Vosotros Sois la Luz del Mundo


CAPÍTULO 30

Fe para superar los inevitables de la vida

Church of the Air, 6 de abril de 1953.


“El primer día de la semana, muy de mañana, vinieron al sepulcro trayendo las especias aromáticas que habían preparado, y algunas otras con ellas.

Y hallaron removida la piedra del sepulcro.

Y entrando, no hallaron el cuerpo del Señor Jesús.

Y aconteció que, estando ellas perplejas por esto, he aquí se pararon junto a ellas dos varones con vestiduras resplandecientes;

Y como tuvieron temor y bajaron el rostro a tierra, ellos les dijeron: ¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?

No está aquí, sino que ha resucitado; acordaos de lo que os habló cuando aún estaba en Galilea,

Diciendo: Es necesario que el Hijo del Hombre sea entregado en manos de hombres pecadores, y que sea crucificado, y que resucite al tercer día.

Entonces ellas se acordaron de sus palabras.” (Lucas 24:1–8)

Así quedó registrado el acontecimiento más grande en la historia del mundo: la resurrección literal del Señor Jesucristo, el Salvador de la humanidad. El mayor de todos los poderes divinos de un Hijo de Dios encarnado fue demostrado de manera dramática.

Inmediatamente después de Su propia resurrección, se presentó evidencia de un segundo poder trascendente: el de levantar del sepulcro no solo a sí mismo, sino también a otros que, aunque muertos, habían creído en Él. Mateo deja constancia sencilla y directa del milagroso levantamiento de los fieles de entre los muertos:

“Y se abrieron los sepulcros, y muchos cuerpos de santos que habían dormido se levantaron; y saliendo de los sepulcros, después de la resurrección de Él, vinieron a la santa ciudad, y aparecieron a muchos.” (Mateo 27:52–53)

Y esta no habría de ser la culminación del poder redentor de este ilustre Hijo de Dios. A lo largo de las edades, en cada dispensación, ha llegado la alentadora promesa:

“Porque así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados” (1 Corintios 15:22), y también:

“… los que hicieron lo bueno, saldrán a resurrección de vida; mas los que hicieron lo malo, a resurrección de condenación.” (Juan 5:29)

El tiempo avanza rápidamente hacia una consumación plena de Su misión divina.

Si el pleno significado de estos acontecimientos gloriosos se comprendiera en nuestros días, cuando —tal como lo predijeron los profetas— “los malvados se matarán unos a otros” y “el temor sobrevendrá a todo hombre” (DyC 63:33), este entendimiento disiparía muchos de los temores y ansiedades que aquejan a los hombres y a las naciones. En verdad, si “tememos a Dios” y “honramos al rey” (1 Pedro 2:17), entonces podemos reclamar la gloriosa promesa del Maestro:

“… si os despojáis de celos y temores, … me veréis.” (DyC 67:10)

Me gustaría mencionar algunos de los “inevitables” de la vida, que todos podríamos enfrentar algún día, y trazar ciertos paralelos con las Escrituras, con la esperanza de revitalizar el propósito de la misión del Redentor. Estas evidencias demuestran, hasta cierto punto, cómo una fe inquebrantable en la realidad del Señor resucitado y en la certeza de la resurrección de toda la humanidad puede proporcionar el valor necesario para aceptar la “inseguridad con serenidad” en un mundo material. Así podremos combatir exitosamente las aprehensiones y tensiones tan destructivas que nos rodean hoy.

Consideremos como uno de los inevitables de la vida la condición de alguien que sufre de una enfermedad incurable, o que enfrenta la desgarradora perspectiva de la muerte inminente de un ser amado.
¿Alguna vez te has sentido espiritualmente devastado por un dolor inconsolable?

¿Puedo llevarte a una escena sagrada que retrata a una mujer cuya fortaleza parecía escapársele por completo, y permitirte sentir su valor en una hora decisiva? Agrupada al pie de la cruz estaba la figura silenciosa de una hermosa madre de mediana edad, con el chal fuertemente ceñido sobre su cabeza y hombros. Cruelmente atormentado en la cruz sobre ella se hallaba su hijo primogénito. Apenas podemos comprender débilmente la intensidad del sufrimiento del corazón maternal de María. Ahora enfrentaba en carne viva el significado de la lúgubre profecía de Simeón, quien había bendecido a este hijo siendo aún un pequeño infante:
“He aquí, este niño está puesto… como señal que será contradicha (y una espada traspasará tu propia alma).” (Lucas 2:34–35)

