Una obra maravillosa y un prodigio

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Sale a luz el Libro de Mormón


Nos parece conveniente, al llegar a este punto, permitir que José Smith relate su propia historia de lo que sucedió desde el día en que le aparecieron el Padre y su Hijo Jesucristo en la primavera de 1820, hasta la ocasión en que fue enviado del cielo el primer mensajero para darle más instrucciones:

Mi mente ya estaba satisfecha en lo que concernía al mundo sectario: que mi deber era no unirme con ninguno de ellos, sino permanecer como estaba hasta que se me dieran más instrucciones. Había descubierto que el testimonio de Santiago era cierto: que si el hombre carece de sabiduría, puede pedirla a Dios Y obtenerla sin reproche.

Seguí con mis ocupaciones comunes de la vida hasta el veintiuno de septiembre de mil ochocientos veintitrés, sufriendo continuamente severa persecución de manos de toda clase de individuos, tanto religiosos como irreligiosos, por motivo de que yo seguía afirmando que había visto una visión.

Durante el tiempo que transcurrió entre la ocasión en que vi la visión y el año mil ochocientos veintitrés —habiéndoseme prohibido unirme a las sectas religiosas del día, cualquiera que fuese, teniendo pocos años, y perseguido por aquellos que debieron haber sido mis amigos y haberme tratado con bondad; y si me creían deludido, haber procurado de una manera apropiada y cariñosa rescatarme— me vi sujeto a toda especie de tentaciones; y, juntándome con toda clase de personas, frecuentemente cometía muchas imprudencias y manifestaba las debilidades de la juventud y las flaquezas de la naturaleza humana, lo cual, me da pena decirlo, me condujo a diversas tentaciones, ofensivas a la vista de Dios. Esta confesión no es motivo para que se me juzgue culpable de cometer pecados graves o malos, porque jamás hubo en mi naturaleza la disposición para hacer tal cosa. Pero sí fui culpable de levedad, y en ocasiones me asociaba con compañeros joviales, etc., cosa que no correspondía con la conducta que había de guardar uno que había sido llamado de Dios como yo. Mas esto no le parecerá muy extraño a cualquiera que se acuerde de mi juventud y conozca mi jovial temperamento natural.

Como consecuencia de estas cosas, solía sentirme censurado a causa de mis debilidades e imperfecciones. De modo que, en la noche del ya mencionado día veintiuno de septiembre, después de haberme retirado a mi cama, me puse a orar, pidiéndole a Dios Todopoderoso perdón de todos mis pecados e imprudencias; y también una manifestación para saber de mi condición y posición ante El; porque tenía la más completa confianza de obtener una manifestación divina, como previamente la había tenido.

Encontrándome así, en el acto de suplicar a Dios, vi que se aparecía una luz en mi cuarto, y que siguió aumentando hasta que la pieza quedó más iluminada que al mediodía; cuando repentinamente se apareció un personaje al lado de mi cama, de pie en el aire, porque sus pies no tocaban el suelo.

Llevaba puesta una túnica suelta de una blancura exquisita. Era una blancura que excedía cuanta cosa terrenal jamás había visto yo; ni creo que exista objeto alguno en el mundo que pudiera presentar tan extraordinario brillo y blancura. Sus manos estaban desnudas, y también sus brazos, un poco más arriba de las muñecas; y en igual manera sus pies, así como sus piernas, poco más arriba de los tobillos. También tenía descubiertos la cabeza y el cuello, y pude darme cuenta de que no llevaba puesta más ropa que esta túnica, porque estaba abierta de tal manera que podía verle el pecho.

No sólo tenía su túnica esta blancura singular, sino que toda su persona brillaba más de lo que se puede describir, y su faz era como un vivo relámpago. El cuarto estaba sumamente iluminado, pero no con la brillantez que había en torno de su persona. Cuando lo vi por primera vez, tuve miedo; mas el temor pronto se apartó de mí.

Me llamó por mi nombre, y me dijo que era un mensajero enviado de la presencia de Dios, y que se llamaba Moroni; que Dios tenía una obra para mí, y que entre todas las naciones, tribus y lenguas se tomaría mi nombre para bien y mal, o que se iba a hablar bien y mal de mí entre todo pueblo.

