y con toda el alma. (Véase Deuteronomio 4:29-30.)

¿Acaso podían ver u oír o comer u oler los dioses hechos por manos de hombres, que las iglesias cristianas del mundo enseñaban y adoraban en la época en que José Smith vio su gloriosa visión?

Los dioses extraños de la cristiandad

Unos dos o tres párrafos indicarán las creencias generales que existían entre la cristiandad en los primeros días de la historia de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Ultimos Días:

El Dios de la Iglesia Católica era descrito en la siguiente forma:

  1. P. ¿Qué es Dios?
  2. R. Dios es Espíritu, eterno, independiente, infinito e inmuta­ble, que se halla presente en todo lugar, ve todas las cosas y gobierna el universo.
  3. P. ¿Por qué decís que es Espíritu?
  4. R. Porque es una inteligencia suprema que no tiene ni cuerpo, ni figura, ni color, ni puede estar sujeto a los sentidos. (Rey. P. Callot. Doctrine and Scriptural Catechism of the Cathotic Church, 1886.)

 La Iglesia Metodista adora esta clase de Dios:

No hay sino un Dios viviente y verdadero, infinito, sin cuerpo o partes, de infinito poder, sabiduría y bondad; Hacedor y Conservador de todas las cosas, así visibles como invisibles; y en la unidad de este Dios hay tres personas de una misma substan­cia, poder y eternidad: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. (Methodist Discipline, Toronto, Canadá, 1886.)

 Examinemos la definición del Dios de la Iglesia Presbiteriana:

No hay sino un Dios viviente y verdadero, infinito en su ser y perfección, espíritu purísimo, invisible, sin cuerpo, partes o pasiones, inmutable, infinito, eterno, incomprensible, todopoderoso, sapientísimo, santísimo, que obra todas las cosas de acuerdo con el consejo de su inmutable y justa voluntad para su propia gloria; amoroso, gracioso, misericordioso, longánimo; abundante en bondad y verdad, y en perdonar la iniquidad, transgresión y el pecado; galardonador de los que diligentemente lo buscan; y con todo, el más justo y terrible en sus juicios; odiador de todo pecado y que en ningún sentido dará por inocente al culpable. (Presbyterian Church Confession of Faith, capítulo 2, artículo 1.)

Estos son algunos de los ejemplos típicos de los dioses que adoraban las iglesias cristianas durante el siglo diecinueve. Son los dioses que, según Moisés, Israel encontraría al ser esparcido entre todas las naciones: dioses “que ni ven, ni oyen, ni comen, ni huelen”. ¿Cómo se puede esperar que un dios sin cuerpo, partes o pasiones pueda ver, oír, comer u oler? ¿Cómo se espera que un hijo de Dios entienda a un dios tan “incomprensible” como el que los credos anteriores le enseñan a adorar y, menos aún, que lo ame y sea amado de El?

El conocimiento de José Smith

Compárese el conocimiento e información que reci­bió José Smith acerca de la personalidad de Dios y su Hijo Jesucristo, durante los breves momentos que habló con ellos cara a cara, con los credos del Concilio de Nicea, convocado por el emperador Constantino en el año 325 de la era cristiana, en el que trescientos dieciocho obispos pasaron cuatro semanas debatiendo la verdadera divinidad y personalidad del Hijo de Dios y la igualdad de Cristo y Dios, antes de poder llegar a un grado de unidad que les permitiera hacer una declaración pública sobre el asunto.

Consideremos atentamente las palabras del profeta José Smith:

“Si por cinco minutos pudiéramos ver lo que hay en el cielo, aprenderíamos más que si leyésemos todo lo que jamás se ha escrito sobre el asunto.” (Documentary History of the Church, tomo 6, pág. 50.)

La aparición del Padre y el Hijo a José Smith se halla hermosamente descrita en las palabras del himno “Oración del Profeta”, que dicen:

Qué hermosa la mañana, qué brillante fue el sol,
Animales de verano daban voces de loor;
Cuando en hermoso bosque suplicó José a Dios.

Con ahínco suplicaba en ferviente oración,
Y la fuerza del maligno a su alma disparó,
Mas en Dios él esperaba, y le fió su protección.

Descendió gran luz del cielo, más brillante que el sol,
Y gloriosa la columna, con poder en él cayó
De los Seres Celestiales, Dios el Padre y Jesús.

Es mi Hijo Bien Amado; da oído”, dijo Dios;
Por el Padre contestado, escuchaba al Señor.
¡Oh qué gozo en su pecho!, porque vio al Dios de Luz.
(Himnos de Sión, Núm. 149.)

La visita del Padre y el Hijo a José Smith abrió la puerta al establecimiento del reino de Dios sobre la tierra en esta dispensación, y fue el acontecimiento más grande del siglo diecinueve.

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