¿Qué fue lo que la sostuvo durante tan trágica prueba? Ella sabía que existía una realidad más allá de esta vida mortal. ¿Acaso no había conversado con un ángel, un mensajero de Dios? Sin duda alguna, había oído la última oración registrada de su Hijo antes de Su traición, como la escribió Juan:
“Ahora pues, Padre, glorifícame tú contigo mismo, con aquella gloria que tuve contigo antes que el mundo fuese.” (Juan 17:5)

Esta santa madre, con la cabeza inclinada, escuchó la última oración de Él, murmurada desde la cruz con labios torturados:
“Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.” (Lucas 23:46)
Esto la inspiró con resignación y con un testimonio reconfortante de que pronto se reuniría con Él y con Dios, su Padre Celestial. El cielo no está lejos de aquel que, en profundo dolor, mira con confianza hacia el glorioso día de la resurrección.

Ahora mencionemos otro de los inevitables:

A medida que la prensa, la radio y la televisión nos presentan diariamente la aterradora perspectiva de una guerra devastadora con bombas atómicas o de hidrógeno y misiles dirigidos, ¿estamos llenos de presagios de fatalidad inminente? ¿Qué puede liberarnos de tales ansiedades aterradoras?

Consideremos el ejemplo de Pedro, cuya lealtad al Maestro pareció haber sido superada por su temor, cuando, ante el peligro físico, lo negó tres veces la noche de la traición. Compárese a este Pedro atemorizado con la valentía que manifestó poco después ante esos mismos fanáticos religiosos que tan recientemente habían exigido la muerte de Jesús. Los denunció como asesinos, los llamó al arrepentimiento, sufrió prisión y más tarde marchó sin temor hacia su propio martirio.

¿Qué fue lo que lo transformó? Había sido testigo personal del cambio ocurrido en aquel cuerpo quebrado por el dolor, bajado de la cruz, y que se convirtió en un cuerpo glorificado y resucitado. La respuesta es sencilla y clara: Pedro fue un hombre transformado porque conocía el poder del Señor resucitado. Ya nunca más estaría solo en las costas de Galilea, ni en prisión, ni ante la muerte. Su Señor estaría cerca de él.

Y ahora, aún otro de los inevitables entre nosotros:

En los escritos de Lucas se hace solo una inferencia, pero significativa, acerca de lo que puede haber sido una causa de agitación mental y espiritual—algo que quizá ya era evidente en aquel entonces tanto como lo es hoy entre quienes tienen títulos avanzados en campos seculares, pero que han descuidado la nutrición espiritual. Uno así, sin duda, fue Saulo de Tarso—Pablo, el apóstol de los gentiles. Durante su comparecencia y defensa ante el rey Agripa, Festo, que estaba presente, “dijo a gran voz: Pablo, estás loco; las muchas letras te vuelven loco.” (Hechos 26:24)

Y de hecho, así pudo haber parecido a aquellos que sabían de su fervorosa persecución de los seguidores del Maestro, en contraste con su lealtad ahora declarada a ese Jesús a quien antes había rechazado tan públicamente.

La insinuación de Festo sugiere lo que la educación superior puede hacer en un hombre frustrado que posee apenas fragmentos dispersos de información, pero carece de una filosofía unificadora.

Años después, Pablo explicó a su amado Timoteo la fórmula simple que da como resultado un alma satisfecha:
“… la piedad, acompañada de contentamiento, es gran ganancia.” (1 Timoteo 6:6)

Y luego explicó la fuente de donde proviene esa piedad esencial:
“… la piedad es provechosa para todo, pues tiene promesa para la vida presente y también para la venidera.” (1 Timoteo 4:8)

Esa promesa de vida eterna le dio significado y propósito a la vida de Pablo, tal como lo hace con todos los que creemos de ese modo. Él había oído la voz del Maestro en el momento de su conversión, declarando la realidad del Señor resucitado, cuyas enseñanzas, ahora sabía Pablo, comunicadas por Sus siervos autorizados, eran el “poder de Dios para salvación.” (Romanos 1:16)

Ante el desafío de las naciones dictatoriales y sus avances en la ciencia militar destructiva, es un reto, por supuesto, para nosotros ser fuertes también en ciencia militar. Sin embargo, debemos cuidarnos de que tanto aprendizaje en estos asuntos mundanos no nos vuelva también locos. Es igualmente un reto que seamos valientes por medio de la fe en ese Redentor Divino por quien todos los que le sirven obedientemente pueden ser salvos. El poder atómico y los misiles guiados son peligrosos solo cuando están en manos de hombres malvados.