Dijo que se hallaba depositado un libro, escrito sobre planchas de oro, el cual daba una relación de los antiguos habitantes de este continente, así como del origen de su procedencia. También declaró que en él se encerraba la plenitud del evangelio eterno cual el Salvador lo había comunicado a los antiguos habitantes.

Asimismo, que junto con las planchas estaban depositadas dos piedras, en aros de plata, las cuales, aseguradas a un pectoral, formaban lo que se llamaba el Urim y Tumim; que la posesión y uso de estas piedras era lo que constituía a los videntes en los días antiguos o anteriores, y que Dios las había preparado para la traducción del libro.

Después de decirme estas cosas, empezó a repetir las profecías del Antiguo Testamento. Primero citó parte del tercer capítulo de Malaquías, y también el cuarto o último capítulo de la misma profecía, aunque variando un poco de la manera en que se halla en nuestra Biblia. En lugar de repetir el primer versículo cual se halla en nuestros libros, lo hizo de esta manera:

Porque, he aquí, viene el día que arderá como un horno, y todos los soberbios,, todos los que obran inicuamente, arderán como rastrojo; porque los que vienen los quemarán, dice el Señor de los Ejércitos, de modo que no les dejará ni raíz ni rama.

Entonces citó el quinto versículo en esta forma: He aquí, yo os relevaré el sacerdocio por la mano de Elías el profeta, antes de la venida del grande y terrible día del Señor.

También expresó el siguiente versículo de otro modo: Y él plantará en el corazón de los hijos las promesas hechas a los padres, y el corazón de los hijos se volverá a sus padres. De no ser así, toda la tierra sería totalmente asolada en su venida.

Aparte de éstos, repitió el undécimo capítulo de Isaías, diciendo que estaba para cumplirse; y también los versículos veintidós y veintitrés del tercer capítulo de Hechos, tal como se hallan en nuestro Nuevo Testamento. Declaró que ese profeta era Cristo, pero que aún no había llegado el día en que toda alma que no oiga a aquel profeta, será desarraigada del pueblo”, sino que pronto llegaría.

Citó, además, desde el versículo veintiocho hasta el último, del segundo capítulo de Joel. También indicó que todavía no se cumplía, pero que se realizaría en breve; y declaró, además, que pronto entraría la plenitud de los gentiles. Repitió muchos otros pasajes de las Escrituras y propuso muchas explicaciones que no pueden mencionarse aquí.

Por otra parte, me manifestó que cuando yo recibiera las planchas de que él había hablado —porque aún no había llegado el tiempo para obtenerlas— no habría de enseñarlas a nadie, ni el pectoral con el Urim y Tumim, sino únicamente a aquellos a quienes se me mandase que las enseñara; si lo hacía, sería destruido. Mientras hablaba conmigo acerca de las planchas, se manifestó a mi mente la visión de tal modo que pude ver el lugar donde estaban depositadas; y con tanta claridad y distinción, que reconocí el lugar cuando lo visité.

Después de esta comunicación, vi que la luz en el cuarto empezaba a juntarse en derredor del personaje que me había estado hablando, y así continuó hasta que el cuarto una vez más quedó a obscuras, exceptuando alrededor de su persona inmediata, cuando repentinamente vi abrirse, cual si fuera, un conducto directamente hasta el cielo, y él ascendió hasta desaparecer por completo, y el cuarto quedó tal como había estado antes de aparecerse esta luz celestial.

Me quedé reflexionando la singularidad de la escena, y maravillándome grandemente de lo que me había dicho este mensajero extraordinario, cuando en medio de mi meditación, de pronto descubrí que mi cuarto empezaba a iluminarse de nuevo, y, como si fuera en un instante, el mismo mensajero celestial apareció una vez más al lado de mi cama.

Empezó, y otra vez me dijo las mismísimas cosas que me había relatado en su primera visita, sin la menor variación; después de lo cual me informó de grandes juicios que vendrían sobre la tierra, con grandes desolaciones causadas por el hambre, la espada y pestilencias; y que esos penosos juicios vendrían sobre la tierra en esta generación. Habiéndome referido estas cosas, de nuevo ascendió como lo había hecho anteriormente.

Ya para entonces eran tan profundas las impresiones que se me habían grabado en la mente, que el sueño había huido de mis ojos, y yacía dominado por el asombro de lo que había visto y oído. Pero cual no sería mi sorpresa al ver de nuevo al mismo mensajero al lado de mi cama, y oírlo repasar o repetir las mismas cosas que antes; y añadió una advertencia, diciéndome que Satanás procuraría inducirme (a causa de la situación indigente de la familia de mi padre) a que obtuviera las planchas con el fin de hacerme rico. Esto él me lo prohibió, y dijo que al obtener las planchas, no debería tener presente más objeto que el de glorificar a Dios; y que ningún otro propósito habría de influir en mí sino el de edificar su reino; de lo contrario, no podría obtenerlas.

Después de esta tercera visita, de nuevo ascendió al cielo como antes, y otra vez me quedé meditando la extrañeza de lo que acababa de experimentar; cuando casi inmediatamente después que el mensajero celestial hubo ascendido la tercera vez, cantó el gallo, y vi que estaba amaneciendo; de modo que nuestras conversaciones deben de haber durado toda aquella noche.

Poco después me levanté de mi cama y, como de costumbre, fui a desempeñar las faenas necesarias del día; pero al querer trabajar como en otras ocasiones, hallé que se me habían agotado a tal grado las fuerzas, que me sentía completamente incapacitado. Mi padre, que andaba trabajando cerca de mí, vio que algo me sucedía y me dijo que me fuera para la casa. Partí de allí con la intención de volver a casa, pero al querer cruzar el cerco para salir del campo en que estábamos, se me acabaron completamente las fuerzas, caí inerte al suelo y por un tiempo no estuve consciente de nada.

Lo primero que pude recordar fue una voz que me hablaba, llamándome por mi nombre. Alcé la vista y, a la altura de mi cabeza, vi al mismo mensajero, rodeado de luz como antes. Entonces me relaté otra vez todo lo que me había referido la noche anterior, y me mandó que fuera a mi padre y le hablara acerca de la visión y mandamientos que había recibido.

Obedecí; regresé a donde estaba mi padre en el campo, y le declaré todo el asunto. Me respondió que era de Dios, y me dijo que fuera e hiciera lo que el mensajero me había mandado. Salí del campo y fui al lugar donde el mensajero me había dicho que estaban depositadas las planchas; y debido a la claridad de la visión que había visto tocante al lugar, en cuanto llegué allí, lo reconocí.

Cerca de la aldea de Manchester, Condado de Ontario, Estado de Nueva York, se levanta una colina de tamaño regular, y la más elevada de todas las de la comarca. Por el costado occidental del cerro, no lejos de la cima, debajo de una piedra de buen tamaño, yacían las planchas, depositadas en una caja de piedra. En el centro, y por la parte superior, esta piedra era gruesa y redonda, pero más delgada hacia los extremos; de manera que se podía ver la parte céntrica sobre la superficie del suelo, mientras que alrededor de la orilla estaba cubierta de tierra.

Habiendo quitado la tierra, conseguí una palanca que logré introducir debajo de la orilla de la piedra, y con un ligero esfuerzo la levanté. Miré dentro de la caja, y efectivamente vi allí las planchas, el Urim y Tumim y el pectoral, como lo había dicho el mensajero. La caja en que se hallaban estaba hecha de piedras, colocadas en una especie de cemento. En el fondo de la caja había dos piedras puestas transversalmente, y sobre éstas descansaban las planchas y los otros objetos que las acompañaban.

Intenté sacarlas, pero me lo prohibió el mensajero; y de nuevo se me informó que aún no había llegado el tiempo de sacarlas, ni llegaría sino hasta después de cuatro años, a partir de esa fecha; pero me dijo que debería ir a ese lugar precisamente un año después, y que él me esperaría allí; y que había de seguir haciéndolo así hasta que llegara el tiempo para obtener las planchas.

De acuerdo con lo que se me había mandado, acudía al fin de cada año, y en esa ocasión encontraba allí al mismo mensajero, y en cada una de nuestras entrevistas recibía de él instrucciones y conocimiento concerniente a lo que el Señor iba a hacer, y cómo y en qué manera se conduciría su reino en los últimos días. .

Por fin llegó el tiempo para obtener las planchas, el Urim y Tumim y el pectoral. El día veintidós de septiembre de mil ochocientos veintisiete, habiendo ido al fin de otro año, como de costumbre, al lugar donde estaban depositadas, el mismo mensajero celestial me las entregó, con esta advertencia: que yo sería responsable de ellas; que si permitía que se extraviaran por algún descuido o negligencia mía, sería destruido; pero que si me esforzaba con todo mi empeño por preservarlas hasta que él (el mensajero) viniera por ellas, entonces serían protegidas.