Y ahora, finalmente, permíteme hacer una última referencia a otro de los inevitables que muchos enfrentan:

¿Alguna vez te has sentido aparentemente derrotado tras años de ardua lucha, enfrentando la posibilidad de que programas, principios o ideales entrañables para tu corazón sean condenados al fracaso de forma despiadada? ¿Por qué algunos hombres cometen suicidio cuando sus bancos quiebran o cuando pierden todos sus bienes terrenales? ¿Por qué algunos se levantan por encima de los desastres y calamidades, mientras que otros caen en una desdichada desesperanza, como si toda la lucha de la vida hubiera sido en vano? Estas, entre otras, son preguntas que invitan a una reflexión seria.

Un destacado educador, luego de observar el gran interés que existe en los círculos industriales, gubernamentales y universitarios por la psicología clínica —o lo que él llamó ciencia del comportamiento— resumió el pensamiento de eminentes autoridades con esta significativa declaración:

“Este interés proviene no solo de la tendencia mencionada… sino también debido a los tremendos conflictos sociales, como la guerra, que demuestran un colapso del comportamiento.” (Dr. G. Homer Durham, Comisionado de Educación Superior de Utah)

Una última ilustración puede sugerir una solución para estos y otros problemas similares de frustración:

El Profeta José Smith, en esta dispensación moderna, enfrentaba el martirio a manos de sus enemigos por declarar que había tenido visiones en las que Dios el Padre y Su Hijo, así como otros que habían vivido en la tierra, se le habían aparecido como seres vivos, resucitados y glorificados. Como el apóstol Pablo, no se atrevió a negar haber tenido estas manifestaciones celestiales, pues al hacerlo habría ofendido a Dios y habría caído bajo condenación.

En medio de una amarga persecución, con su trágico destino ya perfilándose, la palabra del Señor vino a él: “… si las mismas fauces del infierno se abrieran de par en par contra ti, sabe, hijo mío, que todas estas cosas te servirán de experiencia y serán para tu bien.

El Hijo del Hombre descendió por debajo de todo ello. ¿Eres tú mayor que Él?

Por tanto, prosigue tu camino… porque los límites de tus enemigos están fijados; no pueden traspasarlos. No temas lo que el hombre pueda hacer, porque Dios estará contigo para siempre jamás.”(Doctrina y Convenios 122:7–9)

 “… adorne tu pensamiento la virtud incesantemente; entonces tu confianza se fortalecerá en la presencia de Dios… Y tu dominio será un dominio eterno.” (Doctrina y Convenios 121:45–46)

Allí tenemos nuestra respuesta. Mejor, como dijo Pablo, es tener “piedad acompañada de contentamiento” (1 Timoteo 6:6)
que aceptar un compromiso vacío por conveniencia o por los aplausos de los hombres.

Cada uno de nosotros puede saber que nuestro Redentor vive, tal como lo supo Job en medio de su tentación de “Maldice a Dios y muérete.” (Job 2:9)
Y también podemos saber que nosotros también podemos abrir la puerta e invitarlo a Él a cenar con nosotros. Podemos vernos a nosotros mismos, un día, como seres resucitados que reclaman parentesco con Aquel que dio Su vida, de modo que la recompensa para los hombres mortales por su lucha y experiencia terrenal sea el fruto de la vida eterna, incluso si, según los estándares humanos, los esfuerzos de su vida parecieran haber sido derrotados.

Así lo expresa una voz de sabiduría:

“Los mejores pensamientos, afectos y aspiraciones de un alma grande están fijados en la infinitud de la eternidad.

Destinada como está tal alma para la inmortalidad, halla que todo lo que no es eterno es demasiado breve, y todo lo que no es infinito, demasiado pequeño.”
(Inscripción en la Capilla Conmemorativa de la Universidad de Stanford)

Invito a todos los de corazón honesto en todas partes a elevarse por encima de sus temores y frustraciones humanos, y a regocijarse, como lo hizo el Apóstol de los Gentiles:

“… Mas gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo.” (1 Corintios 15:57)

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