Pronto supe por qué había recibido tan estrictas recomendaciones de guardarlas, y por qué me había dicho el mensajero que cuando yo terminara lo que requería de mí, él vendría por ellas. Porque no bien se supo que yo las tenía, cuando se hicieron los más tenaces esfuerzos para privarme de ellas. Se recurrió a cuanta estratagema se pudo inventar para realizar ese propósito. La persecución llegó a ser más severa y amarga que antes, y grandes números de personas andaban continuamente al acecho para quitármelas, de ser posible. Pero mediante la sabiduría de Dios permanecieron seguras en mis manos hasta que cumplí con ellas lo que se requirió de mí. Cuando el mensajero, de conformidad con el arreglo, llegó por ellas, se las entregué; y él las tiene a su cargo hasta el día de hoy, dos de mayo de mil ochocientos treinta y ocho.

Sin embargo, la agitación continuaba, y el rumor con sus mil lenguas no cesaba de hacer circular calumnias acerca de la familia de mi padre y de mí. Si me pusiera a contar la milésima parte de ellas, llenaría varios tomos. La persecución llegó a ser tan intolerable, sin embargo, que me vi obligado a salir de Manchester y partir con mi esposa al Condado de Susquehanna, Estado de Pensilvania. Mientras nos preparábamos para salir siendo muy pobres, y agobiándonos de tal manera la persecución que no había probabilidad de que se mejorase nuestra situación— en medio de nuestras aflicciones hallamos a un amigo en la persona de un caballero llamado Martín Harris, que vino a nosotros y me dio cincuenta dólares para ayudarnos a hacer nuestro viaje. El señor Harris era vecino del municipio de Palmyra, Condado de Wayne, en el Estado de Nueva York, y un agricultor respetable.

Mediante esta ayuda tan oportuna, pude llegar a mi destino en Pensilvania, e inmediatamente después de llegar allí, comencé a copiar los caracteres de las planchas. Copié un número considerable, y traduje algunos por medio del Urim y Tumim, obra que efectué entre los meses de diciembre —fecha en que llegué a casa del padre de mi esposar— y febrero del año siguiente.

En este mismo mes de febrero, el antedicho señor Martín Harris vino a nuestra casa, tomó los caracteres que yo había copiado de las planchas, y con ellos partió rumbo a la ciudad de Nueva York. En cuanto a lo que aconteció, respecto de él y los caracteres, deseo referirme a su propio relato de las circunstancias, cual él me lo comunicó a su regreso, y que es el siguiente:

Fui a la ciudad de Nueva York y presenté los caracteres que habían sido traducidos, así como su traducción, al profesor Charles Anthon, célebre caballero por motivo de sus conocimientos literarios. El profesor Anthon manifestó que la traducción era correcta ym4s exacta que cualquiera otra que hasta entonces había visto del idioma egipcio. Luego le enseñé los que aún no estaban traducidos, y me dijo que eran egipcios, caldeos, asirios y árabes, y que eran caracteres genuinos. Me dio un certificado en el cual hacía constar a tos ciudadanos de Palmyra que eran legítimos, y que la interpretación de los que se habían traducido también era exacta. Tomé el certificado, me lo eché en el bolsillo, y estaba para salir de la casa cuando el señor Anthon me llamó y me preguntó cómo llegó a saber el joven que había planchas de oro en el lugar donde las encontró. Yo le contesté que un ángel de Dios se lo había revelado.

El entonces me dijo: ‘Permítame ver el certificado’. De acuerdo con la indicación, lo saqué del bolsillo y se lo entregué; y él, tomándolo, lo hizo pedazos, diciendo que ya no había tales cosas como ministerio de ángeles, y que si yo le llevaba las planchas, él las traduciría. Yo le informé que parte de las planchas estaban selladas, y que me era prohibido llevarlas. Entonces me respondió: ‘No puedo leer un libro sellado’. Salí de allí y fui a ver al Dr. Mitchell, el cual confirmé todo lo que el profesor Anthon había dicho respecto de los caracteres así como de la traducción.”

El día 5 de abril de 1829, vino a mi casa Oliverio Cowdery, a quien yo jamás había visto hasta entonces. Me dijo que había estado enseñando en una escuela que se hallaba cerca de donde vivía mi padre y, siendo éste uno de los que tenían niños en la escuela, había ido a hospedarse por un tiempo en su casa; y que mientras estuvo allí, la familia le comunicó el hecho de que yo había recibido las planchas y, por consiguiente, había venido para interrogarme.

Dos días después de la llegada del señor Cowdery (siendo el día 7 de abril), empecé a traducir el Libro de Mormón, y él comenzó a escribir por mí. (P. de G. P., José Smith—Historia 2654, 5967.)

La profecía de Isaías se cumple en el profesor Anthon

Este relato acerca de Moroni, un profeta de Dios que vivió sobre la tierra como por el año 400 de nuestra era y luego volvió al mundo con un mensaje de Dios, debe constituir, según las palabras del comentarista de radio a las que ya hicimos referencia, el mensaje más importante que jamás podría transmitirse al mundo.

Se ha dicho que si las planchas de las que se tradujo el Libro de Mormón hubieran sido descubiertas por uno que andaba arando sus tierras, y las hubiera entregado a algún colegio para ser traducidas, el hallazgo habría sido considerado como el acontecimiento más transcendental del siglo diecinueve. Pero como suele suceder, los hombres aceptan de mala gana cualquier cosa que se relacione con lo milagroso o que se le atribuya origen divino.

Esto se manifiesta en la relación del profeta José Smith respecto de la visita que hizo Martín Harris al profesor Charles Anthon de Nueva York, cuando le mostró la copia de los caracteres que se hallaban sobre las planchas de oro.

Cuando el profesor Anthon declaró, “No puedo leer un libro sellado”, no sabía que estaba cumpliendo al pie de la letra esta profecía de Isaías:

Y os será toda visión como palabra de libro sellado, el cual si dieren al que sabe leer, y le dijeren: Lee ahora esto; él dirá: No puedo, porque está sellado. (Isaías 29:11.)

 La predicción de Moroni con respecto a José Smith

Una de las cosas importantes que el ángel Moroni comunicó a José Smith fue ésta:

Me llamó por mi nombre, y me dijo que era un mensajero enviado de la presencia de Dios, y que se llamaba Moroni; que Dios tenía una obra para mí, y que entre todas las naciones, tribus y lenguas se tomaría mi nombre para bien y mal, o que se iba a hablar bien y mal de mí entre todo pueblo. (P. de G. P., José Smith—Historia 33.)

El ángel Moroni hizo esta notabilísima declaración el 21 de septiembre de 1823, cuando José Smith aún no cumplía los dieciocho años de edad, y seis años y medio antes que fuese organizada la Iglesia. ¿Quién, sino un mensajero enviado de la presencia del Señor, se atrevería en la actualidad a hacer una declaración parecida a un joven de dieciocho años de edad? Con razonable acierto se podría decir que un joven que ha logrado un éxito completo en sus estudios está destinado a ser prominente entre sus compañeros; pero sólo alguien que entendiese los fines de Dios Omnipotente en lo que concernía a la misión divina de José Smith podía haber dicho que el nombre de aquel joven que apenas conocía el interior de una escuela sería bien y mal estimado entre todas las naciones, tribus y lenguas, o que se hablaría no sólo bien sino mal de su nombre entre todo pueblo.

Los misioneros de la Iglesia saben cuán completamente se ha cumplido la profecía de Moroni. Han ido a todas las naciones para llevar el mensaje del evangelio restaurado; e igual que el profeta José Smith, los han perseguido, se ha hablado mal de ellos, los han encarcelado y algunos han sido muertos por haber testificado que José Smith fue un profeta enviado de Dios. Mientras las multitudes han vituperado al Profeta y lo han tachado de impostor y falso profeta, los humildes y mansos de la tierra que han escuchado y aceptado la exhortación de los misioneros se han reunido para adorar al Señor en la manera en que El ha revelado al profeta José Smith. Con gozo y agradecimiento han entonado el himno:

Al gran Profeta rindamos honores,
Fue ordenado por Cristo Jesús
A restaurar la verdad a los hombres
Y entregar a los pueblos la luz.

Himno N° 190 —W. W. Phelps.

La historia testifica de un cabal cumplimiento de esta predicción de Moroni concerniente a la vida de José Smith, pues en innumerables ocasiones éste fue encarcelado y llevado ante los tribunales para responder a acusaciones fabricadas contra él, instigadas en su mayoría por los ministros religiosos. Sin embargo, en ninguno de estos casos fue declarado culpable, hasta que sus enemigos declararon, según se dice: “De la ley podrá escapar, pero de las balas no”. (Documentary History of the Church, tomo 6, pág. 594.) Efectivamente, José Smith y su hermano Hyrum fueron muertos a balazos por un populacho el 27 de junio de 1844 en la cárcel de Carthage, Illinois.

Hubo algunos que creyeron que aquello señalaría el fin de la obra del profeta José Smith, establecida por revelación divina directamente del cielo; pero las obras de un profeta verdadero no son destruidas tan fácilmente.

Todos los profetas que jamás han hablado sobre la tierra han 8ido víctimas de los insultos de los hombres, y éstos afrontarán a los que aún están por venir. Podemos reconocer a los profetas por este hecho: que aun cuando llenos de lodo y cubiertos de vergüenza, van entre los hombres con semblante animoso, expresando lo que está en su corazón. El fango no puede cerrar los labios de aquellos que tienen que hablar. Aun cuando maten al profeta obstinado, no pueden callarlo. Su voz, multiplicada por tos ecos de la muerte, se oirá en todos los idiomas y por todos los siglos. (Giovanni Papini, Life of Christ, pág. 93.)

La voz del profeta José Smith sigue oyéndose, hasta que hoy (1975) sus adeptos ascienden a más de tres millones de almas, sin contar los que han muerto, ni aquellos que han creído su mensaje pero les ha faltado el valor para aceptarlo por motivo de la desfavorable actitud de sus parientes, amigos y el público en general hacia la Iglesia que él estableció de acuerdo con las revelaciones del Señor.

Se manda a los profetas del Libro de Mormón que escriban una historia

Los aspectos más importantes de la visita y del mensaje de Moroni a José Smith fueron éstos: (1) darle a conocer la existencia de las planchas de oro que contenían la historia de antiguos habitantes de las Américas; (2) revelar las palabras y enseñanzas de los profetas que vivieron entre ellos; (3) proclamar el futuro destino del resto de ese pueblo (los indios americanos o lamanitas); (4) declarar que esta tierra de América es “una tierra escogida sobre todas las demás” (1 Nefi 2:20) y que sobre ella será establecida la Nueva Jerusalén de acuerdo con las declaraciones de los profetas.

Sabemos que los profetas que vivieron entre los pueblos de las Américas recibieron instrucciones del Señor de escribir una historia, y que el profeta Mormón, padre de Moroni, hizo un compendio de todos estos escritos, del cual se tradujo el Libro de Mormón. El Libro de Mormón lleva el nombre del gran profeta, Mormón.

Moroni escribió la introducción a este compendio, que reproducimos de la portada del Libro de Mormón:

Por tanto, es un compendio de los anales del pueblo de Nefi, así como de los lamanitas. —Escrito a los lamanitas, quienes son un resto de la casa de Israel, y también a los judíos y a los gentiles. —Escrito por vía de mandamiento, por el espíritu de profecía y revelación. —Escrito y sellado, y escondido para los fines del Señor, con objeto de que no fuese destruido. —Ha de aparecer por el don y el poder de Dios para su interpretación. —Sellado por Moroni, y escondido para los propósitos del Señor, a fin de que apareciese en el debido tiempo por medio de los gentiles, y fuese interpretado por el don de Dios.

También un compendio tomado del Libro de Eter, el cual es una relación del pueblo de Jared, que fue esparcido en la ocasión en que el Señor confundió el lenguaje del pueblo, cuando estaban edificando una torre para llegar al cielo. —Lo cual sirve para mostrar al resto de la casa de Israel cuán grandes cosas el Señor ha hecho por sus padres; y para que conozcan los convenios del Señor, que no son ellos desechados para siempre. —Y también para convencer al judío y al gentil de que JESUS es el CRISTO, el ETERNO DIOS, que se manifiesta a sí mismo a todas las naciones. —Y ahora, si hay faltas, son equivocaciones de los hombres; por tanto, no condenéis las cosas de Dios para que aparezcáis sin mancha ante el tribunal de Cristo. (Portada del Libro de Mormón.)

De lo anterior se desprende que uno de los objetos principales por los que se ha preservado esta historia es “convencer al judío y al gentil de que Jesús es el Cristo, el Eterno Dios, que se manifiesta a sí mismo a todas las naciones.”

El Libro de Mormón es un nuevo testigo de Cristo

Es de conocimiento común que entre los clérigos, así como entre laicos, está desapareciendo la fe en Jesucristo como el Hijo de Dios y Redentor del mundo. En 1934, la Escuela de Educación de la Universidad Northwestern de Chicago, Illinois, envió un cuestionario a quinientos ministros protestantes. Las respuestas revelaron muchas modificaciones en cuanto a las creencias religiosas. Del número anterior, el veintiséis por ciento, o sea ciento treinta de los ministros de referencia, no aceptaban la divinidad de Jesús. Si esto ocurre entre los ministros, ¿qué se puede esperar de los laicos? Esta condición parece comprobar la gran sabiduría de Dios en proveer un testigo nuevo de la divina misión de su Hijo, de que efectivamente fue “el Cristo, el Eterno Dios, que se manifiesta a sí mismo a todas las naciones”.

Este es el testimonio del Libro de Mormón. El Señor no permitió que el testimonio de José Smith, respecto de las planchas de que fue traducido y la traducción inspirada que de él se hizo, fuese el único, pues como declaró el apóstol Pablo:

“…Por boca de dos o de tres testigos se decidirá todo asunto.” (2 Corintios 13:1.)

El testimonio de los tres testigos del Libro de Mormón

Leamos el inspirado testimonio de los tres testigos del Libro de Mormón:

Contes a todas las naciones, familias, lenguas y pueblos, a quienes llegare esta obra, que nosotros, por la gracia de Dios el Padre, y de nuestro Señor Jesucristo, hemos visto las planchas que contienen esta relación, la cual es una historia del pueblo de Nefi, y también de los lamanitas, sus hermanos, y también del pueblo de Jared que vino de la torre de que se ha hablado. Y también sabemos que han 8ido traducidas por el don y el poder de Dios, porque así su voz nos lo declaró; por tanto, sabemos con certeza que la obra es verdadera. También testificamos haber visto los grabados sobre las planchas; y se nos han mostrado por el poder de Dios y no por el de ningún hombre. Y declaramos con palabras solemnes que un ángel de Dios bajó del cielo, y que trajo y puso las planchas ante nuestros ojos, de manera que las vimos y contemplamos, así como los grabados que contenían; y sabemos que es por la gracia de Dios el Padre, y de nuestro Señor Jesucristo, que vimos y testificamos que estas cosas son verdaderas. Y es maravilloso en nuestra vista. Sin embargo, la voz del Señor mandó que testificásemos de ello; por tanto, para ser obedientes a los mandatos de Dios, testificamos de estas cosas. Y sabemos que si somos fieles en Cristo, nuestros vestidos quedarán limpios de la sangre de todos los hombres, y nos hallaremos sin mancha ante el tribunal de Cristo, y moraremos eternamente con él en los cielos. Y sea la honra al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo, que es un Dios. Amén.

OLIVERIO COWDERY
DAVID WHITMER
MARTIN HARRIS

Cada uno de estos tres testigos salió de esta vida con la confirmación de la verdad de su testimonio en sus labios. ¿Qué razón tiene el mundo para dudar? El testimonio de tres hombres como ellos condenaría a cualquier reo en los tribunales de justicia; y el testimonio de estos testigos acusará a aquellos que lo han escuchado y se niegan a aceptar la verdad.

La promesa del Señor concerniente al Libro de Mormón

No debemos pasar por alto la promesa que se halla en el último capítulo del Libro de Mormón:

Y cuando recibáis estas cosas, quisiera exhortaros a que preguntéis a Dios el Eterno Padre, en el nombre de Cristo, si no son verdaderas estas cosas; y si pedís con un corazón sincero, con verdadera intención, teniendo fe en Cristo, él os manifestará la verdad de ellas por el poder del Espíritu Santo. (Moroni 10:4.)

Millones han puesto a prueba esta promesa, y han presenciado su cumplimiento literal. Nadie más que Dios puede prometer y cumplir en esta forma.

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